Una noche de enero - Jennie Lucas - E-Book
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Una noche de enero E-Book

Jennie Lucas

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Beschreibung

No podía haber resistencia… solo una rendición total. La noche sin remordimientos de la camarera Belle Langtry con el despiadado playboy Santiago Velázquez no debería haber sido más que un pecaminoso y placentero recuerdo. Hasta que descubrió que el destino tenía otros planes y se encontró esperando el hijo que no había creído posible. Santiago había rechazado la noción de la paternidad mucho tiempo atrás, por eso la noticia de Belle fue tan asombrosa. Podría negarse a confiar en ella, pero no iba a dejar que le robase el derecho de ser padre. ¿Su plan? Atar a Belle con un anillo de compromiso y esclavizarla con sus caricias.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Jennie Lucas

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una noche de enero, n.º 2604 - febrero 2018

Título original: Carrying the Spaniard’s Child

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-722-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

BELLE Langtry había odiado a Santiago Velázquez desde el momento que puso los ojos en él.

Bueno, no exactamente desde ese momento. Al fin y al cabo, era humana. Cuando se conocieron, en la boda de Darius y Letty en septiembre, se había quedado mareada por aquel altísimo y guapísimo moreno de anchos hombros. Mirando sus profundos ojos oscuros había pensado: «vaya, los sueños se hacen realidad».

Pero entonces Santiago se había vuelto hacia el novio y había dicho en voz alta que «aún podía salir corriendo». Había sugerido que abandonase a la novia en el altar. ¡Y lo había dicho delante de Letty!

Desde ese momento Belle había odiado a Santiago con pasión. Cada palabra que pronunciaba era más cínica e irritante que la anterior y deseaba que le hiciese un favor al mundo y se tirase de un puente. Directa como era, no pudo evitar la tentación de decírselo a la cara y él respondió con una grosería. Y así había sido su relación durante los últimos cuatro meses.

Así que, por supuesto, tenía que ser él quien la encontrase a medianoche en el oscuro y nevado jardín de la finca de sus amigos. Llorando.

Temblando bajo su fino vestido negro, Belle miraba el salvaje océano Atlántico; el rítmico golpeteo de las olas a juego con los violentos latidos de su corazón.

Había estado cuidando del bebé de Letty mientras su amiga lloraba en el funeral de su padre, pero el dolor que sentía mientras abrazaba al niño dormido la había abrumado. Cuando el funeral terminó, había salido corriendo al jardín, murmurado una disculpa.

Fuera, un viento ártico helaba sus lágrimas mientras escudriñaba en la oscuridad, con el corazón roto.

Ella nunca tendría un hijo.

Nunca, parecía decirle el océano. Nunca, nunca.

–¿Belle? –escuchó una voz ronca tras ella–. ¿Estás ahí?

¡Santiago! Belle contuvo el aliento. El último hombre que querría que la viera en ese estado.

Podía imaginar la expresión arrogante en el rostro del español si la encontraba llorando por no poder tener un hijo. Intentando esconderse tras un arbusto, contuvo la respiración y rezó para que no la viese.

–Belle, no intentes esconderte –lo oyó decir con tono burlón–. Llevas un vestido negro, es imposible no verte entre la nieve.

Apretando los dientes, Belle salió de su escondite.

–No estaba escondiéndome.

–¿Qué haces aquí entonces?

–Necesitaba un poco de aire fresco –respondió ella para que la dejase en paz.

Un haz de luz desde una ventana del segundo piso iluminó el poderoso cuerpo de Santiago, con su traje oscuro y su elegante abrigo negro de cachemir. Cuando sus ojos se encontraron Belle sintió algo así como una descarga eléctrica.

Santiago Velázquez era demasiado guapo, pensó, sintiendo un escalofrío. Demasiado sexy. Demasiado poderoso. Demasiado rico.

Y también un egoísta y cínico mujeriego que solo era leal a su fortuna. Seguramente tendría cajas fuertes lo bastante grandes como para nadar en ellas. Se reía de cosas como la amabilidad o el respeto y, según decían, trataba a las chicas con las que se acostaba como empleadas.

Belle se cruzó de brazos y torció el gesto mientras Santiago se acercaba.

–No llevas abrigo –dijo él por fin.

–No tengo frío.

–Te castañetean los dientes, puedo oírlo desde aquí. ¿Estás intentando morir congelada?

–¿Y a ti qué te importa?

–¿A mí? No, no me importa –respondió él–. Si quieres morir de frío, estupendo. Pero me parece egoísta obligar a Letty a organizar otro funeral. Son tan tediosos los funerales. Y las bodas. Y los bautizos. Todo es tedioso.

–Cualquier relación humana que involucre alguna emoción te parece tediosa –replicó Belle.

Medía casi medio metro más que ella y llevaba su arrogancia como una capa. Había oído que algunas mujeres lo llamaban «el ángel» y podía entender el sobrenombre. Tenía el rostro de un ángel… un ángel oscuro, pensó, irritada. Si en el cielo necesitasen un matón para no dejar entrar a la gente sin importancia, él sería perfecto.

Santiago podía ser rico y guapo, pero también era el hombre más cínico, cruel y despreciable de la tierra. Era todo lo que ella odiaba.

–Espera un momento. ¿Estás llorando, Belle?

Ella parpadeó a toda velocidad para esconder la evidencia.

–No.

–Estás llorando –insistió Santiago, esbozando una sonrisa burlona–. Sé que tienes un corazón patéticamente blando, pero esto es demasiado incluso para ti. Apenas conocías al padre de Letty y, sin embargo, te encuentro llorando después del funeral, sola en medio de la nieve como una trágica heroína victoriana.

Normalmente, esa burla no la hubiera sacado de sus casillas, pero aquel día era diferente. Belle tenía el corazón pesado, pero sabía que mostrar la menor emoción solo serviría para que Santiago se riese aún más.

–¿Qué es lo que quieres?

–Letty me ha pedido que viniese a buscarte porque tenía que acostar al niño. Así que debo llevarte a tu habitación y conectar la alarma cuando estés sana y salva.

Su voz ronca era tan masculina. Belle odiaba que, incluso detestándolo como lo detestaba, pudiese provocar en ella un escalofrío de deseo.

–He decidido que no voy a dormir aquí esta noche –le informó. Lo último que quería era pasar la noche dando vueltas y vueltas en la cama, con la única compañía de sus tristes pensamientos–. Quiero irme a casa.

–¿A Brooklyn? –exclamó Santiago, incrédulo–. Es demasiado tarde. Todos se han ido hace horas y han cerrado la autopista por el temporal de nieve.

–¿Por qué sigues tú aquí? ¿No tienes un helicóptero y un par de jets privados? No puedes haberte quedado porque Darius y Letty te importan de verdad.

–Las habitaciones son muy agradables y estoy cansado –respondió Santiago–. Hace dos días estaba en Sídney. Antes de eso, en Tokio y mañana me marcho a Londres.

–Pobrecito –se burló Belle, que siempre había soñado con viajar, pero nunca había tenido dinero para hacerlo.

–Agradezco que seas tan comprensiva –replicó él, con una sonrisa burlona– pero si no te importa dejar el numerito de Cumbres Borrascosas me gustaría llevarte a tu habitación y después irme a dormir.

–Vete si quieres –Belle se dio la vuelta para que no viera su angustiada expresión–. Dile a Letty que me he ido. Tomaré un tren para volver a la ciudad.

–¿Y cómo piensas llegar a la estación? Dudo que haya trenes a esta hora…

–¡Entonces iré andando! –lo interrumpió ella–. No pienso dormir aquí.

Santiago la miró, sorprendido.

–Belle –empezó a decir, en un tono extrañamente amable, mientras levantaba una mano para rozar su mejilla–. ¿Qué te pasa?

Era la primera vez que la tocaba y, a pesar del frío, el roce de su mano consiguió encenderla.

–Si me pasara algo, no iba a contártelo a ti precisamente.

–Porque me odias, ya. Pero puedes contarme lo que sea porque te importa un bledo lo que yo opine.

–Eso es verdad –asintió Belle. Y era una tentación–. Pero tú se lo contarías a todo el mundo.

–¿He desvelado algún secreto?

–No que yo sepa –tuvo que admitir ella–. Pero no tienes corazón. Eres insultante, antipático, grosero…

–Solo a la cara, nunca a la espalda –la interrumpió Santiago–. Cuéntamelo, Belle –dijo luego, bajando la voz.

Las nubes ocultaron la luna y se quedaron un momento en la oscuridad. De repente, Belle estaba desesperada por contarle a alguien sus penas, a cualquiera. Aunque era cierto que no podía tener peor opinión de él. Y seguramente Santiago no podía tener peor opinión de ella.

Ese pensamiento era extrañamente tranquilizador. No tenía que fingir con Santiago. No tenía que ser positiva y optimista todo el tiempo, la animadora que intentaba agradar a todo el mundo. Había aprendido desde muy joven a no mostrar sentimientos negativos porque si lo hacías la gente te dejaba; sobre todo la gente a la que más querías.

De modo que Santiago era el único al que debería contárselo, el único con el que podía ser ella misma. De hecho, si Santiago se apartaba de ella haría una fiesta para celebrarlo.

Belle tomó aire.

–Es el niño.

–¿Howie?

–Sí.

–Yo también lo paso mal cuando hay niños –Santiago puso los ojos en blanco–. Los pañales, los lloros. ¿Pero qué vamos a hacer? Algunas personas aún quieren tener hijos.

–Yo, por ejemplo –dijo Belle, mirándolo con lágrimas en los ojos–. Yo quiero tener un hijo.

Santiago la miró en silencio durante unos segundos y luego soltó un bufido.

–Ah, claro, porque eres una tonta romántica. Quieres amor, corazoncitos, todas esas bobadas –le dijo, encogiéndose de hombros–. ¿Y por qué lloras? Si eres tan tonta como para querer una familia, cásate, compra una casa, ten hijos. Nadie te lo impide.

–No, es que yo… no puedo quedarme embarazada –le contó Belle por fin–. Nunca. Es imposible.

–¿Cómo lo sabes?

–Lo sé porque… –Belle miró la nieve a sus pies, donde la luz de la luna formaba extrañas sombras–. Lo sé. Es imposible.

Luego se preparó para las inevitables preguntas. ¿Por qué era imposible? ¿Qué había pasado? ¿Cuándo?

Pero Santiago la sorprendió haciendo algo inesperado: sin decir una palabra la envolvió en su abrigo de cachemir y Belle sintió el consuelo de su calor, su fuerza, mientras le acariciaba el pelo.

–Todo se arreglará.

Belle levantó la mirada, con el corazón en la garganta.

–Debes pensar que soy una persona horrible –musitó–. Una mala amiga que envidia a Letty cuando la pobre acaba de perder a su padre. Me he pasado el día con su hijo en brazos y envidiándola. Soy la peor amiga del mundo…

–Calla –la interrumpió él, tomando su cara entre las manos–. Lo que pienso es que eres una ingenua, que vives en las nubes. Algún día te quitarás esas gafas de color de rosa y descubrirás la verdad sobre este mundo cruel.

–Yo…

Santiago puso un dedo sobre sus labios.

–Pero incluso yo puedo ver que eres una buena amiga.

El dedo era tan cálido que Belle experimentó el extraño deseo de besarlo, de envolverlo con sus labios y chupar suavemente. Nunca había sentido nada así… ella, una virgen inexperta. Pero aunque lo detestaba, algo en aquel español tan perversamente sexy la atraía y la asustaba al mismo tiempo.

Temblando, se apartó al recordar todas esas mujeres a las que Santiago había seducido, y a las que despreciaba por estar dispuestas a ser una muesca más en el cabecero de su cama. Y, por primera vez, simpatizó con esas mujeres porque ella misma estaba experimentando el empuje de su encanto.

–En realidad, tienes suerte –dijo Santiago esbozando una media sonrisa–. ¿Hijos, matrimonio? ¿Quién querría cargarse con la ingrata responsabilidad de una familia? Nada bueno puede salir de esa condena, así que ahora puedes tener algo mejor.

–¿Mejor que una familia?

–Libertad –respondió él.

–Pero yo no quiero libertad –dijo Belle–. Quiero que me quieran.

–Todos queremos cosas que no podemos tener –replicó él con un tono extrañamente ronco.

–¿Y tú cómo lo sabes? Tú tienes todo lo que quieres.

–No, te equivocas. Una vez quise algo… durante cuatro meses. Quise a una mujer, pero no pude tenerla.

Cuatro meses. De repente, el corazón de Belle se volvió loco. No podía referirse… no, era imposible.

¿Podría Santiago Velázquez, el famoso multimillonario neoyorquino que se acostaba con modelos, desearla a ella, una simple camarera de un pueblecito de Texas?

Sus ojos se encontraron a la luz de la luna y fue como si una descarga eléctrica la recorriese de la cabeza a los pies.

–La deseo, pero no puedo tenerla –repitió él–. Aunque estuviese delante de mí ahora mismo.

–¿Por qué no? –consiguió preguntar Belle, casi sin voz.

–Ah, porque ella quiere amor. Necesita amor como necesita respirar. Si la hiciese mía, volcaría en mí sus deseos románticos y acabaría destruida –murmuró Santiago, mirándola con esos ojos oscuros e indescifrables–. Porque por mucho que desee su cuerpo, no quiero su corazón.

A su espalda, Belle podía ver la sombra de la casa y escuchar el sonido de las olas.

Santiago Velázquez estaba jugando con ella como un gato de afiladas garras con un ratón, pensó.

–Para.

–¿Qué?

–¿Estás aburrido? ¿Quieres compañía en la cama y yo soy la única que está despierta? –le espetó Belle, fulminándolo con la mirada–. Otras mujeres podrían tragarse el numerito de hombre dolido, pero yo no creo una sola palabra. Si de verdad me deseases no dejarías que nada se interpusiera en tu camino. Ni mis sentimientos ni el riesgo de hacerme daño. Me seducirías sin la menor conciencia. Eso es lo que hace un mujeriego, así que está claro que no me deseas. Simplemente, estás aburrido.

–Te equivocas. Te deseo desde la boda de Darius y Letty, desde la primera vez que me mandaste al infierno –Santiago la aplastó bruscamente contra su torso mientras acariciaba su mejilla, mirándola con intensidad–. Ya sé que piensas lo peor de mí, pero no me interesa enamorar a jóvenes ingenuas e idealistas.

Todo su cuerpo temblaba de energía, de miedo, de un sentimiento que solo podía ser deseo y contra el que Belle luchaba desesperadamente.

–¿Crees que me enamoraría de ti?

–Sí.

Ella soltó un bufido de incredulidad.

–No tienes problemas de autoestima, ¿eh?

Santiago clavó en ella su oscura mirada.

–Dime que estoy equivocado.

–Estás equivocado –afirmó Belle, encogiéndose de hombros–. Quiero amor, es verdad. Si algún día conozco a un hombre al que pueda querer y respetar me enamoraría de inmediato. Pero ese hombre no eres tú, por rico y sexy que seas. Si me deseas, lo siento por ti. No estoy interesada.

–¿No me deseas? –Santiago deslizó el pulgar por su labio inferior–. ¿Estás segura?

–Sí –respondió ella, sin aliento.

Santiago pasó una mano por su brazo, mirándola como si fuera la criatura más deseable del mundo.

–¿Y si nos acostásemos juntos no te enamorarías de mí?

–En absoluto. Creo que eres un canalla.

Belle sentía la fuerza del cuerpo masculino bajo el abrigo y no podía dejar de temblar. Y él se había dado cuenta porque esbozó una sonrisa de masculina satisfacción.

–Entonces no hay ninguna razón para contenerse. Olvídate del amor –le dijo, levantando su barbilla con un dedo–. Olvida el remordimiento, el dolor. Olvida todo lo que el destino te ha negado. Por una noche, disfruta de lo que puedes tener, aquí y ahora.

–¿Estás sugiriendo que me acueste contigo?

Había intentado parecer sarcástica, pero tenía el corazón tan acelerado que su voz sonaba sin aliento, anhelante.

–Deja que te dé placer por una noche. Sin ataduras, sin consecuencias. Deja de pensar tanto en el futuro –murmuró él, acariciando su cara–. Por una noche, puedes saber lo que es sentirse viva de verdad.

El frío viento de enero sacudía las ramas de los árboles y, debajo, en la playa, podía oírse el estruendo de las olas golpeando la playa.

¿Entregarse a él por una noche, sin consecuencias, sin ataduras?

Belle lo miró, perpleja.

Nunca se había acostado con un hombre y nunca había estado a punto de hacerlo. De hecho, era una virgen de veintiocho años que se había pasado la vida cuidando de otros, sin hacer realidad ni uno solo de sus sueños.

No. La respuesta era no, por supuesto.

¿O no?

Santiago no le dio la oportunidad de responder. Inclinando la cabeza, la besó suave, tentativamente, como esperando una señal. Cuando se apartó, Belle lo miró con los ojos de par en par.

–Muy bien –se oyó decir a sí misma. Era una temeridad, pero ese beso la había hecho temblar.

«Por una noche, puedes saber lo que es sentirse viva de verdad».

¿Cuándo fue la última vez que se sintió así?

¿Se había sentido así alguna vez o había sido siempre una buena chica que intentaba complacer a los demás, cumplir las reglas, planear su vida de forma sensata?

¿Y qué había conseguido con ello salvo estar sola y con el corazón roto?

Santiago la vio vacilar y no esperó un segundo más. Enredando los dedos en su pelo, inclinó la cabeza de nuevo para buscar sus labios. Belle sintió el calor de su aliento, el delicioso roce de su lengua… y el frío aire de enero se volvió un infierno.

Nunca la habían besado así. Nunca. Las tibias caricias que había disfrutado siete años antes no eran nada comparadas con aquel exigente beso, aquel fuego.

Estaba perdida entre sus brazos, en la ardiente exigencia de su boca y de sus manos. El deseo la envolvió como un maremoto que ahogaba la razón. Se olvidó de pensar, olvidó hasta su propio nombre.

No sabía que pudiera ser así…

Respondió insegura al principio, pero después se agarró a sus hombros, aplastándose contra él.

Su odio por Santiago y su tristeza se transformaron en deseo mientras la besaba en la oscura noche, al borde del mar, las olas invisibles batiendo ruidosamente contra la arena.

No sabía cuánto tiempo estuvieron besándose, pero cuando por fin Santiago se apartó Belle supo que ya no podría ser la misma. Sus alientos se mezclaban bajo la luz de la luna y se miraron durante un segundo mientras empezaban a caer los primeros copos de nieve.

Sin decir nada, Santiago tomó su mano y tiró de ella hacia la casa. Belle oía el crujido de la nieve bajo sus pies, sentía el calor de la mano masculina en la suya.

Entraron en la mansión del siglo XIX, con sus paredes forradas de madera y sus muebles antiguos. El interior estaba oscuro y silencioso. Al parecer, todos se habían ido a la cama. Santiago cerró la pesada puerta y pulsó el código de la alarma.

Subieron las escaleras hasta el segundo piso sin dejar de besarse y Belle sintió un escalofrío. No podía estar haciendo aquello. No podía estar ofreciendo impulsivamente su virginidad a un hombre que ni siquiera le caía bien.

Pero cuando él la empujó al interior del dormitorio no era capaz de encontrar aliento. Se apartó un momento para tirar al suelo el abrigo negro y tomó su cara entre las manos, pasando el pulgar por su hinchado labio inferior.

–Eres tan preciosa –susurró, acariciando su largo pelo castaño, cubierto de nieve–. Preciosa y mía…

El calor de esos besos provocaba un cosquilleo en su vientre. Santiago la hipnotizaba con sus caricias y cuando se percató de que estaba desabrochando su vestido ya había caído al suelo.

Una hora antes lo odiaba y, de repente, estaba medio desnuda en su dormitorio.

Dejándola sobre la cama, Santiago se quitó la chaqueta, el chaleco y la corbata. No dejaba de mirarla mientras desabrochaba la camisa negra para mostrar un torso ancho y musculoso, como cincelado por un escultor. Se tumbó a su lado y la envolvió en sus brazos para morder suavemente su cuello y Belle cerró los ojos, sintiendo un escalofrío.

–Santiago… –musitó cuando empezó a acariciar sus pechos por encima del sujetador. Pero no pudo seguir hablando porque metió los dedos bajo la tela para apretar sus pezones, provocando una tormenta en su interior.

El sujetador desapareció entonces y Santiago inclinó la cabeza para chupar un pezón, luego el otro. Las sensaciones eran tan potentes, tan salvajes y nuevas para ella que dejó escapar un gemido.

Él saqueó su boca antes de besar su estómago, jugando con su ombligo… para luego seguir hacia abajo. Sentía el calor de su aliento entre los muslos. Santiago separó sus piernas, besando el interior de sus muslos antes de quitarle las bragas. La acariciaba con su aliento y luego, con agónica lentitud, inclinó la cabeza…

Cuando deslizó la ardiente y húmeda lengua en su interior, el placer fue tan inesperado y explosivo que Belle clavó las uñas en su espalda.

Tuvo que agarrarse al cabecero, conteniendo el aliento hasta que empezó a ver estrellitas bajo los párpados. Él lamió sus pliegues durante unos segundos y luego enterró la lengua en su interior. Belle escuchó un grito y se dio cuenta de que era ella quien gritaba.

Santiago hacía girar la lengua, aumentando el ritmo y la presión hasta que Belle arqueó la espalda, perdida en las placenteras sensaciones. Introdujo un dedo en su interior, luego otro, ensanchándola. El placer era casi insoportable y de repente…

Subió al cielo, explotando en mil pedazos, y cayó a la tierra en fragmentos de luz. Fue algo que nunca antes había experimentado, pura felicidad.

Apartándose de ella, Santiago se quitó el resto de la ropa y se colocó entre sus piernas. Mientras Belle aún seguía buscando aliento, enterró el enorme y rígido miembro en su interior…

Había soñado con ese momento.

Durante cuatro meses, había soñado con seducir a la hermosa mujer que lo despreciaba, con tener esas deliciosas curvas entre sus brazos. Había soñado con besar esos generosos labios y ver el éxtasis en su precioso rostro. Había soñado con hacerla suya, con llenarla y saciarse de ella.

Pero cuando intentó enterrarse en ella sintió una barrera que no había esperado y se quedó inmóvil. Nunca había soñado con eso.

–¿Eres virgen? –le preguntó, sin aliento.

Lentamente, ella abrió los ojos.

–Ya no.

–¿Te he hecho daño?

–No –respondió Belle casi sin voz.

Su expresión lo hizo temblar. Algo en su voz parecía hablarle directamente a su alma y sintió una extraña emoción: ternura.

–Estás mintiendo –dijo con tono seco para sacudirse tan extrañas emociones.

–Sí –asintió ella, enredando los brazos en su cuello, tentándolo con su propio éxtasis–. Pero no pares –susurró–. Por favor, Santiago…

Él tuvo que contener el aliento. ¿Cómo podía ser tan romántica e idealista? Y virgen. Él era el único hombre que había tocado a aquella irritante, emocionante y magnífica mujer.

Sabía que era un peligro acercarse demasiado a un ser tan inocente y le gustaría salir corriendo, pero su cuerpo exigía lo contrario. Tembló al mirar su hermoso rostro. Un deseo loco recorría su cuerpo, centrándose en el duro miembro enterrado en ella.

Santiago inclinó la cabeza. El beso fue suave al principio, luego más profundo hasta convertirse en puro fuego. La acariciaba por todas partes, apretando sus pechos…

Tenía un cuerpo perfecto, voluptuoso y maduro. Cualquier hombre moriría por tener a una diosa como ella en su cama y que esa diosa fuera virgen…

Sin darse cuenta, empujó un poco más. Oyó el suave gemido que escapó de sus labios mientras inclinaba la cabeza para chupar un pezón y agarró sus caderas para empujar con fuerza, mordiendo su cuello.