Una dama sin fortuna - Deborah Hale - E-Book
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Una dama sin fortuna E-Book

Deborah Hale

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Beschreibung

Había que admitir que su esposo era guapo, pero tenía el corazón negro Desesperada por salvaguardar el futuro de su adorado sobrino, la arruinada lady Artemis Dearing era capaz de hacer cualquier cosa, incluso casarse con el hombre que había destruido a su querida hermana. Hadrian Northmore ya había sufrido bastante. No iba a perder también al hijo de su hermano. Por muy calculadora y falsa que fuera lady Artemis, se casaría con ella si tenía que hacerlo. Pero Hadrian no estaba preparado para el deseo abrumador que lo invadió, ni para la dulce disposición de su esposa…

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2010 Deborah M. Hale.

Todos los derechos reservados.

UNA DAMA SIN FORTUNA, Nº 489 - octubre 2011

Título original: Bought: the Penniless Lady

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd

Publicado en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios.

Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-015-8

Editor responsable: Luis Pugni

Epub: Publidisa

Inhalt

Agradecimientos

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Epílogo

Promoción

Agradecimientos

Este libro está dedicado con amor a mis sobrinos Ian, Andrew, Bradley, Ben, Dane y Sean, y a mis sobrinas Melissa, Amanda y Kate.

¡Os deseo todo el éxito y la felicidad el mundo!

Uno

Sussex, Inglaterra, abril de 1824

El requerimiento que lady Artemis Dearing temía había llegado por fin.

Tomando en brazos a su pequeño sobrino, presionó los labios contra su sedoso cabello, que tenía el mismo tono de miel dorada de su fallecida madre. ¡Si al menos pudiera absorber algo de su inocente optimismo y de su obstinado valor! Necesitaba ambas cosas desesperadamente.

Ajeno a la angustia de su tía, el niño se revolvió entre sus brazos, riéndose de felicidad por estar vivo y ser querido. Durante un instante, su alegría hizo que Artemis se olvidara de su persistente tristeza y de las preocupaciones del futuro. Le trazó con la yema del dedo el contorno de la boca y el mentón, que tanto le recordaba al de su hermano. Le reconfortaba saber que parte de su hermano y de su hermana vivía en aquel niño tan querido. No debía fallarle como les había fallado a ellos.

—Por favor, señora —dijo la doncella que había sido enviada para recoger a Artemis—. El señor quiere que venga enseguida. Si le hace esperar se pondrá de peor humor.

—Por supuesto, Bessie —la frágil burbuja de felicidad del interior de Artemis estalló ante la mención del tío Henry.

Tras haber esperado cincuenta años sin apenas esperanza de heredar el título de Bramber y la hacienda, el nuevo marqués parecía impaciente por recuperar el tiempo perdido.

—¿Podrías cuidar al señorito Lee por mí? No me atrevo a llevarlo conmigo, y si lo dejo en la cuna llorará.

Y vaya si lloraría. Gritaría todo lo que le permitieran sus pequeños y sanos pulmones. Todavía era demasiado pequeño para entender que esos arrebatos resultaban impropios. Lo último que Artemis necesitaba durante su encuentro con su tío eran los penetrantes gritos de Lee resonando a través de la decorosa quietud de Bramberley.

—Pero, señora —Bessie dio un paso atrás con gesto pesaroso—, voy muy retrasada con mi trabajo. El señor quiere que ventile y quite el polvo de las habitaciones, que friegue los suelos y limpie las ventanas. ¿Cómo voy a hacer todo eso además de mis otras obligaciones si me mandan a dar recados y me piden que haga de niñera?

Artemis parpadeó irritada. Unos meses atrás, ninguno de los sirvientes se hubiera atrevido a incumplir una orden de la señora de la casa. Habían cambiado muchas cosas en Bramberley desde la muerte de su hermano… y ninguna a mejor.

—Por favor, Bessie —Artemis odiaba tener que rogar, pero no le quedaba elección—. No tardaré mucho, te lo prometo. Y cuando Lee se haya dormido esta noche vendré para ayudarte a fregar.

—¡Eso no estaría bien, señora! —la proposición pareció llevar a Bessie a acceder—. De acuerdo, me ocuparé de él, pero apuesto a que llorará de todas maneras en cuanto se separe de usted. Lo tiene muy mimado.

Tal vez consentía demasiado al pobre niño, reconoció Artemis para sus adentros, pero, ¿cómo podía ser de otra manera con aquel pequeño huérfano que todo el mundo menos ella deseaba al parecer que no hubiera nacido? ¿Cómo no iba a agarrarse a la única persona que le quedaba en el mundo?

—Si te lo llevas a la galería verde y le dejas avanzar de una silla a otra, no se dará ni cuenta de que me he ido —Artemis le dio un último beso al niño antes de depositarlo en brazos de Bessie—. Pero sujétale bien las correas de tela para que no se caiga.

Pasó por delante de Bessie y salió del cuarto de Lee. Era más probable que el niño montara menos escándalo si se marchaba rápidamente, mientras que el tío Henry se lo montaría si le hacía esperar.

Artemis llegó a la biblioteca sin aliento y con el corazón acelerado. Tras tomarse un instante para recuperar la compostura, llamó con los nudillos y entró cuando su tío le dio permiso. Cuando cruzó el umbral aspiró el olor húmedo a pergamino antiguo y a cuero. El aroma revivió recuerdos entrañables de su adorado padre.

Sus dos tíos estaban sentados en un par de butacas de brocado gemelas. Artemis hizo un esfuerzo para controlar el temblor de las rodillas mientras hacía una respetuosa reverencia.

—¿Deseabas verme, tío Henry?

—Así es, querida —el marqués de Bramber juntó sus largos y delgados dedos y apoyó la barbilla en ellos—. Tengo que darte una buena noticia. Tras un año de sufrimiento y escándalo, puede que la familia Dearing esté a punto de dejar todo ese dolor atrás.

Por muy dolorosos que hubieran sido los acontecimientos del año anterior, Artemis no quería dejarlos atrás. Eso significaría darle la espalda a los recuerdos de su hermano y de su hermana. Como sabía que no debía contradecir a su tío, permaneció inmóvil y en silencio esperando a que continuara.

No se hizo esperar.

—Le he hecho a la señora Bullworth una proposición matrimonial que confío que acepte.

—¿La señora Bullworth? —Artemis no pudo evitar el traicionero tono de sorpresa y desagrado.

Había escuchado muchos rumores sobre Harriet Bullworth a lo largo de los años. La antigua actriz había sido la mantenida de una sucesión de caballeros antes de casarse con un rico banquero que le triplicaba la edad. Cuando su muerte la convirtió en una viuda rica, la señora Bullworth no había mantenido en secreto su intención de comprar con dinero el más alto título nobiliario posible.

La perspectiva de que semejante vividora usurpara el lugar que había pertenecido a una sucesión de las más refinadas damas del reino horrorizaba a Artemis.

—Has oído bien —las cejas grises del tío Henry formaron un ceño severo que no daba lugar a ninguna discusión—. La dama es una elección de lo más adecuada por muchas razones, y una de ellas es su relativa juventud. El deber de continuar con el linaje de los Dearing ha recaído sobre mí y no lo rehuiré. Un hombre de mi edad que busque una prometida más joven no está en posición de escoger. Y menos cuando el tamaño de su fortuna no corresponde con el brillo de su árbol genealógico.

Debidamente escarmentada, Artemis bajó la vista.

—Lo comprendo, tío. Por supuesto, yo también deseo que continúe el linaje de los Dearing.

Su demostración de deferencia pareció apaciguar a su tío.

—Sabía que podría contar con tu apoyo, querida. Siempre has sido un ejemplo de lealtad y de cumplimiento del deber. Si tus desafortunados hermanos hubieran seguido tu ejemplo, tal vez no nos veríamos en este trance.

La gratitud que su tío podía haber despertado en ella al alabar su lealtad quedó borrada cuando criticó a su hermano y a su hermana.

—Tal vez si no le hubieras prohibido a Daphne ver a Julian Northmore…

El tío Henry agitó la mano para quitarle importancia al asunto.

—Agua pasada no mueve molino.

Un espíritu de rebeldía largamente reprimido hizo que a Artemis le dieran ganas de agarrar un par de libros pesados y lanzárselos a su tío. Pero la prudencia hizo que se contuviera. Ahora que el tío Henry era el cabeza de familia, no podía permitirse el enfrentarse a él. Por el bien de su sobrino y por el suyo propio.

—Has sido un modelo de responsabilidad familiar —repitió el tío Henry—, has cuidado de tu hermana y de su desgraciado hijo. Estoy convencido de que la familia puede confiar en que actuarás pensando en su bien.

Artemis percibió una amenaza velada en el halago de su tío.

—¿A qué bien te refieres?

—Al que acabamos de referirnos, por supuesto, y al que le has dado tu apoyo —el tío Henry parecía impaciente—. A mi intención de casarme y tener un heredero.

Aun a riesgo de que se molestara todavía más, Artemis preguntó:

—¿Qué tienen que ver tus planes conmigo?

—Supongo que entenderás la posición de la señora Bullworth, querida. Resultaría impropio que viviera en Bramberley bajo el mismo techo que un hijo ilegítimo.

El tío Edward dejó escapar un resoplido de fastidio.

—Por no mencionar el daño que le has hecho a tu propia reputación al tener a ese niño durante tanto tiempo contigo.

—Siempre he sido muy escrupulosa respecto a mi reputación, tío. No entiendo en qué podría dañarla el hecho de que me ocupe del hijo de mi hermana fallecida. Y en cuanto al decoro de la señora Bullworth… —Artemis se mordió la lengua para no decir algo que desatara la ira del tío Henry—. Lo comprendo, por supuesto, pero no puedes echar al hijo de Daphne de Bramberley. Ni siquiera ha cumplido un año. No tiene ningún otro sitio adonde ir, y yo tampoco.

—Tú siempre tendrás tu casa en Bramberley — aseguró el tío Henry—. Pero el niño debe irse. Tendría que haber insistido sobre ello antes, pero temía que separar a tu hermana de su hijo supusiera la muerte para ella. Ahora que se ha ido y que el niño está criado, sin duda podremos encontrarle algún sitio.

El miedo que se había apoderado de Artemis desde la muerte de su hermana se hizo más intenso, amenazando con hacer añicos su dolido corazón.

—Por favor, tiene que haber alguna otra manera. Bramberley es un lugar muy grande y tiene muchas zonas sin habitar. ¿No podría trasladarme con Lee a una habitación del ala norte? Nadie tiene que saber que estamos allí.

—Yo lo sabría —el tío Henry parecía conmocionado ante la sugerencia—. Quiero darle a la señora Bullworth mi palabra de honor de que ese niño no vivirá bajo su techo, y tú sabes mejor que nadie que la palabra de un Dearing es sagrada.

—Sin duda también es sagrada tu responsabilidad hacia un niño inocente de tu propia sangre. Si no puede quedarse en Bramberley, búscanos una peque-ña cabaña en la hacienda o dame algo de dinero para llevármelo lejos.

Le resultaría muy doloroso dejar aquella antigua mansión cargada de historia. Pero renunciar al niño, que era lo único que le quedaba de sus hermanos, sería cien veces más duro.

—Eso es imposible —el tío Henry parecía sorprendido y molesto por su renuencia a inclinarse ante sus deseos—. Daría una mala imagen de la familia ahora que necesitamos más que nunca restaurar nuestro buen nombre.

—No puedo entregárselo a unos desconocidos — protestó Artemis—. Es muy pequeño y está muy apegado a mí desde la muerte de su madre.

—¿Apegado? ¡Tonterías! —el marqués alzó la nariz—. Un niño de esa edad es más un vegetal que un animal. Mientras esté vestido, bajo techo y reciba el alimento adecuado, se encontrará razonablemente satisfecho. Para cuando tenga edad para razonar ya se habría olvidado de ti.

Si eso era verdad, la idea no reconfortaba a Artemis. Aunque Lee la olvidara, ella nunca le olvidaría ni dejaría de llorar por él. Tal vez porque era tan pequeño e indefenso, y dependía completamente de ella, le había permitido entrar en su solitario corazón.

Antes de que se le ocurriera algún argumento que pudiera hacer cambiar de opinión a su tío, éste se levantó de la butaca para dar a entender que la conversación había terminado.

—Ya he tomado una decisión. El niño debe irse. Tienes dos semanas para encontrarle un lugar que consideres adecuado. Si para entonces no se ha ido, yo mismo me encargaré de este asunto.

Aunque una docena de sentimientos desesperados le atravesaban el corazón, la compostura y la deferencia formaban parte tan arraigada de su carácter que Artemis sólo pudo limitarse a murmurar:

—Lo comprendo, señor.

—Buena chica —dijo Lord Henry—. Que no te quepa duda de que mientras yo sea el cabeza de esta familia, tú siempre tendrás tu hogar en Bramberley.

Siempre y cuando no se quedara con el hijo de Daphne. El marqués estaba demasiado bien educado para exponer su amenaza con términos tan obvios, pero Artemis sabía que eso era lo que había querido decir. Tenía dos semanas para encontrarle un buen hogar a Lee y prepararse para separarse de él. En caso contrario se vería arrojada a un mundo duro, sin amigos, ni recursos para ganarse la vida y mantener a su sobrino.

Mientras salía a toda prisa de la biblioteca, una rabia impotente se apoderó de ella. Maldijo una y otra vez el nombre de la persona que había matado a su guapísimo hermano y había arruinado a su bella y alegre hermana.

—¡Malditos sean todos los Northmore!

—Hadrian Northmore, ¿qué estás haciendo a este lado del mundo? —Ford Barrett, Lord Kingsfold, cruzó la salita para saludar a su socio—. ¿Te ha expulsado Tuan Farquhar de Singapur por volver a retar su autoridad?

A pesar del tono alegre de Ford, Hadrian percibió algo extraño. ¿Habría llegado demasiado tarde para evitar que el gobierno británico le entregara Singapur a los holandeses?

—Farquhar ha sido sustituido como gobernador —Hadrian le estrechó la mano a su socio—. Antes de que lo preguntes, yo no he tenido nada que ver con eso. He venido a representar a nuestros compatriotas comerciantes en las difíciles negociaciones con los holandeses. El Ministerio del Exterior no debe entregar Singapur aunque tenga que hacer otras concesiones. El volumen del comercio se ha triplicado desde que tú te fuiste. Dentro de poco dará más beneficios que Penang.

—A mí no tienes que convencerme.

Ford tenía un aspecto tan relajado y feliz que parecía más joven que la última vez que le vio Hadrian, dos años atrás.

¿Podría deberse a la belleza rubia que estaba al lado de la ventana con un niño pequeño en brazos, esperando pacientemente a ser presentada? Hadrian se había llevado una sorpresa al recibir la noticia de la boda de Ford. Y nada menos que con la viuda de su primo. Le deseaba a su socio más fortuna en el matrimonio de la que habían tenido Simon Grimshaw y él.

Antes de dejar Singapur, Simon le había encargado que le llevara una joven inglesa para convertirla en su amante, y le había sugerido que se buscara él mismo una. Pero a Hadrian le echaba para atrás la idea. Una amante era demasiado parecida a una esposa.

—Tampoco necesitarás persuadir al gobierno del valor comercial de Singapur —continuó Ford—. El acuerdo se firmó el mes pasado. A cambio de Bencoolen y de otras concesiones, los holandeses acceden a no oponerse a la ocupación británica de Singapur. Ojalá Simon y tú hubierais estado aquí para celebrar la buena noticia. Pero ahora que has venido, pediré una botella de champán para que podamos brindar.

—No, champán no —sonrió Hadrian—. El arak es la única bebida adecuada para brindar por el futuro de Singapur. Pero antes, hazme el honor de hacerme las presentaciones.

—De mis encantadoras damas, por supuesto — Ford le hizo un gesto a su mujer para que se acercara—. Discúlpame, querida. La inesperada llegada de mi socio ha borrado de mi mente toda formalidad. Permíteme que te presente al señor Hadrian Northmore, socio fundador de la compañía Vindicara. Hadrian, ésta es mi esposa Laura, y nuestra hija Eleanor.

—Encantada de conocerle por fin, señor Northmore —los ojos azules de lady Kingsfold brillaron con sincero placer—. Mi esposo me ha hablado mucho de usted. Nadie podría ser más bienvenido en Hawkesbourne que usted.

El pequeño querubín que tenía en brazos le miró fijamente, y luego giró la cabeza para esconderla en el hombro de su madre.

—El placer es mío, señora —Hadrian se inclinó—. Le desearía felicidad a mi socio, pero veo que ya la ha encontrado.

—Y tanto que sí —la mirada cariñosa de Ford se posó sobre su esposa y su hija con tal adoración que Hadrian apenas reconoció en él al hombre reservado y adusto que solía ser—. Cuando hayamos alzado nuestras copas por Singapur, debemos brindar por mi buena fortuna.

—Si nos disculpan, caballeros, les dejaremos con sus brindis —dijo lady Kingsfold—. Eleanor debe echarse a descansar o estará tan insoportable que sólo su padre podrá soportarla. Le diré al señor Pryce que traiga una botella de arak. Debe quedarse a pasar la noche con nosotros, señor Northmore. Confío en que mi esposo pueda convencerle de que se quede más tiempo.

—Acepto gustoso su amable invitación a pasar la noche, señora —Hadrian estaba deseando conocer mejor a la mujer que había llevado a cabo semejante transformación en su socio—. Pero mañana debo ir a Londres a ver a mi hermano. Él es la otra razón por la que he regresado a Inglaterra. Tengo intención de hacer todo lo que sea necesario para conseguirle un asiento en el Parlamento.

Ésa había sido su misión durante más de quince años, colocar a su hermano en una posición de poder desde la que podría trabajar para reformar los abusos de la industria minera.

Abusos que Hadrian había experimentado de primera mano. Abusos que habían estado a punto de hacer desaparecer a su familia.

La sonrisa de lady Kingsfold se quedó congelada. Ford y ella intercambiaron una mirada furtiva, que le hizo revivir a Hadrian su primera impresión de que algo no iba bien. Cuando salió de la habitación sin decir una palabra más, la niña empezó a llorar.

—¿Qué ocurre? —inquirió Hadrian—. ¿He llegado tarde también a esto? ¿Ya ha habido alguna elección?

Ford sacudió la cabeza.

—No la habrá hasta dentro de un año o dos. Es sólo que… Siéntate, ¿quieres? Pryce llegará enseguida con el arak.

Hadrian no había visto nunca a su socio tan nervioso. No casaba con él.

—¡Al diablo el arak y al diablo la silla! Lo que tengas que decirme, suéltalo ya. Julian se ha metido en algún problema, ¿verdad? ¿Alguna cazafortunas le ha echado el guante? Te dije que le advirtieras sobre las mujeres de ese tipo.

—¡Lo hice! —exclamó Ford—. No se trata de eso. Maldita sea, Hadrian, creí que te habría llegado la noticia. Tu hermano… ha muerto.

—¡Eso no puede ser! —le espetó Hadrian—. Julian no ha cumplido todavía los veinticinco años y no ha estado enfermo ni un solo día de su vida.

Su hermano y él provenían de una estirpe dura, criada en la dura belleza de los valles de Durham y puesta a prueba en las oscuras profundidades de las minas de carbón del norte. Hacía falta mucho para matar a un Northmore.

—No murió de enfermedad —Ford aspiró con tanta fuerza el aire que pareció acabar con todo el que había en la enorme sala—. Murió en un duelo hace más de un año. Si te sirve de consuelo, el final llegó muy deprisa. Su adversario no tuvo tanta suerte.

—¡Un duelo! ¿Contra quién? ¿Por qué motivo?

Los duelos eran un capricho de caballeros de alta cuna. Hadrian había trabajado para lanzar a su hermano a lo más alto de la sociedad inglesa, pero no para aquello. ¿Habría perdido aquel joven alocado la vida por alguna estúpida deuda de juego o por algún insulto pronunciado en el calor de una borrachera? Hadrian se maldijo a sí mismo por no haber atado en corto al muchacho antes. Pero, ¿cómo podría haberlo hecho? Estaba al otro lado del mundo labrándose la fortuna que habría puesto a Julian en el Parlamento para que se convirtiera en la voz de aquéllos que no la tenían.

Ahora la fortuna de Hadrian no valía más que el polvo. Porque Julian estaba muerto, su joven vida segada como la del resto de su familia.

—Su rival era mi vecino, el marqués de Bramber —respondió Ford—. Resultó herido en el duelo y murió unas semanas más tarde en medio de grandes sufrimientos. La disputa se debió a una joven dama.

—Tendría que haberlo imaginado. ¿Estuvo jugando esa harpía a enfrentar a uno contra el otro? —si así era, se lo haría pagar.

—¡En absoluto! —Ford negó vigorosamente con la cabeza—. La dama era la hermana de lord Bramber. Ella también ha muerto, pobre criatura.

—¿Pobre criatura? —privado de los objetivos de su ira, la ira de Hadrian cayó sobre su socio—. ¡Pareces lamentarlo más por tus elegantes vecinos que por mi hermano!

—Lo siento por todos —protestó Ford—. Fue una tragedia terrible que nunca debería haber sucedido.

—Entonces, ¿por qué no la impediste? —gritó Hadrian—. Si no podías hacer entrar en razón a ese vecino tuyo, entonces tendrías que haber advertido a Julian.

—Traté de intervenir cuando todo empezó —Ford estaba a la defensiva—. Pero me dijeron que me ocupara de mis propios asuntos. Cuando ocurrió el desenlace, Laura y yo estábamos en el extranjero. Tenía pensado volver a Singapur, pero… cambié de planes. En aquel entonces estaban sucediendo muchas cosas en mi vida.

—¿Tantas como para que no te importara lo que le sucediera a mi hermano? —Hadrian agarró a Ford del brazo—. ¿Olvidaste que me habías prometido que cuidarías de él? ¿O acaso eso habría interferido en tu vida de señor de la mansión?

—Creí que me conocías mejor —Ford se soltó el brazo—. Traté de hablar con tu hermano, pero no quiso escuchar mi consejo, como tampoco quería presentarse al Parlamento. Sólo quería tu dinero para pagar las deudas que había contraído con su ocioso modo de vida.

—¡Eso es mentira! —Hadrian le puso el dedo en el pecho a su compañero con la esperanza de provocar una pelea.

Dar unos cuantos puñetazos podría liberar el peligroso exceso de rabia que crecía en su interior. Y si Ford le pegaba con la suficiente fuerza, podría dejar noqueado el persistente temor de ser en cierto modo responsable de la muerte de su hermano.

Pero Ford no se dejó provocar, maldito fuera.

—Es la verdad. Julian era un joven imprudente acostumbrado a hacer lo que quería. Actuó de manera impropia, pero no merecía morir por ello. Mirando atrás, por supuesto que lamento no haber hecho más. Pero nunca pensé que llegaría tan lejos.

—Me has decepcionado, después de todo lo que he hecho por ti —apartándose de su socio, Hadrian se dirigió hacia la puerta, antes de hacer o decir algo de lo que pudiera arrepentirse todavía más—. Tal vez la gente como tú no se siente jamás obligada con la gente como yo.

Mientras salía de allí, la inestable mezcla de desesperación y furia que sentía amenazó con desplomarse, dejándole tan vacío y muerto como su hermano. Tan muerto como la familia Northmore, de la que él era ahora el último miembro vivo.

—Antes de que salgas de aquí —gritó Ford a su espalda—, ¿no quieres saber qué fue del niño?

—¿El niño? —aquella palabra detuvo a Hadrian sobre sus pasos. Las cenizas de su corazón cobraron vida como una bocanada de aire, y las brasas mortecinas volvieron a brillar—. ¿Qué niño?

Dos

—¡Querido niño! —Artemis acercó a su sobrino al hombro y aspiró su dulce aroma de bebé como si fuera el único aire que valiera la pena respirar—. Haré cualquier cosa antes que entregarte.

Se dirigían de regreso a Bramberley en un bonito día de primavera, tras visitar a uno de los granjeros con los que el tío Henry quería dejar a su sobrino. Tras conocer a aquella pareja sin hijos y ver cómo se comportaban con Lee, Artemis estaba decidida a que no se quedaran con él.

—Estoy segura de que no te han caído bien — canturreó—. La mujer es muy áspera y su marido, un gruñón. No quieren un niño, sino un futuro sirviente. Y qué mujer tan impertinente, diciendo que ella te curaría pronto para que no fueras tan mimado. Me estremezco al pensar en cuál podría ser esa cura. Me ha puesto furiosa. Me hubiera gustado soltarle una respuesta grosera.

No lo había hecho, por supuesto. Probablemente no habría podido aunque lo intentara. Durante toda su vida le habían enseñado a evitar las emociones fuertes a favor del decoro, la buena educación y la reserva. No había sido nunca capaz de expresar sus auténticos sentimientos ni ante aquellos a quienes más amaba. Le entristecía pensar que sus hermanos podrían haber muerto sin saber cuánto los quería.

En cierto modo era más fácil con su sobrino. Tal vez porque era tan pequeño e indefenso, Artemis había conseguido romper sus profundas defensas para demostrarle afecto. Ahora, el miedo a perderle hacía que se agarrara demasiado a él. Lee empezó a revolverse contra su abrazo, exigiendo que le dejara en el suelo.

—Muy bien, puedes andar un poco —depositó un sonoro beso en cada una de sus mejillas para hacerle reír y luego le dejó apoyarse sobre sus gordezuelos pies.

El niño cacareó entusiasmado al conseguir lo que quería. Sus vivos ojos grises brillaron con curiosidad. Cuando trató de avanzar hacia el campo de brezo, Artemis agarró con fuerza las cintas de su trajecito para ayudarle a mantenerse recto.

—Te encanta estar fuera de Bramberley, ¿verdad? Aquí puedes explorar y hacer todo el ruido que quieras.

Una sensación de tristeza se apoderó de ella al pensar en dejar la mansión estilo Tudor que había sido su amado hogar durante más de un cuarto de siglo. Su único consuelo era que en un lugar más modesto le resultaría más fácil hacerse con aquel niño tan inquieto. Ojalá pudiera encontrar un lugar así y hallar la manera de pagarlo.

Sumida en sus preocupaciones y cuidando de que su sobrino no se adentrara en una zona de ortigas, Artemis no se dio cuenta de que no estaban solos hasta que un par de botas oscuras y unos pantalones aparecieron ante su vista. Lee se dirigió hacia ellos soltando un grito feliz, mientras rodeaba con sus regordetes brazos una de las piernas.

—Le pido disculpas, señor —Artemis se precipitó a liberar al caballero del abrazo de su sobrino—. No me había dado cuenta de que estaba usted aquí, en caso contrario le habría sujetado. Una vaga sensación de molestia se apoderó de ella. ¿Por qué aquel hombre no había tenido la cortesía de anunciarse en lugar de observarlos en silencio sin que ella fuera consciente de su presencia? Sinceramente, parecía como si los estuviera espiando. Tomaría al niño en brazos y se marcharía de la manera más digna posible, dadas las circunstancias.

Lee tenía otras ideas. Se agarró a la pierna del desconocido con obstinada firmeza, rechazando los intentos de su tía para liberarlo con aullidos. Tras varios e infructuosos esfuerzos, Artemis no tuvo más remedio que apartar los deditos del niño de los pantalones del caballero.

No creía que hubiera una posición más humillante en que la pudiera encontrarse una dama frente a un desconocido. Tenía la cabeza al mismo nivel que el regazo de sus pantalones, algo que descubrió para su consternación cuando miró hacia allí. Mientras trataba de soltar el firme agarre de Lee, sus dedos rozaron varias veces el firme y musculoso muslo del desconocido. Cuando consiguió apartar a su sobrino de allí, jadeaba y tenía el rostro encendido.

Miró finalmente hacia el rostro del extraño esperando encontrar una expresión de asombro, de sonrojo, o con un poco de suerte, de buen humor. Pero sólo vio un par de ojos grises fríos como el granito clavados en Lee con peligrosa intensidad.

—Es un muchacho muy obstinado —la voz grave y profunda del desconocido se alzó con facilidad sobre los aullidos de frustración del niño.

Artemis no supo distinguir si se trataba de unas palabras de alabanza o de censura. Pero el acento norteño de su tono de voz hizo que se pusiera al instante en guardia. A pesar de su ropa cortada a medida y de su aire de autoridad, aquel hombre no era un caballero. El canalla que había destruido a su familia también hablaba así.

Acunando a Lee entre sus brazos para calmarle, Artemis le dirigió al desconocido una mirada altanera.

—Es un buen muchacho. Su repentina aparición ha debido alterarle. ¿Puedo preguntarle qué asunto le ha traído hasta las tierras de Bramberley?

El extraño no parecía tener prisa en responder a su pregunta.

—Si el niño se hubiera asustado, lady Artemis, habría salido corriendo en lugar de agarrarse a mi pierna como una lapa. Si le hubiera dejado donde estaba, apuesto a que se habría quedado encantado.

La antipatía que sentía hacia aquel hombre se intensificó a pesar de que las puntas de los dedos todavía le ardían por el reciente contacto con su pierna. Dirigiéndole una mirada crítica, Artemis no encontró nada que fuera de su aprobación. Era más grande de lo que se suponía que debía ser un caballero, tenía los hombros anchos y una presencia intimidatoria. La nariz aquilina y el afilado arco de las oscuras cejas le proporcionaban un aire depredador.

Aquélla debía ser la razón por la que le resultaba tan difícil respirar. Eso y la velada amenaza de que la hubiera llamado por su nombre.

—¿Cree usted conocerme, señor? —inquirió—. Debe estar equivocado. Yo no le había visto en mi vida.

De eso estaba absolutamente segura. Recordaría aquellas facciones malignas con más claridad que las de un hombre más atractivo. Y sin embargo, había algo perturbadoramente familiar en aquel extraño.

—Es cierto que no nos conocíamos —contestó él—. Pero he oído hablar de usted igual que usted de mí. Mi nombre es Hadrian Northmore y este niño es mi sobrino.

Aquel nombre cayó sobre Artemis como una descarga eléctrica. Hadrian Northmore, el hermano del hombre que había destruido a su familia. No era de extrañar que le hubiera odiado nada más verle.

—He oído hablar de usted, señor Northmore — alzó la barbilla para poder mirarle por encima del hombro—. Su vulgar fortuna se ha utilizado como excusa para disculpar el vergonzoso comportamiento de su hermano.

—¿Considera vulgar mi fortuna? —su fiero rostro se oscureció como el trueno—. Supongo que está manchada por el sudor de mi trabajo, a diferencia de las elegantes fortunas ganadas sin esfuerzo a través de las rentas, las inversiones o las herencias. Puede que otros sudaran, sangraran o incluso murieran para conseguir ese dinero en un principio, pero la distancia lo ha limpiado y así ninguna dama ni ningún caballero tienen que mancharse sus delicadas manos.

Aquel hombre exudaba desprecio por Artemis, su familia y por toda su clase social. Aunque consideraba que responder a tan vulgar insolencia estaba por debajo de su dignidad, no la dejaría pasar.

—Está usted poniendo palabras en mi boca, señor, y no se lo voy a consentir. Una fortuna como la suya no es vulgar por el modo en que se ha conseguido, sino por cómo se ha gastado. La gente como usted cree que en esta vida todo se puede comprar y vender. No comprenden que hay cosas a las que no se les puede poner precio. El honor no se vende. El amor no puede subastarse al mejor postor. La buena cuna no puede comprarse.

Los labios del hombre se curvaron en una mueca burlona.

—Está claro que no ha visto mucho mundo si cree semejante tontería. Los tribunales de justicia están llenos de hombres que venderían su honor a precio de coste. Y en cuanto a las damas y el amor, el «mercado matrimonial» no ha conseguido su nombre porque sí.

Aquellas palabras le dolieron a Artemis como una bofetada. Sabía que mucha gente veía el matrimonio como una transacción para asegurarse el confort material o el ascenso social. Ya era suficientemente malo que ambas partes entraran a formar parte de una unión así con los ojos abiertos a la frialdad de la situación, pero cuando una joven inexperta se veía arrastrada por falsas atenciones hacia un imprudente compromiso…

Eso había estado a punto de sucederle a ella. Gracias a Dios había cumplido finalmente con su deber a tiempo y se había evitado un dolor mayor. Su impulsiva y díscola hermana no había tenido tanta suerte.

El recuerdo de Daphne sacó a Artemis de su fija concentración en Hadrian Northmore. Estaba tan preocupada que casi se había olvidado del hijo de su hermana. Le estaba prestando tan poca atención que podría habérsele caído de los brazos.

Pero cuando volvió a centrarse en Lee se dio cuenta de que había dejado de gritar. Se había apoyado contra su hombro y se había dormido. No podía permitir que Hadrian Northmore siguiera haciendo que olvidara su obligación para con el niño ni un minuto más.

—Me inclino ante su superior conocimiento sobre estos mercenarios asuntos, señor. Y ahora debe disculparnos. Mi sobrino necesita descansar —con todo la elegancia que fue capaz de reunir cargando con un niño que pesaba como una roca, Artemis se apartó de Hadrian Northmore. Confiaba en no volver a verle nunca más en su vida.

Pero su voz la siguió.

—Querrá decir nuestro sobrino, ¿no es así, lady Artemis?

Aquella impactante y amenazadora verdad hizo que le temblaran las rodillas, y se tropezó contra un matorral de resistente tojo dorado.

Mientras Artemis trataba de recuperar el equilibrio sin dejar caer a su sobrino, el señor Northmore se lanzó hacia ella. Sus poderosos brazos la estrecharon a ella y al niño, atrayéndolos hacia su amplio pecho. En un desesperado esfuerzo por aclararse la mente, Artemis aspiró con fuerza el aire, pero sólo consiguió llenarse las fosas nasales de su aroma, una inquietante fusión de tabaco, especias y pura vitalidad masculina. No consiguió tranquilizarla, sino más bien lo contrario.

—Debería tener usted más cuidado —su murmurado gruñido provocó una oleada de cálida respiración sobre su cabello—. No quiero que le pase nada a este muchacho. Por suerte, nuestra disputa verbal no le ha despertado. Debe haber heredado de los Northmore el don de dormir como un tronco.

Sus palabras forzaron a Artemis a recuperar el equilibrio y la compostura que Hadrian Northmore había desestabilizado. Plantando los pies con firmeza en el suelo, se zafó de él.

—Le agradecería que me soltara ahora mismo y evitara decirme cómo debo cuidar de mi sobrino.

El señor Northmore dio un respingo al oírla hablar, como si no se hubiera dado cuenta de que la estuviera sosteniendo.

—¿Preferiría que la hubiera dejado caer de bruces? —gruñó mientras la soltaba y daba un paso atrás.

A Artemis le había resultado desagradable durante toda su vida que los desconocidos se le acercaran demasiado. Muchas veces había deseado poder alzar un muro para mantener un espacio privado a su alrededor. Al hacerse mayor descubrió que una mirada fría y un aire introvertido mantenían a la mayoría de los extraños a raya. Cuando alguno traspasaba la línea, volver a colocar las fronteras le causaba siempre una gran sensación de alivio.

¿Por qué era diferente esta vez? Tal vez la poderosa presencia de Hadrian Northmore era demasiado potente para desaparecer fácilmente. Su peligroso y al mismo tiempo intrigante aroma seguía en ella. Todas las partes de su cuerpo que él había tocado ardían con un irritante calor.

Aquellas desconcertantes sensaciones afilaron su tono.

—¡Hubiera preferido que no estuviera usted aquí!

Era lo más descortés que Artemis le había dicho a nadie en su vida. Pero no pudo negar la emoción salvaje que le provocaba lanzarle un golpe verbal al hermano del hombre que había destruido a su familia.

Antes de que él pudiera responder, añadió:

—Dado que no ha respondido a mi pregunta, me veo obligada a repetírsela. ¿Qué le trae por Bramberley?

¿Sería posible que hubiera venido a suplicar su perdón por lo que el canalla insensato de su hermano había hecho? ¿A hacer algún gesto simbólico de restitución de la única manera que sabía hacerlo, con dinero? Aunque ninguna cantidad podría curar su dolor ni suavizar su resentimiento, Artemis estaba dispuesta a aceptarlo por el bien de Lee.

Aquella prometedora esperanza provocó un cambio en la idea que tenía de Hadrian Northmore. Su impresionante altura ya no le resultaba amenazadora. Sus facciones oscuras y taciturnas le resultaban incluso algo atractivas.

Pero cuando respondió a su pregunta, su repuesta la dejó sin aire en los pulmones y provocó que todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo ardieran.

—Quiero al niño.

Hadrian no había sido consciente de lo desesperadamente que deseaba la custodia de su sobrino hasta que el muchacho se lanzó sobre él.

No parecía un Northmore con aquel cabello rubio, las mejillas regordetas y el hoyuelo en el mentón. Pero tenía una robustez muy atractiva. Su audacia, la energía y su determinación mostraban su parentesco. Tal vez el hijo de Julian lo hubiera percibido también y por eso se lanzó hacia su tío con el instinto de un polluelo que regresara al nido, agarrándose a su pierna con una fuerza notable para tan pequeña criatura. ¡Y cómo se había resistido a los intentos de su tía por apartarle! Cuando hubo perdido la batalla, protestó ante la injusticia con toda la fuerza de sus pulmones. Pero al ver que eso no servía, no había perdido energía lloriqueando ni haciendo pucheros. Había dejado el contratiempo atrás y se había quedado dormido casi al instante, guardando sus fuerzas para el siguiente reto.

Hadrian estaba decidido a llevar a cabo una disputa igual de decidida para reclamar a su sobrino. Y no perdería, porque tenía la fuerza y los medios para superar el obstáculo principal: lady Artemis Dearing. A pesar de su esbelta y encantadora delicadeza, Hadrian no subestimaba a su oponente. Había un brillo de valor regio en sus impresionantes ojos azul violeta y un punto de helada antipatía en la dulzura de su voz. Aunque su altanero desdén le escocía, no podía evitar sentir una punzada de admiración por alguien con el suficiente espíritu para enfrentarse a él.

Tras un instante de asombrado silencio, lady Artemis le clavó una mirada glacial.

—Usted puede querer tener a mi sobrino todo lo que desee, señor Northmore. Pero nunca le pondrá las manos encima, eso se lo puedo asegurar. Le sugiero que nos ahorre a ambos más incomodidades regresando por donde ha venido y dejándome a mí criarle en paz.

Alzando las cejas con gesto desdeñoso, la dama se dio la vuelta y se marchó. Esta vez tuvo cuidado de no alzar la barbilla demasiado para no arriesgarse a volver a tropezar. Sin duda no quería volver a pasar por la humillación de verse en brazos del hombre al que había desafiado e insultado.

A Hadrian no le hubiera importado acudir en su rescate de nuevo si fuera necesario. No estaba preparado para la oleada de satisfacción que le atravesó cuando la sostuvo entre sus brazos, pero si lady Artemis creía que podía despedirle como si fuera uno de sus criados, estaba muy equivocada.

Fue tras ella.

—Le aseguro que no voy a rendirme tan fácilmente. Estoy acostumbrado a conseguir lo que quiero, y va a necesitar algo más que mostrarse desagradable conmigo para detenerme.

La dama estiró la espina dorsal cuando se dio cuenta de que la estaba siguiendo, pero no se detuvo ni miró hacia él.

—Tal vez ésta sea la primera vez que ansía algo que su dinero no puede comprar, señor. Mi sobrino no es un capricho a la venta. No hay suma que pueda ofrecerme capaz de hacerme considerar la idea de separarme de él.

—Según mi experiencia, la gente que asegura que no se vende sólo está intentando subir el precio — Hadrian se preparó para su reacción.

Todo formaba parte del proceso de acuerdo. Oferta, negativa, contraoferta, farol y cierre. El éxito dependía muchas veces de la habilidad para predecir el siguiente movimiento del oponente o para calcular su debilidad. Pero lady Artemis resultaba difícil de descifrar. Su descarado desprecio hacia él resultaba tan intenso que enmascaraba cualquier otra reacción sutil. No ayudaba que Hadrian se distrajera cuando la miraba. Al buscar el miedo en sus ojos, se vio atraído a sondear sus hechiceras profundidades. Cuando buscó en sus labios el temblor de la incertidumbre, se vio preguntándose si alguna vez la habrían besado como Dios manda.

La dama le sacó de sus inapropiados pensamientos aspirando el aire por la nariz con gesto despectivo.

—Está claro que nos movemos en círculos muy diferentes. Aunque me viera vergonzosamente obligada a considerar la idea de traficar con alguien de mi sangre, usted sería la última persona a quien se lo vendería.

—Se olvida —le espetó Hadrian—, que el niño también es de mi sangre. Si estuviéramos en Oriente, el sistema de justicia la obligaría a entregármelo como compensación del asesinato de mi hermano.

Sus palabras provocaron que lady Artemis apretara el paso.

—Me considero afortunada de vivir en una sociedad civilizada, en la que un niño inocente nunca será utilizado de una manera tan bárbara.

¿Un sistema de justicia basado en la restitución era más bárbaro que otro que condenaba a un niño hambriento a la horca por robar comida?

Antes de que Hadrian pudiera ponerle voz a aquella indignada pregunta, lady Artemis siguió hablando.

—Aunque la ley del «ojo por ojo» se aplicara en Inglaterra, sería usted quien me debería una compensación a mí. Puede que mi hermano provocara la muerte del suyo, pero fue el suyo quien envió a mi hermano y a mi hermana a la tumba, además de arrastrar a mi familia por el fango.

—La idea del duelo fue de su hermano —protestó Hadrian—. Estoy seguro de que si hubiera dependido de Julian, nadie habría resultado herido.

Aunque sabía que enemistarse con lady Artemis sólo serviría para dificultarle la custodia de su sobrino, Hadrian no pudo evitarlo. Ella había tenido más de un año para asimilar aquella sórdida tragedia y seguir adelante con su vida. En lo que a él se refería, la muerte de su hermano podría haber sucedido el día anterior. Con una diferencia vital: era demasiado tarde para celebrar un funeral, ponerse luto o llevar a cabo ninguno de los ritos habituales que ayudaban a la gente a encontrarle algún sentido al profundo misterio de la muerte.

Enfrentarse a lady Artemis Dearing, sin embargo, servía para purgar un poco los venenosos sentimientos que se habían apoderado de él.

—¿Qué opción tenía mi hermano? —cambió de postura al niño dormido—. Tenía que defender el honor de mi hermana frente al hombre que la había seducido tan cruelmente y la había dejado embarazada fuera del matrimonio.

Cuando subieron un pequeño montículo, la enorme mansión apareció como una majestuosa matrona con sus torres y gabletes. Hadrian sabía que no podría seguir a lady Artemis a través de la imponente entrada de la casa.

Lo que tenía que decir, debía hacerlo rápidamente.

—¿Acaso ha valido la pena perder la vida de dos hombres jóvenes en nombre de ese honor? De donde yo vengo, el padre de la joven o su hermano le daría al tipo una tremenda paliza, y luego los llevaría a los dos frente al cura. Para cuando naciera el bebé, ya nadie recordaría ni le importaría cuándo había sido engendrado.

Algo provocó que el regio paso de la dama vacilara. ¿Estaría cansada? ¿O habría dado en el blanco con su comentario?

—Sin duda las cosas son mucho más sencillas en su lugar de origen. Si las familias como la mía se tomaran con una actitud tan laxa este tipo de desgracias, sería una invitación abierta a que los canallas sin escrúpulos se abrieran camino en nuestra clase social mediante la seducción. Ninguna dama de alcurnia estaría a salvo de sus traicioneras atenciones.

Ahora fue el paso de Hadrian el que falló.

—¿Está diciendo que mi hermano se acostó con su hermana contra su voluntad?

—Tal vez no estrictamente contra su voluntad, pero sin duda sí en contra de su pudor y de los deseos de su familia —su tono ultrajado le advirtió a Hadrian que nunca permitiría que una pasión arrebatada la apartara del camino del decoro.

—Ha dicho que Julian llevó a su hermana a la tumba. Entonces, ¿murió al dar a luz? —Hadrian sintió un nudo en la garganta—. Si le hace responsable de eso, entonces muchos maridos amorosos deberían cargar con la culpa de la muerte de su esposa.

—Mi hermana sobrevivió al parto, aunque fue difícil y sin duda la debilitó —lady Artemis mantenía los ojos clavados en la casa, sin duda deseando alcanzar el refugio de sus imponentes muros—. Murió ocho meses más tarde, con el corazón roto por cómo su inocente locura había llevado la vergüenza a nuestra familia y había conducido a nuestro hermano a la muerte.

Hadrian reprimió una arriesgada chispa de simpatía por la joven fallecida.

—Así que admite que fue culpa suya, no de mi hermano.

Lady Artemis le dirigió una mirada de desprecio.

—Si albergara sentimientos más elevados, entendería que hay personas capaces de cargar con un inmerecido sentido de la responsabilidad, aunque no sean culpables.

Lo último que Hadrian esperaba era que sus ofensivas palabras le proporcionaran tan enorme sensación de alivio. Sin duda era lo último que pretendía.