Recuerdos de un amor - Catherine Spencer - E-Book

Recuerdos de un amor E-Book

Catherine Spencer

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Beschreibung

Bianca 2014 Se había casado con ella, se había acostado con ella y Maeve le había dado un heredero… y eso era todo lo que quería. Hasta que Maeve sufre un terrible accidente en el que pierde la memoria y no recuerda ni a su marido ni a su hijo. Tal vez la mente de Maeve no recuerde a su marido, pero su cuerpo sí lo recuerda… y cada vez que la toca, la hace temblar. ¿De verdad que aquel hombre increíblemente guapo es su marido? Dario decide entonces seducir a su esposa para recordarle lo felices que eran juntos…

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Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 2009 Spencer Books Limited

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Recuerdos de un amor, Bianca 2014 - marzo 2023

Título original: The Costanzo Baby Secret

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción.

Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411416443

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ALAS DIEZ de la mañana del lunes 4 de septiembre, exactamente un mes después del accidente, Dario Costanzo recibió la llamada de teléfono que había temido no recibir.

–Tengo noticias, signor Costanzo –anunció Arturo Peruzzi, el jefe de neurología que atendía a Maeve–. Esta mañana su esposa ha despertado del coma.

Intuyendo por el tono del cirujano que había algo más, Dario tuvo que hacer un esfuerzo para permanecer calmado. Durante las últimas semanas había leído y estudiado lo suficiente como para saber que el daño neurológico debido a un golpe en la cabeza podría tener muchas consecuencias, ninguna de ellas buena.

–Pero ocurre algo malo, ¿no es así, doctor?

–Me temo que sí.

Dario había creído estar preparado, pero descubrió que no lo estaba en absoluto. La última vez que vio a Maeve, con la cabeza llena de vendajes y conectada a una serie de máquinas y tubos para mantenerla viva, contrastaba de manera horrible con su aspecto antes del accidente.

Hermosa, elegante, llena de encanto.

Era un rayo de sol.

Era suya. ¿Y ahora?

Abruptamente, Dario se dejó caer frente a su escritorio, temiendo que las piernas no lo sostuvieran.

–Dígame.

–Físicamente muestra muchos signos de recuperación. Naturalmente, ahora mismo se encuentra muy débil, pero con la fisioterapia adecuada estamos seguros de que pronto podrá volver a casa. El problema, signor Costanzo, es su mente.

¡Ah, Dio, eso no! No quería ni imaginar que Maeve se hubiera convertido en un vegetal.

–…no quiero alarmarlo inútilmente –siguió el neurólogo–. Es algo común después de un traumatismo craneoencefálico y no es tan serio como usted podría suponer.

Pensando que había sacado la peor conclusión posible, Dario decidió escuchar al neurólogo.

–¿Qué esta sugiriendo, doctor Peruzzi?

–No estoy sugiriendo nada, estoy diciéndole que su esposa sufre de amnesia. En resumen, no tiene recuerdos… de su pasado reciente.

La vacilación del doctor fue breve, pero lo bastante significativa como para despertar de nuevo los miedos de Dario.

–¿Hasta qué momento? ¿No recuerda el accidente?

–Eso es lo que lo hace tan inusual. En general, la amnesia retrógrada se refiere sólo a los eventos que han tenido lugar inmediatamente antes del trauma. En este caso, sin embargo, la pérdida de memoria de su esposa se extiende a un periodo más largo. Lamento decirle que no parece recordarlo a usted o su vida de casada.

Amnesia retrógada, amnesia psicogénica, amnesia histérica… términos que no habían significado nada para Dario un mes antes, pero con los que se había familiarizado en ese tiempo.

–¿Está diciendo que su amnesia es psicológica en lugar de fisiológica?

–Eso parece –contestó el doctor Peruzzi–. Pero la buena noticia es que, le pongamos la etiqueta que le pongamos, es una condición que rara vez resulta permanente. Con el tiempo, es prácticamente seguro que su esposa recuperará la memoria.

–¿Cuánto tiempo?

–Eso no podemos predecirlo. Podría recordarlo todo en cuanto volviese a un sitio que le resultase familiar, pero seguramente tardará días o incluso semanas, con recuerdos o retazos de recuerdos volviendo poco a poco. Lo que debe usted entender es que no va a ganar nada intentando forzarla a recordar eso que, por la razón que sea, no puede recordar. Hacerlo sería en detrimento de su bienestar. Y eso, signor Costanzo, me lleva a lo más importante de esta conversación: nosotros ya hemos hecho nuestra parte. Ahora usted debe hacer la suya.

–¿Cómo?

Cómo. Esa palabra lo había perseguido durante un mes, suplicando respuestas que nadie podía darle. ¿Cómo había podido no darse cuenta del descontento de Maeve? ¿Cómo, después de todo lo que se habían prometido el uno al otro, podría ella haber buscado a otro hombre? ¿Cómo había demostrado tan poca fe en él, su marido?

–La paciencia es la clave. Puede llevársela a casa, pero no debe exponerla inmediatamente a los extraños. Debe hacer que se sienta segura y a salvo con usted.

–¿Cómo voy a hacer eso si ni siquiera se acuerda de mí?

–Cuando se haya recuperado un poco le explicaremos quién es usted. No tenemos más remedio que hacerlo porque debe saber que no está sola en el mundo. Pero ha perdido un año de su vida, algo aterrador para cualquiera. Hágala ver que le importa la persona que ella recuerda ser. Y luego, cuando tenga un poco más de confianza, vaya presentándole poco a poco al resto de los miembros de la familia.

–El resto de mi familia incluye a nuestro hijo de diecisiete meses. ¿Qué sugiere que haga con él mientras tanto? ¿Debo decirle que es hijo de la cocinera?

–El sentimiento de culpa al descubrir que tiene un hijo al que no recuerda podría dejarle cicatrices emocionales permanentes. Este asunto es el más delicado de todos porque va contra la naturaleza de una mujer haber olvidado que tuvo un hijo.

–Ya veo.

Y era cierto, lo veía: Maeve había despertado del coma, pero no estaba curada.

–¿Alguna cosa más?

–Sí –respondió el neurólogo–. Por el momento, no espere que Maeve sea nada más que su esposa de nombre. La intimidad con un hombre que aunque sea su marido para ella es un completo extraño es una complicación que debemos evitar a toda costa.

Fantástico. No podían hacer uso de la única cosa que entre ellos había funcionado siempre. Y, además, tendría que enviar a Sebastiano a vivir con su hermana.

–¿Puedo hacer algo más, aparte de dormir en otra habitación y enviar a mi hijo a algún otro sitio?

–Desde luego que sí –contestó Peruzzi–. Su mujer ha perdido la memoria no el intelecto, de modo que le hará preguntas. Conteste honradamente, pero no elabore las respuestas y, sobre todo, no intente apresurarla. Piense en cada dato que le revele como un trazo en el lienzo vacío de su memoria. Cuando haya colocado suficientes trazos, ella empezará a rellenar el resto por sí misma.

–¿Y si no le gusta lo que vaya descubriendo?

–Entonces será imperativo que usted, signor Costanzo, siga apoyándola. Maeve debe saber que puede confiar en usted, haya ocurrido lo que haya ocurrido en el pasado. ¿Puede hacer eso?

–Sí –contestó él–. Mientras tanto, ¿puedo visitarla?

–No puedo prohibírselo, pero le sugiero que no lo haga. Ahora mismo lo importante es que se recupere físicamente y su aparición sólo serviría para comprometer esa recuperación.

–Entiendo –murmuró Dario–. Y le agradezco mucho que me haya llamado.

–Ojalá tuviese tan buenas noticias para todos mis pacientes –suspiró el médico–. Volveré a llamarlo cuando Maeve esté preparada para volver a casa. Mientras tanto, puede llamarme cuando quiera para pedir información sobre los progresos de su esposa. A mí o a cualquiera del equipo. Ciao, signor Costanzo, y buena suerte.

–Grazie e ciao.

Después de colgar, Dario se acercó a la ventana, pensativo. En el jardín de la casa, frente a su despacho, estaba Marietta Pavia, la niñera que había contratado tras el accidente, sentada sobre una manta, cantándole a Sebastiano.

Que una mujer pudiese olvidar a un marido del que estaba cansada era comprensible, aunque no muy halagador. ¿Pero cómo era posible que Maeve hubiese olvidado a su hijo?

Tras él, una voz autoritaria interrumpió sus pensamientos:

–He oído lo suficiente como para saber que Maeve está mejor.

Dario se volvió para enfrentarse con su visitante. Con el pelo negro sujeto en un moño perfecto, un inmaculado vestido de color crudo y un collar de perlas al cuello, Celeste Costanzo podría haber pasado por una mujer de cuarenta y cinco años cuando en realidad estaba a punto de cumplir los sesenta.

–Pareces vestida para una fiesta, pero se supone que estás relajándote en la isla, madre.

–Estar fuera del ojo público en Pantelleria no es razón para no arreglarse… y no cambies de tema. ¿Qué te ha dicho el neurólogo?

–Que Maeve ha salido del coma y espera que se recupere del todo.

–¿Entonces va a vivir?

–Intenta disimular tu desilusión –suspiró Dario–. Después de todo, es la madre de tu nieto.

–Después de lo que ha pasado no entiendo por qué sigues defendiéndola.

–Pero ésa es la cuestión, madre, que no sabemos lo que ha pasado. De las dos personas que lo saben, una está muerta y la otra ha perdido la memoria.

–Ah, ése es su juego ahora, ¿no? Fingir que no recuerda nada, que no había intentado dejarte llevándose al niño –su madre hizo un gesto de desprecio–. ¡Qué conveniente para ella!

–Eso es una tontería y tú lo sabes. Maeve no está en posición de hacer teatro y aunque así fuera, los médicos tienen demasiada experiencia como para no darse cuenta.

–¿Entonces tú crees en ese diagnóstico?

–Debo hacerlo y tú también.

–Me temo que no, hijo.

–Te aconsejo que lo pienses si quieres ser bienvenida en mi casa –replicó Dario.

Celeste palideció.

–¡Soy tu madre!

–Y Maeve sigue siendo mi mujer.

–¿Durante cuánto tiempo? ¿Hasta que decida volver a marcharse? ¿Hasta que un día descubras que Sebastiano vive al otro lado del mundo y llama «papá» a otro hombre? Dime qué tengo que hacer para que veas qué clase de mujer es…

–Es la madre de mi hijo –la interrumpió él–. Y haz el favor de no repetir que no te parece una buena madre o una buena esposa.

–No tendré que hacerlo, Dario. Maeve te lo recordará enseguida.

 

 

Todo el mundo en la clínica, desde el último enfermero al médico más prestigioso, fueron a despedirla.

Los que, cuando preguntó qué le había pasado, sólo contestaban que había tenido un accidente de tráfico y que no debía preocuparse porque recuperaría la memoria tarde o temprano.

Y los que se negaban a decirle quién pagaba las facturas del hospital o enviaba las flores… todos salvo una joven auxiliar a quien se le había escapado que era «él» antes de que la jefa de enfermeras la fulminase con la mirada.

¿Quién era «él»?, quería preguntar Maeve. Aunque sabía que no conseguiría respuestas.

–¿Puedo preguntar al menos dónde voy a ir cuando salga de aquí?

–Por supuesto –contestó la enfermera, adoptando el tono que usaría con un niño recalcitrante–. Al sitio en el que vivía antes, con gente que la quiere.

¿Dónde sería ese sitio y quién sería esa gente?, se preguntó Maeve.

Unos días antes de que le diesen el alta los médicos le habían dicho que pasaría su convalecencia en un sitio llamado Pantelleria, del que ella nunca había oído hablar.

–¿Quién estará allí?

–Dario Costanzo…

Tampoco había oído hablar de él.

–Su marido –dijo el médico entonces.

Y eso la había dejado sin habla.

Reunidos ahora alrededor de la limusina negra que esperaba en la puerta de hospital, todos le desearon una pronta recuperación.

–La echaremos de menos.

–Pase a vernos cuando quiera, pero esta vez por su propio pie.

Y, de pronto, después de tantos días en los que lo único que quería era salir de hospital, Maeve empezó a sentir miedo. Aquella gente era su ancla al presente. Todo lo de antes era un vacío, un borrón negro, un capítulo perdido de su vida. Estar a punto de redescubrirlo, y al hombre con el que, aparentemente, se había casado, debería llenarla de felicidad. En lugar de eso la tenía aterrorizada.

Notando su pánico, una joven enfermera tocó su brazo.

–No se alarme, yo la acompañaré al aeropuerto.

La idea de mezclarse con gente la asustaba. Se había mirado al espejo y sabía que, a pesar del ejercicio, de la buena alimentación y de las horas que había pasado en el jardín del hospital, estaba delgadísima y muy pálida. Su pelo, una vez largo y espeso, era corto ahora y apenas cubría la cicatriz sobre su oreja izquierda. La ropa le colgaba como si hubiera perdido una tonelada de peso o sufriera alguna enfermedad terrible.

Pero no podía hacer nada.

En lugar de dirigirse a la terminal, la limusina tomó un camino que llevaba a una pista donde esperaba un jet privado, con un auxiliar de vuelo uniformado en la puerta.

¿Qué clase de hombre era su marido?, se preguntó Maeve. Ella había crecido en un barrio de clase obrera en Vancouver, hija única de un fontanero y de una cajera de supermercado.

Recordando a sus padres, y cuánto habían querido a la niña que nació cuando ya habían perdido toda esperanza, hizo que sus ojos se llenasen de lágrimas.

Si siguieran vivos se habría ido casa con ellos, en aquella calle flanqueada por arces, a media manzana del parque donde había aprendido a montar en bicicleta.

Su madre le haría un pastel de frambuesa y su padre le volvería a decir lo orgulloso que estaba de ella. Pero los dos habían muerto; su padre unas semanas después de retirarse, su madre tres años después. Y la casa había sido vendida.

Y por eso Maeve, física y emocionalmente agotada, se veía atrapada en el elegante asiento de cuero del lujoso jet privado, dirigiéndose a una vida que para ella no era más que un gran signo de interrogación.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

AUNQUE no exactamente charlatán, cuando Maeve le preguntó por el sitio al que se dirigían, el auxiliar de vuelo se mostró menos reservado que el personal del hospital.

–Se llama Pantelleria –respondió, mientras le servía el almuerzo

–Eso me han dicho, pero el nombre no me resulta familiar.

–Es una isla, conocida también como La perla negra del Mediterráneo.

–¿En Italia?

–Sí, signora. A unos cien kilómetros de Sicilia y a menos de ochenta de Túnez.

–Hábleme de ella.

–Es una isla pequeña y aislada con vientos muy fuertes. La carretera que la rodea es un desastre, pero las uvas son dulces, el mar de un azul transparente… se puede bucear en él. Y los atardeceres son magníficos.

Sonaba como un pequeño paraíso. O una prisión.

–¿Vive mucha gente?

–Aparte de los turistas, muy pocos.

–¿He vivido yo allí durante mucho tiempo?

El hombre se irguió, como si estuviera en un desfile militar.

–¿Puedo ofrecerle algo de beber, signora?

Maeve sonrió, intentando sacarle alguna otra revelación.

–¿Qué solía beber?

Pero su esfuerzo no sirvió de nada.

–Tenemos vino, zumos, leche y agua mineral con gas. O, si quiere, puedo hacerle un café.

–Agua mineral –suspiró Maeve, pensando que quien fuera a recibirla al aeropuerto tendría que darle alguna respuesta porque estaba empezando a cansarse de aquella conspiración de silencio.

Pero todas las preguntas que quería hacer desaparecieron de su mente cuando el jet aterrizó y vio al hombre que estaba esperándola.

Si Pantelleria era la perla negra del Mediterráneo, él debía ser el príncipe de diamantes: alto, bronceado, de hombros anchos y tan guapo que Maeve tuvo que apartar los ojos cuando apretó su mano.

–Ciao, Maeve. Soy tu marido –le dijo–. Me alegro mucho de volver a verte y de que te encuentres tan bien.

El pelo negro bien cortado, el mentón cuidadosamente afeitado… llevaba unos pantalones de lino, una camisa azul y un reloj Bulgari en la muñeca. Por comparación, ella debía parecer una expatriada y fuera de lugar al lado de aquel extraño tan elegante.

Y él debía pensar lo mismo porque cuando miró sus ojos grises en ellos vio el mismo brillo de compasión que la había perseguido cuando era adolescente.

Desesperados por darle a su hija lo que ellos no habían tenido, sus padres se habían gastado todos sus ahorros para enviarla a uno de los mejores colegios privados de Vancouver, sin darse cuenta de la angustia que su sacrificio provocaba en Maeve. Sus compañeras, todas hijas de familias ricas, la criticaban sin piedad y esos comentarios le habían dejado más cicatrices que el accidente de coche.

«Pobrecita, ¿has visto qué dientes tiene? Es normal que se esconda detrás de tanto pelo».

«Me siento mal por no invitarla a mi fiesta, pero es que no pegaría nada».

Una ortodoncia le había dejado unos dientes perfectos años después y, sonriendo ahora para disimular la timidez que sentía cuando se encontraba en desventaja, Maeve le dijo:

–Tendrás que perdonarme, pero he olvidado tu nombre.

Debían ser las palabras más absurdas que había pronunciado nunca, pero él sonrió también.

–Dario.

–Dario –repitió Maeve, copiando su entonación, como si de ese modo el nombre pudiera resultarle familiar. Pero no fue así.

Él señaló el coche que estaba esperándolos, un Porsche Cayenne Turbo, que Maeve sabía era carísimo.

–Vamos al coche, el viento es infernal.

Sí, lo era. Su pelo, o lo que quedaba de él, se levantaba como un campo de trigo y tenía la frente cubierta de sudor. Y, aunque el vuelo no había durado más que un par de horas, la angustia de lo que la esperaba la había dejado agotada.

Como Dario no parecía muy inclinado a hablar, Maeve fue mirando el paisaje por la ventanilla, rezando para que algo despertase algún recuerdo, por pequeño que fuera.

A la izquierda había viñedos protegidos por muros de piedra y grupos de arrugados olivos abrazaban la tierra como si haciéndolo pudieran evitar que el fuerte viento los enviase al mar.

A la derecha, unas olas de color turquesa acariciaban rocas volcánicas de color negro. De ahí el nombre de la isla, sin duda.

Poco después pasaron por un encantador pueblo de pescadores, con casitas pequeñas en forma de cubo, pegadas unas a otras y con grandes canalones en los tejados.

–Para retener el agua de la lluvia –le explicó Dario cuando le preguntó por qué–. Pantelleria es una isla volcánica con muchos manantiales, pero el sulfuro que contiene el agua hace que no sea potable.

Esa información tampoco despertaba recuerdo alguno, de modo que Maeve se vio obligada a seguir haciendo preguntas si quería llegar a su destino teniendo alguna referencia.

–El auxiliar de vuelo me dijo que la isla era muy pequeña.

–Sí.

–Entonces tu casa no estará muy lejos.

–Nada está muy lejos aquí. Pantelleria sólo tiene catorce kilómetros y medio.

–¿Entonces llegaremos pronto?

–Sí.

–Tengo entendido que yo vivía aquí antes del accidente.

Maeve vio que él apretaba los labios.

–Sí.

Un hombre de pocas palabras, desde luego.

–¿Cuánto tiempo llevamos casados?

–Poco más de un año.

–¿Y somos felices?

Dario se puso visiblemente tenso.

–Aparentemente, no.

Sorprendida, Maeve giró la cabeza para mirarlo.

–¿Por qué no?

Él se encogió de hombros, apretando el volante con más fuerza. Tenía unas manos preciosas, grandes y elegantes. Pero no llevaba alianza.

–Nuestra situación no era… la ideal.