Una nueva arma para el rey - David Vargas - E-Book

Una nueva arma para el rey E-Book

David Vargas

0,0

Beschreibung

Una leyenda está por escribirse  Año 732 D.C. La expansión del islam por el mundo es inminente y ha llegado a Europa, arrasando todo a su paso. El temible general sarraceno Abderramán ha invadido la totalidad de la península ibérica, de la mano de su imparable horda de jinetes y de poderes sobrenaturales a los que ningún ejército parece poder hacerle frente. Aunque las posibilidades de detener esta amenaza son casi nulas, Carlos Martel, el caudillo del reino franco, reúne a un valiente grupo de soldados para defender su territorio ante el inminente ataque. Equipado con su imponente martillo, una armadura que lo hace destacar entre los demás hombres, y las misteriosas habilidades que unos frutos élficos le dan, él se prepara para proteger todo lo que conoce en la fiera y épica batalla de Poitiers.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 165

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



© 2024 David Vargas

Reservados todos los derechos

Calixta Editores S.A.S

Primera Edición Enero 2024

Bogotá, Colombia

Editado por: ©Calixta Editores S.A.S

E-mail: [email protected]

Teléfono: (57) 317 646 8357

Web: www.calixtaeditores.com

ISBN:978-628-7631-76-2

Editor General: María Fernanda Medrano Prado

Editor: María Fernanda Medrano Prado @marisuip

Corrección de Estilo: María Fernanda Carvajal

Corrección de planchas: Ana María Mutis

Maqueta e ilustración de cubierta: Martín López Lesmes @martinpaint

Diseño y maquetación: David Avendaño @art.davidrolea

Primera edición: Colombia 2024

Impreso en Colombia – Printed in Colombia

Todos los derechos reservados:

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

Prefacio

La noche era más fría de lo normal. Abderramán, el gobernador de las tierras capturadas a los visigodos en la Península Ibérica, y general de los ejércitos de las fuerzas Omeyas en aquel remoto rincón del mundo, aprendió a la fuerza a acostumbrarse al descomunal frío de esos parajes. 

No entiendo cómo estos bárbaros pueden soportar un clima tan gélido, pensó mientras cabalgaba su semental negro en medio de la decadente oscuridad de la noche, junto a sus innumerables soldados. A su ejército le gustaba iniciar de ese modo sus batallas: llegando al lugar del ataque antes del amanecer, cuando los defensores todavía dormían. 

«Se trata de un poblado pequeño, mi señor», le había dicho Asghar, uno de sus espías en la región. Era un hombre de baja estatura, pero más listo que cualquier otro infiltrado a su servicio. «Es poco probable que presenten una defensa seria. Iniciar el ataque en medio de la oscuridad será lo más sensato, para no perder hombres de manera innecesaria».

Eso hicieron. El amanecer no fue el más grato para los habitantes de aquel pueblo que los lugareños llamaban Gael. Los jinetes se desplegaron de manera ordenada, con formaciones que conocían de memoria: los pocos hombres acorazados entre las fuerzas de Abderramán se ubicaban en la vanguardia, para hacer frente a los pocos valientes que se pretendían oponer a su nutrido ejército.

Detrás de ellos, un incontable número de jinetes que combatía cuerpo a cuerpo con sus cimitarras bien afiladas proseguía con el ataque, sacaba ventaja sobre todo de los flancos, y por detrás iban los arqueros a caballo, el contingente más numeroso, minando tanto la moral como las vidas de quienes se ubicaban al alcance de sus mortales dardos. 

Las flechas, indiferentes a lo que se ponía en su camino, cegaban la vida de las ovejas, gallinas, caballos y demás animales que habitaban las tranquilas granjas de los lugareños. 

Muchos de mis hombres no ven con buenos ojos el arrasar de tal manera los poblados. Débiles. La guerra no se hace con cortesías.

El propio Abderramán iba al frente de sus fuerzas, con dos espadas largas envueltas en fuego. Como una avalancha, los numerosos jinetes se desplegaron por el poblado como una bandada de lobos hambrientos. Atacaban los lugares más vulnerables, como las fincas y casas alejadas de la plaza principal, para poco a poco adentrarse en las zonas más pobladas.

Como el caudillo sarraceno había intuido, la batalla y el saqueo no duraron mucho. Para el medio día, la operación casi había terminado. Los pocos valientes que salieron a su encuentro fueron masacrados, como animales de sacrificio: pocos hombres de rostros pálidos y acorazados junto a humildes campesinos que pretendían hacer de héroes, pero que no tenían ni idea de cómo blandir un arma de manera correcta. 

En cuanto finalizó la masacre, los sedientos soldados comenzaron a saquear las pequeñas casas en búsqueda de botín y los pocos aldeanos que quedaban con vida. 

Abderramán, con su ojo de halcón, pudo distinguir a lo lejos a un grupo de campesinos que logró huir del saqueo, partiendo hacia el frío norte. 

Que Dios los guarde, pensó. Sabía que podía enviar un grupo reducido de jinetes para que les diera caza, pero prefirió enfocarse en el ataque sobre los pocos defensores que osaron detener su asalto. Si logran llegar a algún lugar, es poco probable que alguien pueda hacer mucho respecto a nuestra presencia en este páramo sin nombre.

Sea como fuera que se llamara aquel remoto poblado, corrió el mismo destino que los otros lugares de aquella región que los campesinos llamaban Aquitania.

—Ahora solo nos falta la capital, mi señor —Al Karam, el segundo oficial al mando de su numeroso ejército, se acercó a hablar con Abderramán en la plaza principal. El hombre tenía su túnica ligeramente rasgada por los combates y la cimitarra llena de sangre—. Tal como lo predijo, toda la región será nuestra mucho antes de que termine el otoño.

—Excelente noticia, Al Karam. Quiero cerciorarme de que los infieles no vayan a recibir ningún tipo de apoyo en cuanto hagamos efectivo el sitio en Burdeos. Pero para eso todavía faltan un par de días. Por ahora podemos disfrutar de esta pequeña victoria. Debemos dejar que los hombres beban y se diviertan un poco, de ese modo olvidarán el frío que penetra sus huesos —El emir se bajó de su bestia y le dio un poco de agua mientras seguía hablando con su oficial principal—. De cualquier forma, tampoco nos podemos relajar. Aunque Aquitania está a nuestros pies, si el reino que queda al norte, el de los Merovingios, llega a enviar refuerzos, la campaña se puede complicar. 

—Sus preocupaciones tienen fundamento, mi señor, aunque solo hasta cierto punto. Si somos fieles a los informes que los espías en esa región nos han enviado, su principal caudillo, Carlos Martel, no tiene muy buenas relaciones con el gobernador de Aquitania, por lo que no es probable que los ayude —El hombre limpió su sable ensangrentado con un trapo rojo que sacó de su montura—. Ya sabe cómo son estos bárbaros, gran emir. Todo el tiempo están peleando entre sí. 

—Tienes razón. ¿Podemos fiarnos de los informes de los infieles?

—Por supuesto. Tal como lo ha decretado su eminente señoría, los pagos a los informantes de esa región han sido altos, y se han elegido de manera cuidadosa: hombres inconformes y ambiciosos, de dudosa fidelidad a sus señores —El oficial hizo un gesto de astucia con su sonrisa que a Abderramán le pareció divertido—. Acorde a sus órdenes, los trabajos de espionaje se hacen con sumo cuidado: se envían comerciantes locales a investigar la situación política de un castillo, y poco a poco se van agregando más y más traidores que los espías iniciales reclutan para obtener la información más confiable posible. 

—Gran trabajo, Mubarak. Por eso eres el segundo al mando: siempre sabes cómo actuar de la mejor manera antes de un ataque.. Ahora puedes seguir saqueando todo el botín que encuentres, aunque dudo mucho que en un lugar tan pequeño haya mucho más que ver.   

Abderramán se sentía más poderoso que nunca entre sus hombres. Sus dos sables envueltos en fuego siempre marcaban la diferencia a la hora de ganar con velocidad las batallas, y el emir de los Omeyas era el guerrero más hábil entre sus hombres. Galopó por los alrededores del terreno conquistado, observando lo que ocurría. Los soldados saquearon a placer y su formación estaba deshecha, con grupos de hombres buscando botín y destruyendo las casas de manera sistemática en diferentes puntos del poblado. Pero el emir sabía que bastaba con una sola orden para que el caos de sus hombres se convirtiera en una formación precisa y lista para un nuevo combate.

Por lo pronto no parece algo muy necesario, pensó, mientras se acercaba a su tienda de campaña, una enorme carpa de lona con una imagen de la media luna roja representada sobre ella. Si de aquí al norte, todos los bárbaros de los bosques guerrean así, el poder de la verdadera fe llegará hasta los confines de la tierra.

Entonces, llegó un mensajero de manera repentina. El hombre lucía agitado, respiraba de manera forzosa y el sudor recorría su frente. Se trataba de Husaam Taheri, uno de sus emisarios más ágiles.

—Mi señor, he venido tan pronto como he podido —le dijo en cuanto el emir lo invitó a entrar—. Como bien sabe, me gusta traer noticias positivas, como he hecho los últimos años, pero desafortunadamente en este caso las nuevas no son nada buenas —Hizo una pausa mientras bebía agua con fervor—. Me temo que una rebelión ha tenido lugar por parte de los bereberes. Hemos perdido el apoyo de todas las fuerzas al sur del Mediterráneo, por lo que es posible que no volvamos a recibir más refuerzos para la próxima taifa.  

Justo cuando las cosas iban tan bien, pensó Abderramán con un suspiro

—Comprendo. Escucha, Husaam, ¿alguien más sabe de esto?

—No, mi señor. He venido directo a usted, como de costumbre. 

—Excelente. Nadie más se debe enterar. Es una noticia perturbadora que puede minar la moral de los hombres, algo que sería fatal para la campaña, dado el terreno en el que nos encontramos. —Meditó sobre el destino del mensajero. Podría matarlo, como había hecho con muchos otros hombres que sabían demasiado, pero hasta el momento le había servido bien, y era rápido como el viento—. Quiero que descanses y partas a Narbona al alba. 

—Entendido, mi señor. ¿Debo llevar algún mensaje?

—Por el momento no. Al amanecer nos veremos de nuevo. Espero poder confiar en tu discreción, como hasta ahora. 

Después de despedir al emisario de su tienda, Abderramán abrió una botella de vino para esclarecer sus ideas. En aquel punto, sus hombres estaban desgastados, por lo que su plan de conquistar el reino de los merovingios al norte de Aquitania podía irse al garete. 

Si no logro saquear sus riquezas, para la próxima taifa tendré que compartir el botín con otros señores árabes. Y peor aún, el honor de la conquista. No, se dijo, los reinos de Orleans y París deben ser míos tan pronto como terminemos aquí.

Como un león que ve a su manada en peligro, Abderramán salió a toda prisa de su tienda y buscó en medio de sus hombres a Al Karam. 

El hombre contaba unas monedas de oro que había tomado para sí. 

—Haz que los hombres terminen tan pronto como puedan —le dijo a su oficial—. Partiremos esta misma noche hacia Burdeos. La ciudad tendrá que ser nuestra antes de la próxima luna. 

El hombre abrió los ojos, algo consternado por las repentinas órdenes. 

—¿Mi señor? No soy nadie para contrariar los designios del gran emir, pero los hombres están cansados, muchos de ellos ebrios hasta el hartazgo… creo que sería prudente esperar hasta el amanecer, para mantener la armonía del ejército. 

Maldición, este infeliz tiene razón. Además, si doy mandatos tan extremos, los hombres pueden sospechar que algo anda mal.

—De acuerdo, pero ordena que el pillaje y la bebida se detengan ahora mismo. Quiero que hasta el último hombre esté listo para partir al amanecer. 

Las siguientes semanas eran cruciales para lograr lsus planes. Si actuaba con rapidez y astucia, podía cambiar para siempre su futuro, así como el de aquella tierra salvaje y bárbara. Pero debía actuar con prisa. 

Mientras tanto, varias leguas al norte de allí, un grupo de hombres caminaba hacia el norte por el camino real, con las pocas pertenencias que habían logrado tomar en medio del ataque. 

Michelle, una joven y viuda mujer que guiaba a los ancianos y niños, derramaba lágrimas de rabia y dolor, pero en el fondo no podía evitar sentirse afortunada. Cuando llegaron los extraños invasores –unos salvajes hombres de piel aceituna y rostros barbados, salidos del mismísimo infierno–, y atacaron Gael en medio del amanecer, ella estaba a las afueras del poblado, luego de dirigirse allí con Gilbert, uno de sus trabajadores, a recorrer los lindes de su finca. Desde allí, en lo alto de la colina, vieron cómo se desplegaban las hordas enemigas sobre el pueblo en el que había crecido. 

Hasta dónde puede llegar la maldad de los hombres por unas pocas monedas de oro, pensó la mujer al tiempo que andaba con los pocos sobrevivientes del ataque. 

—Somos unos idiotas. Todos nosotros —decía una y otra vez una anciana que caminaba a su lado—. Debimos abandonar este maldito poblado varias semanas atrás, en cuanto escuchamos de los saqueos al sur, pero nos quedamos, pensando que seríamos invisibles para los moros. Todos merecimos morir esta misma mañana. 

Mientras caminaban en medio de la incipiente oscuridad, en medio de bosques para evitar los caminos, donde los jinetes invasores podrían caer sobre ellos como lobos sobre ovejas, Michelle pensó que aquellos definitivamente pagarían su afrenta.

Dios está con nosotros. Hasta el último de los sarracenos pagará la última gota de sangre inocente que han hecho derramar. Una corazonada se lo decía, y de algún modo sentía que ella iba a ser parte de la venganza. Hasta el último de ellos se arrepentirá del momento en que dejaron sus lejanas tierras para venir a atacarnos.

En medio del dolor y la incertidumbre, la mujer se inundó de un sentimiento de fervor que la llenó de motivación para seguir inexorable hacia el norte.

ILa fortuna de Carlos

La fortuna le había sonreído a Carlos mucho antes de nacer. Su padre, Pipino de Heristal, era el hombre más poderoso entre los francos, lo que le permitió tomar el control del reino Merovingio, cuyo poder central yacía en Colonia, una ciudad llena de catedrales blancas y murallas de piedras oscuras como la noche.

Pero la suerte iba más allá de su mera estirpe. El joven se había hecho amigo de la persona correcta en el momento indicado: un viejo anciano de las frías islas de Britania, que había trabajado como escriba de su padre durante muchos años, registrando con tinta oscura las cuentas reales, así como algunas cartas que el rey le ordenaba anotar.

El viejo, de hábito blanco como cisne, solía contarle recuerdos de su juventud y, al notar que el hijo del mayordomo real le prestaba atención de manera sincera, comenzó a revelarle un secreto que cambiaría la vida del futuro rey.

El joven Carlos escuchó con los oídos bien abiertos, mientras su quijada cuadrada y de barba oscura como la noche se estiraba a medida que escuchaba el relato, en las frías bibliotecas del castillo.

El anciano sostenía un báculo mientras aseguraba que había pertenecido a uno de los Reyes Magos, aunque no recordaba a cuál de los tres. Tenía un acento extraño, fuerte y rural, que a Carlos costó mucho tiempo aprender a asimilar, ya que había crecido rodeado de nobles.

La historia versaba sobre unos frutos mágicos que el escriba aseguraba que aumentaban la inteligencia de quien los consumía. Tras abrir uno de sus baúles secretos, le mostró las cerezas, que eran azules como el cielo de la tarde.

—En poco tiempo te darás cuenta, joven príncipe, que estarás utilizando palabras más exquisitas y tomando mejores decisiones, tanto en las cosas pequeñas, como ajustarse el yelmo y las hombreras o derribar a un enemigo en combate, hasta las más apremiantes, como tener el favor del rey y otros señores de importancia.

Su barba blanca parecía una nube naufragando en el cielo azul, y su dentadura estaba perfectamente cuidada, blanca como su piel, aunque con algunos dientes de reluciente oro.

Resultó que el viejo conoció a unos elfos en los lejanos bosques de Camelot, y estos consintieron ofrecerle los frutos al notar la pureza en su corazón. El escriba, que en aquel entonces era un niño de unos doce en una época perdida, devoró con avidez algunos cerezos, para luego enterrar por instinto las semillas en un pequeño huerto.

Los cerezos crecieron de color azul, con matices púrpura, lo que los hacía parecer algún fruto lunar. Habían otorgado al pequeño campesino una inteligencia sobrenatural, que en poco tiempo lo tuvo viajando por el mundo, de monasterio en monasterio y castillo en castillo, en búsqueda de viejos pergaminos griegos repletos de polvo para absorber tanto conocimiento como su curiosidad de joven le permitía.

—Es hora de que alguien obtenga este conocimiento —Los ojos verdes del anciano brillaban ante el fuego de la chimenea—. Eres un chico sencillo y sé que, si usas los cerezos élficos con sabiduría, podrás gobernar estas tierras con eficacia cuando nuestro rey ya no esté.

Abelard, el viejo escriba, había muerto tiempo atrás, y no había día en que Carlos no lo recordara.

Al principio, el joven mayordomo había consumido algunos cerezos con escepticismo. Tenían un sabor tan dulzón que Carlos pensó que provenían de la luna o de algún planeta lejano, y no de los elfos de pelo rubio y ojos azules que se escondían en los bosques de Europa, si todavía existían. Qué lástima no haber nacido cuando se podían ver a estos seres en los caminos y las ciudades, pensó con tristeza.

Sus efectos fueron inmediatos. Comenzó a devorar libros como un maniaco, en los pocos ratos libres que su entrenamiento en las artes marciales y las clases de política, cultura y lenguas se lo permitían.

En poco tiempo, como el viejo Abelard le aconsejó, había encontrado lugares incógnitos en medio del bosque o en los rincones olvidados de los jardines que adornaban el castillo de su padre, para sembrar los cerezos de manera clandestina.

Los libros de pasta dura y los pergaminos de tiempos y lugares remotos le dieron métodos de persuasión sutiles, como el pensamiento decisivo de una mujer y palabras hermosas para alegrar el día de su padre, sus compañeros de milicia, los nobles que recorrían la sala de audiencias en el palacio de Colonia, y hasta el de sus enemigos declarados; lo que en poco tiempo puso a su alcance todo lo que se proponía.

—Necesitamos una base de operaciones —Le dijo un día a Pierre, uno de sus oficiales más competentes, durante una de sus incursiones de caza —Mi padre está enfermo y dudo que vaya a durar mucho más. Lo más probable es que se arme un revuelo con la sucesión del trono, por lo que considero importante tener un lugar donde establecer nuestro poder.

—En ese caso, mi señor, lo mejor será comenzar a actuar pronto, ahora que el rey Pipino sigue con vida. De otro modo, no creo que su esposa, Plectruda, vaya a ver con muy buenos ojos que su señoría se haga con una fortaleza.

—Tienes razón, por eso tengo planeado levantarla lejos de la sede de poder, en Colonia. Mi intención es hacerlo hacia el oeste, donde podamos controlar los reinos de esa zona. Dada mi condición de bastardo, las cosas se van a poner difíciles, y necesito un lugar en el cual pueda establecer una base para mi gente —dijo mientras aparentaba estar hablando de asuntos menos apremiantes, para no hacerse con el interés de los otros cortesanos que iban en la incursión de cacería.

—El poder en este momento es del rey, pero lo más probable es que tras su muerte, su esposa Plectruda conspire para situar a su hijo en el trono. Presiento que no se siente muy cómoda con su posición de bastardo y mayordomo, con el respeto que su señoría se merece, y hará hasta lo imposible por sacarlo del camino.

Esa conversación dejó a Carlos preocupado. Si bien era cierto que se había esforzado por forjar alianzas con señores a lo largo del reino, lo cierto era que la iglesia no vería con buenos ojos que un simple mayordomo tomara el poder cuando el rey dejara el vacío con su muerte. Así tuviera sangre real, no dejaba de ser un bastardo.

De modo que se apresuró a construir el castillo. Lo hizo hacia el oeste, cerca de las costas del mar infinito de aguas oscuras y rebeldes, ubicado a pocas leguas de un poblado de importancia creciente que los lugareños llamaban París. Era una ciudad ribereña por la que pasaban tribus y comerciantes de todos los rincones del oeste para ir al sur, hacia las ricas tierras de Aquitania, amenazadas por los sarracenos en ese momento. Hacia el noroeste, al otro lado del mar, hacia las enormes y frías islas habitadas por sajones y bretones, y como no, hacia el oriente, misterioso y exótico.

Apremiado por su conversación con Pierre, Carlos compró a buen precio el fuerte de un señor menor, cuya ubicación entre dos colinas altas le permitía defenderlo con facilidad.

Poco después, un ejército de albañiles y maestros de obra curtidos comenzaron a transformar el sencillo fuerte de piedra oscura en un complejo rodeado de torres y murallas que lo hacían prácticamente infranqueable.