Una habitación propia - Virginia Woolf - E-Book

Una habitación propia E-Book

Virginia Woolf

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Beschreibung

Una habitación propia es uno de los textos más emblemáticos del feminismo del siglo XX. En él, Virginia Woolf parte de dos conferencias impartidas en 1928 para reflexionar sobre las condiciones necesarias para que una mujer pueda escribir. Con una prosa brillante y combativa, analiza las estructuras que han relegado a las mujeres a un segundo plano en la historia de la literatura y defiende la independencia económica y el espacio creativo como condiciones básicas de libertad. En esta edición comentada, la experta en liderazgo femenino y diversidad Mercè Brey aporta una lectura contemporánea que revela la vigencia de Woolf en el mundo actual. ¿Qué significa tener una habitación propia hoy? ¿Qué barreras, visibles e invisibles, persisten? Una lectura imprescindible para nuevas generaciones de mujeres que buscan voz, espacio y autonomía.

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Seitenzahl: 234

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Una habitación propia

Virginia Woolf

Prólogo de Mercè Brey

Traducción de Beatriz García Alonso

Título original: A Room of One’s Own, publicado originalmente en 1929.

Primera edición en esta colección: octubre de 2025

© del prólogo, Mercè Brey, 2025

© de la traducción del inglés, Beatriz García Alonso, 2025

© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2025

Plataforma Editorial

c/ Muntaner, 269, entlo. 1ª – 08021 Barcelona

Tel.: (+34) 93 494 79 99 – Fax: (+34) 93 419 23 14

www.plataformaeditorial.com

[email protected]

ISBN: 979-13-87813-38-3

Diseño de cubierta: Isabel González (@muchacha_pinta)

Adaptación de cubierta y composición: Grafime, S.L.

Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).

Índice

Prólogo,

de Mercè Brey. Conversando con Virginia Woolf

I

II

III

IV

V

VI

Navegació estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Índice

Comenzar a leer

Colofón

Conversando con Virginia Woolf Mercé Brey

«Una mujer necesita dinero y una habitación propia para dedicarse en cuerpo y alma a la literatura».

Hace unos días era un día cualquiera. Estaba sola en la habitación de un hotel, como tantas otras veces. Escribía cuatro notas a modo de guion para una conferencia que iba a dar al día siguiente. De forma automática, le eché una mirada al WhatsApp y vi un mensaje de mi editor: «¿Demasiado tarde para conversar?». Tarde era, pero no demasiado para hablar con él.

«¿Qué tal? ¿Cómo estás? ¿Por dónde andas?» y algún que otro intercambio de cortesía. Terminado el parabién, me espeta: «Estoy pensando en lanzar una nueva edición de Una habitación propia, de Virginia Woolf, y me gustaría que fuera con tus comentarios». Me dio un vuelco el corazón…, por la propuesta en sí y porque había algo que mi editor ni siquiera sospechaba.

Te cuento: Virginia es una vieja amiga; hace muchos años que la conozco. O, mejor dicho, que sé cosas de ella. Porque ¿alguna vez llegamos a conocer realmente a una persona o, si me apuras, a nosotras mismas? Educada, inteligente, audaz y extremadamente sensible. De una fortaleza tan atroz que la somete y la desmenuza, convirtiéndola en una criatura de una fragilidad que destruye. Tan visionaria como irónica, le encanta juguetear con las palabras. Leerla no siempre es fácil, y mucho menos conversar con ella. ¿Quién tendría esa oportunidad? Hay quien tiene suerte, y a mí me ha visitado.

El escenario, si tienes la amabilidad de seguirme, ahora ha cambiado. Son las tres y media de la tarde de un martes del mes de octubre. Todavía no hace frío por estas latitudes y la luz ya tiene ese tono amarillento que acompaña el caer de las hojas. A las cuatro en punto he quedado con Virginia en mi cafetería favorita. No es nada del otro mundo, pero las mesas son de madera; me encantan las mesas de madera. Y, cuanto más rudas, más me gustan. A las horas que voy suele ser un lugar tranquilo y sirven un chai latte increíble.

He llegado temprano, pero Virginia ya estaba aquí. Siempre está antes que yo. Va vestida con una falda larga hasta los tobillos y una camisa abrochada hasta el cuello. Sin lugar a dudas, parece de otro tiempo…, eso diría si creyera que el tiempo existe.

Me alegra mucho verte, querida Virginia. Tenía unas ganas inmensas de charlar contigo. Tus palabras escritas llevan mucho tiempo rondándome en la cabeza.

Hermosamente, sonríe y me lanza una mirada inquisitiva, como invitándome a que me explique. Y me explico. Lo hago sin demasiados preámbulos, pues intuyo lo etéreo de nuestro encuentro.

Tú has sido escritora y yo fui directiva en su momento. Tú hablas de una habitación propia y, llevado al mundo que yo habité, me sale pensar en un despacho propio. Con tu habitación y mi despacho en mente, vamos a ver hacia qué derroteros nos lleva nuestra conversación, ¿te apetece?

Asiente con esa mirada suya que delata las aguas profundas con las que ha tenido que lidiar.

Lo primero que quería decirte es lo mucho que me conmueve cómo hablas de ese espacio sagrado imprescindible para el desarrollo de tu profesión, de esa «habitación propia», un lugar donde es posible el discurrir de la mente y el aterrizaje de las ideas. Un ámbito acotado donde tú eres soberana, donde haces y deshaces. Donde tú, en tu soledad bien merecida, decides y ejecutas. Cuatro paredes que te pertenecen, fruto de tu conquista.

Me cuentas que, en tu realidad, es la excepción tener una habitación propia donde desarrollarse, que ese privilegio está atesorado mayormente por los hombres.

Quiero contarte que, en mi realidad corporativa, también es menos frecuente que una mujer tenga despacho propio, especialmente ese tipo de despachos que se ubican en las plantas altas de las sedes de las empresas, y que, de la misma manera, ese privilegio está mayormente atesorado por los hombres.

Pero de eso ya iremos hablando, Virginia. Permíteme que antes ponga encima de la mesa otra de tus disquisiciones más esenciales.

¿Sabes?, no puedo estar más de acuerdo contigo cuando señalas la necesidad imperiosa de la independencia financiera si queremos (las mujeres, me refiero) dedicarnos a lo que realmente nos apasiona. Y déjame que lleve este razonamiento más allá, pues me atrevería a afirmar que solo la independencia financiera nos permite cortar amarres si queremos alzar el vuelo. Ya me entiendes.

Echando cuentas, tus quinientas libras son mis treinta mil euros. Unas y otros, salvoconductos a nuestra libertad. Bueno, a priori sí, pero en realidad no tanto. Te voy contando esta contradicción.

Muchas hemos leído tu libro, y no pocas nos lanzamos a la conquista, alentadas por tus palabras. Por ese entonces, cantidades ingentes de mujeres abandonaron la esfera privada para incorporarse al escenario público, ese lugar donde se han conjugado a lo largo de los tiempos verbos como gobernar, legislar o negociar. Un terreno que resultó ser hostil, donde las reglas del juego fueron escritas por y para el hombre.

Tengo subrayado en el primer capítulo de tu libro, cuando narras cómo un presunto guardián del orden te corta la entrada a la biblioteca de una universidad y te hace retroceder porque «las mujeres tan solo podían entrar en la biblioteca acompañadas de un profesor o con una carta de presentación en la mano». En el mundo que yo habito, pronunciar esta frase sería políticamente incorrecto; ¡menudo revuelo se armaría si alguien lanzara semejante afirmación! Indiscutiblemente, la sociedad ha mejorado en sutileza. Ya no se prohíbe la entrada a las mujeres de una forma explícita, aunque ciertamente, determinados espacios siguen estándonos vetados. Por ejemplo, es poco frecuente encontrar a mujeres en los consejos de administración de muchas empresas o en los «despachos ovales» de casi todos los gobiernos.

Unas páginas más adelante haces una reflexión que me ha parecido muy interesante. Haciendo corta la historia, reflexionas sobre por qué hay tan pocas universidades para mujeres y por qué las que hay son sustancialmente menos ostentosas que las de los hombres. Argumentas que los centros educativos para hombres han estado costeados a lo largo de la historia por los fondos aportados por familias ricas (apuntillas que el dinero estaba en manos tan solo de los hombres), mientras que las mujeres no disponían de esa oportunidad, pues se habían dedicado básicamente a parir a lo largo de su vida. Irónicamente, escribes: «… porque financiar un colegio requeriría la supresión total de las familias. Hacer una fortuna y tener trece hijos, ningún ser humano hubiera podido aguantarlo». Pues, mira, muy visionaria, porque tenías toda la razón. Aunque quizá con algún matiz… Te cuento.

Si en tu época las mujeres mayoritariamente no trabajaban y tenían cinco, ocho o diez hijos, en mi época y por estos lares, las mujeres mayoritariamente trabajamos y tenemos una media de 1,3 hijos. Y no es que ya no nos gusten los niños, sino que, como muy bien intuías, no se puede aguantar criar hijos y también trabajar fuera de casa. Si me permites una impertinencia, antes os deprimíais porque no podíais trabajar y ahora nos angustiamos porque no paramos de trabajar. Algo no hemos hecho bien, Virginia… Como sociedad, me refiero. En estos tiempos, las mujeres trabajamos a doble jornada, unas cuantas horas retribuidas por terceros y unas cuantas más a pulmón o, si hecho mano de mi romanticismo, por amor. A este fenómeno le hemos puesto hasta nombre, lo llamamos «el síndrome de la carga mental», y te digo que se estima que el noventa y dos por ciento de las mujeres lo sufren. Sí, ¡ahí es nada!

Perdona, Virginia, mi descortesía. Me he lanzado con tanto entusiasmo a conversar contigo sobre este tema que tanto nos apasiona que me he olvidado de lo más importante: y tú, ¿cómo estás? ¿Siguen siendo frecuentes tus momentos de desasosiego por no encontrar ese lugar que tanto desearías habitar?

Por aquí de esto hay mucho, cada día más. Y, cómo no, las mujeres abanderamos esta desdicha. ¿Será porque somos más sensibles, más emocionales? Hay quien llama a este sentir «vacío existencial». No sé cual sería el nombre correcto para esta agobiante sensación, pero sí que sé cuáles son las cuestiones que emergen como gritos ahogados: ¿con qué fin me estoy esforzando casi hasta la extenuación? ¿Merecen la pena tantas renuncias? ¿Al servicio de qué estoy poniendo mi talento? ¿Qué tipo de igualdad ficticia estamos construyendo? ¿Dónde queda mi libre albedrío para ser genuina? ¿Cómo librarse de esta imposición de emular patrones preexistentes?

Lo que te acabo de compartir lo «entreleo» una y otra vez en tu libro. Por ejemplo, cuando dices: «¡Cuánta integridad y cuánto talento habrían necesitado, siempre sometidas a infinitas críticas, inmersas en aquella sociedad patriarcal de entonces, para aferrarse a lo que veían sin echarse atrás!»; o también, nítidamente, en este otro párrafo: «Mas hasta que no haya leído una escena con la atención que precisa, nunca podré estar segura de si de verdad es ella misma o de si está esforzándose por resultar otra persona».

Virginia, creo que sentir que lo que somos tiene poco valor, y vernos obligadas a impostar maneras de mostrarnos ante el mundo, formas que no nacen de la convicción más profunda, sino de la necesidad de adaptación, algo tendrá que ver con el vacío existencial o como quiera que se llame.

Disculpa que me haya quedado unos segundos en silencio, pero es que lo que estamos diciendo me conecta, de alguna manera, con algo que describes en tu libro: «Muchos eran los hombres que opinaban que no podía esperarse nada de las mujeres en el plano intelectual. Aunque su padre evitara leer en voz alta estas opiniones [hace referencia a unos recortes de prensa], cualquier muchacha podía leerlas por su cuenta, y esta lectura, incluso en el siglo xix, debió de mermar su vitalidad y afectar profundísimamente a su trabajo. A todas horas llegaría a sus oídos idéntica afirmación: “No puedes hacer esto; eres incapaz de hacer aquello otro”».

Y tan profundo que ha sido el efecto de semejantes opiniones, Virginia. Tanto que, hace ya algunos años, dos psicólogas bautizaron a esa desagradable sensación de no estar nunca a la altura como «el síndrome de la impostora».

Virginia, ¿te apetece algo para comer? Sé que aprecias el buen manjar, más si viene acompañado por un vino de calidad y una placentera tertulia posterior. Me temo que con lo de la comida no te voy a poder complacer demasiado… Quizá podemos pedir unos rollitos de canela (a media tarde sientan fenomenal), pero te aseguro que estoy esforzándome para que nuestra conversación te resulte, al menos, interesante. Sigamos.

En este momento, no puedo más que acordarme cuando en tu libro cuentas cómo fue tu almuerzo con aquellos que ostentaban el poder: «La comida comenzó con lenguado, servido en una fuente honda. (…) Acto seguido llegaron las perdices, (…) muchas y muy variadas, iban acompañadas de un amplio séquito de salsas y ensaladas, picantes y dulces, todas en orden. (…) Las coles de Bruselas, dispuestas a modo de capullos de rosa, pero más suculentas. (…) Entretanto, las copas de vino se habían teñido de amarillo. (…) instante en que uno se dispone a encender un buen cigarrillo y hundirse cómodamente entre los almohadones de aquel asiento ubicado bajo la ventana».

En contraposición, ese otro ágape que compartiste con una amiga: «Ahí estaba mi sopa. (…) Un simple caldo de carne. (…) A continuación llegó la ternera, con su guarnición de patatas y verduras. (…) Le siguieron las ciruelas pasas y también las natillas. (…) Se sirvieron las galletas y el queso, y la jarra de agua circuló luego con liberalidad, pues las galletas resultan secas por naturaleza y esas eran galletas en el sentido estricto de la palabra». Para no extenderme demasiado, no recreo aquí la elegante decoración del comedor donde almorzaste ni la comodidad de sus butacas, en contraste con la sobriedad y el poco confort del lugar donde cenaste.

Virginia, he traído a colación estos pasajes de tu libro para ilustrar una idea que subyace en toda tu obra. Me refiero a los privilegios invisibles, esos que a lo largo de los siglos han ostentado los hombres y que les han dado acceso a multitud de oportunidades. Una y otra vez los retratas magistralmente. Y tengo que decirte que, afortunadamente, muchos de estos privilegios se han ido diluyendo a lo largo de este siglo, pero que, por desgracia, otros prevalecen. Y es que ¿a quién le gusta renunciar a un privilegio? Dices: «Cuando [el profesor] insistía con tanto énfasis en la inferioridad del sexo femenino, quizá no le preocupará tanto la inferioridad de estas como su propia superioridad. Para mí que eso era más bien lo que defendía con tanto ardor y con tanta ampulosidad, pues para él se trataba de una joya de un valor incalculable».

Asimismo me pregunto: ¿cómo determinar la existencia de los privilegios si, por definición, son invisibles? Sutilezas arraigadas que, intuyo, no van a ser fáciles de desterrar.

Leo en el capítulo cuarto: «El libro ha de adaptarse al cuerpo y, así de entrada, me atrevería a decir que los libros de las mujeres tendrían que ser más cortos, más condensados que los de los hombres. Pienso sinceramente que deberían concebirse de tal manera que no exijan largas horas de trabajo continuado y sin interrupciones. Porque interrupciones siempre habrá».

Las mujeres tenemos que desafiar lo preestablecido, sin perder de vista lo sano de cuestionarnos dogmas que nos encorsetan, como, por ejemplo, el significado último del término éxito. Soltar esa necesidad de reconocimiento externo que tanto mencionas en tu libro para atrevernos a darle nuestra propia definición. Sin constructos sociales, sin imposiciones. De hecho, sería más bien una definición desde mi yo de mujer, desde mi visión y mi sentir. Sin importarme dónde quiera encasillarme la sociedad. ¿Y si éxito es hacerlo distinto? ¿Quizá más bien sentirlo, serlo sin necesidad de hacerlo? Ya ves que te estoy hablando de un camino que tú conoces bien: el de la introspección. Aunque por razones distintas a las de tu época, nos sigue costando mucho conocernos a nosotras mismas, aceptarnos tal cual somos, ponernos en valor. Creo que tiene mucho que ver con la vorágine de las relaciones.

En este sentido, he de contarte que hemos dejado de escribir esas cartas entrañables y profundas de tu época para enviarnos mensajes de WhatsApp, donde la velocidad de los caracteres ha adquirido una dimensión casi infernal. ¿Madre mía, cómo te cuento yo esto…? Parece que la superficialidad se ha apoderado de nuestras vidas. En el fondo, lo que te quiero compartir es que estamos tan pendientes de lo que pasa fuera, de lo que las otras personas puedan opinar y aprobar de nosotras, que ser auténtica y fiel a una misma, como tú tanto reivindicas, es casi un oxímoron. Para que entendieras de lo que estoy hablando tendría que hablarte sobre las redes sociales, y me temo que no tenemos tiempo para tan ardua conversación.

De alguna forma, Virginia, lo que te quiero compartir es que tengo la sensación de que seguimos sin habernos devuelto nuestro propio poder. Tiene que ver con eso que dices en el capítulo quinto: «Sería una lástima atroz que las mujeres escribieran hoy como los hombres, o incluso que vivieran como ellos, o que se parecieran en lo más mínimo a ellos, pues si dos sexos no bastan para abarcar la inmensidad y la variedad del mundo, ¿cómo podríamos arreglárnoslas con uno solo?». Y me cuestiono: ¿cuándo vamos a ser de una vez genuinamente nosotras? ¿Cuándo ese «ser genuinamente nosotras» hará la magia de cambiar las reglas del juego? En tu tiempo, el cambio se articuló en una ola; en mi tiempo, se parece más a una resaca.

Dices: «De aquí a cien años, pensé, a la altura ya de la puerta de mi casa, las mujeres habrán dejado de ser ese sexo protegido. Para entonces, participarán, como es lógico, en todas las actividades que en otro tiempo les fueron negadas».

Pues no, querida Virginia, ya me gustaría a mí que esto hubiera ocurrido, pero no. Cierto es que hemos avanzado mucho en equidad de género, pero, en algunos aspectos, te diría que incluso hemos desandado camino. Habrá que analizar despacio por qué estamos donde estamos, qué ha ocurrido y, sobre todo, qué falta, qué hay que hacer, cuál es la senda para retomar el impulso y seguir avanzando.

A veces siento, Virginia, que tus dedos y mis dedos se desenlazan, que no estoy a la altura de tus expectativas, que te estoy fallando.

Me entra una profunda tristeza al releer tu libro porque me doy cuenta de lo frágiles que pueden llegar a ser los cimientos de nuestro cambio.

Virginia, te veo inquieta. Igual es una mezcolanza entre la realidad que te estoy contando y que el tiempo apremia. Quizá te decepciona esta realidad que te describo… ¿Para qué tanto sacrificio si casi cien años después queda tanto por recorrer? Pues quédate tranquila porque el río bajo el río sigue fluyendo. Anda lento, pero anda. Y no somos pocas las que estamos aprendiendo a saltar diques.

Déjame una última reflexión y nos despedimos una vez más.

A pocas páginas de finalizar tu libro escribes: «Resulta letal ser simple y llanamente un hombre o una mujer; hay que ser un hombre femenino o una mujer masculina». ¡Exacto! Personas andróginas, que trascienden la confrontación y encuentran un sano equilibrio entre su esencia femenina y masculina, un enriquecimiento sin límites cuando su alfa y omega dejan de competir para colaborar y cocrear una realidad equitativa y humanizada. Quizá sea esta la vía de aceleración.

Hora de irse, Virginia…, intuyo lo que atesoran tus bolsillos; ojalá no hubiera sido necesario.

Tras despedir a Virginia, me quedo un buen rato pensando. Tengo entre mis manos su libro y siento que todavía tendré que releerlo unas cuantas veces más. Su prosa sofisticada relata anhelos hoy todavía vigentes y nos dibuja una hoja de ruta que aún no hemos culminado.

Virginia desgranó como nadie qué significaba ser mujer en su tiempo. Su libro es un compendio de palabras que nos interpelan e instigan a seguir avanzando. Verdades atemporales que, como las semillas, germinan en la oscuridad.

Que disfrutes la lectura de esta obra singular.

Este ensayo está basado en el texto de dos conferencias pronunciadas en la Art Society de Newnham y la Odtaa de Girton en octubre de 1928, con algunas modificaciones y ampliaciones.

I

Pero, apuesto a que me diréis ahora: le pedimos que nos hablara de las mujeres y de la literatura. ¿Y qué tiene eso que ver con una habitación propia? Si me lo permitís, trataré de explicarme en lo que sigue. En cuanto me propusisteis que disertara sobre las mujeres y la literatura, lo primero que hice fue apresurarme a sentarme a la orilla de un río para pensar allí en qué querrían decir esas palabras. Quizá significaran simplemente unas cuantas observaciones sobre Fanny Burney o tal vez algunas más sobre Jane Austen, o puede que persiguieran un tributo a las Brontë o un esbozo de Haworth Parsonage bajo la nieve. Incluso algún comentario ingenioso sobre Mary Russell Mitford, una respetuosa alusión a George Eliot o una referencia a Elizabeth Gaskell, y listo. ¡Tarea finiquitada!

Sin embargo, bien pensado, esas palabras podían entrañar un significado más complejo. Podían referirse, y posiblemente fuera esa vuestra intención, a las mujeres y a cómo son, o a las mujeres y a la literatura que escriben, o tal vez a las mujeres y a esa literatura que versa sobre ellas mismas. O quizá incluso puede que significaran que las tres cosas están irremediablemente unidas, y a lo mejor así es como queríais vosotras que yo analizará la cuestión.

No obstante, al enfocarla de semejante modo, que, por supuesto, parecía el más interesante, no tardé en darme cuenta de que entrañaba un enorme inconveniente. Jamás de los jamases llegaría a ninguna conclusión. Jamás podría cumplir con el que, a mi humilde entender, es el principal cometido de un orador: ofreceros, tras una hora de disertación, una semilla de verdad en estado puro que luego pudierais guardar entre las muchas hojas de vuestros cuadernos de notas y conservar así para siempre en la repisa de la chimenea. Podría ofreceros, a lo sumo, una opinión sobre un asunto que a su lado se me antoja menor: que una mujer necesita dinero y una habitación propia para dedicarse en cuerpo y alma a la literatura. Mas eso, como muy pronto se verá, seguiría dejando sin resolver el colosal problema de la verdadera naturaleza de las mujeres y de la verdadera naturaleza también de la literatura. He esquivado el deber de llegar a una conclusión sobre ambas cuestiones, pues, al menos en lo que a mí respecta, las mujeres y la literatura siguen siendo problemas sin resolver. Con todo y con eso, pondré todo mi empeño en explicaros cómo llegué a esta idea sobre la habitación y el dinero. Para ello, me comprometo a desarrollar en vuestra presencia, de la manera más exhaustiva y libre de la que sea capaz, la secuencia de pensamientos que me fueron llevando a dicha convicción. Es más que posible que, si expongo al desnudo las ideas y los prejuicios que subyacen a esta rotunda aserción, comprendáis que guardan cierta relación con las mujeres y cierta relación también con la literatura. En cualquier caso, cuando se aborda un tema tan controvertido, y estaréis de acuerdo conmigo en que toda cuestión relacionada con el sexo lo es, no cabe albergar la esperanza de decir la verdad. Tan solo es posible explicar cómo se ha llegado a cultivar determinada creencia. Únicamente cabe ofrecer al público la oportunidad de extraer cada cual sus propias conclusiones. Al tiempo que cada uno observa con atención las limitaciones, los prejuicios y las manías o los vicios del orador, es muy probable que, en el caso que nos concierne, la literatura contenga más verdad que la propia realidad. Me propongo, por tanto, y amparándome en todas las libertades y licencias del novelista, contaros de ahora en adelante la historia de los días previos a este momento crucial. De qué modo, abrumada por el peso de la tarea que sin pudor alguno me habíais encomendado, reflexioné sobre la cuestión y poco a poco fui entretejiéndola en mi vida cotidiana. Por supuesto, a estas alturas huelga decir que lo que estoy a punto de describir no existe. Oxbridge es fruto de mi imaginación, una invención como también lo es Fernham. «Yo» es meramente un término práctico referido a alguien que carece de existencia real. Escaparán muchísimas mentiras de mis labios, pero quizá entre ellas asome también alguna verdad. Es ahora a vosotras a quien corresponde encontrarla y decidir qué parte de ella merece o no la pena conservar. De no ser así, naturalmente, podéis tirarlo todo a la papelera y olvidar este escrito de arriba abajo.

El caso es que un buen día allí estaba yo (podéis llamarme Mary Beton, Mary Seton, Mary Carmichael o como queráis, pues el nombre aquí no tiene ninguna relevancia en absoluto), hará ya tranquilamente una o dos semanas, en un magnífico día de octubre, sentada a la orilla del río, del todo absorta en mis pensamientos. Esa ardua tarea a la que ya me he referido, la que tiene que ver con las mujeres y con la literatura, con la necesidad de llegar, sí o sí, a alguna conclusión sobre un asunto que suscita todo tipo de prejuicios y pasiones, me hacía agachar, y mucho, la cabeza. A derecha e izquierda, unas matas de arbustos en tonos dorados y carmesíes ardían con el color del fuego y hasta parecían desprender su calor. En la otra orilla, los sauces llorones se entregaban a su lamento sempiterno. Con sus cabellos derramados sobre los hombros, el río reflejaba su capricho, una parte de cielo, de puente y también de aire en llamas, y, cuando un estudiante en su barca de remos terminó de surcar los reflejos, todos ellos volvieron a cerrarse al instante por completo, como si jamás hubieran existido. Aquel era un lugar sin igual para pasar innumerables horas sumida en la reflexión. El pensamiento, por darle quizá un nombre más noble de lo que entonces, a mi juicio, merecía, hundió su caña en la corriente. Oscilaba de acá para allá un minuto tras otro, entre los reflejos y las infinitas hierbas, y subía y bajaba al son de las aguas hasta que, ya conocéis todas este pequeño tirón, una idea se concentraba en el extremo de la caña, y llegaba entonces el instante de recoger con extrema cautela el sedal y luego tocaba tender la captura con muchísimo cuidado sobre la hierba. Pero qué insignificante parecía entonces ese pensamiento mío, allí, tendido en la hierba, como un pececillo que el generoso pescador devuelve a las aguas para que engorde y después, algún día, valga la pena cocinarlo y comérselo. Ni de lejos osaré importunaros ahora con este pensamiento, aunque, si prestáis atención, quizá vosotras mismas lo descubráis a lo largo del camino que vamos a recorrer juntas. Por pequeño que fuera, no dejaba de tener la misteriosa característica de su especie al devolverlo a la mente. Enseguida se tornó muy estimulante, muy importante, y, después, al verlo coletear, saltar y también zambullirse a un lado y a otro a la velocidad del rayo, con tal chapoteo y tal tumulto de ideas, se me hizo imposible seguir sentada. Fue así como de repente me sorprendí andando a paso ligero por un campo de hierba. La silueta de un hombre se irguió de súbito para impedirme el paso. Por supuesto, tampoco reparé al principio en que las gesticulaciones de un objeto de aspecto curioso, vestido de chaqué y camisa de etiqueta, se dirigían a mí. Su expresión reflejaba indignación y demostraba un cierto horror. El instinto, en bastante mayor medida que la razón, acudió en ese instante en mi ayuda. Él era un bedel y yo era una mujer. Esto era el césped, allí estaba el camino. Tan solo los miembros del cuerpo docente y los becarios tenían permitido pisar el césped. El camino de grava era el lugar que a mí me correspondía. Todos estos pensamientos fueron obra de un minúsculo instante, pues, en cuanto volví al camino, los brazos del bedel dejaron de gesticular, su rostro recuperó su serenidad habitual y, aunque, obviamente, es más agradable caminar por el césped que por la grava, el daño no pasó de ahí. La única queja que podía presentar en contra de los profesores y los becarios de aquella facultad, la que fuere, es que, en su afán de proteger aquel césped que llevaban tres siglos cuidando con tanto esmero, habían espantado vilmente a mi pececillo.