En peligro de amar - Catherine Spencer - E-Book

En peligro de amar E-Book

Catherine Spencer

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Beschreibung

Bianca 2007 La enfermera Emily Tyler ha ido a Grecia con buenas intenciones, pero Nikolaos Leonidas no ve en ella más que a una cazafortunas que se quiere hacer con el dinero de su familia. Por eso, planea dejarla en evidencia. Invitarla a pasar un fin de semana de champán y pasión en su yate será suficiente. Cuando por fin Emily puede probar su integridad ya es demasiado tarde, pues se ha enamorado de él. Sin embargo, la vida tan azarosa que lleva el griego no es para la cauta y tranquila Emily. ¡Sobre todo ahora que está embarazada!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 2009 Spencer Books Limited

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

En peligro de amar, bianca 2007 - febrero 2023

Título original: The Greek Millionaire’s Secret Child

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411416436

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Emily lo vio inmediatamente.

No fue porque su padre se lo hubiera descrito a la perfección sino porque, aunque estaba alejado de todo el mundo, dominaba la muchedumbre que esperaba a los pasajeros recién llegados al aeropuerto Venizelos de Atenas.

Medía más de un metro ochenta, era fuerte y masculino y la naturaleza lo había agraciado con una cara angelical. No había más que verlo para comprender que los demás hombres debían de envidiarlo y las mujeres debían de pelearse por él.

Como si hubiera sentido que lo estaba observando, sus miradas se encontraron. Durante lo que se le antojó como una pequeña eternidad, Emily sintió una montaña rusa en su interior. Su instinto de supervivencia le dijo que aquel hombre era un gran problema sobre ruedas y que había vivido para lamentar aquel día, el día en que lo conociera.

El hombre asintió como si fuera plenamente consciente de los pensamientos de Emily y avanzó hacia ella.

Emily se fijó en cómo le quedaban los vaqueros, que le marcaban las caderas estrechas y las piernas largas, se fijó también en su cazadora de cuero negra, que le caía de maravilla sobre los hombros, y en el maravilloso contraste de su piel bronceada con el blanco inmaculado de la camisa.

A medida que se acercaba, vio también que su boca y su mandíbula delataban la testarudez de la que su padre le había hablado.

Cuando llegó a su lado, le habló con una voz tan seductora como todo él.

–¿Qué tal el vuelo?

–Largo –contestó Pavlos, que estaba visiblemente cansado a pesar de los analgésicos y de haber volado en primera clase–. La verdad es que ha sido largo, menos mal que tenía a mi ángel de la guardia –añadió tomando a Emily de la mano y apretándosela con cariño–. Emily, querida, te presento a mi hijo Nikolaos. Niko, ésta es Emily Tyler, mi enfermera. No sé qué haría sin ella.

Nikolaos Leonidas volvió a mirarla de manera insolente. Detrás de sus bellos rasgos había una arrogancia increíble. Desde luego, no era un hombre con el que Emily quisiera vérselas.

–Yiasu, Emily Tyler –le dijo.

Aunque Emily llevaba pantalones largos y jersey, se sentía desnuda bajo su mirada. Al instante, supo que el problema eran sus ojos, que no eran castaños como los de su padre sino verdes como el jade.

¡Lo que le faltaba a aquel rostro ya de por sí cargado de belleza!

–Yiasu –contestó Emily tragando saliva.

–¿Hablas algo de griego?

–Muy poco. En realidad, lo único que sé es saludar.

–Ya me imaginaba.

Aquel comentario la habría ofendido si no hubiera sido porque Nikolaos lo acompañó con una sonrisa encantadora que sobresaltó a Emily tanto que estuvo a punto de que le fallaran las rodillas. ¿Pero qué demonios estaba sucediendo? Tenía veintisiete años y, aunque no se podía decir que tuviera mucha experiencia sexual, tampoco era tan inocente como para sonrojarse a la primera.

Era muy consciente de que la primera impresión contaba apenas nada, que lo importante era el interior de una persona y, por lo que le habían dicho, Nikolaos Leonidas no tenía un interior demasiado interesante.

La manera en la que volvió de nuevo su atención hacia su padre no hizo sino confirmar a Emily en esas sospechas ya que no hizo el más mínimo amago de abrazarlo, no le tocó el hombro ni le estrechó la mano, no hizo ningún gesto que indicara al anciano que podía contar con su hijo durante su convalecencia.

Se limitó a llamar a un mozo para que se encargara del equipaje.

–Bueno, ya hemos cumplido con las formalidades, así que vámonos –anunció girándose y avanzando hacia la salida, dejando a Pavlos y a Emily atrás.

Cuando llegó junto al Mercedes que los estaba esperando, sin embargo, se giró como si la compasión se hubiera apoderado de repente de él.

–No –le dijo a Emily cuando ella hizo intención de ayudar a su paciente a ponerse en pie desde la silla de ruedas.

A continuación y con sorprendente ternura, tomó a su padre en brazos, lo depositó en el amplio asiento trasero del coche y le tapó las piernas con una manta.

–No era necesario –le dijo su padre intentando ocultar el dolor.

–A mí me parece que sí –contestó su hijo dándose cuenta–. ¿Habrías preferido que me quedara mirando cómo te caías de bruces?

–Habría preferido poder estar en pie por mí mismo sin que nadie me tuviera que ayudar.

–Pues haberte quedado en casa en lugar de irte a Alaska. A quién se le ocurre querer ir a Alaska antes de morir…

A Emily le entraron ganas de abofetear a aquel hombre, pero se tuvo que conformar con una dura contestación.

–Todos podemos tener un accidente, señor Leonidas.

–Sí, sobre todo si tenemos ochenta y seis años y no paramos quietos.

–No fue culpa suya que el barco naufragara ni ser el único pasajero en resultar herido. Teniendo en cuenta, precisamente, su edad, su padre ha salido realmente bien parado. Si le damos tiempo al tiempo y con una buena rehabilitación, se recuperará muy bien.

–¿Y si no es así?

–Entonces, tendrá que comenzar a comportarse como un buen hijo con él.

Nikolaos Leonidas la miró impactado.

–Vaya, vaya, así que tenemos enfermera y asesora familiar todo en uno.

–Eso le pasa por preguntar.

–Ya veo…

A continuación, le entregó una propina al mozo, que se llevó la silla de ruedas que les habían prestado en el aeropuerto, cerró el maletero y le abrió la puerta del copiloto a Emily.

–Pase –le indicó–. Ya seguiremos hablando de esto en otro momento.

Tal y como era de esperar, aquel hombre conducía con seguridad y experiencia. Apenas media hora después de abandonar el aeropuerto avanzaban por las calles arboladas de Vouliagmeni, el exclusivo barrio ateniense que daba al mar Egeo desde la costa oriental de la península ática y que Pavlos tan vívidamente le había descrito.

Poco después, al final de una tranquila carretera que bordeaba la playa, Niko accionó un mando a distancia. Unas enormes verjas de hierro con muchos adornos se abrieron y el vehículo se deslizó entre ellas.

Emily suponía que Pavlos era un hombre considerablemente rico, pero no estaba preparada para la opulencia que se encontró mientras el Mercedes avanzaba hacia una casa, mejor dicho, una mansión.

Se trataba de una edificación que sobresalía sobre un paisaje exquisito de jardines bien cuidados, alejada del mundanal ruido del tráfico por una pared de arizónicas. Las paredes blancas como la leche, de elegantes proporciones, se elevaban y culminaban en un tejado de pizarra azul que contrastaba con el cielo gris y tormentoso de aquella tarde de finales de septiembre.

Enormes ventanales se abrían sobre terrazas amplias cubiertas por estructuras de madera recubiertas de parras para crear espacios sombreados. Había una gran fuente en un patio central, pavos reales en las praderas y un perro ladrando.

Emily tuvo poco tiempo para maravillarse porque, en cuanto el coche hubo parado frente a una puerta doble, ésta se abrió y apareció un hombre de cincuenta y muchos años empujando una silla de ruedas muy moderna que no tenía nada que ver con la antigualla que les habían prestado en el aeropuerto.

Aquél debía de ser Georgios, el mayordomo de Pavlos. Su paciente le había hablado a menudo de él y siempre con mucho afecto. Detrás del mayordomo llegó un hombre más joven. Apenas un chiquillo. Se dedicó a descargar el equipaje mientras Niko y el mayordomo sacaban a Pavlos del coche y lo colocaban en la silla. Para cuando terminaron, Pavlos tenía el rostro marcado por el dolor de manera muy patente.

–Haga algo –le dijo Niko a Emily mientras Georgios se llevaba a su padre.

–Le voy a dar algo para el dolor y le vamos a dejar descansar. El viaje ha sido muy duro para él.

–No me parece que estuviera preparado para viajar.

–Así es. Dada su edad y la gravedad de la osteoporosis que tiene, se tendría que haber quedado ingresado una semana más, pero dijo que quería volver a casa y, cuando su padre decide algo, no hay manera de hacerle cambiar de parecer.

–A mí me lo va a decir –contestó Niko–. ¿Llamo a su médico?

–Mañana por la mañana, sí. Vamos a necesitar más medicamentos, pero, de momento, tengo suficientes –contestó Emily intentando mantener la profesionalidad a pesar de que tenía a Niko demasiado cerca–. Por favor, si me indica dónde está su dormitorio, me gustaría ir a atenderlo –añadió avanzando hacia el vestíbulo y agarrando su maleta.

Niko avanzó por un pasillo y condujo a Emily a la parte trasera de la casa, a un apartamento grande y bañado por el sol que consistía en un salón y un dormitorio que se abrían a un patio desde el que se veían los jardines y al mar.

Pavlos estaba sentado cerca del ventanal, admirando la vista.

–Hace unos años, cuando las escaleras se convirtieron en una tortura para él, hizo reformas y transformó esta parte de la casa en una suite privada –le dijo Niko en voz baja.

–¿Tiene cama de hospital? –preguntó Emily mirando a su alrededor.

–La trajeron ayer. No le va a gustar nada que se la hayamos cambiado, pero me pareció lo más práctico de momento.

–Ha hecho bien. Estará más cómodo aunque la verdad es que no la va a utilizar demasiado. Sólo por las noches.

–¿Y eso?

–Porque me interesa que se mueva. Cuanto más se mueva, más posibilidades de volver a caminar tiene aunque…

–¿Aunque qué? –le preguntó Niko con curiosidad.

Emily pensó en su secreto profesional.

–Aunque… ¿está usted al día del estado de salud general de su padre?

–Bueno, me cuenta lo que quiere… a decir verdad, no me cuenta mucho.

Era de imaginar.

Cuando el hospital le había sugerido que llamara a su familia, Pavlos había dicho que no había necesidad de molestar a su hijo, que Niko se hacía cargo de sus asuntos y él de los suyos.

–¿Qué ocurre? –insistió Niko taladrándola con sus ojos verdes–. ¿Tiene algo grave? ¿Se está muriendo?

–Todos nos moriremos tarde o temprano.

–Le he hecho una pregunta directa y quiero una respuesta directa.

–Está bien. Su edad no lo ayuda. Aunque jamás lo admitirá, está muy débil. Es muy fácil que tenga una recaída.

–Eso lo sabemos todos. ¿Qué me está ocultando?

En aquel momento, Pavlos se giró hacia ellos.

–¿Se puede saber qué cuchicheáis? –les preguntó irascible.

–Su hijo me estaba explicando que le ha comprado una cama nueva y que, quizás, no le guste, que seguramente piense que se ha metido en lo que no le importa –contestó Emily.

–Efectivamente. Me he roto la cadera, pero mi cerebro sigue funcionando estupendamente, soy perfectamente capaz de decidir lo que necesito y lo que no.

–Mientras yo sea su enfermera, la que toma las decisiones soy yo.

–No seas marimandona, jovencita. No pienso consentírtelo.

–Claro que sí. Para eso, precisamente, me contrató.

–Y te puedo despedir cuando quiera. Si quisiera, mañana mismo volverías a Vancouver.

Emily sabía que no lo decía en serio, así que sonrió. Sabía que a la mañana siguiente, habiendo descansado bien, su paciente se encontraría mejor tanto física como anímicamente.

–Muy bien, señor Leonidas –le dijo–. Hasta que me despida, déjeme que haga mi trabajo –añadió empujando la silla de ruedas hacia el dormitorio.

En aquel momento, se dio cuenta de que Niko había aprovechado para desaparecer y tuvo que hacer un gran esfuerzo para convencerse de que le daba igual. Georgios, sin embargo, estaba allí, solícito y fiel, dispuesto a ayudar en todo lo que pudiera.

Para cuando instalaron a Pavlos y hubo cenado, ya había anochecido.

Damaris, el ama de llaves, acompañó a Emily a la planta de arriba y le mostró su habitación. Se trataba de una estancia decorada en tonos marfil y azul pizarra. Le recordaba a la suya de casa aunque los muebles de ésta eran mucho mejores. Los suelos de mármol, las alfombras persas y las delicadas antigüedades conferían al espacio un ambiente de buen gusto de lo más acogedor.

Había un escritorio de caoba entre los dos balcones y frente a la chimenea se encontraba un cómodo sofá tapizado en raso de vivos colores. Sobre la mesilla de noche, una lámpara de cristal y un florero con lirios de delicioso aroma.

Lo mejor del dormitorio era la cama de dosel vestida con sábanas de hilo blanco. Emily había recorrido casi diez mil kilómetros, había aguantado más de dieciséis horas de viaje y la tensión de la condición médica de su paciente, así que estaba muy cansada y lo que más deseaba en aquellos momentos era apoyar la cabeza sobre las almohadas de algodón blanco, taparse con aquella maravillosa colcha y dormir hasta la mañana siguiente.

Pronto comprobó que le habían deshecho el equipaje, que habían colocado sus artículos de aseo en el baño y que le habían dejado la bata y el camisón sobre el banco situado a los pies de la cama.

–Le he preparado un baño de espuma, señorita. La cena se servirá en el jardín a las nueve –le dijo Damaris dando al traste con sus planes de acostarse pronto.

 

 

En la planta principal no había nadie cuando Emily bajó unos minutos después de las nueve, pero la música y una suave luz procedente de una puerta situada en la zona central de un pasillo le indicó por dónde se salía al invernadero.

Una vez allí, comprendió que no iba a cenar sola, tal y como había esperado.

Había una mesa redonda de cristal con dos servicios, cubitera de plata y copas de champán. La mesa estaba rodeada de cientos de lamparitas pequeñas que alumbraban el perímetro.

Y el toque final era Niko Leonidas, ataviado con pantalón gris y camisa a juego, que la estaba esperando apoyado en un arco.

Emily se sentía fuera de su elemento y estaba segura de que se le notaba. Supuso que debería sentirse agradecida de que su compañero de mesa no fuera de esmoquin.

–No sabía que iba a cenar conmigo –comentó intentando mantener la calma.

Niko sacó una botella de champán de la cubitera, llenó las dos copas y le entregó una.

–No sabía que necesitara invitación para sentarme a la mesa de mi padre.

–Yo no he dicho eso. Tiene usted todo el derecho…

–Vaya, muchas gracias.

Emily se dio cuenta de que aquel hombre tenía contestación para todo, pero su lengua viperina y su sonrisa desdeñosa no ocultaban que no la tenía gran aprecio.

–No ha sido mi intención ser grosera, señor Leonidas –comentó Emily–. Lo que pasa es que me ha sorprendido encontrarlo aquí. Suponía que se había ido. Por lo que me ha dicho su padre, usted vive en el centro de la ciudad.

–Así es, tengo una casa en el centro de Atenas. Por cierto, a los griegos no nos gusta mucho el protocolo, así que llámeme Niko, como todo el mundo.

A Emily le daba igual lo que hicieran los demás. Ella no pensaba llamarlo Niko. Ya tenía suficiente con tenerlo cerca como para, encima, entregarse a aquella familiaridad.

–¿No sabe usted qué decir, Emily? –le preguntó Niko riéndose de ella–. ¿Tanto le incomoda cenar conmigo?

–No estoy incómoda –contestó Emily con dignidad–. Lo que ocurre es que siento curiosidad por saber qué hace usted aquí en lugar de estar en su casa. Por lo que sé, su padre y usted no pasan mucho tiempo juntos.

–A pesar de eso, soy su hijo y, según tengo entendido, puedo dormir en su casa cuando me dé la gana. De hecho, dadas las circunstancias, he decidido pasar más tiempo aquí. ¿Algún problema?

Emily no estaba dispuesta admitir que su presencia la distraía.

–Claro que no. Siempre y cuando no interfiera usted con las razones por las que estoy aquí.

–¿Y qué razones son exactamente ésas?

Emily lo miró a los ojos y vio que Niko Leonidas ya no se reía. Ahora la miraba con frialdad.

–Sabe perfectamente porque estoy aquí.

–Lo único que sé es que mi padre depende mucho de usted. También sé que en estos momentos de su vida está muy desvalido y a ninguno se nos escapa que es inmensamente rico.

Emily lo miró perpleja.

–¿Cree usted que me interesa el dinero de su padre?

–¿Es así?

–Claro que no –le espetó Emily–, pero ahora comprendo qué hace usted aquí. Su presencia aquí no se justifica porque esté usted preocupado por la salud de su padre sino porque teme que le ponga la mano encima a su dinero.

–Se equivoca. Mi presencia aquí responde a un interés sincero por mi padre. En la situación actual en la que se encuentra, no se puede valer por sí mismo y yo quiero ayudarlo. Si eso le parece ofensivo…

–¡Así es!

–Lo siento mucho por usted. Intente comprenderme. Mi padre se presenta en casa con una mujer joven y muy guapa a la que no conocemos de nada y en la que parece confiar con los ojos cerrados. Teniendo en cuenta que esa mujer ha accedido a recorrer medio mundo para hacerse cargo de un enfermo cuando aquí en Atenas hay enfermeras perfectamente cualificadas, dígame, ¿si la situación fuera al revés usted no sospecharía algo?

–No –contestó Emily, indignada–. Antes de formarme conclusiones apresuradas sobre la integridad profesional de una persona, le pediría referencias y, si eso no me satisficiera, me pondría en contacto con sus jefes anteriores para verificar que lo que dice es cierto.

–Tranquila, preciosa, no hace falta que eche espuma por la boca. Acepto su explicación y le propongo que hagamos un alto el fuego y disfrutemos de este maravilloso champán procedente de la bodega de mi padre. Sería una pena malgastarlo.

Emily dejó su copa sobre la mesa con tanta fuerza que el contenido cayó sobre el mantel.

–¡Si se cree que me voy a tomar una copa de champán con usted o que voy a cenar en su compañía, está listo! Prefiero morirme de hambre.

Dicho aquello, se giró para irse apresuradamente, pero Niko llegó antes que ella a la puerta y le cerró el paso.

–Siento mucho si, en mi celo por el bienestar de mi padre, la he ofendido –se disculpó–. Le aseguro que no ha sido mi intención.

–¿De verdad? –le espetó Emily, iracunda–. No estoy acostumbrada a que me traten como a una delincuente.

–Le pido perdón si se ha sentido insultada por mis palabras, pero prefiero equivocarme por cauto que por ingenuo.

–¿Por qué dice eso?

–Porque no es la primera vez que un desconocido intenta engañar a mi padre.

–Tal vez, si su relación con su hijo fuera mejor, no estaría tan dispuesto a confiar en desconocidos.

–Puede ser, pero nuestra relación nunca ha sido la típica relación entre padre e hijo.

–Eso tengo entendido y le sugiero que ha llegado el momento de que limen sus diferencias y entierren el hacha de guerra. Su padre necesita saber que lo quiere.

–Si no lo quisiera, no estaría aquí.

–Pues dígaselo. ¿Tanto le costaría decirle que lo quiere?

–No, no me costaría, pero a él a lo mejor le da un infarto.

Emily se preguntó qué habría sucedido entre aquellos dos hombres para que se distanciaran tanto.

–Me parece que ninguno de ustedes tiene idea de lo mucho que se sufre cuando se pierde a un ser querido sin haberle dicho lo mucho que se le quiere. Yo lo he visto muchas veces, más de las que me habría gustado, he sido testigo del dolor y del arrepentimiento de las familias porque se les ha pasado el momento de decir lo que querían decir y ya era demasiado tarde.

Niko se acercó a los ventanales del invernadero.

–Nosotros no somos como los demás.

–En una cosa son ustedes exactamente iguales que todos: no son inmortales –contestó Emily decidiendo que había llegado el momento de contarle la verdad–. Niko, su padre me mataría si se enterara de que le estoy diciendo esto, pero quiero que lo sepa. No es sólo que se haya roto la cadera. Además, tiene el corazón muy delicado.

–No me sorprende. Lleva muchos años fumando y sin cuidarse absolutamente nada. Su médico se lo ha dicho muchas veces, pero no ha querido hacerle caso. Es un viejo cabezota.

Emily sabía que aquello era cierto. Pavlos había pedido el alta en el hospital de Vancouver en contra del consejo de los médicos y había insistido en volver a Grecia porque no quería seguir aguantando los cuidados de las enfermeras.

–De tal palo, tal astilla –se atrevió a comentar.

Niko se giró y la miró fijamente. Emily se estremeció.

–Antes de formarse conclusiones apresuradas, tendría que escuchar usted mi versión de la historia –comentó acercándose a ella.

–Usted no es mi paciente –contestó Emily dando un paso atrás–. Soy la enfermera de su padre –añadió al borde de la hiperventilación.

–¿Estoy mal informado o la medicina actual, la medicina holística, defiende la importancia de curar el alma para que se cure el cuerpo? Lo digo porque me parece que eso es exactamente lo que usted ha estado intentando hacerme comprender desde que ha llegado.

–Así es.

–¿Y cómo espera que eso ocurra si sólo tiene la mitad de los datos? ¿Qué tiene que perder por escucharme?

«Tengo mucho que perder», pensó Emily consciente de que, si se dejaba atrapar en la red de seducción de Niko Leonidas, estaría perdida.