Una nueva oportunidad para el amor - Catherine Spencer - E-Book
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Una nueva oportunidad para el amor E-Book

Catherine Spencer

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Beschreibung

Los secretos se interponían entre ellos… Matteo De Luca era un hombre sofisticado y atento… todo lo opuesto al joven rudo y grosero que había seducido a Stephanie y la había dejado embarazada. En la idílica isla de Ischia, en la Bahía de Nápoles, Stephanie se encontró cara a cara con su primer amor. Pero aunque Matteo había adquirido el orgullo y refinamiento latinos, su físico seguía siendo de una atractiva dureza y su estilo de vida sorprendentemente humilde. Intrigada y desesperadamente atraída, Stephanie sucumbió a él, aun sabiendo que no habría futuro para ellos hasta que Matteo le revelase su secreto y ella le confesara el suyo: la existencia de su hijo.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Spencer Books Limited. Todos los derechos reservados.

UNA NUEVA OPORTUNIDAD PARA EL AMOR, Nº 1514 - Noviembre 2013

Título original: The Italian’s Secret Child

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2004

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3878-9

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

El hombre salió de un grupo de árboles a una distancia de unos veinte metros, allí donde se encontraban la acera de la casa de enfrente y el sendero de gravilla que bajaba hasta la playa.

A pesar de la distancia y de que el sol no la dejaba ver con claridad, Stephanie ahogó un grito de sorpresa al comprobar que había algo en aquella persona que le resultaba familiar. Tal vez fuera la orgullosa inclinación de la cabeza o la elegancia de su andar.

En cualquier caso, temerosa de que la descubrieran, se escondió detrás de una enorme planta y lo observó con cautela.

Era imposible que fuera él.

Era su imaginación que le estaba jugando una mala pasada por el mero hecho de estar en Italia. Cuando el corazón dejó de latirle aceleradamente y volvió a pensar con claridad, se dijo que era absurdo.

Él era de la Toscana, de una pequeña ciudad de la costa ligur y vivía en las montañas, trabajando con el mundialmente famoso mármol de Carrara. Era un hombre trabajador que incluso durante sus breves vacaciones de verano en Canadá vestía vaqueros azules llenos de polvo y camisetas sudadas.

Stephanie estaba en Ischia, una isla de la bahía de Nápoles a más de trescientas millas al sur de Carrara y a años luz de Bramley-On-The-Lake, donde solía pasar las vacaciones en casa de sus abuelos.

Además, aquel hombre de pantalones color crema y camisa blanca cuyo perfil resaltaba contra el color índigo del mar no parecía en absoluto un obrero del mármol. Más bien, parecía uno de esos ricos italianos que huían de los turistas de Capri y preferían pasar el verano en aquella deliciosa y pequeña isla.

Todo aquello era cierto, pero no le daba derecho a haberse metido en la casa que habían alquilado sus abuelos. Entonces, ¿qué demonios hacía Stephanie escondida detrás de una planta cuando tenía todo el derecho del mundo a increparlo y a pedirle una explicación?

Al verlo, los recuerdos se habían apoderado de ella con tal grado de realidad que se le había nublado la mente. Verlo la había transportado a Ontario, a aquel verano cuando tenía diecinueve años y el calor era tan insoportable que no se podía dormir.

Lo recordó sin camiseta, con aquel torso bronceado brillante por el sudor y, como si hubiera sido ayer, recordó los nervios que se apoderaban de ella cuando salía de su casa en mitad de la noche y subía las escaleras de las cuadras.

Le pareció notar de nuevo la manta sobre la que se tumbaba desnuda y se entregaba a él, un hombre seis años mayor que ella y con mucha más experiencia, con total naturalidad.

Le pareció escuchar su voz, seductora e intrigante. Durante un breve momento de locura, revivió las horas de pasión, la fuerza de su cuerpo y el placer de sus encuentros. Y, entonces, sin poder evitarlo recordó su rechazo y el dolor que le había destrozado el corazón entonces la volvió a herir de muerte.

Se dejó caer de rodillas en el suelo y tuvo que tomar aire varias veces para intentar tranquilizarse. Cuando consiguió volver lentamente al presente, aspiró el aroma de los limones para olvidar aquel olor a heno, caballos y sexo.

Se dijo que era una idiota por recordar el momento más doloroso de su vida por el mero hecho de haber visto a un hombre moreno y de espaldas anchas en su primer día en Italia.

Si aquel detalle sin importancia la ponía así, iba a terminar loca al cabo del mes que iba a pasar allí. Y, desde luego, ésa no había sido la razón por la que había viajado desde la costa oeste de Canadá con su hijo hasta aquella tierra volcánica del mar Tirreno.

Recordó la carta de su abuela Leyland.

«Considéralo más una orden que una petición. Tu abuelo y yo hacemos sesenta y cinco años de casados el 12 de julio y creemos que hay que celebrarlo. No queremos absolutamente ningún regalo material, pero sé que lo que te voy a pedir es más difícil para ti. Queremos que toda nuestra familia pase el mes de julio en Italia con nosotros. Creemos que el distanciamiento entre nuestro hijo y nuestros nietos ya ha durado suficiente. La salud de mi querido marido está fallando y quiero que disfrute del tiempo que le queda en este mundo. Teniendo en cuenta que os ha querido siempre, desde que nacisteis, me parece que lo mínimo que podéis hacer es plegaros a este su último deseo. Dicho así, me doy cuenta de que esto podría sonar a chantaje emocional, pero me da igual. A mi edad, una mujer hace lo que tiene que hacer, sin disculpas ni vergüenzas».

Stephanie deseó tener la décima parte del arrojo de su abuela. Mortificada por su debilidad, se puso en pie y volvió a mirar a través de las hojas de la planta. El hombre había desaparecido. Debía de haber bajado a la playa.

Stephanie salió de su escondite y miró con cautela a derecha e izquierda. No vio a nadie y se preguntó si no habrían sido todo imaginaciones suyas.

Miró hacia la casa de sus abuelos, que se erigía sobre la colina con sus paredes color crema y sus suelos de azulejo azul bañados por los últimos rayos de la tarde. En una de sus habitaciones, su hijo Simon seguía durmiendo.

Su abuela había insistido en que fuera a dar una vuelta por el jardín y Stephanie se lo había agradecido pues volver a encontrarse con su padre y con su hermano mayor, Victor, había resultado de lo más estresante.

Apenas la habían saludado y ya se habían puesto a criticarla.

–Es una pena que Charles muriera tan joven –había comentado su padre refiriéndose a su ex marido, muerto hacía cinco años–, pero al menos eso te confiere cierta respetabilidad.

–¿Respetabilidad? –había preguntado Stephanie sorprendida.

–Sí, ahora eres viuda. Por si no te has dado cuenta, en nuestra familia nadie se divorcia.

–Claro, ahora que lo pienso, es una suerte que Charles se haya muerto porque de lo contrario habrías tenido que cargar con una divorciada en la familia –contestó Stephanie indignada.

–No nos alegramos de que se haya muerto. De hecho, preferiríamos que siguiera vivo porque tu hijo necesita un poco de mano dura –observó su padre mirando con desaprobación a Simon corriendo por la terraza–. Si Charles estuviera vivo, sería una influencia positiva para su hijo, pero prefirió irse a trabajar a la India y murió a los seis meses de llegar. ¿Qué hiciste para que te abandonara?

«Admitir que había cometido el error de creer que nuestro matrimonio podía ir bien, no como tú que hubieras preferido vivir con una persona a la que no amas toda tu vida única y exclusivamente por las apariencias. Charles me abandonó porque no es el padre de Simon y por eso no le costó hacerlo», pensó Stephanie.

Pero no dijo nada porque la habían enseñado a que las mujeres de su familia no contradecían los sabios dictados de los catedráticos Leyland senior y júnior, cuya mayor preocupación era que su familia no se viera nunca involucrada en un escándalo.

Así que Stephanie no dijo nada y perpetuó el engaño que había empezado casi diez años atrás. Así, al menos, su hijo tenía una familia aunque no se vieran mucho. Si su padre hubiera sospechado que su único nieto era el resultado de una aventura de verano no habría querido ni conocerlo.

Ni siquiera la madre de Stephanie sabía la verdad. Stephanie estaba segura de que Vivienne la hubiera entendido, pero le pareció injusto cargarla con semejante secreto pues no habría podido revelárselo a su marido, que la tenía dominada desde el mismo día en el que se casaron.

Stephanie eligió mantener la calma y comportarse como una hija respetuosa durante aquel mes que iban a pasar en familia porque, si se le ocurriera abrir la boca, se produciría una situación muy desagradable y sus abuelos no se merecían aquello.

Aun así, aquel encuentro con su padre la había alterado y no quería volver a casa antes de que fuera imprescindible, es decir para cenar a las ocho. Decidió dejar que pasara el tiempo y se sentó en un maravilloso lugar rodeado de flores y desde el que había una vista espectacular.

Aspiró el maravilloso aroma del aire y se deleitó en la visión del mar mientras se decía que no se arrepentiría de haber ido. Se alegraba de que Simon conociera mundo y ella hacía mucho tiempo que no se tomaba un mes entero de vacaciones.

Simon había cumplido nueve años el 28 de mayo y ya mostraba signos de independencia, lo que quería decir que no iba a tardar mucho en no querer pasar mucho tiempo con su madre.

Percibió un movimiento a su derecha y se volvió nerviosa, pero era una preciosa mariposa.

–Me has asustado –le dijo con dulzura–. Creí que estaba sola.

Entonces, escuchó aquella voz inolvidable.

–Antes de llegar a esa conclusión, deberías haber buscado más en lugar de asumir que porque no me veías yo no te veía a ti. ¿Qué tal estás, Stephanie?

Stephanie sintió náuseas.

–¡Simon!

–Vaya, ¿ya ni te acuerdas de mi nombre?

«¡Ojalá fuera así!», pensó Stephanie.

–Matteo De Luca –contestó sin mirarlo a los ojos–. ¿Qué demonios haces aquí?

–Vivo aquí... a temporadas.

–¿Dónde? Desde luego, no en esa casa –dijo Stephanie mirando la casa de sus abuelos.

–No, en la casita del jardinero que hay al lado.

–¿Ya no te dedicas al mármol?

–Tengo muchos intereses y el mármol es uno de ellos –contestó Matteo–. ¿Quién es Simon? ¿Tu marido?

–No estoy casada –contestó Stephanie sintiendo su intensa mirada–. Lo estuve.

–Sí, eso me dijeron.

Su contestación la sorprendió tanto que levantó la vista hacia él.

–¿Quién?

–Tu abuela. ¿No sabías que hemos estado en contacto todos estos años?

¡Dios mío! ¿Qué más le habría contado?

–No, supongo que mi abuela sabría que no me interesaba lo más mínimo.

–Supongo que tienes razón, pero en aquel momento me sorprendió que me reemplazaras tan pronto.

–Seguí tu consejo al pie de la letra y decidí seguir con mi vida. ¿Qué querías, que me pasara toda la vida lamentando que me dejaras?

–No, por supuesto que no.

¡Pues así había sido en realidad! Stephanie se había forzado a seguir viviendo, pero jamás se había olvidado de él.

–¿Y tú? ¿Te has casado?

Matteo sonrió con perversidad.

–¿Qué tengo que pudiera interesar a una mujer?

La cara de un ángel... el cuerpo de un dios... una boca de pecado...

Stephanie se sonrojó y desvió la mirada de nuevo.

–Me parece que eres demasiado joven todavía y no tienes ni idea de lo que es el compromiso.

–¿Por qué dices eso?

–Bueno, ¿cuántos años tienes? ¿Treinta y dos o treinta y tres?

–Treinta y cinco.

¡Cómo si no lo supiera perfectamente! ¡Cómo si no tuviera grabada en la memoria su fecha de nacimiento con tanta claridad como la de su hijo o la suya propia!

–Y sigues sin pareja. Me parece a mí que eres uno de esos hombres que tarda más de lo normal en madurar.

–O quizá sea de esos hombres que esperan hasta que saben exactamente lo que quieren porque, sinceramente, no creo en el divorcio.

–Hablas igual que mi padre.

–Vaya, eso me sorprende porque, si mal no recuerdo, cuando nos conocimos me decías que jamás me aceptaría pues era un hombre muy rígido.

Stephanie se volvió a sonrojar.

–Entonces sólo tenía diecinueve años y estaba muy influenciada por él.

–Eras toda una mujer, Stephanie.

–No –negó Stephanie no queriendo recordar su amor–. Sólo era una adolescente tonta e ingenua que creyó que cuando un hombre le decía «te quiero» lo decía en serio y no sólo para llevársela a la cama. Me sedujiste y yo creí, absurdamente, que había algo más.

–¿Ah, sí? Creo recordar que tú te entregaste gustosa, cara.

–Puede ser –admitió Stephanie volviéndose hacia el mar–, pero sinceramente no recuerdo los detalles de nuestra relación. Han quedado enterrados por acontecimientos más importantes de mi vida.

–Fui el primer hombre con el que te acostaste –le recordó Matteo como si Stephanie necesitara que se lo recordara–. Puede que no tuviera clase suficiente para sentarme a comer en la misma mesa que tu padre, pero te enseñé lo que es la pasión y no creo que ninguna mujer en el mundo olvide esa experiencia.

–Tampoco se olvida la primera vez que te dejan –se defendió Stephanie–. Te cansaste de mí muy rápido.

–Pero nunca te he olvidado... nunca he olvidado el tacto de tu piel, de tu pelo... tu olor...

Stephanie se puso en pie decidida a terminar con aquella situación tan incómoda.

–Me alegro mucho de haberte visto –se despidió–, pero me tengo que ir.

Cuando pasó por su lado, para su horror, Matteo la agarró de la muñeca.

–No me has dicho quién es Simon.

Aquello hizo que Stephanie se estremeciera de miedo...

–Es mi hijo.

–¿Tienes un hijo? –preguntó Matteo sorprendido.

–Sí, mi matrimonio no duró mucho, pero tuvo sus cosas buenas.

–Pero os divorciasteis a pesar de tener un hijo...

–Sí, así es. A veces, los hijos no son suficiente para que un matrimonio funcione.

–Si yo tuviera un hijo...

–¡Pero no lo tienes! –lo interrumpió Stephanie muy nerviosa–. Quiero decir, que creo que no lo tienes, ¿no?

–No, no tengo hijos, pero si los tuviera lucharía con uñas y dientes para que mi matrimonio no se rompiera.

–En un mundo perfecto, yo también lo haría, pero aprendí hace mucho tiempo que la perfección no suele existir. Si me perdonas...

–¿Mamá? –la llamó Simon desde el porche de la casa.

–Ahora voy, cariño –le sonrió ella diciéndole hola con la mano–. Suéltame el brazo, Matteo –añadió volviéndose hacia él.

–¿Es tu hijo?

–Sí.

–Espero conocerlo pronto.

«Pues yo espero que no».

–Es posible.

–Yo creo que es muy probable porque somos vecinos y nos vamos a ver mucho –dijo Matteo apretándole la muñeca–. Se te ha acelerado el pulso, Stephanie. ¿Te pongo nerviosa?

–Ni lo más mínimo, pero me estás empezando a molestar.

–Sí tú lo dices –murmuró Matteo divertido–. Hasta pronto, cara.

Stephanie se alejó hacia la casa dando gracias al cielo de que su hijo fuera rubio y con ojos azules como ella. Nunca nadie diría que era hijo de su padre.

Por fin, la casa estaba en silencio y todo el mundo dormía.

A excepción de Stephanie, demasiado nerviosa para acostarse, que se paseaba por la estrecha balconada de su habitación preguntándose cómo diablos se había convencido de que su familia podía estar un mes bajo el mismo techo sin discutir.

Todo había comenzado por un inocente comentario de Simon durante la cena.

–¿Quién era ese hombre con el que estabas hablando esta tarde, mamá?

–El vecino –contestó Stephanie–. Me lo he encontrado mientras exploraba el jardín.

–¿Y por qué estabais agarrados de la mano?

Stephanie sintió todos los ojos clavados sobre ella e intentó mantener la compostura.

–No estábamos agarrados de la mano, Simon. Nos estábamos saludando porque hacía muchos años que no nos veíamos.

–Vaya, qué coincidencia, ¿eh? –observó su padre siempre con aquella actitud del digno profesor que interrogaba al estudiante delincuente.

–Sí, toda una coincidencia –contestó Stephanie en tono desafiante.

Aquello hizo que su padre enarcara las cejas.

–¿Y cómo se llama ese hombre?

–Matteo De Luca –intervino el abuelo de Stephanie.

–¿Se supone que ese nombre me tiene que decir algo?

–Sí, pasó mes y medio con nosotros el verano en el que Stephanie terminó el colegio. Compró esa herramienta especial que inventé para cortar el granito, aquella que tú decías que no servía para nada.

–No recuerdo.

–No me sorprende, Bruce –intervino la abuela con aspereza–. Fue el verano en el que a tu padre le operaron de la espalda y necesitó ayuda. Tuvimos que contratar al señor De Luca porque tú no te dignaste a dejar la ciudad pues estabas demasiado ocupado haciendo méritos para que te nombraran director del departamento de la universidad. Menos mal que Matteo nos ayudó. No sé qué habríamos hecho sin él.

–¡Yo sí me acuerdo de él! –exclamó Andrew, el otro hermano de Stephanie–. Coincidí con él un fin de semana y me pareció un tipo encantador. Recuerdo que jugaba de maravilla al fútbol y que nadaba como un pez. También trabajaba muchísimo. De hecho, lo recuerdo siempre ayudando al abuelo.

–Ahora que lo dices, yo también lo recuerdo –observó Victor, el vivo retrato de su padre–. Si hubiera tenido ocasión, en lugar de ayudar al abuelo yo creo que habría preferido ayudar a Stephanie.

Stephanie se atragantó con el vino.

–¡No digas tonterías!

–Espero que tu hermano no tenga razón porque no te he educado para comportarse así –comentó su padre–. ¡Cómo me entere de que has tenido una relación con un obrero a mis espaldas...!

–Aquel verano, no pasamos mucho tiempo en el lago, pero te aseguro que me habría dado cuenta si mi hija hubiera tenido una relación con alguien –lo interrumpió su madre con inusual temeridad.

Nadie osaba interrumpir al catedrático Leyland.

–Ojalá yo estuviera tan seguro como tú, pero esta posibilidad me hace preguntarme por qué, si lo que más le gusta a nuestra hija son esos placeres tan básicos, no pudo retener a Charles a su lado –comentó su padre con acidez.

Stephanie se sonrojó de pies a cabeza, pero no de vergüenza sino de ira. Acto seguido, se puso en pie e indicó a Simon que se levantara de la mesa.

Le hubiera gustado decirle unas cuantas cosas a su padre, pero se contuvo. Hacía ya muchos años que su desprecio no la afectaba, pero decidió hablar con él en privado en otro momento más oportuno.

–Creo que ya he oído bastante.

–Tu huida me da la razón –comentó su hermano Victor.

Mientras se alejaba con Simon, oyó a su abuela regañándolo.

–¡Cállate ahora mismo! Stephanie tiene razón. No sé cómo se os ocurre tener semejante conversación delante de un niño.

Stephanie respiró el aire de la noche en busca de serenidad.

Su familia no había cambiado en absoluto. Su padre seguía siendo tan déspota como siempre, su madre seguía ocupando su lugar de sumisión y su hermano Victor seguía siendo tan desagradable. El único que era bueno con ella era Andrew.

Como si aquello no fuera suficientemente complicado, Matteo De Luca había vuelto a aparecer en su vida para recordarle lo mucho que lo había amado y para dejarle claro lo fácil que sería caer en sus brazos por segunda vez.