Una gloria silenciosa - Miguel de Asúa - E-Book

Una gloria silenciosa E-Book

Miguel de Asúa

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Beschreibung

A través de una serie de cortos capítulos ilustrados, Una gloria silenciosa recapitula y presenta los aportes a las ciencias experimentales con significación universal efectuados en nuestro país. Escrito como contribución a las celebraciones del Bicentenario, el texto parte de los remotos orígenes virreinales de la ciencia en el Río de la Plata, pero se concentra en los dos siglos transcurridos entre 1810 y 2010, para pasar ágil revista a una selección de personajes, disciplinas, problemas científicos, logros y centros de investigación que merecen ser conocidos y recordados. Debido a que explora en escorzo muchas dimensiones culturales y sociales de la historia que relata, Una gloria silenciosa traza, en suma, las líneas maestras de una breve historia de la ciencia en la Argentina. Escrito por un historiador y filósofo de la ciencia argentino con larga experiencia en la divulgación y el ensayo, el libro evita tanto los tecnicismos científicos como los abstrusos análisis sociológicos que sólo interesan a los especialistas, mientras que conserva la profundidad del análisis y el rigor informativo exigidos por el tema.

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Una gloria silenciosa

Dos siglos de ciencia en la Argentina

Miguel de Asúa

Prólogo de Guillermo Jaim Etcheverry

Contribuciones especiales de Analía Busala, Diego Hurtado de Mendoza, Marcelo Monserrat, Eduardo Ortiz, Irina Podgorny y Lewis Pyenson

Asúa, Miguel de

Una gloria silenciosa : Dos siglos de ciencia en la Argentina . - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2012.

E-Book.

ISBN 978-987-599-257-3

1. Historia Argentina.

CDD 982

© Libros del Zorzal, 2010

Buenos Aires, Argentina

Printed in Argentina

Hecho el depósito que previene la ley 11.723

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<[email protected]>

Asimismo, puede consultar nuestra página web:

<www.delzorzal.com.ar>

Índice

Prefacio y agradecimientos | 9

[01] | 16

Introducción | 16

[02] EPISODIO 1 | 19

Los orígenes: la observación de los cielos del sur en el siglo XVIII | 19

EPI 1 Box 1 | 25

Ciencia jesuita en el Río de la Plata | 25

EPI 1 Box 2 | 28

Las historias naturales de los jesuitas | 28

EPI 1 Box 3 | 31

Experimentos eléctricos en el Río de la Plata | 31

EPI 1 Box 4 | 33

Félix de Azara | 33

[03] Ciencia e historia 1 | 37

La ciencia y la Revolución de Mayo | 37

C&H 1 Box 1 | 41

El círculo de clérigos naturalistas | 41

C&H 1 Box 2 | 44

Bonpland | 44

C&H 1 Box 3 | 47

La memoria de Redhead | 47

[04] Ciencia e historia 2 | 50

La primavera científica de la década de 1820 | 50

C&H 2 Box 1 | 58

¿Hubo una “ciencia de Rivadavia”? | 58

C&H 2 Box 2 | 62

El hierro de las armas | 62

C&H 2 Box 3 | 65

Ottaviano F. Mossotti y el cometa Encke | 65

[05] Ciencia e historia 3 | 69

La ciencia en el período federal | 69

C&H 3 Box 1 | 74

Las ciencias exactas y la expansión de la frontera | 74

C&H 3 Box 2 | 77

Un médico naturalista | 77

C&H 3 Box 3 | 80

Un dejo de historia natural romántica | 80

[06] Ciencia e historia 4 | 83

La Confederación y el Estado de Buenos Aires | 83

C&H 4 Box 1 | 89

Las ciencias naturales y los farmacéuticos de Buenos Aires | 89

C&H 4 Box 2 | 91

La creación del Departamento de Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos Aires y sus profesores italianos | 91

[07] EPISODIO 2 | 95

Las primeras grandes instituciones de la ciencia en la Argentina | 95

EPI 2 Box 1 | 98

Gould | 98

EPI 2 Box 2 | 101

Burmeister | 101

EPI 2 Box 3 | 104

Los sabios alemanes de Córdoba | 104

[08] Ciencia e historia 5 | 109

Sarmiento y la teoría de la evolución | 109

[09] EPISODIO 3 | 112

Exploraciones geográficas y geológicas | 112

EPI 3 Box 1 | 116

Francisco P. Moreno y la interpretación cívica de la naturaleza | 116

EPI 3 Box 2 | 120

Sobral y los comienzos de la exploración antártica argentina | 120

[10] Ciencia e historia 6 | 122

La Sociedad Científica Argentina y las instituciones científicas resultado de la federalización de Buenos Aires | 122

C&H 6 Box 1 | 126

La creación del Observatorio de La Plata | 126

[11] EPISODIO 4 | 130

El descubrimiento del pasado de la tierra y la fauna extinguida de América del Sur | 130

EPI 4 Box 1 | 133

Homéricas peleas y un curioso fraude científico | 133

[12] Ciencia e historia 7 | 135

Transacciones fosilíferas | 135

[13] EPISODIO 5 | 143

Flora y fauna | 143

EPI 5 Box 1 | 147

¿Hubo una generación científica del ochenta? | 147

EPI 5 Box 2 | 149

La recepción de la teoría de la evolución en la Argentina | 149

[14] Ciencia e historia 8 | 152

La ciencia del Centenario | 152

C&H 8 Box 1 | 155

Arata y Puiggari | 155

C&H 8 Box 2 | 159

Verba non res | 159

C&H 8 Box 3 | 161

Agote y la transfusión de sangre citratada | 161

[15] EPISODIO 6 | 164

La recepción de las grandes teorías científicas en la Argentina | 164

EPI 6 Box 1 | 172

Einstein y la física en la Argentina en la década de 1920 | 172

[16] EPISODIO 7 | 178

La física moderna | 178

EPI 7 Box 1 | 182

Física en La Plata | 182

EPI 7 Box 2 | 189

El homúnculo de Gaviola | 189

[17] Ciencia e historia 9 | 191

Ciencia y esfera pública en el período de entreguerras | 191

C&H 9 Box 1 | 199

Científicos españoles en la Argentina en el período de entreguerras | 199

[18] Ciencia e historia 10 | 205

La gran tradición | 205

[19] EPISODIO 8 | 207

Bernardo Houssay y la función reguladora de las hormonas | 207

EPI 8 Box 1 | 211

La producción de insulina | 211

EPI 8 Box 2 | 213

Houssay y la organización de la ciencia | 213

[20] EPISODIO 9 | 217

El mecanismo de la hipertensón arterial de origen renal | 217

EPI 9 Box 1 | 222

Braun Menéndez. El “experimento de Johns Hopkins” y “las fuerzas vivas” en la Argentina de posguerra | 222

[21] Episodio 10 | 226

Leloir y el metabolismo de los azúcares | 226

EPI 10 Box 1 | 230

La bioquímica argentina | 230

[22] EPISODIO 11 | 235

Eduardo de Robertis y la comunicación entre neuronas | 235

EPI 11 Box 1 | 240

Desde el Instituto de Biología celular al mundo | 240

[23] EPISODIO 12 | 242

César Milstein: anticuerpos específicos par toda tarea | 242

EPI 12 Box 1 | 246

La vacuna del virus Junín | 246

[24] Ciencia e historia 11 | 249

La organización de la ciencia y la técnica entre fines de la década de 1940 y primera mitad de la de 1950 | 249

[25] Ciencia e historia 12 | 255

Instituciones modernizadoras de ciencia y tecnología | 255

[26] Ciencia e historia 13 | 263

Modernización de la Facultad de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales en la UBA | 263

C&H Box 1 | 268

La diáspora de la década de 1960 | 268

C&H Box 2 | 269

Modernización de la astronomía | 269

[27] EPISODIO 13 | 272

La investigación de la estructura íntima de la materia: la física nuclear | 272

EPI 13 Box 1 | 277

Balseiro y el Instituto de Física de Bariloche | 277

EPI 13 Box 2 | 279

Reactores de investigación y aceleradores de partículas | 279

EPI 13 Box 3 | 283

Radioisótopos descubiertos en la Argentina | 283

[28] EPISODIO 14 | 285

La investigación básica en agronomía | 285

[29] Ciencia e historia 14 | 290

La investigación matemática en la Argentina, 1870-1960 | 290

[30] Ciencia e historia 15 | 301

Los últimos treinta años: el giro hacia los desarrollos tecnológicos | 301

Epílogo | 306

Bibliografía | 308

Prefacio y agradecimientos

Deseo agradecer en primer lugar y muy calurosamente a Guillermo Jaim Etcheverry, presidente de la Fundación Carolina de la Argentina, y a Norberto Corsaro, secretario de la misma, por el entusiasmo con que ambos apoyaron el proyecto de este libro desde su comienzo. El origen de esta obra es la exposición sobre historia de la ciencia en la Argentina, que me encargó Jaim Etcheverry cuando era rector de la Universidad de Buenos Aires para la muestra “Buenos Aires Piensa”, la cual fue organizada junto con el Gobierno de la Ciudad y tuvo lugar durante las dos primeras semanas de noviembre de 2004 (Jorge Medina y Patricia Ángel, en ese momento y respectivamente secretarios de investigación y extensión de dicha casa de estudios, condujeron estas gestiones). Guillermo ha sido desde siempre un maestro luminoso y seguro que, entre otras cosas, me ayudó a no perderme nunca del todo en los recovecos de una carrera quizás demasiado laberíntica. Agradecerle es un placer, no una tarea.

El objetivo de la exposición mencionada fue poner de relieve los más importantes logros científicos alcanzados por la ciencia argentina, a través de 13 paneles con texto e ilustraciones. Esa intención se conserva en el presente libro, que además incorpora una serie de discusiones que amplifican de manera considerable la meta inicial. Es así que esta obrita fue estructurada siguiendo dos recorridos principales. El esqueleto consiste en una selección de “episodios”, que explican los aportes más destacados a la ciencia universal de los científicos y científicas argentinos. Intercalados entre estos episodios se encuentran los capítulos de una segunda secuencia titulada “ciencia e historia”, que aspira a otorgarle contexto a la serie principal. Hay en el libro un discurso escrito y un “discurso visual” (las imágenes no son decorativas, sino que forman parte del contenido). Tanto en la sección “episodios” como en la de “ciencia e historia” se hizo un uso generoso de recuadros –algunos de ellos muy extensos– que desarrollan temas particulares. Un número de colegas de nuestro país y el exterior, entre los más distinguidos historiadores de la ciencia que se ocuparon del caso Argentina, tuvieron la gentileza de colaborar con contribuciones especiales. Ellos son, por orden alfabético, Analía Busala (3IA, UNSAM; FFYL y FFYB, UBA), Diego Hurtado de Mendoza (Centro Babini, UNSAM; CONICET), Marcelo Montserrat (UCEMA, Academia Nacional de la Historia), Eduardo Ortiz (Imperial College, Inglaterra), Irina Podgorny (CONICET, Museo de La Plata y Max Planck Institut für Wissenschaftsgeschichte, Berlin) y Lewis Pyenson (Western Michigan University, Estados Unidos). A todos ellos les quedo muy reconocido por su esfuerzo desinteresado y su pronta respuesta a mi solicitud, que tuvo plazos muy ceñidos. Afortunadamente, sus opiniones no siempre coinciden con las mías, lo que espero otorgue al libro una bienvenida dimensión de pluralidad y diálogo interno. Excepto en un caso, las imágenes que acompañan los textos de las contribuciones especiales fueron proporcionadas por los respectivos autores.

Sin duda este libro se benefició de todos los años que trabajé como uno de los editores de Ciencia Hoy, la revista de divulgación científica argentina dirigida por Patricio Garrahan. Su concepción y estilo deben mucho a los artículos que escribí para dicha publicación y a la informal y creativa atmósfera de las reuniones de su Comité editorial. Agradezco, entonces, a mis colegas editores y en particular a Patricio, de quien he recibido valiosas y profundas intuiciones sobre el desarrollo de la ciencia en la Argentina. Debo quizás aclarar que comencé mi carrera cuando, siendo estudiante de la Facultad de Medicina de Buenos Aires, ingresé como ayudante de la 1ª Cátedra de Histología de la Facultad de Medicina de la UBA, a cargo de Eduardo De Robertis, lo que me posibilitó trabajar en el laboratorio de Rubén Adler, que ya no está entre nosotros. La atmósfera de dicha cátedra nunca me abandonó del todo. Ya graduado, ingresé a la residencia de pediatría del Hospital de Niños Ricardo Gutiérrez y, luego de completada ésta, al Laboratorio de Virología de dicha institución, dirigido entonces por Saúl “Coco” Grinstein. Fue entonces que entendí que lo que me interesaba no era la ciencia, sino su historia y filosofía y cambié definitivamente de rumbo. Pero creo que sin esa experiencia juvenil de primera mano en el ambiente de investigación biomédica de nuestro país, este libro sería mucho más pobre.

Mi primer y fragmentario intento de un relato de “larga duración” de la historia de la ciencia en la Argentina fue el seminario de doctorado “La gran ilusión. Perspectivas en la historia de la ciencia en la Argentina”, que dicté en la Facultad de Filosofía y Letras en 1993 (cuando era profesor de dicha casa) a un año de mi regreso después de tres años transcurridos en Estados Unidos. Gracias a una beca externa de CONICET pude cursar mi maestría en historia y filosofía de la ciencia y mi doctorado en historia, especializado en historia de la ciencia, en la Universidad de Notre Dame (EE.UU.). Desde entonces, tuve la oportunidad de trabajar sobre distintas áreas y períodos de la ciencia en nuestro país, con mayor concentración en los siglos XVIII, XIX y mediados del XX. El momento donde cristalizó esta síntesis fue la mencionada exposición, en la que Analía Busala colaboró con la investigación documental y a la que Diego Hurtado aportó el texto para uno de los paneles. Con Diego, que comenzó a trabajar conmigo en esta especialidad una vez que tuvo su doctorado en física, he compartido muchos y fecundos proyectos y es por eso que ha enriquecido el libro con su experiencia sobre instituciones y ciencia en la Argentina durante la segunda mitad del siglo XX. Por último, el año pasado (2009), la Secretaría de Planeamiento y Políticas del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva de la Nación me solicitó un ensayo sobre las contribuciones de la ciencia argentina para un libro a ser publicado con motivo del Bicentenario. El esfuerzo de tener que resumir en muy pocas páginas una historia tan rica con la amplitud y la ecuanimidad exigidas por la ocasión, contribuyó a que pudiera perfilar la secuencia narrativa que subyace a Una gloria silenciosa. De más está decir que mi agradecimiento se hace extensivo a los muchos colegas historiadores con los que tuve la oportunidad de dialogar sobre estos temas durante todos estos años a lo largo de encuentros formales e informales. Sus nombres quedan debidamente registrados en la bibliografía. Entre ellos, Marcelo ha sido con quien cultivé un diálogo ininterrumpido a lo largo de tantos años de amistad, y Lew Pyenson el que marcó para muchos de nosotros el camino arduo de la historia de la ciencia en la Argentina escrita in the grand style.

Como señalé más arriba, este libro puede leerse de varias maneras. La secuencia de “episodios”, que relata las contribuciones más destacadas de nuestra ciencia, está concebida más bien en términos del género de la divulgación científica. Es posible seguirla por sí misma, como una hilera de altas cumbres. Si se desea una imagen más completa, conviene leerla junto con los capítulos de la sección “ciencia e historia”, que imprimen una dimensión más histórica al discurso. Dado que el libro fue concebido como un mosaico (un conjunto de elementos individuales organizados con armonía), también es posible usarlo para curiosear aquí y allá temas que resulten ocasionalmente atractivos para el lector o la lectora, pues en lo posible cada capítulo o recuadro fue escrito como un texto autocontenido.

En el momento de tener que decidir cuáles fueron los logros científicos más importantes de la ciencia en la Argentina, tuve que emitir un juicio. En ésta, como en muchas otras instancias del texto, hay opinión. En todo caso, éste es mi relato, no el relato sobre historia de la ciencia en la Argentina. Pero lo que pueda contener de subjetividad, es el resultado de más de dos décadas de trabajo y reflexión sobre el tema de acuerdo a las reglas del arte, no la ocurrencia feliz de un momento inspirado, ni mucho menos una simplificación doctrinaria en términos de un enfrentamiento entre héroes y villanos (un recurso tristemente común en el terreno de nuestra divulgación histórica). Espero que mis opiniones hayan sido expresadas en voz suficientemente discreta como para no empañar los acontecimientos ni perturbar las de aquellos que se acerquen al libro. Las contribuciones especiales de los colegas también ayudan a recordar que siempre hay más de una manera de entender la historia. Como regla metodológica, evité incluir personas vivas, a no ser que fuera estrictamente necesario.

El libro no aspira en ningún momento a cubrir toda la historia de la ciencia en nuestro país. Elegí los que creo son los casos más representativos o más interesantes y sé que, en cantidad, lo que excluí es más que lo que incluí (aunque en términos de significación, quizas lo que ingresó haya sido más que lo que quedó afuera). No me molestaría ser acusado de aspirar a proponer un canon de nuestra historia de la ciencia, si no fuera conciente de que a tales intentos sobrevienen, inevitables, los contra-cánones iracundos y demasiado obvios. Soy escéptico sobre los intentos de escribir historias de la ciencia que aspiran a una cobertura enciclopédica (a mi entender, los que hubo fracasaron). En principio, quedan excluidas del libro la tecnología, la medicina y las ingenierías, a no ser por ocasionales incursiones exigidas por la lógica de los hechos. En lo fundamental, el libro se limita a explorar la investigación fundamental o básica en ciencias experimentales y matemáticas, lo que ya es bastante.

La historia de la ciencia es una especialidad que, como disciplina académica, no tiene más de un siglo. Con una metodología, tradición erudita y circuitos académicos propios, es independiente de la historia general y de la filosofía de la ciencia (vastos imperios con los que suele confundírsela). Pero hay que advertir que éste no es un texto de historia de la ciencia estrictamente hablando, ya que, al incorporar un registro de divulgación, en ocasiones se desliza sutilmente hacia el anacronismo o “presentismo” (la interpretación del pasado a partir del presente, el único pecado que un historiador no puede cometer). Pero, hasta donde fue posible, intenté mantener dichos deslizamientos bajo riguroso control histórico.

Si bien aquí y allá dejo traslucir algunas pistas acerca de las polémicas y cuestiones que ocupan a los historiadores de la ciencia, traté por lo general de evitar el discurso de capilla, la jerga, las interpretaciones sociológicas y políticas, y todo aquello que podría haber hecho muy interesante el libro para un par de docenas de especialistas, al precio de alejarlo del público en general, al que está dedicado. Habiéndome ocupado extensamente de cuestiones historiográficas de la historia de la ciencia (historiografía es la disciplina que estudia la historia y metodología de la historia), debo decir que tengo muy presente todo lo que he sacrificado para lograr una mayor accesibilidad. La bibliografía mencionada al final es la que usé para escribir cada parte y por lo mismo puede ser usada como guía de futuras lecturas o profundización. Consiste en una selección de obras de fácil obtención y de libros o artículos más especializados.

Este libro fue escrito en mi calidad de miembro de la Carrera del Investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Agradezco a Alberto Pochettino, director del Instituto de Investigación e Ingeniería Ambiental (3iA) de la Universidad Nacional de San Martín, haberme otorgado tiempo para dedicarme a preparar el manuscrito. Muchos colegas de la ciencia y de la historia amablemente contribuyeron con imágenes originales o permitieron la utilización de las mismas, por lo que les quedo muy reconocido (el reconocimiento es explícito en las leyendas de las ilustraciones). Le agradezo en particular a Analía Busala, que condujo inteligentemente la búsqueda de archivo de fotografías para el texto en general. Las imágenes que ilustran los textos de las contribuciones especiales fueron enviadas por sus autores.

También agradezco especialmente al editor Leopoldo Kulesz y a Libros del Zorzal por su acompañamiento durante el largo proceso de preparación de la obra y su magnífica edición. Como siempre, mi esposa Natividad y mis hijos Ignacio y Javier soportaron con ya inveterada resignación las consabidas crisis y limitaciones familiares que acarrea este tipo de proyecto.

Miguel de Asúa

Villar Sarmiento (Haedo), Buenos Aires

Marzo de 2010

Nota

La clave de las referencias cruzadas del texto es la siguiente. Cada uno de los capítulos de la serie de Episodios se designa en la referencia con la sigla “EPI” seguida del número de orden. La referencia a los capítulos de la sección Ciencia e historia se indicada como “C&H”, también con su número. Si la referencia es a un recuadro en algún capítulo, se agrega la sigla “Box”, seguida del número de recuadro en dicho capítulo. Por ejemplo, C&H 1 refiere al texto Ciencia e historia 1; EPI 2, Box 3 refiere al recuadro 3 del episodio 2, y así.

[01]

Introducción

El Bicentenario de la Revolución de Mayo se nos presenta como una ocasión de mirar hacia un pasado que se abre hacia una perspectiva profunda. Si bien la invitación a esta apertura se da en todas las dimensiones de la historia, una de ellas, la historia de la ciencia, parece particularmente atractiva, no sólo por lo poco explorada, sino también por lo que encierra de futuro. La historia que vamos a contar trata de la participación de los argentinos en la aventura intelectual que constituye tratar de entender la naturaleza.

La investigación racional del mundo natural, tal como la conocemos en occidente, nació en Grecia. Este primer depósito de conocimiento reingresó al medioevo latino a través de los intermediarios del cercano oriente. El gran paso del siglo XVII fue el desarrollo de un método que permitió indagar la estructura oculta del universo postulando explicaciones plausibles (hipótesis) puestas a prueba en el experimento. La actual extensión y profundidad de nuestros conocimientos, obtenidos a lo largo de cuatro siglos de ciencia moderna, dan cuenta de la fertilidad de este enfoque. Desde el siglo XVIII (apenas cien años después de la Revolución Científica) los nacidos en estas tierras y “todos los hombres de buena voluntad” que quisieron venir a habitarlas hemos participado de esta saga del espíritu humano que es la ciencia. A partir de la segunda mitad del siglo XIX, la Argentina pudo construir el sistema científico más sólido y con mayores logros de toda Iberoamérica. Podremos mantenernos a esta altura o deslizarnos en el tobogán de la decadencia, pero lo que nos depare el porvenir no quitará nada a lo que hemos logrado.

¿Qué mejor momento que el Bicentenario para afirmar, parafraseando a Eliot, que “la historia es ahora y Argentina”? (“History is now and England” dice Little Gidding, el último de los Cuatro Cuartetos). La historia que nos interesa es la de la ciencia. Para Auguste Comte, ésta era la mejor parte de la historia de la humanidad, en tanto guía de la racionalidad y del progreso humano. Georges Sarton, el belga que institucionalizó la disciplina a comienzos del siglo XX, creía que la historia de la ciencia “abarca lo más glorioso, lo más puro, y lo más alentador en las hazañas del pasado”. Pocos –aun entre los científicos– adherirían hoy en día a este radiante optimismo. Pero si el gas mostaza y la mañana del 6 de agosto de 1945 nos hicieron más cautos, de todas maneras muchos de nosotros seguimos creyendo que la ciencia es algo valioso, un bien necesario que merece ser cultivado y cuyo pasado hay que recuperar.

El trabajo de la ciencia es exigente, a menudo ingrato y demanda grandes fatigas. La historia de nuestra ciencia nos muestra hombres, mujeres e instituciones que, sobreponiéndose a muchas dificultades, alcanzaron hitos significativos en un campo en el que las medidas son las del rigor y del esfuerzo. Ellos nos dejaron una herencia no por intangible menos valiosa. Celebrar el Bicentenario es, entonces, también celebrar nuestra historia de investigación científica.

Miremos un instante hacia atrás para poder pensar sobre el futuro con más claridad y más fundamento. En la épica de la ciencia argentina –parte de la cual fue desarrollada “afuera”, por los que decidieron emigrar o fueron expulsados– hay logros genuinos, triunfos de una altura suficiente como para que el sentimiento de pertenencia a una historia identificable sea parte del inconciente colectivo, algo dado de manera natural, como el himno o la melancolía. Si la patria es el lugar mental que habitamos desde la niñez y que llevamos con nosotros donde vamos, entonces esta historia es también parte nuestra. La memoria de la luz cierta mañana o un fragmento de rostro irrecuperable nos constituye tanto como la conciencia de ser los herederos, acaso inmerecidos, de este dignísimo legado.

[02] EPISODIO 1

Los orígenes: la observación de los cielos del sur en el siglo XVIII

Durante la primera mitad del siglo XVIII. un astrónomo santafecino, el jesuita Buenaventura Suárez, efectuó desde la selva misionera observaciones astronómicas que fueron apreciadas y utilizadas por sus colegas europeos. Suárez escribió un calendario lunar muy difundido en su época, observó eclipses, cometas y los satélites de Júpiter, y utilizó sus datos para calcular con precisión las coordenadas de las misiones. Suyas fueron las primeras comunicaciones científicas efectuadas desde nuestro territorio a una publicación científica de gran prestigio. Es por eso que podemos considerar a Suárez como el primer científico criollo.

La segunda mitad del siglo XVIII fue un gran período para las ciencias en el continente europeo. Mientras que científicos como Joseph Louis Lagrange (1736-1813) y Pierre Simon de Laplace (1749-1827) en París, William Herschel (1738-1822) en Londres y Karl F. Gauss (1777-1855) en Göttingen ensanchaban cada vez más los límites de las ciencias exactas y la cosmología, un anónimo ejército de observadores se daba a la paciente tarea de recolección de datos astronómicos. De manera simultánea y con el impulso de la sostenida expansión imperial de Europa, los naturalistas viajeros de las grandes potencias completaban el inventario de las especies naturales en las cuatro esquinas del planeta. En el Río de la Plata, durante el período colonial, fue en las misiones jesuíticas y no en las instituciones educativas de las ciudades donde se desplegó el frente más dinámico de la actividad científica. El más destacado exponente de estos misioneros interesados en el estudio de la naturaleza fue el astrónomo Buenaventura Suárez.

Buenaventura Suárez (1679-1750) nació en la ciudad de Santa Fe y estudió en los colegios jesuíticos de su ciudad y de Córdoba. Luego de ordenarse sacerdote en 1706, trabajó en la misión de San Cosme (situada en el actual Paraguay) con intervalos de varios años pasados en otras misiones (Itapúa, San Ignacio Guazú, Santa María la Mayor). A comienzos de la década de 1740, se desempeñó en los colegios de Asunción y Corrientes y entre 1745 y su muerte volvió a las misiones. Suárez fue un astrónomo autodidacta que construyó sus propios instrumentos –quizás ayudado por los guaraníes– tales como un cuadrante astronómico, un reloj de péndulo y varios telescopios refractores que variaban en longitud (desde 2,20m hasta 6,40m) y cuyos lentes fabricó, puliendo el cuarzo que abunda en la región. Con ellos desarrolló un programa de observación de eclipses de Sol y de Luna y otro de estudio de los satélites de Júpiter. La observación de la inmersión y emersión de los satélites de Júpiter se usaba en ese momento para calcular la longitud de un lugar: se computa la diferencia horario del instante de ocultamiento de un satélite de Júpiter detrás del disco del planeta (o su aparición), registrado en el punto de observación y en un meridiano de referencia.

Los misioneros jesuitas dispersos por el mundo mantenían una eficiente red de comunicación epistolar que funcionaba en ambas direcciones: desde las regiones “exóticas” de la periferia se enviaban datos al “centro” europeo y desde Europa se recibían libros, instrumentos y asesoramiento (ver EPI 1, Box 1). Suárez envió sus datos al famoso astrónomo jesuita Nicasius Grammatici (1684-1736) y, por una complicada cadena de comunicación, estos llegaron al sueco Pehr W. Wargentin (1717-1783), quien trabajaba en el observatorio de Upsala. En un trabajo publicado en 1748 en las Actas de la Real Academia de Ciencias de Upsala, que consiste en una tabla con datos sobre la observación de los satélites de Júpiter desde distintos puntos de la Tierra, Wargentin incluyó 43 de las observaciones de Suárez (efectuadas entre 1720 y 1726 desde San Cosme) y las calificó como “sobresalientes”. A su vez, Suárez recibió datos sobre los satélites de Júpiter de distintos observatorios (Madrid, San Petersburgo, Pekín y otros) que le llegaron a través de Grammatici y que utilizó para calcular la latitud de San Cosme. Suárez también recibió dos telescopios de fabricación inglesa y otros instrumentos astronómicos, los cuales arribaron a Buenos Aires en 1745. Las observaciones de los eclipses lunares efectuadas con los mismos son de mejor calidad que las anteriores.

Los trabajos más significativos de Suárez son dos comunicaciones a las Philosophical Transactions of the Royal Society, la revista científica más importante de su época, efectuadas en 1748 y 1749-50. El primero describe observaciones de los satélites de Júpiter y de eclipses de Luna y de Sol efectuadas entre 1706 y 1730 desde varias de las misiones (cuyas longitudes respecto del meridiano de París se especifican). En el segundo trabajo se describe la progresión de dos eclipses de Luna visibles desde las misiones ocurridos en 1747. Estos trabajos fueron comunicados a la Royal Society por Jacob de Castro Sarmento (1691-1761), un médico judío portugués que fue uno de los introductores de Newton en su país y vivía exilado en Londres donde actuaba como rabino. Castro Sarmento fue asimismo el autor de un breve tratado en portugués sobre la teoría newtoniana de las mareas: la Theorica verdadeira das marés (Londres, 1737), que fue traducido al español por Suárez –lamentablemente, el manuscrito se ha perdido– (ver EPI 6).

El astrónomo santafecino también escribió el Lunario de un siglo, un almanaque lunar concluido en 1739 que fue editado en la península ibérica (Lisboa, 1748; Barcelona, 1752) y en América (Ambato [Ecuador], 1759). Esta obra, resultado de cálculos efectuados con lápiz y papel, indica las fases de la Luna para cada mes y además predice eclipses y puede ser utilizado como calendario religioso. Suárez había preparado lunarios anuales desde 1706 y para los cálculos del suyo utilizó como guía metodológica una obra de astronomía práctica del astrónomo francés Philippe de la Hire (1640-1718). Los cálculos fueron efectuados desde las coordenadas de San Cosme, pero Suárez explica el procedimiento para que, mediante una corrección algorítmica de los datos, su obra pueda ser usada desde cualquier punto del globo.

EPI 1 Box 1

Ciencia jesuita en el Río de la Plata

La llamada “Revolución científica” de los siglos XVI y XVII, encarnada en Copérnico, Galileo, Kepler, Descartes, Huyghens, Boyle y Newton, transformó nuestra imagen del universo en el mundo occidental. Muchas de las contribuciones católicas a este movimiento fueron debidas a los miembros de la Compañía de Jesús –los jesuitas– una orden fundada por el vasco Ignacio de Loyola en 1534. Los misioneros jesuitas, repartidos por todo el planeta, organizaron una eficiente red de recolección de datos geográficos, meteorológicos, geofísicos y de historia natural, que se remitían a Roma, donde eran concentrados, elaborados y difundidos por los profesores de las muchas universidades y colegios de la orden. Athanasius Kircher (1602-1680), el sabio universal asentado en el Collegio Romano, fue el ejemplo más acabado de este tipo de organización. Un ejemplo que nos interesa particularmente son los datos que el misionero italiano Niccolò Mascardi (1624-1674) enviaba a Kircher desde su misión en el Nahuel Huapi.

Las áreas que cultivaron los jesuitas fueron la astronomía, la óptica, el magnetismo y, más tarde, la electricidad. Su sistema educativo, de gran éxito en la Europa del la temprana Edad Moderna, preveía la enseñanza de las matemáticas y de la filosofía de la naturaleza. Los profesores de matemáticas eran los más avanzados, mientras que aquellos que dictaban filosofía natural estaban muy pegados a Aristóteles y recién durante el siglo XVIII comenzaron a incorporar la filosofía de Descartes. Roma había condenado el copernicanismo (una prohibición que, en la práctica, no fue levantada sino hasta comienzos del siglo XIX). Este estado de cosas llevó a que los profesores de filosofía natural optasen por la cosmología de Tycho Brahe (1546-1601), como un compromiso entre Ptolomeo (90-168) y Nicolás Copérnico (1473-1543) o, más tarde, sostuvieran el sistema copernicano “como hipótesis” (Tycho postulaba que los planetas giraban alrededor del Sol, que a su vez giraba alrededor de la Tierra). Las áreas de física experimental en las que se destacaron los jesuitas, con su acento en la precisión, los liberaba del oneroso compromiso de tener que defender la filosofía de la naturaleza aristotélica. No sería exagerado decir que, durante el siglo XVII, la Compañía desarrolló una característica “ciencia barroca”. Ésta unía el interés por la mecánica, la hidráulica, la óptica y las máquinas y aparatos, a la postulación de “virtudes ocultas” en la naturaleza, dentro del marco de un entusiasmo por los saberes herméticos y una cosmovisión simbólica propia del Renacimiento tardío, en una atmósfera de marcado eclecticismo filosófico. La ciencia barroca jesuita floreció en la Europa católica y mantuvo relaciones contradictorias con la imagen del mundo de la corriente principal de la Revolución científica. Desde la perspectiva actual, podemos considerarla como una “cosmovisión perdida”, que fracasó ante el triunfo de la mecánica de Newton. Pero en su momento era vista como una alternativa válida a la que había que tomar en serio. En este sentido, una parte del valor histórico de la ciencia jesuita quizás haya sido el de proporcionar un sistema de objeciones inteligentes en las etapas iniciales de la construcción de la física moderna. En el siglo XVIII, ya había varios jesuitas newtonianos y muchos más cartesianos, mientras que las redes de colección de datos empíricos se habían perfeccionado de manera considerable. Éste es el estilo de ciencia que, con los matices del caso, se desarrolló en el Río de la Plata durante el siglo XVIII.

En el Río de la Plata colonial, la enseñanza superior tenía lugar en la Universidad de Córdoba, fundada durante la década de 1620 y a cargo de los jesuitas. En consonancia con lo que sucedía en todas las universidades de Europa, lo que hoy denominamos “ciencia” correspondía a la filosofía natural, que se enseñaba en el segundo año del trienio filosófico, al cabo del cual el alumno recibía el título de “artes” (un curso básico de filosofía que precedía a los estudios específicos de las carreras, como teología o derecho). Cuando los jesuitas fueron expulsados en 1767 por Carlos III, la universidad pasó a manos de los franciscanos. Los historiadores argentinos han discutido mucho acerca de si este cambio ocasionó novedades en la enseñanza. Mi opinión es que, si las hubo, no fueron significativas. Es cierto que a lo largo del siglo XVIII el patrón básico aristotélico se fue enriqueciendo con fragmentos de autores experimentales y de otros sistemas filosóficos (sobre todo, Descartes) y que las heterodoxias fueron de suficiente magnitud como para que las autoridades llamaran la atención sobre estas “desviaciones”. Pero aun teniendo en cuenta los sucesivos movimientos de renovación que incorporaron material propio de la Revolución científica a las aulas cordobesas y porteñas, la enseñanza siguió con el patrón discursivo escolástico y, lo que es muy importante, disociada de la matemática. Más tarde, ya cerca de 1810, tuvo lugar en Córdoba una renovación del plan de estudios debido al Deán Gregorio Funes (1749-1829), que se caracterizó por una preocupación por incorporar la física experimental y por la introducción efectiva de un curso de matemáticas elemental.

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Las historias naturales de los jesuitas

Varios jesuitas en las misiones del Paraguay histórico (una región que abarcaba el actual noroeste argentino, Paraguay, parte de Uruguay y de Brasil) escribieron textos que aspiraban a describir la geografía, flora, fauna y pueblos nativos de dichos territorios. Estas “historias naturales” no eran textos propiamente históricos, ni científicos, ni literarios, sino que pertenecían a un género original, creado por los jesuitas que actuaron en América y cuyo modelo fue la obra de José de Acosta (1539-1600), Historia natural y moral de las Indias (1588-1590). Pedro Lozano (1697-1759) y José Guevara (1719-1806) fueron los autores de sendas “historias naturales y civiles” del Paraguay; Lozano, además, escribió otras obras, como la Descripción Corográfica del Gran Chaco Gualamba (1733). Algunas historias naturales fueron memorias escritas por jesuitas en el exilio del Imperio Austrohúngaro, como el tratado De abiponibus [Sobre los abipones] (1784), una tribu del Chaco, del jesuita bohemio Martin Dobrizhoffer (1717-1791) y el Hin und Her [Hacia aquí y hacia allá] de su colega de Silesia Florian Paucke (1719-1780), que cuenta sus 16 años entre los mocovíes de Santa Fe. Ambos relatos de la vida entre estos pueblos guaycurúes incluyen sustanciales secciones sobre historia natural. En este grupo puede también incluirse la Descripción de la Patagonia (1774) del médico jesuita inglés Thomas Falkner (1707-1784), elogiada por Charles Darwin (1809-1882) y Alcide d’Orbigny (1802-1857) por sus certera información. Los jesuitas exiliados en ciudades italianas también escribieron historias naturales. Es el caso de la enciclopedia del jesuita español Sánchez Labrador, El Paraguay Ilustrado (permanece manuscrita), del Ensayo sobre la historia natural de la provincia del Gran Chaco del santiagueño José Jolís (1728-1790) y de la historia natural del jesuita español de origen holandés José M. de Termeyer. A pesar de haber surgido en el siglo XVIII, esta ingente producción literaria debe calificarse, estrictamente hablando, como anterior a la perspectiva científica de los trabajos de Linneo (1707-1778) y de Buffon (1707-1788), los dos grandes naturalistas de dicho período. Con la excepción de la de José Sánchez Labrador (1717-1798), las “historias naturales” de los jesuitas no aspiraban a ser obras escritas por naturalistas profesionales. Las clasificaciones del mundo natural que encontramos en ellas son una mezcla de las taxonomías folk de los grupos indígenas y la manera de agrupar las plantas y animales de la temprana modernidad europea. Resultado del encuentro entre dos culturas y de la preocupación jesuita por la preservación y el cultivo de los lenguajes nativos (motivada por su tarea religiosa), esta manera de describir el mundo natural puede ser entendida como un equivalente textual del arte del barroco jesuita latinoamericano. Alexander von Humboldt (1769-1859) no fue, como suele afirmarse, el “segundo descubridor de América”, sino “el tercero”. En efecto, la monumental obra del sabio de Berlín fue posterior a la asimismo espectacular tarea colectiva de traducción al texto del mundo natural americano por los misioneros de la Compañía de Jesús.

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Experimentos eléctricos en el Río de la Plata

El misionero jesuita Ramón M. Termeyer (1737- † posterior a 1814), español de ascendencia holandesa, llegó al Río de la Plata a mediados de 1764 y permaneció aquí hasta la expulsión (1767). Durante buena parte de ese período estuvo en la misión de San Javier (Santa Fe), donde efectuó experimentos eléctricos con la “anguila” eléctrica (Electrophorus electricus), que dice haber hallado en un afluente del Paraná (se usan comillas pues, en realidad, no se trata de una anguila). Ya en Europa, Termeyer publicó dos trabajos, uno en 1781 y otro, ampliado, en un tomo de sus obras completas publicado en 1810. En ellos da cuenta de las experiencias que efectuó en la misión, análogas a las que cirujanos coloniales efectuaban contemporáneamente en la Guayana Francesa y Holandesa o a las que otros misioneros jesuitas, como el húngaro Férenc Xáver Eder (1727-1772), llevaba a cabo en las misiones de Moxos, en la actual Bolivia.

En su trabajo de 1781 Termeyer da cuenta de 16 experimentos sobre las descargas producidas por estos peces. Relata que, cuando ingresó a un cuarto oscuro en el que había un recipiente con los peces y los tocó, recibió la correspondiente descarga, aunque no vio chispa alguna. Este episodio lo hizo dudar de que el efecto de la anguila fuera “eléctrico”, que era lo que hasta ese momento creía (en el vocabulario de la época “eléctrico” significaba asimilable a una descarga electrostática). La primera serie de experiencias tuvo el propósito de investigar si la descarga era debida a la “electricidad”. La estrategia de investigación consistía en tratar de obtener los efectos propios de la electricidad estática a partir del pez (o sea, lograr una chispa en el circuito y algún tipo de acción sobre el electroscopio). Pero Termeyer observó que, a diferencia de lo que sucedía con la máquina electrostática, el animal era incapaz de provocar atracción o repulsión en las esferitas del electroscopio o de inducir movimiento en polvo de salvado u hojuelas de oro. Fuera del agua y suspendido de hilos de seda, la anguila eléctrica tampoco podía generar una chispa en presencia de un conductor situado en su inmediata cercanía (un dedo humano, un trozo de hierro, un trozo de cobre y otros).

Un segundo grupo de experimentos consistió en comparar la descarga producida por la botella de Leiden (un condensador) sobre una cadena de ocho personas, con la descarga de la anguila (en este segundo caso, la persona en un extremo de la cadena tocaba las burbujas de aire que se desprendían de las branquias del pez). Este tipo de experimentos, consistente en provocar descargas en cadenas de personas, era usual en Europa, donde se utilizaba en demostraciones cortesanas. Más tarde, Termeyer probó las descargas obtenidas cuando se interponían entre el pez y las cadenas humanas elementos tales como una flecha o una caña de pescar. La última serie de experimentos consistió en producir descargas del pez eléctrico en animales tales como un gato, una cadena de cuatro perros, peces y gallinas, y luego comparar estos efectos con aquellos debidos a descargas electostáticas sobre los mismos animales (obtenidas a partir de la botella de Leiden o la máquina electrostática).

El trabajo de Termeyer concluye con una serie de reflexiones o argumentos que apuntan a mostrar que la acción del pez no es eléctrica. Esta conclusión –ahora lo sabemos– fue equivocada, pero en su momento también otros “electricistas” sostenían ideas de este tipo. En 1776, John Walsh (1726-1795) –un naturalista inglés que había efectuado experimentos pioneros con el torpedo eléctrico del Mediterráneo en La Rochelle (costa atlántica de Francia)– logró generar la chispa utilizando una anguila eléctrica, con lo cual ganó fuerte apoyo experimental la hipótesis de que la descarga del pez era eléctrica. Es plausible que Termeyer haya publicado el trabajo en el que relata sus experimentos en el Río de la Plata como respuesta a este resultado.

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Félix de Azara