Una mujer que sueña - Margarita María Di Giuseppe Versluys - E-Book

Una mujer que sueña E-Book

Margarita María Di Giuseppe Versluys

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Beschreibung

Desde su adolescencia Javiera tiene sueños trágicos que la mantienen con un miedo constante. A pesar del temor a perder lo más valioso de la vida y de todas las inseguridades que le provocan sus pesadillas, intenta vivir como una persona común y corriente: anda en bicicleta, siente gran pasión por el arte, tiene amigas y se enamora. ¿Vivirías en paz si tuvieras sueños premonitorios? ¿Qué tan grande sería tu miedo si una pesadilla recurrente amenazara con convertirse en realidad?

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Una mujer que sueñaAutor: Margarita Di GiuseppeIlustración de portada: Rosario Di GiuseppeSolapa: fotógrafa de Instagram @verocastrou Editorial Forja General Bari N° 234, Providencia, Santiago-Chile. Fonos: 56-2-24153230, [email protected] Primera edición: mayo 2020. Prohibida su reproducción total o parcial. Derechos reservados.

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor. Registro de Propiedad Intelectual: N° 2020-A-2442 ISBN : N° 978-956-338-474-1 eISBN: N°978-956-338-478-9 mayo, 2020

A Pablo por su apoyo constante y fe ciega. A mis hijos que me inspiran con su amor.A mis “Oasis”, guardianes de que cada letra,palabra y frase se potencien. En especial a Ana María, sin ella no sería posible.A todos los que me han colaborado de alguna forma en este libro.

Índice

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

Capítulo I

1996, Santiago.

Llueve y sopla el viento. El frío hace que de mi boca salga vapor. Estoy de pie en medio de una pista de aterrizaje y un avión se acerca a toda prisa para despegar. Me aparto hacia un costado, a paso rápido y con el viento sacudiéndome fuerte. Vuelvo a mirar el avión y por alguna razón sé que su destino es Buenos Aires. Siento el sonido de las turbinas y al dar la vuelta para protegerme del inevitable despegue, alcanzo a ver que donde estaba yo hay una niña tirada en el suelo. Temo por ella y le grito para ver si se mueve.

Levanta una mano con dificultad y, sin pensarlo, corro a ayudarla, dejando de prestar atención al peligro.

Tiene los ojos abiertos. Es linda, de pelo crespo y grandes ojos negros, parecidos a los míos. Intento tomarla en brazos, pero la gravedad se densifica.

–¿Dónde estabas? –me dice–. ¡No me dejes!

El avión está a pocos metros, ya no hay tiempo para huir, pero no importa, quiero quedarme con ella. La cubro con mis brazos y justo a tres metros de nosotras, el avión despega rozando con sus ruedas nuestros cuerpos y empujándonos con la fuerza de su borrasca.

Respiro agitada y espero en el pavimento abrazada a la niña. Me late rápido el corazón mientras le acaricio el pelo mojado.

Su cuerpo comienza a desvanecerse como el vapor alrededor, hasta desaparecer por completo. Mis brazos se quedan vacíos y en la mano con la cual la acariciaba hay algo que no logro descifrar escrito con lápiz de tinta. Una persona se para frente a mí y levanto la vista. Es mi profesora de Historia que señala mis manos y pregunta enfadada.

–¿Usted se escribió un torpedo?

Desperté justo para no saber lo que sucedía después. Era la tercera vez que soñaba con esa niña y hasta ahora los sueños con ella habían vaticinado algo. Predicciones pequeñas, como un aro perdido o una caída en bicicleta. Cosas sin importancia. Pero esos ojos negros y los rizos alocados me dejaban con el pecho oprimido.

Eran las seis y cuarto de la mañana y escuché a mi mamá despertándonos con su clásico silbido de pajarito para ir al colegio. Yo ya estaba despierta desde hacía un rato, todavía con el corazón acelerado. Me incorporé a la realidad. Arrastré una pierna fuera de la cama y me senté. Respiré profundo y traté de recordar algo alegre que me quitara la sensación de pérdida. Recordé que las vacaciones de verano estaban cerca y eso me ayudó a cambiar de pensamientos. Estiré los brazos y todo el cuerpo, me puse de pie y caminé tambaleando. Al entrar al baño, me pasé la mano por el pelo y me quedé con un manojo de cabellos largos cafés que tiré al escusado como cada mañana. Miré al espejo y me quedé un buen rato ahí, buscando algún punto negro que apretar entre las pecas de la cara. Al fijarme en mis ojos, por momentos recordé a la niñita del sueño. Sacudí los pensamientos de mi cabeza antes de ducharme. Con el agua cayéndome encima pensé en la invitación que Bárbara me había hecho para ir a su campo. Serían mis primeras vacaciones con amigas. Sonreí y me quedé largo rato bajo el chorro. Tanto que mi papá casi se va solo con mi hermana. Yo no podía quedarme, menos ese día que tenía examen.

En el colegio volví a recordar el sueño, las premoniciones y la angustia. Le conté a mi mejor amiga, Luisa. Confiaba en que ella me tomaría en serio, pues era una persona muy mística que le gustaba todo lo que tenía que ver con el mundo psíquico.

Cuando llegó Bárbara, dejamos de hablar del sueño. Esa noche tendríamos una junta en la casa del primo de Luisa y nos interesaba saber qué informaciones nos tenía al respecto.

A la hora del recreo nos sentamos en el pasto para hablar de nuestras próximas vacaciones en Los Andes. Aprovechamos el sol para tendernos al aire libre y broncearnos un poco las piernas, tratando de mantener una postura femenina para que las profesoras no nos llamaran la atención. Bárbara era la única que se rebelaba contra el sistema y se levantaba el jumper con la excusa de que debajo tenía shorts. Ella nos contaba cómo era su campo. Hablaba sin mirarnos, apoyada en una muralla mientras buscaba puntas de pelo partidas. De vez en cuando, hacía pausas para tomar agua de una botella de dos litros. Ella siempre estaba muy preocupada de su cuerpo, era una de las destacadas en educación física y últimamente le había dado con que si se tomaba toda la botella, estaría más delgada. Nos decía que eran varias hectáreas, por lo que podríamos escondernos fácilmente de sus papás para fumar. Tenía caballos para hacer excursiones y prometió que se conseguiría pisco para que probáramos por primera vez el alcohol.

Todavía no se acababa el recreo y aprovechamos de hacer un repaso para el examen. Luisa y yo habíamos olvidado qué grupos conformaban a los rebeldes de la Revolución francesa. Le preguntamos a Bárbara, ella siempre sabía muy bien la materia. Cuando se acabó el recreo y fuimos a la sala, justo antes de que llegara la profesora, tuve que volver a preguntarle.

–¡Bárbara!, ¿quiénes eran los “revolucionarios”? –se me enredó la lengua al hablar.

–¡Ay, Javi, que eres desmemoriada! –me tomó la mano y escribió la respuesta.

Me quedé mirando y en la palma leí confundida: “jacobinos y girondinos”. En eso se me vino a la mente el final de mi sueño y me dio pánico. Borré las palabras sobando rápido palma con palma. Bárbara me miró confundida.

–¿Por qué la borras? –me preguntó.

–No, no sé… –tartamudeé, mientras seguía frotándolas más despacio–. Me da miedo que me pille la profe y crea que estoy copiando.

–Estás loca –dijo con una mirada despectiva, mientras se daba vuelta y caminaba a su puesto con las manos en los bolsillos del jumper.

La profesora repartió los exámenes y comenzó a correr el tiempo. Me había salvado de ser atrapada infraganti copiando, pero de todas maneras quedé con la duda de qué hubiese pasado si no lo borraba. ¿Me hubiesen sorprendido efectivamente? Ya no podría saberlo.

¿Y la niña, quién era? ¿Era alguien importante en mi futuro? ¿Era una premonición?

2002, Buenos Aires.

A los diecinueve años llegué a esa enorme ciudad para estudiar arte. Tenía miedo, sentía que mis pesadillas se materializaban, pero todavía luchaba por convencerme de que mis sueños premonitorios no siempre se convertirían en realidad.

Me vine a la casa de mi tía Sandra, la única hermana de mi mamá. Ella pagaría mis estudios y me mantendría como a una hija. Era profesora de Arte en la misma universidad, pero había procurado no tenerme como alumna para evitar favoritismo. Llevaba veinte años viviendo en Buenos Aires y llegó siguiendo a un amor poco conveniente, al que asesinaron durante la dictadura militar. El dolor la obligó a cultivar otro tipo de pasión, un amor absoluto: el arte.

–Tía, ¿cómo lo hiciste tú? –le pregunté cuando le hacia una trenza a su largo pelo plateado.

–¿Cómo superé la perdida de Ernesto?

–Sí.

–No fue fácil, creí que no lo superaría nunca. Pero seguí avanzando, me enfoqué en otras cosas para no pensar y sin darme cuenta aprendí a vivir sin él –se volteó y me acarició las mejillas. Limpió mis lágrimas.

Los primeros meses me apoyé mucho en ella. Lloré con frecuencia y, aunque intenté hacerlo a escondidas, ella se las arreglaba para descubrirme y aliviarme con su energía positiva. Dejar atrás a mi primer amor fue también mi primera gran tragedia. La energía se me iba por el drenaje de la herida. Varias noches, dormí abrazada al chamanto, regalo de Ángel, y con ese objeto de apego pensaba en los pocos, pero lindos momentos que pasé con él. Mi tía me levantaba el ánimo, invitándome de shopping o, más simple, a tomar un mate en la terraza del departamento, mirando el vecindario de San Telmo.

Me hubiera gustado tener un interruptor para apagar y encender recuerdos, un botón de avanzar o retroceder para que el tiempo se detuviera solo en los momentos felices y los malos se resolvieran sin tener que sentir la angustia.

En la primera clase, nos presentamos con una dinámica. Teníamos que dibujarnos a nosotros mismos y así dar a conocer nuestra decisión de estar ahí. Me dibujé sin pretensiones, de cuerpo completo, ojos cerrados, leve sonrisa, recibiendo los rayos de sol en la cara. Luego nos sentamos en círculo y para definirnos brevemente y mostrar a través del dibujo cómo nos sentíamos con nuestra decisión.

–Esta soy yo –dije levantando el dibujo con ambas manos y con la voz temblorosa–. Me llamo Javiera. Soy chilena. Decidí venir a estudiar aquí porque tenía ganas de cruzar la cordillera y aquí tengo una tía. Elegí el arte como lo más importante en mi vida y dejé todo lo demás atrás –aclaré mi garganta, la voz se me empezaba a entrecortar y me escondí detrás del dibujo–. Espero hacerlo lo mejor posible.

Sentí que todos se habían quedado mirándome y que el calor de la cara me seguiría durante el resto de la hora.

Entre una clase y otra, tuve un receso de media hora. No me preocupé por hacer vida social, mis sueños ya me habían anunciado que haría amistad con algunas personas y confié en que así sería. Me senté a fumar, pero el cigarro no era un fiel compañero y terminó de consumirse.

Apoyada en la muralla vi a una chica que me inspiró confianza y decidí hacer algo para no estar más sola: me acerqué a hablar con ella. Se llamaba Susana y le decían Su. Ella se definía como una mujer hambrienta, que le gustaba el arte casi tanto como las papas fritas del casino. Lo decía en broma, pero en el fondo de su discurso había una lucha no ganada. Apenas hablamos un rato y me propuso ir al quiosco de la universidad. Nos sentamos en una mesa, bajo un quitasol y la conversación fluyó como si nos hubiésemos conocido de siempre, mientras ella comía unas medialunas. Hicimos lo mismo durante la primera semana de clases y cuando ya casi no nos quedaba conversación, se acercó Diego. Venía a pedir un cigarro y se quedó para discutir cuál era el mejor movimiento artístico de todas las épocas. Me inspiraba cierto temor su apariencia: alto, rapado, con extensiones en las orejas y tatuajes en los brazos. Era el compañero de clases que jamás creí que conocería.

–¿Y qué movimiento es el que más te gusta a ti? –me preguntó Su mientras se arreglaba el abultado escote.

–Me gusta el surrealismo –dije pensando en mis sueños.

–El arte de lo imaginario –asintió Diego mirándome con los ojos enrojecidos y saltones.

Todos los años en la universidad se realizaba una bienvenida a los alumnos nuevos con una presentación de música en vivo. Diego no quiso acompañarnos, pero antes de ir, nos juntamos con él a tomar cervezas en un boliche cercano. Después nos acompañó caminando para no dejarnos solas, aunque me sentía más insegura al andar con él.

A eso de las nueve de la noche nos despedimos de nuestro amigo en la entrada de la universidad. Había mucha gente en los alrededores y a lo lejos se escuchaba el retumbar de la música en vivo. Los anuncios decían que tocarían bandas universitarias y como invitados especiales estarían Los Auténticos Decadentes, quienes nos habían motivado a asistir.

–¿Qué opinás de Diego? –me preguntó Su mientras caminábamos siguiendo a la masa de gente.

–¿Qué opino? –se me pasó por la mente su estilo anarquista y el miedo que me inspiraba–. ¿Por qué?

–¿No te da un poco de miedo?

–¡Sí! –exclamé abriendo los ojos y mirando a mi nueva amiga–. Al principio me encantó conocerlo porque es diferente, pero sí, me da susto.

–¡Qué bueno que no soy solo yo!

Le conté que esa misma tarde había presumido del “gran culo” que se había agarrado la noche anterior. Yo lo había sermoneado entre bromas y risas nerviosas. Después, y pensándolo mejor, me di cuenta de que eso era solo la punta del iceberg en su personalidad. No quería conocerlo más a fondo porque intuía que era un ser de pensamientos oscuros.

–Lamento decirte que creo que le gustás… y te dice eso para ponerte celosa.

–¿¡Qué!? ¡No, por favor! –la miré con el entrecejo arrugado.

–Sí –me miró más seria–. ¡Ten cuidado con él! –dijo ahora en broma y se rio a carcajadas.

Ya llegando al anfiteatro buscamos inmediatamente la barra para comprar algo de beber y unas papas fritas para compartir. Después fuimos a ubicarnos lo más cerca del escenario que pudimos y nos sentamos en una escalinata de cerámica a un costado. Las papas fritas se acabaron rápidamente y mi amiga quedó con hambre. Después de unos minutos, no aguantó más y partió a comprar otro cucurucho. La esperé en el mismo lugar, sentada en un escalón cercano al escenario.

En ese momento estaban presentando a la siguiente banda: Déjà vu. Alcancé a escuchar que era un grupo emergente y que los integrantes estudiaban en la universidad.

Apenas vi al vocalista, reconocí al que había protagonizado mi sueño de la noche anterior.

Baja de la moto, se saca el casco y se arregla el desordenado pelo castaño. Mira con sus ojos verdes y al verme, sonríe dejando ver una separación en sus dientes delanteros que le dan un aire de niño travieso.

Me quedé hipnotizada y un cosquilleo me recorrió todo el cuerpo, la boca se me secó y sentí por primera vez unas inmensas ganas de besar otros labios que no fueran los de Ángel. Estábamos a escasos diez metros de distancia y podía ver los mismos ojos de mi sueño. Me preguntaba si también tendría los dientes separados…

Algunas mujeres a mi lado, gritaron lo que yo no pude pronunciar por timidez.

Recordé que Su me había comentado de esta banda, que tenían mucho talento y que el vocalista, Lucas, era conocido por su liderazgo en la universidad… y bueno, porque era guapo.

Rasgueó las cuerdas de su guitarra y sonrió al público. Tenía los dientes de niño travieso.

–Hola a todos, somos Déjà vu –volvió a rasguear–. Una gran bienvenida a los nuevos. Esperamos les guste nuestra música. Y a los que ya nos conocen, ojalá vuelvan a disfrutar. –Con la mano, removió casualmente su alocado pelo castaño y después se concentró en los dedos sobre las cuerdas.

La batería dio la pauta de inicio, luego lo siguieron la guitarra y el teclado. Pero los instrumentos fueron relegados a segundo plano al escuchar su voz. Entonces Lucas se apoderó de todas las miradas. Yo no me quedé atrás. Él retribuyó al público con una sonrisa mientras cantaba como barítono.

Recorrió con la vista de un lugar a otro, hasta que nos encontramos y sus ojos se quedaron conmigo.

Estaba cantándome.

No me intimidó y también lo miré. Por unos segundos dudé y pensé que era efecto de mi temprano fanatismo, pero cuando pasó el tiempo y él no paraba de mirarme, me dejé atrapar por sus ojos.

La primera canción había terminado y nosotros sosteníamos nuestra conexión. En el aire se había creado una atmosfera en la que solo nosotros volábamos. La música volvió a sonar al ritmo de una pausada y relajante percusión y, con esta, sentí el vibrar de nuestro cuerpo mezclándose fuera de nosotros mismos. La cálida brisa se extendía como un puente entre esa escalinata y el escenario. Nuestras miradas ya no eran solo eso, eran nuestras almas bailando sobre la gente, ignorando el tiempo y el espacio. A lo lejos dejaba mis piernas, mis brazos y mi cuerpo entero, porque ahora solo podía respirar a ese hombre en la nube de nuestro encuentro. Y él, a lo lejos dejaba su voz cantar por la inercia, porque su espíritu estaba conmigo. La intimidad nos envolvió a tal punto que olvidamos que había gente. Su voz, como un hormigueo, subió por mi vientre. La conexión se hizo sofocante, eléctrica. Él logró terminar el coro a rastras, dejando resbalar las manos por la guitarra y desafinando en el último verso. Yo me frotaba el pecho en un intento por mantener la respiración. Habíamos tenido una unión de amor en el aire.

Entonces, nos interrumpió mi amiga.

–¡Al fin llegué! –dijo masticando–. Me estaba perdiendo una de mis bandas favoritas.

Suspiré largamente y exhalé todo el aire que el momento me había hecho retener. La miré con los ojos algo desorbitados. Disimuladamente me sobé el cuello y me limpié el sudor.

Su me miró extrañada.

–¿Estás bien?

–Sí… creo que me mareé un poco, pero ya estoy bien.

–Deberías comer algo, ¿quieres?

–No, gracias.

Volví a mirar de reojo a Lucas; seguía con su feroz mirada en mí. Tendría que dejar nuestra cita en el cajón de mis fantasías inconclusas.

Capítulo II

1996, Santiago.

La niña está de pie en medio de adolescentes que se burlan de ella. Me mira e indica a un muchacho rubio que se ríe de manera petulante. Yo le digo: “¿A él?”. Y ella responde: “Sí, a él”.

Me acerco, lo tomo del pelo y lo saco a rastras del lugar.

Abrí los ojos, todavía enfurecida con ese rubio creído. Me di unas cuantas vueltas en la cama, tratando de conciliar de nuevo el sueño y logré dormirme pensando en la junta que tendría la noche siguiente.

La reunión con amigos del primo de Luisa estuvo aburrida. La mitad de la noche me la pasé mirando caras y conversando temas que ya había hablado mil veces con Bárbara. Luisa hacía vida social con su prima y otra gente que no conocíamos.

En un rato en que ya no teníamos de qué hablar miré a mi alrededor, bostecé y empecé a divagar. Hubiese querido tener un cuaderno y un lápiz para dibujar, era mi pasatiempo favorito. Bárbara fue al baño y me quedé sola en un sillón de tres cuerpos, tomando un jugo. Mi vista se clavó fijamente en un joven rubio. Reconocí al tipo petulante de mi sueño sentado en una poltrona frente a mí. No pude evitar sobresaltarme, era perturbador vivir las mismas cosas dos veces. Por eso me quedé pegada mirándolo, pensando en si pasaría algo de lo que había soñado o solo era una imagen. No me di cuenta de cuánto rato estuve con la vista fija.

–¡Despierta, mierda! –me dijo fuerte y después se rio de manera exagerada con su amigo que estaba de pie a un lado. Yo parpadeé asustada y miré para otro lado–. Si quieres ir a dormir, mejor anda a buscar una cama –agregó en tono burlón con sus cejas alzadas. Yo recién bajaba de mi nube, para entender que se reía de mí.

–¿Qué? –pregunté en voz baja, descolocada por su falta de respeto.

–¡Toc toc, hay alguien ahí! –dijo con una sonrisa de medio lado.

Yo me encogí de hombros tratando de comprender su actitud.

–Perdón, no te entien...