Una luna sin miel - Christina Hobbs - E-Book

Una luna sin miel E-Book

Christina Hobbs

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Beschreibung

Olive está acostumbrada a tener mala suerte. Ya sea en el amor, el trabajo o cualquier otro aspecto de su vida, esta siempre está al acecho. En cambio, Ami, su gemela, tiene tanta suerte que ha conseguido organizar su boda a base de sorteos. Pero lo que es un sueño para su hermana es sinónimo de pesadilla para Olive, que tendrá que pasar toda la ceremonia con el detestable Ethan Thomas, el hermano y padrino del novio. Lo que nunca hubiese podido imaginar es que el enlace acabaría con una intoxicación alimentaria que afectaría a todos los invitados salvo a ellos. Animada por Ami y decidida a evitar que Ethan disfrute solo de unas vacaciones gratis, Olive está dispuesta a olvidar las diferencias que los separan y zarpar hacia el paraíso. Después de todo, no puede ser tan difícil ignorarse durante diez días mientras fi ngen ser dos enamorados en una idílica luna de miel en Hawái, ¿no?

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Título original: The Unhoneymooners

Traducción del inglés: Leila Gamba

Edición revisada y adaptada

Primera edición: mayo de 2022

Primera reimpresión: julio de 2022

© 2019, Christina Hobbs y Lauren Billings

© 2022, VR Europa, un sello de Editorial Entremares, S.L.

Balmes 188, 08006 Barcelona - www.vreuropa.es

Publicado bajo acuerdo con el editor original, Gallery Books, una división de Simon&Schuster, Inc.

Todos los derechos reservados.

ISBN: 978-84-126224-2-3

Depósito legal: B-2.146-2022

Diseño de cubierta: © 2019, Gallery Books

Maquetación: Valeria Miguel Villar (Olifant)

Para Hugues de Saint Vincent.

Trabaja como un capitán, diviértete como un pirata.

CAPÍTULO UNO

Durante la calma que precede a la tormenta (en este caso, la gloriosa calma antes de que los preparativos de la boda arrasen la suite nupcial) mi hermana gemela se mira fijamente la mano, analiza una uña recién pintada de rosa coral y dice:

—Supongo que te alegrará ver que no me he vuelto tan loca como para convertirme en Godzilla. —Contempla la habitación, se gira hacia mí y sonríe—. Seguro que pensabas que a estas alturas estaría insoportable.

Sus palabras encajan tan bien en el momento que quiero fotografiarlas y enmarcarlas. Julieta, nuestra prima, me mira cómplice mientras le da la segunda capa de pintauñas en los pies («¿No creéis que deberían ser más rosa palo?») y me hace un gesto mientras yo me aboco en la tarea de asegurarme minuciosamente de que cada una de las lentejuelas del vestido de Ami estén orientadas en la dirección correcta. 

—Compro vocal.

Ami vuelve a mirarme, esta vez con menos entusiasmo. Lleva un conjunto de ropa interior elegante pero diminuto que estoy segura (con cierto grado de náusea fraternal) que su prometido, Dane, destruirá más tarde. Maquillaje sencillo, el pelo oscuro peinado hacia arriba y un abultado velo enganchado en la coronilla. Es desconcertante. Aunque por fuera somos idénticas y muy diferentes en el interior, esto es algo totalmente nuevo: Ami es el vivo retrato de una novia. De repente, su vida no tiene ninguna similitud con la mía.

—Que no soy insoportable —se queja—, solo perfeccionista.

Encuentro mi lista y la levanto para llamar su atención. Es una hoja de papel rosado con bordes decorados en la que, con una caligrafía perfecta, escribió Lista de tareas de Olive — Día de la boda e incluye setenta y cuatro (sí, setenta y cuatro) puntos que van desde Comprobar que las lentejuelas del vestido estén simétricamente orientadas hasta Quitar todos los pétalos marchitos de los centros de mesa.

Cada dama de honor tiene su lista. Aunque puede que no todas sean tan largas como la mía, todas están igual de decoradas y escritas con esmero. Ami incluso dibujó los cuadraditos para que pudiéramos marcar las tareas completadas.

—Algunos dirían que estas listas son un poco exageradas —digo.

—Los mismos que pagarían un ojo de la cara por una boda la mitad de espectacular —responde.

—Exacto. Los que contratarían a una organizadora de eventos para… —consulto mi lista—, secar la condensación de las sillas media hora antes de la ceremonia.

Ami se sopla las uñas para secarlas y suelta una risa digna de una villana de película. 

—Tontos.

Todos sabemos lo que dicen sobre las profecías autocumplidas: cuando ganas, te sientes ganador y eso hace que, de alguna manera… sigas ganando. Tiene que ser verdad porque Ami siempre lo gana todo. Participó en una rifa en una feria callejera y volvió a casa con entradas para el teatro. Participó en un sorteo que hizo El Gnomo Feliz y consiguió cervezas a mitad de precio durante un año. Sin mencionar todo el maquillaje, libros, entradas para el cine, un cortacésped, incontables camisetas y hasta un coche. Por supuesto, también ganó un lote de papeles y plumas que usó para escribir las listas de tareas.

Dicho esto, claro que cuando Dane Thomas le pidió matrimonio, Ami se aseguró de que nuestros padres no tuvieran que poner ni un solo dólar para la boda. Aunque mamá y papá querían contribuir (tienen muchos problemas, pero el dinero no es uno de ellos), para Ami, conseguir cosas gratis es su desafío favorito. Si antes de su compromiso pensaba que los sorteos eran deportes de alto rendimiento, desde el compromiso vivía los preparativos de la boda como los Juegos Olímpicos. 

Nadie en nuestra enorme familia se sorprendió cuando logró organizar una boda elegante con doscientos invitados, bufé de marisco, fuente de chocolate y rosas de todos los colores en cada tazón, florero y copa, desembolsando, como mucho, mil dólares. Ami trabajó hasta el agotamiento para encontrar las mejores promociones y concursos. Participó en todos los sorteos que encontró en Twitter y Facebook, y hasta creó un correo electrónico que le iba como anillo al dedo: [email protected].

Después de asegurarme por completo de que no queda ninguna lentejuela rebelde, levanto la percha del gancho metálico del que colgaba el vestido para dárselo, pero, antes de que pueda llegar a tocarlo, mi hermana y mi prima gritan al unísono; Ami se coge la cara con las manos y sus labios rosa mate forman una O de horror.

—Déjalo donde está, Ollie —dice—. Ya lo hago yo. Con tu suerte, tropezarás, caerás sobre la vela y mi vestido se trasformará en una bola aromatizada de lentejuelas y fuego.

No se lo discuto: tiene razón.

Mientras que Ami es un trébol de cuatro hojas, yo siempre he tenido una suerte pésima. Y no exagero ni digo que tengo mala suerte en comparación con Ami; es una verdad objetiva. Si alguien busca «Olive Torres, Minnesota» en internet, encontrará docenas de artículos y publicaciones sobre la vez que me quedé atrapada en una máquina de esas en las que tienes que coger un peluche. Tenía seis años y, como el muñeco que había capturado no acabó de caer, decidí entrar y rescatarlo.

Pasé dos horas dentro de la máquina, rodeada de peluches de pelo áspero y un penetrante olor a químicos. Recuerdo mirar hacia afuera a través del vidrio lleno de dedos marcados y encontrarme con una multitud de caras desesperadas gritándose indicaciones que yo no llegaba a escuchar. Al parecer, cuando los dueños del local les explicaron a mis padres que la máquina no les pertenecía y, por lo tanto, no tenían llaves para abrirla, tuvieron que llamar al departamento de bomberos de Edina, que acudieron acompañados de periodistas que documentaron mi extracción minuto a minuto.

Veintiséis años después (gracias, YouTube), el vídeo sigue circulando. A día de hoy, casi quinientas mil personas lo han visto y comprobado que soy tan testaruda como para meterme en una máquina y que tengo tanta mala suerte como para engancharme los pantalones y perderlos a la hora de salir.

Esta solo es una de las tantas historias que podría contar. Así que, sí, Ami y yo somos gemelas idénticas (ambas medimos un metro sesenta, tenemos una mata de pelo oscuro que se descontrola ante el más mínimo indicio de humedad, ojos marrones, narices respingonas y hasta las mismas constelaciones de pecas), pero el parecido acaba ahí.

Nuestra madre siempre intentó destacar las diferencias para reforzar el sentimiento de que éramos individuos y no las partes de un todo. Sé que lo hizo de buena fe, pero nuestros roles siempre estuvieron bien definidos: Ami es una optimista que siempre ve el vaso medio lleno; yo tiendo a pensar que es el fin del mundo. Cuando teníamos tres años, mamá nos disfrazó de Osos Amorosos: ella era Gracioso y yo, Gruñón.

Está claro que la profecía autocumplida funciona en ambas direcciones: si alguien piensa que, después de aparecer en las noticias con la cara apoyada en un vidrio lleno de huellas, mi suerte mejoró…, está muy equivocado. En la vida he ganado un concurso de dibujo o una apuesta entre amigos; ni siquiera un bingo o el juego de ponerle la cola al burro. En su lugar, me rompí una pierna cuando alguien cayó rodando por las escaleras y me arrastró consigo (la otra persona salió ilesa), en el sorteo de tareas de las vacaciones familiares me tocó limpiar el baño cinco años consecutivos, un perro se me meó encima mientras tomaba el sol en Florida, una infinidad de aves se me han cagado en el pelo, y cuando tenía dieciséis años me cayó un rayo (sí, de verdad) y viví para contarlo (pero tuve clases durante el verano para recuperar las dos semanas que perdí). 

A Ami le gusta refutar estas pruebas con el recuerdo de que una vez adiviné cuántos chupitos quedaban en un vaso de tequila. Pero, después de bebérmelos casi todos para celebrarlo y vomitarlos a los pocos minutos, no conservo un recuerdo particularmente alegre.

Ami descuelga el vestido (que no tuvo que pagar) de la percha y se lo pone justo en el momento en que nuestra madre entra desde la habitación (por la que tampoco ha tenido que pagar). Suspira de un modo tan dramático cuando la ve que estoy segura de que Ami y yo pensamos lo mismo: «Olive se las ha ingeniado para manchar el vestido».

Tengo que mirarlo detenidamente para asegurarme de que no es así.

Todo está en orden. Ami suspira aliviada y me pide que, con cuidado, le suba la cremallera.

—Mami, nos has dado un susto de muerte.

Con la cabeza llena de rulos y una copa de champán (claro, gratis) a medio beber en la mano, mi madre parece una buena imitadora de Joan Crawford. Si Joan Crawford hubiera nacido en Guadalajara.

—¡Ay, mijita, estás preciosa!

Ami la mira, sonríe y recuerda (en un repentino ataque de ansiedad por separación) la lista que dejó en la otra punta de la habitación.

—Mamá, ¿le diste al DJ el pendrive con música?

Ella vacía su copa antes de sentarse con delicadeza en el sillón de terciopelo.

—Sí, Amelia, le di tu cosito de plástico al hombre blanco que lleva ese horrible traje con estampado de mazorcas. 

A mamá ese vestido magenta le queda impecable. Cruza las piernas bronceadas y acepta la copa de champagne que le ofrecen.

—Tiene un diente de oro —agrega mamá—, pero estoy segura de que se le da muy bien su trabajo.

Ami la ignora y marca la tarea como completada con tanta intensidad que el ruido del bolígrafo retumba por toda la habitación. No le importa si el DJ cumple las expectativas de nuestra madre (o las suyas propias), acaba de llegar a la ciudad y ganó una sesión en una rifa que organizaron en el hospital en el que trabaja como enfermera de hematología. «Gratis» pasa delante de «talentoso», siempre.

—Ollie —dice Ami sin despegar los ojos de la lista que sostiene frente a ella—, tú también deberías vestirte. Tu vestido está colgado detrás de la puerta del baño.

Me escabullo hacia el baño con un saludo burlón:

—De inmediato, su majestad.

La pregunta que más nos hacen es cuál nació primero. La respuesta me parece bastante obvia porque, quitando el hecho de que Ami nació cuatro minutos antes, es, sin duda, la líder. Cuando éramos pequeñas, jugábamos a lo que ella quería jugar, íbamos a donde ella quería ir y, aunque algunas veces me quejaba, siempre la seguía. Puede convencerme de casi cualquier cosa.

Por eso he acabado con este vestido.

—Ami… —la llamo mientras abro la puerta del baño, horrorizada por mi reflejo.

«Quizá es la luz», pienso, y arrastro esta monstruosidad verde y brillante a uno de los espejos de la habitación.

Guau. Sin duda no es la luz.

—Olive… —responde.

—Parezco una lata gigante de 7up.

—¡Sí, nena! —exclama Jules—. Ojalá alguien la abra de una vez por todas.

Mamá tose.

Fulmino a mi hermana con la mirada. Tenía mis dudas cuando accedí a ser dama de honor en una boda cuya temática era Paraíso Invernal, así que puse como condición que mi vestido no tuviera terciopelo rojo o piel sintética blanca. Ahora me doy cuenta de que debería haber sido más específica.

—¿Elegiste este vestido? —Señalo la generosidad de mi escote—. ¿Lo has hecho a propósito?

Ami gira la cabeza y me estudia.

—Si con eso te refieres a que gané un sorteo de la iglesia evangelista… ¡Conseguí todos los vestidos de las damas de honor! Más tarde ya me darás las gracias por haberte ahorrado tanto dinero.

—Somos católicos, Ami, no evangelistas. —Tiro de la tela del vestido—. Parezco una prostituta el día de San Patricio.

Me doy cuenta de mi error (no haber visto antes el vestido), pero, hasta hoy, el buen gusto de Ami había sido infalible. Además, en el momento de la prueba de vestuario, yo estaba en la oficina de mi jefe, rogando sin éxito no estar en la lista de los cuatrocientos científicos que la compañía iba a despedir. Reconozco que tenía la cabeza en otra parte cuando Ami me mandó la foto del vestido, pero no recuerdo que fuera ni tan satinado ni tan verde.

Giro para verlo desde otro ángulo y… ¡Dios mío! La espalda es todavía peor. No ayuda que las últimas semanas de estrés y repostería hayan contribuido a… ¿cómo decirlo? Ganar un poco de pecho y caderas.

—Si me pongo detrás en las fotos, puedo hacer de croma.

—Estás muy sexy, confía en mí. —Jules aparece por detrás, diminuta y enfundada en su nuevo envoltorio verde satinado.

—Mami —llama Ami—, ¿no crees que el corte de ese escote resalta las clavículas de Ollie?

—Y sus chichis. —Vuelve a tener la copa llena.

El resto de las damas de honor se amontonan en la suite y hay un escándalo colectivo por la emoción de ver a Ami deslumbrante con su vestido. Es una reacción normal en la familia Torres. Sé que mi siguiente comentario puede sonar a hermana celosa y resentida, pero prometo que no es así: a Ami le encanta ser el centro de atención, pero (tal como quedó demostrado con mi aparición en las noticias) a mí no. Mi hermana brilla bajo los focos y yo prefiero ser quien apunta las luces hacia ella.

Tenemos doce primas hermanas; y todas estamos metidas en la vida de las otras 24/7, pero como Ami solo ganó siete vestidos, se vio obligada a tomar decisiones difíciles. Así que ahora mismo algunas viven en el Monte Pasivo Agresivo y han decidido arreglarse en otra habitación. Por un lado, mejor, esta suite es demasiado pequeña para que tantas mujeres puedan entrar dentro de una faja modeladora sin correr peligro.

El aire está invadido por una nube de laca y hay suficientes tenacillas, planchas y productos de peluquería como para montar un salón de belleza. Todas las superficies están cubiertas por algún producto o un neceser a punto de explotar.

Llaman a la puerta, Jules abre y vemos que el primo Diego está al otro lado. Tiene veintiocho años, es gay y va más guapo de lo que yo seré jamás. Cuando Ami le dijo que no iba a poder estar en la habitación de la novia y que tendría que quedarse con el novio y sus amigos, Diego la acusó de sexista. Por su expresión al ver nuestros vestidos, ahora se considera afortunado.

—Lo sé —digo, rindiéndome y alejándome del espejo—. Es un poco…

—¿Apretado? —sugiere.

—No…

—¿De puta?

—Iba a decir verde.

Inclina la cabeza y camina a mi alrededor para poder apreciarlo desde todos los ángulos.

—Iba a ofrecerme para maquillarte, pero sería una pérdida de tiempo. —Sacude una mano—. Hoy nadie va a mirarte la cara.

—No la avergüences, Diego —dice mi madre, y me doy cuenta de que no está en desacuerdo con el juicio de mi primo, solo quiere que deje de molestarme.

Dejo de preocuparme por el vestido (y de si se me va a escapar una teta en medio de la boda) y vuelvo al caos de la habitación. Hay una docena de conversaciones sucediendo en simultáneo. Natalia se ha cambiado el color de pelo de castaño a rubio y está segura de que fue una mala decisión. Diego le da la razón. El aro del sujetador de Stephanie se ha roto y la tía María le está explicando cómo reemplazarlo por cinta adhesiva. Cami y Ximena discuten sobre qué faja es de quién y mamá vacía otra copa de champán. En medio del ruido y los químicos, Ami vuelve a enfocar su atención en la lista.

—Olive, ¿has hablado con papá? ¿Ya ha llegado?

—Estaba en el salón cuando llegué.

—Bien. —Otra tarea completada.

Puede parecer extraño que me toque a mí controlar a papá y no a su mujer (nuestra madre), que está sentada aquí, pero así funciona nuestra familia. No interactúan directamente desde que papá engañó a mamá y ella lo echó de casa. Sin embargo, no quiso divorciarse. Por supuesto que nos pusimos del bando de mamá, pero han pasado diez años y sigue habiendo tanto drama como el primer día. Desde que papá se fue, no se me ocurre una sola conversación donde no hayamos tenido que mediar yo, Ami o alguno de los siete hermanos que suman entre los dos. Nos dimos cuenta bastante rápido de que así sería más fácil para todos, pero aprendimos que el amor es agotador.

Ami se estira para coger mi lista, pero me aseguro de hacerlo antes que ella; las pocas tareas completadas pueden desencadenar un ataque de pánico. La escaneo y me alegra descubrir que la próxima indicación requiere que abandone esta neblina de fijador.

—Voy a la cocina a asegurarme de que me hayan hecho un plato diferente.

El bufé (gratis) incluye una gran variedad de mariscos, pero, por mi alergia, con solo probar uno acabaría en la morgue.

—Espero que Dane se haya acordado de pedir pollo para Ethan. —Ami frunce el ceño—. Dios, espero que sí. ¿Puedes preguntarlo?

El bullicio de la habitación para en seco y once pares de ojos se clavan en mí. La mera mención del hermano mayor de Dane me enturbia el humor.

Aunque Dane es del montón (la clase de hombre que le grita a la tele mientras mira algún deporte, que presume de músculo y se esmera por usar todas las máquinas del gimnasio al mismo tiempo), hace feliz a Ami. Y con eso me basta.

Ethan, en cambio, es un idiota inmaduro y criticón.

Consciente de que soy el centro de atención, me cruzo de brazos visiblemente molesta. 

—¿Por qué? ¿También es alérgico?

Por alguna razón, tener algo en común con Ethan Thomas, el hombre más arisco del universo, despierta en mí una violencia irracional.

—No —dice Ami—. Pero es quisquilloso y no le gustan los bufés.

—No le gustan los bufés… Claro. —Suelto una carcajada.

Hasta donde sé, Ethan es quisquilloso literalmente con todo.

Por ejemplo, en la barbacoa que organizaron Dane y Ami para el Cuatro de Julio, ni siquiera probó la comida, y eso que habían estado todo el día preparándola. En Acción de Gracias, le cambió el sitio a su padre para no tener que sentarse a mi lado. Y anoche, en la cena de ensayo, cada vez que comía un trozo de pastel o mis primos me hacían reír, se masajeaba las sienes para dejar muy claro hasta qué punto lo molesto. Al final dejé lo que quedaba de pastel y decidí ir al karaoke con mi padre y el tío Omar. Quizá simplemente estoy enfadada porque me resigné a dar solo tres bocados a un pastel buenísimo para no molestar a Ethan Thomas.

Ami vuelve a fruncir el ceño. Ethan tampoco es santo de su devoción, pero está harta de tener esta discusión.

—Olive, apenas lo conoces.

—Lo conozco lo suficiente. —La miro y digo solo tres palabras—: Bollos de queso.

—Por Dios, ¿es que no puedes olvidarlo? —Mi hermana suspira y sacude la cabeza.

—Si como, me río o respiro, ofendo su delicada sensibilidad. Sabes que hemos coincidido al menos cincuenta veces y sigue haciendo esa cara de no saber dónde me ha visto antes. —Me acerco—. Somos gemelas.

Natalia se mete en la conversación mientras intenta disimular el decolorado de la nuca. No es justo que, aunque tenga más pecho que yo, no parezca que se le vaya a escapar una teta.

—Es tu oportunidad para conocerlo mejor, Olive. Es tan guapo…

Le respondo con el Arco de Cejas Disgustadas de los Torres.

—Sea como sea, tienes que ir a buscarlo —dice Ami y vuelve a captar mi atención.

—Espera, ¿qué?

Ve mi expresión de desconcierto y apunta a mi lista

—Número seten…

Solo con pensar en que tengo que hablarle a Ethan, empiezo a entrar en pánico. Levanto la mano para impedir que Ami siga. Cuando mire mi lista, en el número setenta y tres (porque Ami sabía que no leería de antemano la lista completa) encontraré la peor tarea de todas: Hacer que Ethan te enseñe su discurso. Evitar que diga algo terrible.

Esto no es culpa de mi mala suerte, sino de mi hermana.

CAPÍTULO DOS

Salgo de la habitación y todo el ruido, el caos y los aerosoles desaparecen de golpe; el silencio del exterior es precioso. Hay tanta paz que no quiero llegar a la puerta que tiene la figura de un novio colgada de la manija. El inocente personaje custodia la excitación previa a base de (no tengo dudas) cerveza y marihuana. Hasta Diego, que adora las fiestas, prefiere arriesgar su audición y sus pulmones para estar en la habitación de la novia.

Respiro hondo tres veces para retrasar lo inevitable.

Es la boda de mi gemela y estoy muy feliz por ella. Pero me resulta difícil mantenerme a flote, sobre todo en estos momentos de paz y tranquilidad. Dejando de lado mi mala suerte crónica, los últimos dos meses han sido una verdadera mierda: mi compañera de piso se fue, tuve que mudarme a uno diminuto que se me iba de presupuesto y entonces (como no podía ser de otra manera) la compañía farmacéutica para la que llevaba seis años trabajando me despidió. He hecho siete entrevistas en las últimas semanas, todas sin respuesta alguna. Y heme aquí ahora, a punto de enfrentarme a mi archienemigo Ethan Thomas vestida de rana Gustavo.

No puedo creer que hace un tiempo me moría por ver a Ethan. Poco después de empezar con Dane, Ami quiso que conociera a su familia política. Ethan bajó del coche en el aparcamiento del recinto ferial de Minnesota y me fijé en que tenía las piernas largas y los ojos azules a dos coches de distancia. Cuando se acercó me di cuenta de que, además, tenía las pestañas más tupidas que había visto en un hombre. Pestañeaba con lentitud, dándose aires de superioridad. Me miró de reojo, sonreí torpemente y lo saludé con la mano. Sentí de todo menos el interés que debes tener hacia la familia política.

Pero luego cometí un pecado capital del que no había escuchado hablar hasta entonces: ser una mujer curvilínea que come bollos de queso. Habíamos quedado en la entrada y yo me escapé del grupo para comprar un tentempié… porque la comida de la Feria Estatal de Minnesota es lo mejor que he probado en la vida. Los encontré cuando ya iban por la exposición ganadera.

Ethan me miró, después bajó la mirada hacia mi bandeja con queso frito, frunció el ceño, me dio la espalda y se fue con la excusa de que iba a buscar el concurso de cerveza casera. No volvió a aparecer en toda la tarde.

Desde ese día, solo se ha dedicado a molestarme y a hacerme sentir inferior. ¿Qué se supone que debo pensar? ¿Por qué pasó de sonreírme a mirarme con asco de un segundo a otro? Por este motivo sé que, si lo dejo, Ethan Thomas me hará daño. Dejando de lado esta ocasión (y que conste que es por el vestido), me gusta mi cuerpo. No voy a dejar que nadie me haga sentir mal por eso, ni por los bollitos de queso.

Se escuchan voces desde la suite del novio... Tienen montada una fiesta digna de una fraternidad universitaria, probablemente celebrando que alguno está sudando, por la cerveza o porque alguien ha abierto una bolsa de Cheetos con la mirada. Estamos hablando de la fiesta de bodas de Dane. Llamo a la puerta y esta se abre tan rápido que me sobresalto, piso el dobladillo del vestido y tropiezo.

Es Ethan, por supuesto que es Ethan. Me sujeta por la cintura. Mientras me ayuda a incorporarme, noto como pongo una mueca y veo el mismo gesto de rechazo en su cara mientras quita la mano y se la mete en el bolsillo. Imagino que, cuando tenga ocasión, irá corriendo a limpiársela con una toallita desinfectante.

El movimiento me hace fijarme en su atuendo (un esmoquin, claro) y lo bien que se amolda a su larga y firme estructura. Lleva el pelo castaño peinado con esmero hacia un lado; tiene las pestañas demasiado largas. Intento convencerme de que las cejas, gruesas y oscuras, son desagradables (calma, Madre Naturaleza), pero es innegable que encajan perfectamente con su cara.

En serio, me cae fatal.

Siempre supe que era guapo (no estoy ciega), pero verlo con esa pajarita negra es demasiada confirmación para lo poco que me gusta.

Él también me analiza. Empieza por el pelo (seguro que me juzga por llevar un recogido tan sencillo) y sigue por mi maquillaje simple (seguro que sus ligues son las típicas modelos que hacen tutoriales de maquillaje en Instagram) antes de, lenta y metódicamente, abordar mi vestido. Respiro hondo para evitar cruzarme de brazos.

Levanta la barbilla. 

—Asumo que el vestido se lo han dado gratis.

Yo asumo que darle un rodillazo en la entrepierna me sentaría de maravilla.

—El color es preciso, ¿no crees?

—Pareces un lacasito. —Tuerce la boca en una pequeña sonrisa—. A pocas personas les queda bien ese color, Olivia.

Por su tono, entiendo que no pertenezco a esas pocas personas.

—Es Olive.

A mi familia le parece gracioso que mis padres me hayan nombrado Olive y no Olivia, un nombre que, sin duda, es más lírico. Desde que tengo memoria, todos mis tíos maternos me llaman Aceituna para molestar a mi madre.

Pero no creo que Ethan conozca este chiste interno; solo se comporta como un imbécil.

—Bueno, bueno… —Se mece sobre los talones.

—Me lo estoy pasando pipa contigo, pero necesito que me enseñes tu discurso. —Empiezo a cansarme de su jueguecito.

—¿Mi brindis?

—¿Me estás corrigiendo? —Alargo el brazo—. Déjame verlo.

—No. —Se apoya tranquilamente en el marco de la puerta.

—Es por tu bien. Ami te matará con sus propias manos si dices una estupidez, ya lo sabes.

Ethan ladea la cabeza, me evalúa. Mide un metro noventa y cinco, mientras que Ami y yo… no. Sin decir ni una palabra, deja claras sus intenciones, muy claras: que lo intente.

Dane aparece por encima de su hombro y se le transforma la cara cuando me ve. Parece que no soy lo que esperaban: una camarera con cervezas.

—Oh. —Se recompone rápidamente—. Ey, Ollie, ¿todo bien?

—Todo bien. Ethan estaba a punto de enseñarme su discurso.

—¿Su brindis? —Quién iba a decir que a esta familia le importara tanto usar las palabras correctas.

—Sí.

Dane mira a Ethan y señala la habitación con la cabeza.

—Es tu turno. —Me mira y explica—. Estamos jugando a la Copa del Rey. Mi hermanito mayor va a morder el polvo.

—Un juego para beber antes de la boda —digo y dejo escapar una risita—. Sabia decisión.

—Ahora voy. —Ethan sonríe mientras su hermano se retira y, cuando vuelve a girarse hacia mí, ambos abandonamos las risas para volver a nuestras caras de pocos amigos.

—Dime que al menos has escrito algo y que no vas a improvisar. Eso nunca sale bien. Nadie es tan divertido como cree sin guion. Sobre todo tú.

—¿Sobre todo yo?

Aunque Ethan es la personificación del carisma con casi todo el mundo, cuando está conmigo más bien parece un robot. Ahora mismo, tiene la cara tan rígida, tan inexpresiva, que no sé si lo estoy ofendiendo de verdad o me está provocando para que diga algo peor.

—Ni siquiera estoy segura de que seas divertido… —vacilo, pero ambos sabemos que estoy comprometida en esta batalla despiadada— con guion. —Levanta una de sus oscuras cejas. Ha conseguido provocarme—. Bueno —gruño—, solo asegúrate de que tu discurso no sea una mierda. —Miro el pasillo y recuerdo el otro tema que me ha traído hasta aquí—. Asumo que te has pedido algo para no tener que comer del bufé. Si no es el caso, voy de camino a la cocina, puedo arreglarlo.

Cambia su sonrisa sarcástica por algo parecido a la sorpresa.

—Eso es muy amable. No, no he pedido el cambio.

—Ha sido idea de Ami, no mía —aclaro—. Ella es quien se preocupa por tu aversión a compartir comida.

—No tengo ningún problema con compartir comida —explica—. Pero los bufés son verdaderos parques de atracciones para las bacterias.

—Ojalá vuelques toda esa poesía y profundidad en tu discurso.

—Dile a Ami que mi brindis va a ser genial y para nada estúpido. —Retrocede y empuja la puerta.

Quiero decir algo inteligente, pero solo puedo pensar en la injusticia que supone que se hayan desperdiciado unas pestañas como esas en el Asistente de Satán, así que solo asiento y me voy.

Hago mi mejor esfuerzo para no acomodarme la falda mientras camino. Puede que sea paranoica, pero noto sus ojos clavados en el brillo ajustado de mi vestido hasta que llego al ascensor.

El personal del hotel se ha comprometido con la temática que propuso Ami: «Navidad en enero». Por suerte, en lugar de terciopelo rojo y renos de peluche, el camino al altar está decorado con nieve falsa. Aunque aquí dentro estamos a veinticinco grados, el recuerdo del frío y la nieve del exterior hace que todo parezca gélido y ventoso. El altar está decorado con flores blancas y bayas, hay coronas de pino con pequeñas lucecitas blancas que parpadean entre las ramas colgadas detrás de cada silla. Todo parece encantador, pero desde aquí veo las pequeñas etiquetas en las sillas que alientan a los invitados: «Confía en Bodas Finley para tu día especial».

La actividad no cesa. Diego mira con disimulo hacia la recepción y localiza a los invitados atractivos. Jules está decidida a conseguir el número de uno de los padrinos y mamá le pide a Cami que se asegure de que papá no lleva la cremallera bajada. Estamos esperando que el organizador nos dé la señal y mande a las niñas de las flores a hacer lo suyo por la pasarela.

A cada segundo que pasa, parece que el vestido se encoja.

Ethan ocupa su lugar a mi lado, inspira y suelta el aire en una exhalación controlada que se parece mucho a un suspiro de resignación. Sin mirarme, me ofrece el brazo.

Me hago la tonta, como si no me diera cuenta de su actitud, y lo cojo intentando ignorar la sensación que me genera la curva de su bíceps bajo la mano, la forma en que lo flexiona y me acerca.

—¿Todavía vendes drogas?

—Sabes que no hago eso. —Aprieto los dientes.

Mira hacia nuestras espaldas y vuelve a girarse. Coge aire para hablar, pero se arrepiente.

Pienso en qué habrá querido decir. No creo que fuera algo sobre el tamaño, el volumen o la locura de mi familia (se acostumbró hace tiempo), pero sé que algo le molesta. Lo miro.

—Dilo de una vez.

Juro que no soy una persona violenta, pero ver cómo clava su malvada mirada en mí me crea la irrefrenable necesidad de clavarle el tacón de aguja en el pie.

—Es algo sobre la fila de lacasitos de honor, ¿no? —pregunto.

Ni él puede negar que hay algunos cuerpos increíbles en el grupo, pero a ninguna le sienta del todo bien el verde satinado.

—Olive Torres, la lectora de mentes. —Nuestras sonrisas sarcásticas se encuentran.

—Que todo el mundo apunte este día en el calendario. Por primera vez en tres años, Ethan Thomas ha recordado cómo me llamo.

Vuelve a mirar hacia delante y relaja la cara. Es difícil relacionar al Ethan amargado e incisivo que me toca a mí con el encantador que he visto con otra gente o incluso con el alocado del que Ami lleva quejándose durante años. Más allá de que parezca decidido a no retener nada de lo que le digo (como mi trabajo o mi nombre), lo que más me molesta es su influencia sobre Dane, a quien aleja de Ami durante muchos fines de semana para irse a vivir aventuras por California. Claro que estas escapadas suelen coincidir con eventos importantes para cazadores de sorteos como mi hermana, su prometida: cumpleaños, aniversarios, el Día de San Valentín. El último febrero, por ejemplo, lo llevó a Las Vegas para pasar un fin de semana de hombres, y Ami acabó yendo conmigo a una cena romántica (y gratis) en St. Paul Grill.

Siempre pensé que la distancia que imponía Ethan se basaba en que soy curvilínea y él es un intolerante, pero ahora, de pie a su lado, apoyada en su bíceps, se me ocurre que quizá es tan idiota porque le duele que Ami lo haya alejado de su hermano, pero es incapaz de decirlo porque sabe que Dane se enfadaría. Por este motivo, lo paga conmigo.

La epifanía me atraviesa y me deja una certeza esclarecedora.

—Es buena para él —digo, e identifico la intención protectora en mi voz.

—¿Qué dices? —Se gira para mirarme.

—Ami —aclaro—. Es buena para Dane. Sé que no me soportas, pero sea cual fuera tu problema con ella, quiero que te quede claro, ¿de acuerdo? No tiene ni un ápice de maldad.

Antes de que Ethan pueda responder, el organizador (que ha salido gratis) por fin aparece, les hace una seña a los músicos (que también han salido gratis) y da inicio a la ceremonia.

Pasa todo lo que esperaba que pasara: Ami está preciosa. Dane parece sobrio y sincero. Intercambian anillos, pronuncian sus votos y se dan un beso obsceno e incómodo que, sin lugar a dudas, no está permitido dentro de una iglesia, aunque esto no lo sea. Mamá llora, papá intenta disimular que también lo hace. Durante toda la ceremonia, mientras sostengo el enorme ramo de rosas (gratis) de Ami, Ethan parece una figura de cartón. Solo se mueve cuando tiene que meterse la mano en el bolsillo para sacar los anillos.

Me vuelve a ofrecer el brazo para retirarnos del altar y lo siento todavía más rígido, como si estuviera cubierta de algo pegajoso y le diera miedo mancharse el traje. Entonces me acerco, pero, en cuanto nos alejamos, hago un gesto sutil para que sepa que podemos romper el contacto y seguir cada uno por su cuenta.

En diez minutos tendremos que volver a juntarnos para las fotos, así que usaré este tiempo para quitar los pétalos marchitos de los centros de mesa. Este lacasito tachará algunas tareas de su lista. ¿A quién le importa qué hará Ethan?

Parece que va a seguirme.

—¿Qué ha sido eso? —dice.

Miro por encima del hombro.

—¿El qué? —pregunto.

—Lo que has hecho ahí. —Apunta con la cabeza hacia el altar.

—Ah. —Me giro y sonrío, amable—. Me alegra ver que pides ayuda cuando lo necesitas. Eso era una boda…, una ceremonia importante y, a veces, obligatoria en nuestra cultura. Tu hermano y mi…

—Antes de la ceremonia. —Arquea las cejas oscuras hacia abajo—. Cuando dijiste que no te aguanto, que tengo un problema con Ami.

—¿En serio? —pregunto boquiabierta.

—Sí, en serio. —Mira a su alrededor como si necesitara que alguien más atestiguara mi estupidez.

Por un instante no sé qué decir. Lo último que esperaba era que Ethan me pidiera explicaciones por nuestro intercambio permanente de comentarios sarcásticos.

—Ya sabes. —Sacudo vagamente la mano. Con él mirándome, lejos de la ceremonia y de la energía de los invitados, la teoría de la que estaba convencida hacía un rato ya no parece tan convincente—. Pienso que estás resentido porque Ami te está alejando de Dane, pero sabes que no puedes enfadarte con ella sin pelearte con él, así que te comportas como un imbécil sin remedio conmigo.

Él solo pestañea, así que sigo:

—Nunca te he gustado, y ambos sabemos que no es por los bollos de queso, sé que ni siquiera comerías mi arroz con pollo el Cuatro de Julio, que me da igual, tú te lo pierdes, pero que sepas que tu hermano no encontrará una mujer mejor. —Me inclino, yendo a por todas—. Porque ella es la mejor.

Ethan deja escapar un único e incrédulo suspiro de risa y luego lo sofoca con la mano.

—Solo es una teoría —me excuso.

—Una teoría.

—Sobre por qué me odias.

—¿Yo te odio? —Arruga el ceño.

—¿Vas a repetir todo lo que diga? —Cojo mi lista, escondida en el ramo, y se la enseño—. Porque tengo cosas para hacer.

El silencio de desconcierto se extiende durante algunos segundos hasta que parece entender lo que podría haberle dicho hace mucho tiempo.

—Olive, suenas como una loca.

Mi madre le da a Ami una copa de champán. Mantenerla llena debe estar en la lista de tareas de alguien, porque la veo beber, pero nunca veo la copa vacía. El evento pasa de una rutina cronometrada a la perfección y un tanto formal a una verdadera fiesta. El volumen deja de ser el de una reunión de gente respetable para convertirse en uno digno de una fraternidad universitaria. Los invitados atacan el bufé de mariscos como si fuera lo primero que comen en semanas. El baile ni siquiera ha empezado y Dane ya ha tirado la pajarita en una fuente y se ha quitado los zapatos. A Ami parece no importarle, indicador de la cantidad de alcohol que lleva en la sangre.

Cuando llega el momento del brindis, lograr que al menos la mitad de los invitados permanezcan callados parece una tarea imposible. Después de golpear suavemente mi copa de cristal con un tenedor y no lograr que el sonido baje ni un solo decibel, Ethan decide arrancar su discurso sin esperar que alguien lo escuche.

—Estoy seguro de que muchos necesitaréis ir al baño de un momento a otro —empieza con un micrófono de mala calidad—, así que seré breve. —Logra calmar a la multitud y continúa—. No creo que Dane quiera que hable, pero teniendo en cuenta que no solo soy su hermano mayor, sino también su único amigo, aquí estamos.

Suelto una carcajada que me sorprende. Ethan hace una pausa, me mira y sonríe con asombro.

—Soy Ethan —continúa y, cuando toma un mando a distancia que tenía cerca del plato, una presentación con fotos de Ethan y Dane de niños comienza a reproducirse en la pantalla que tenemos a la espalda—. El mejor hermano, el mejor hijo. Estoy encantado de compartir este día con tantos amigos, familiares y, sobre todo, alcohol. En serio, ¿habéis visto el bar? Que alguien vigile a la hermana de Ami porque, si se bebe otra copa, ese vestido corre peligro. —Me guiña un ojo—. ¿Recuerdas la fiesta de compromiso, Olivia? Si tú no, yo sí.

Natalia me sujeta antes de que pueda coger un cuchillo.

—¡Tío! —grita Dane, borracho, y se ríe de un modo exagerado. Me gustaría que existieran las maldiciones para lanzarle una. (Para dejarlo claro, no me quité el vestido en la fiesta de compromiso, solo usé el dobladillo para secarme el sudor de la frente una o dos veces. Hacía mucho calor y el tequila me hace sudar).

—Si miráis estas fotos familiares —dice Ethan señalando hacia la pantalla donde aparecen Dane y él esquiando, surfeando y, en general, como idiotas con buena genética— os daréis cuenta de que fui un hermano mayor modelo. Fui el primero en ir de campamento, conducir y perder la virginidad. Lo siento, no hay fotos de eso. —Guiña el ojo al público de un modo encantador y un coro de risitas recorre el salón—. Pero Dane fue el primero en encontrar el amor. —Los invitados se unen en un «ohhh» colectivo—. Espero tener la suerte de encontrar a alguien la mitad de espectacular que Ami. No la dejes escapar, Dane, porque ninguno de los dos sabemos qué ha visto en ti. —Levanta su whisky y casi doscientos brazos se alzan para acompañarlo en el brindis—. Felicidades. Bebamos.

Se sienta y me mira.

—¿Te ha parecido bien?

—Ha sido casi adorable. —Miro por encima de su hombro—. Todavía es de noche. Tu ogro interior debe estar durmiendo.

—Vamos, te has reído.

—Para sorpresa de ambos.

—Demuéstrame cómo se hace —dice, recordándome que tengo que levantarme—. Sé que es mucho pedir, pero intenta no pasar vergüenza.

—Cállate, Ethan. —Cojo mi móvil, donde he apuntado mi discurso, y trato de ocultar el tono defensivo.

Esa ha sido buena, Olive.

Se ríe mientras se inclina para coger un bocado de pollo.

Un tímido aplauso atraviesa el salón cuando me levanto y quedo cara a cara con los invitados.

—Hola a todos. —El micrófono se acopla y lanza un quejido agudo que asusta a la audiencia. Me lo alejo de la boca, me giro hacia mi hermana y mi nuevo cuñado y grito—: ¡Estáis casados!

Todos lo celebran cuando Dane y Ami se dan un beso tierno. Hace un rato los vi bailar la canción favorita de Ami (Glory of Love, de Peter Cetera) y me las ingenié para ignorar los esfuerzos de Diego para que lo mirase y poder hacer algún comentario no verbal sobre el gusto musical de Ami. Me quedé atrapada en la perfección de la escena que se desarrollaba ante mis ojos: mi gemela en su precioso vestido de novia, con el pelo un poco más suelto por las horas y el movimiento, su sonrisa de genuina felicidad.

Unas lágrimas me brotan de los ojos mientras entro a la aplicación de notas y abro mi brindis.

—Para quienes no me conocen, voy a aclararlo de primeras: no, no estáis tan borrachos, soy la gemela de la novia. Me llamo Olive, no Olivia —digo, y le lanzo una mirada afilada a Ethan—. La hermana favorita, la cuñada favorita. Cuando Ami conoció a Dane… —Hago una pausa porque un mensaje de Natalia aparece en la pantalla y no me deja ver los apuntes.

Solo para que lo sepas, tus tetas se ven increíbles.

Desde donde está, me levanta un pulgar. Deslizo el mensaje para que salga de la pantalla.

—… me habló de él de un modo en el que nunca…

¿Qué talla de sujetador llevas?

Natalia otra vez.

Lo ignoro e intento retomar el hilo todo lo rápido que puedo. En serio, ¿qué clase de familia te manda mensajes mientras das un discurso que, obviamente, estás leyendo desde el móvil? La mía.

Me aclaro la garganta.

—… habló de él de un modo que no había escuchado antes. Había algo en su voz…

¿Sabes si el primo de Dane está soltero? O si podría estarlo pronto… ;)

Fulmino a Diego con la mirada y deslizo el dedo por la pantalla de forma agresiva.

—… algo en su voz me indicaba que pensaba que esta vez era diferente, al menos es cómo lo sentía. Yo…

No pongas esa cara. Parece que estés estreñida.

Mi madre. Por supuesto.

Deslizo y sigo. A mis espaldas, Ethan entrelaza los dedos detrás de la cabeza con aires de superioridad y puedo sentir su sonrisa de satisfacción sin tener que mirarlo. Persisto (porque me niego a dejarlo ganar), pero solo consigo decir dos palabras más cuando me interrumpe un quejido de dolor.

Todo el mundo mira a Dane, que se coge el estómago. Ami apenas llega a ponerle una mano en el hombro antes de que él tenga que taparse la boca para contener el vómito que sale, de todos modos, disparado como un misil entre sus dedos hacia el precioso (y gratuito) vestido de mi hermana.

CAPÍTULO TRES

El malestar repentino de Dane no es producto del alcohol porque, después de que Ami se vengara de Dane vomitándole encima, la pequeña Catalina, la hija de siete años de una de las damas de honor, también se despidió su cena. A partir de ahí, la enfermedad se esparció como un incendio forestal a lo largo y ancho del comedor.

Ethan se levanta, camina hacia atrás y apoya la espalda en la pared. Hago lo mismo, ya que pienso que lo mejor es contemplar el desastre desde un lugar seguro. Si esto fuera una película, sería una de humor escatológico. Pero estar aquí y ver cómo le pasa a gente que conocemos, con la que hemos brindado e incluso nos hemos besado, es aterrador.

Desde Catalina hasta el gerente del hospital en el que trabaja Ami y su esposa; Jules y Cami, unas personas que estaban sentadas en la mesa cuarenta y ocho, mamá, la abuela de Dane, papá, Diego…

Pierdo el rastro porque todo se descontrola. Un invitado se cae sobre un camarero y varias piezas de porcelana se estrellan contra el suelo. Algunos intentan huir, cogiéndose el estómago y buscando un baño de forma desesperada. Sea lo que sea, esta maldición quiere salir de los cuerpos por cualquier vía disponible; no sé si reír o llorar. Incluso quienes no vomitan o corren hacia el baño tienen la piel verde.

—Tu discurso no ha sido tan malo —dice Ethan.

Si no me diera miedo que me vomitara encima en el proceso, lo echaría de este refugio improvisado a empujones.

Mientras un coro de arcadas suena a nuestro alrededor, una certeza invade este espacio de paz y nos miramos con los ojos como platos. Evalúa mi rostro y yo el suyo. Parece normal, al menos no está verde.

—¿Tienes náuseas?

—Solo las que me provocan ver esto y verte a ti, pero aparte de eso, no.

—¿Diarrea incontenible? 

—Me pregunto por qué estás soltero. Es un misterio. —Lo miro fijamente.

En lugar de estar aliviado por encontrarse bien, pone la cara más engreída que he visto en la vida.

—Tenía razón sobre los bufés y las bacterias.

—Es demasiado rápido para que sea una intoxicación alimentaria.

—No necesariamente. —Señala los cubos de hielo en los que había langostinos, almejas, caballa, mero y otras diez variedades de pescados y mariscos—. Apuesto… —Levanta un dedo como si estuviera probando el aire—. Apuesto lo que quieras a que es una intoxicación por ciguatera.

—No tengo ni idea de qué es eso.

Respira hondo, como si estuviera disfrutando el esplendor del momento y no se diera cuenta de que, sea lo que sea lo que está pasando en el baño, ha comenzado a invadir el pasillo.

—Nunca había estado tan orgulloso de ser el eterno enemigo de los bufés.

—Creo que lo que quieres decir es: «gracias por asegurarte de que me sirvieran pollo, Olive».

—Gracias por asegurarte de que me sirvieran pollo, Olive.