La madre de sus hijos - Catherine Spencer - E-Book

La madre de sus hijos E-Book

Catherine Spencer

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Beschreibung

Julia 986 A pesar de los maliciosos rumores que corrían por la oficina, Leila no se iba a casar con su jefe, el devastador Dante Rossi, por su dinero. Lo amaba y creía que él sentía lo mismo por ella... Hasta que apareció su multimillonario ex novio. De repente no fueron sólo sus celosos compañeros de trabajo los que pensaron que ella era una cazafortunas, ¡sino también Dante! Sólo la inesperada sorpresa de su embarazo hizo que él no se echara atrás en sus planes de boda. ¿Pero podría seguir Leila con ellos sin convencer a Dante de que ella era algo más que la madre de sus gemelos?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 1998 Catherine Spencer

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La madre de sus hijos, JULIA 986 - abril 2023

Título original: DANTE’S TWINS

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo

Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411418188

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

HICIERON el amor al tercer día después de conocerse.

—Ven conmigo —le dijo él ansiosamente.

Sin ninguna duda, ella tomó la mano que él le extendía y respondió:

—Sí.

Y así de sencillamente, mientras los demás del grupo soportaban lo peor del calor de la tarde o se bañaban en la piscina, él la llevó por uno de los senderos que subían a lo más alto de la isla.

Ella sabía lo que podía resultar de aquello. No era una cuestión de si estaba bien o mal, de imprudencia o inmoralidad.

Pertenecía a él desde el primer momento en que se vieron y el milagro estaba en que hubieran esperado tanto para consumar su unión.

Con los dedos entrelazados sortearon la jungla que creía a los lados del camino y los ocultaba a la vista de los demás desde la plantación. Llegaron a un lugar bajo un techo de roca donde olía a flores y estaba cubierto de parras.

Él la miró y pronunció su nombre.

—Leila…

No lo hizo con la voz de un jefe dirigiéndose a su subordinada. Esa voz estaba llena de pasión, era la voz de un amante.

—Estoy aquí.

Entonces él la abrazó fuertemente y luego la besó.

¿Cómo era posible que ella se hubiera hecho mujer y no hubiera sabido hasta entonces que una gran parte de su vida permanecía sin ser tocada por la pasión verdadera?

La boca de él la sedujo por completo, en menos tiempo del que habían necesitado otros hombres para pedirle salir a cenar. La persona que ella había sido, la que hasta entonces había creído que era, explotó en una serie de pequeñas detonaciones que empezaron cuando sus labios se encontraron y le recorrieron el cuerpo hasta llegar a todas partes.

Sus instintos y sentidos se hicieron más agudos. Una consciencia más primitiva le afectó la inteligencia. Y su corazón… había dejado de ser ella la que lo controlara desde hacía tres días.

Él levantó la cabeza lo justo como para preguntarle:

—¿Estás segura?

Ella se apretó contra su cuerpo para que se diera cuenta de lo mucho que lo deseaba.

—Nunca he estado más segura, Dante. Haré lo que tú quieras.

Él le tomó entre los dedos un mechón de cabello y se apretó contra ella para que también se diera cuenta de su deseo.

—Nunca te daré motivos para que te arrepientas, mi amor.

Luego la volvió a besar, más profundamente esta vez.

Ella abrió los labios y su lengua jugueteó con la de él con el ritmo pulsante que incluso ella, virgen como era, reconocía como una orgullosa aceptación de su invitación a compartir la mayor intimidad que podían conocer un hombre y una mujer.

La tocó con sus manos, ansioso por descubrir su piel. Ella no se dio cuenta de cuando la hizo tumbarse en el suelo, de como terminó desnuda ni de cuando él hizo lo mismo. Como todo lo demás en su vida, no tenía importancia. El mundo ordinario se estrelló y palideció en comparación con el paraíso que él estaba invocando.

Él la devoró con la mirada y trazó un sendero húmedo con la lengua desde el cuello hasta los senos, donde se recreó, dándole un placer desconocido hasta entonces. Una de sus manos descendió hasta su vientre, entre sus muslos, hasta alcanzar el lugar más secreto de ella y…

Dándose cuenta del súbito estremecimiento de ella, él la miró y levantó la cabeza.

—Ésta es tu primera vez, ¿no? —dijo extrañado.

Cuando ella asintió, él respiró profundamente y la acarició como para tranquilizar sus miedos.

—No tengas miedo, Leila. No te haré daño.

Por supuesto que no. Él era el hombre que llevaba esperando toda su vida, el hombre con el que quería compartir la eternidad. No tenía nada que temer.

Deseando darle tanto placer a él como él le daba a ella, apretó los labios contra su pecho para hacerle saber que su momento de pánico había pasado. Bajo sus labios notó la respuesta de su corazón acelerándose.

Esta vez, cuando la tocó, se sintió como aislada en un paraíso, temblorosa, ansiosa…

—Dante, por favor… ayúdame…

Ante esas palabras, él inclinó la cabeza y la acarició con la lengua. Ella se olvidó de todo lo demás, simplemente se derritió como la miel.

La tensión de su interior creció insoportablemente hasta que, con un sólo y poderoso estremecimiento, se liberó de sí misma y lo único que pudo hacer fue clavarle las uñas en los hombros a Dante y rogar por que no se cayera por el borde del mundo y se perdiera para siempre.

Por un momento él la apretó contra su cuerpo, anclándola a la realidad. Luego, con los ojos semicerrados, se elevó sobre ella, todo orgullosa fuerza masculina. Luego le introdujo una rodilla entre las piernas.

Ella pensó que le había robado el alma y no le podía dar más.

Pero se equivocaba. Porque no había empezado a dar nada, sólo había recibido y se había equivocado al pensar que aquél era el mayor placer que podía sentir una mujer. Pero su cuerpo sí sabía, expandiéndose para recibirlo y cerrándose a su alrededor.

El ritmo empezó de nuevo. La poseyó haciendo que se le escapara el aire de los pulmones y sumiéndola en una devastación que la habría aterrorizado si él no la hubiera sujetado tan seguramente.

Ella gritó su nombre de nuevo y, de repente se sintió como si explotara en un millón de fragmentos. Él la acompañó, llenándola con su calor hasta que ella se sintió completa de nuevo.

Por largos minutos ella permaneció como atontada, insensible al mundo exterior. Sólo notaba la hierba debajo y el peso de él encima. Con los párpados entornados sólo veía el brillo del sol por entre los árboles.

Finalmente él le dijo:

—Eres preciosa. Y eres mía.

—Sí —suspiró ella—. Te amo, Dante.

Nunca se le ocurrió a ella dudar de la sinceridad de lo que había dicho, ni la de él. Él era su alma gemela. Nunca la mentiría, ni ella a él.

 

 

—Recuerdo cuando solían destinarme a esta parte de la casa. Era en los viejos tiempos, antes de que la compañía empezara a irse al infierno.

Estaba anocheciendo a toda velocidad, como pasa en los trópicos, y la única luz que había fuera provenía de las lámparas de petróleo del jardín. Pero ella no necesitaba ver para saber que esa voz pertenecía a Carl Newbury.

Por un momento después de que saliera del cuarto de baño, había pensado que estaba de verdad en su suite y que le estaba hablando a ella. De hecho él estaba apoyado en la marquesina de la habitación de al lado y sus palabras iban dirigidas a otra persona que estaba con él.

Leila se sintió incómoda por oír esa conversación y se acercó para, o bien cerrar las puertas que comunicaban ambas marquesinas o hacer saber de su presencia.

—La última persona que me hubiera imaginado que pudiera ser pillado tan in fraganti es Dante Rossi. Pensaba que era más listo, pero supongo que, cuando el sexo entra en escena…

—¿Ha llegado tan lejos? —dijo otra voz masculina.

—Ya viste como se escabulleron hoy después del almuerzo. Y los viste volver y la manera furtiva en que ella entró por la puerta trasera mientras él se dirigía a la terraza de delante, muy orgulloso, por cierto.

Sorprendida al darse cuenta de que estaban hablando de Dante, Leila siguió escuchando a escondidas.

—Iban de la mano —dijo el otro—. Pensar que la tiene en el bote al cabo de sólo un par de días después de conocerla es un poco fuerte. Sin duda las mujeres lo encuentran atractivo, pero no me parece un playboy.

—Normalmente no lo es. Por lo menos cuando trata con damas. Pero afrontémoslo, compañero, Leila Connors-Lee no es una dama. Consiguió que la contrataran enseñándole sus largas piernas a Gavin Black. Pero él está casado y es suficientemente mayor como para ser su padre, así que buscó a su alrededor un pez más gordo y parece como si le hubiera echado el anzuelo a Dante.

—Pero él no mezcla nunca los negocios con el placer. Su vida privada es eso mismo. Privada.

—Solía serlo. Pero llevo una temporada pensando que su juicio está un poco afectado y, supongo que esto lo demuestra.

—Tiene demasiado cerebro como para dejarse atrapar por una cara bonita.

Newbury se rió.

—Los dos sabemos que no es el cerebro lo que guía a un hombre cuando el sexo entra en escena, sobre todo cuando se lo ponen en bandeja.

—¡Ah!

Leila temió vomitar, así que se llevó una mano a la boca. Sabía que había rechazado a Carl Newbury nada más empezar a trabajar, y sabía que, además, él quería que su puesto de trabajo hubiera sido para un amigo suyo, así que no era de extrañar que no le cayera bien. Pero aquello era demasiado.

—Bueno, no hay mucho que podamos hacer al respecto —dijo el otro hombre, al parecer incómodo por el giro que estaba tomando la conversación—. Es cosa de Dante pararlo si no le gusta.

—Lo que hará sólo si se da cuenta del error que está cometiendo y, no estoy seguro de que lo vaya a hacer. Creo que vamos a tener que salvarlo de él mismo, Johnny, mi amigo.

—¿Salvarlo de él mismo? ¿Cómo? —dijo el tal Johnny, muy nervioso—. Dante me ha tratado muy bien, Carl. No es que no agradezca tenerte a ti en mi esquina, pero no le voy a dar ninguna razón para que se arrepienta de haberme dado este trabajo.

—Relájate. Yo también estoy interesado en mantenerme también de su lado. Sólo tenemos que estar preparados para intervenir cuando la oportunidad se presente por sí misma, eso es todo. Y se presentará pronto, luego tú te verás donde tienes que estar, en el puesto de trabajo que ella nunca se merecerá.

—Pareces muy seguro de eso.

—Y lo estoy. Bebe, compañero, se está haciendo tarde. Y recuerda mis palabras. No tendremos que hacer nada en contra de la chica, pronto será tan historia como las noticias de ayer y, lo mismo de olvidable en cuanto Dante vuelva a casa. Todos estos romances repentinos suelen quemarse igual de rápidamente. Mientras tanto, una pocas palabras bien colocadas…

La voz de Newbury fue dejándose de oír y una puerta se cerró. Leila se quedó allí, con el rostro ardiendo. No le importaba lo que los demás dijeran, sintiendo lo que sentía por Dante, o no debería de importarle, pero sí que le importaba. Le dolía saber que su reputación estaba siendo arrastrada por el barro y le dolía más todavía el que la de Dante le estuviera haciendo compañía.

¿Pero no había sabido desde el principio que aquello iba a despertar comentarios similares? Se apartó del ventanal y se sentó en un sillón, recordando cuando lo conoció, hacía sólo tres noches y los rumores que aquello había levantado.

Había sido una de las últimas personas en llegar a la fiesta. La mayoría de los empleados y sus esposas estaban ya reunidos en grupos.

Era como si él estuviera aparte de toda esa multitud. A lo lejos, se veían las montañas cubiertas de vegetación tropical y culminadas por los picos de los volcanes.

Muy cerca de donde estaba ella, una mujer gritó cuando alguien le tiró por encima una bebida. En el mar una manada de delfines hacían sus piruetas. Pero aún así, él seguía dominando la escena.

No había necesitado que se lo presentaran para saber quién era él. Dante Rossi. Era más alto y grande que todos los demás hombres.

Era como si éstos además supieran que era diferente, especial.

Estaba cerca de la balaustrada que separaba la terraza de la playa, conversando con Carl Newbury, uno de sus vicepresidentes. Pero cuando Leila bajó los escalones que daban a la terraza para tratar de mezclarse con los demás, Dante levantó la cabeza y le dedicó semejante mirada que ella se detuvo, paralizada.

Y así había comenzado todo.

Con un gesto de la mano cortó a Carl Newbury en medio de una frase. Leila vio como sus labios se movían diciendo:

—¿Quién es ella?

El vicepresidente se volvió para mirarla. Cuando vio quien era la persona que había interesado a su jefe, su expresión reveló el poco aprecio que le tenía y dijo:

—¡Es ella!

Dante la miró más fijamente todavía. Pero sin la hostilidad que ella se podría haber imaginado. Más bien su mirada contenía otro tipo de emoción. Era algo que la hizo estremecerse y, casi sin quererlo, Leila se encontró mirándolo fijamente a él también, como atontada.

Cuando momentos más tarde se vio rodeada por un destello de color, movimiento y ruido, Leila se sintió como encerrada en una caja silenciosa y solitaria. Fue como si Carl Newbury desapareciera. Todo se desvaneció.

Era como sí sólo estuvieran ellos dos en el mundo. Dante y ella, potencialmente opuestos desde un punto de vista profesional, pero atrapados en una inexplicable armonía que no tenía nada que ver con el trabajo y todo que ver con un primitivo deseo sexual. Eran como unos nuevos Adán y Eva. No faltaba siquiera la serpiente de los celos y resentimientos que había despertado el que la contrataran a ella para reemplazar a Mark Hasborough.

Fue Dante el que se recuperó antes y se movió, rompiendo el encantamiento. Sin apartar la mirada de su rostro, levantó la mano derecha e hizo chasquear los dedos. Un camarero con una bandeja llena de bebidas apareció a su lado. Le dijo a su vicepresidente que tomara dos copas y lo siguiera y se abrió paso entre la multitud hasta donde ella esperaba. Carl Newbury lo siguió, tan ansioso por arrinconarla como una mangosta disponiéndose a cazar a una serpiente.

—Dante —dijo sonriendo—. Permíteme que te presente a la sustituta de Mark y la miembro más reciente del personal de Classic Collections. Esta es…

—Leila Connors-Lee —dijo Dante con una voz tan potente como todo en él.

Tenía unos ojos inusualmente hermosos, azul verdosos, y los usaba sabiendo de sus poderosos efectos.

La recorrió lentamente con la mirada y añadió:

—Por supuesto. No podía ser nadie más.

Una mujer más inocente podría haber pensado que él se estaba refiriendo a que ella no daba la imagen de las habituales esposas de la empresa, pero Leila no se había dejado engañar. Estaba claro que él había oído todos los cotilleos. ¿Por qué si no le iba a decir aquello?

Muy consciente de la electricidad que chispeaba entre ellos, Leila trató de proyectar un aire de profesionalidad.

—¿Cómo está usted, señor Rossi? Me siento muy honrada por estar aquí. Isla Poinciana es preciosa.

—Los dos sabemos que es muy afortunada por estar aquí.

Ella levantó un poco la barbilla.

—Sin duda, se está refiriendo al hecho de que es raro para una novata en la compañía ganarse un sitio en su reunión anual.

—Eso entre otras cosas —replicó él tomándola del brazo.

Luego se la llevó a un rincón tranquilo donde pudieran hablar sin ser molestados.

Ninguno de los demás había tratado de seguirlos, pero no por eso dejaron de mirarlos maliciosamente y con disimulo y unos pocos, sobre todos las que se habían hecho amigas de ella, lo hicieron con su apoyo y ánimo.

—¿Cómo lo ha logrado? —le preguntó él.

Leila decidió que ambos podían jugar a hacerse los tontos.

—¿Qué? ¿Que me contratara la empresa?

—Podemos empezar por eso, si quiere.

Eso lo dijo como si no le importara lo que ella le fuera a responder.

Pero la tensión que se leía en todo su cuerpo traicionó esa pretendida indiferencia.

Estaba muy claro que él sentía la misma tensión que ella. Una tensión que le alteraba el ritmo cardíaco y hacía que las manos le sudaran intensamente.

Pero si algunas partes de ella tenían muy claro el peligro que él representaba, otras lo ansiaban. Bajo sus ropas, en lugares que ningún hombre había visto desde que era pequeña y, mucho menos tocado, su cuerpo se calentó y cobró vida. Por primera vez en su vida se encontró con una atracción tan incontrolable que la dejaba sin respiración.

Era el hombre más atractivo y excitante que había conocido en toda su vida. De repente, supo que él era su destino.

—Leí un anuncio en la prensa y decidí solicitar el trabajo —le dijo ella tratando de calmarse.

—¿Por qué?

El dinero y las deudas que tenía que pagar eran un tema de conversación demasiado sórdido para ese momento.

—Porque me pareció interesante y estaba dispuesta a un cambio.

Él le dedicó una lenta y encantadora sonrisa.

—También le deben gustar los retos. Por lo que tengo entendido, no tiene mucha experiencia en el negocio de las importaciones en Canadá.

—No, pero estoy ansiosa por aprender. Hablo fluidamente chino y estoy muy al corriente de la forma en que se hacen negocios en Oriente.

—¿Muy al corriente?.

—Nací y me crié en Singapur y he viajado mucho por el Lejano Oriente. ¿Cómo describiría usted eso?

Él le acarició suavemente un brazo de la misma forma como lo haría para tranquilizar a un animal nervioso.

—¿Qué importa eso? lo importante es que se ha venido a vivir a Vancouver y que ahora está aquí. ¿Por qué se marchó de Singapur? Es una bonita ciu…

—Mi madre quiso volver a casa después de la muerte de mi padre.

—¿Ella es canadiense?

—Sí.

—¿Y su padre?

—Era medio inglés y medio de Sri Lanka. ¿Hay algún motivo para todas estas preguntas personales?

—Me gusta saber de la gente que trabaja para mí. Si hubiera estado presente en el momento de su entrevista, se las habría hecho allí.

—Su socio pareció más que satisfecho y le pareció que yo podía hacer el trabajo, señor Rossi.

—Evidentemente, tenía mucha razón. Y, de paso, llámame Dante.

—¿Pero sigues sin estar absolutamente seguro de que contratarme haya sido una decisión correcta?

Él la volvió a recorrer con la mirada.

—Yo no diría tanto. El hecho es que me siento intrigado por ti, Leila Conors—Lee. Las mujeres normalmente no suelen encajar bien en destinos extranjeros, sobre todo en el primero. Encuentra demasiado exigente eso de viajar, incluso intimidante. Normalmente sus ambiciones están más cerca de casa.

Él hizo sonar la palabra ambición como si fuera una palabrota.

—¿Hay algo de malo en que alguien quiera triunfar?

Él se encogió de hombros elegantemente.

—Puede que el problema sea el grado de ese deseo.

—¿Por qué, mientras sea en beneficio de la compañía?

—Teóricamente, no debería importar, pero si otros factores entran en escena…

Él la miró detalladamente, desde el vestido rosa de seda tailandesa, hasta los zafiros de Sri Lanka que llevaba en los pendientes.

Por un momento, ella casi perdió la compostura. ¿Le estaba diciendo él que prestaba atención a la clase de rumores que Carl Newbury estaba difundiendo, o se podía leer algo más sutil bajo sus palabras? ¿Algo que se refería a la atracción sexual que corría entre ellos dos y que, al mismo tiempo se rebelaba contra esa atracción?

—¿Te refieres con eso de otros factores a las objeciones de otros de tus ejecutivos a mi elección? —dijo ella.

Cuando él se volvió a encoger de hombros y se dio la vuelta, añadió:

—Bueno, Dante, me gustaría expresar algunas objeciones propias, sobre todo a que me juzgue por unos rumores desagradables. Sé lo que se dice y encuentro poco menos que insultante el que quieras aceptar como la verdad algo que, de hecho, no tiene ninguna base. Francamente, me esperaba una actitud más abierta de un hombre con su supuesta inteligencia.

Eso hizo que la mirara de nuevo.

—El día en que yo dependa de los rumores que corran por mi oficina para conocer a cualquiera de mis empleados, será el día en que me retire de los negocios —le dijo él secamente—. No estoy seguro de quien ha estado hablando de más ni de quien está implicado en esos rumores, leila, pero vamos a dejar una cosa clara para empezar. Me considero a mí mismo suficientemente bueno juzgando a las personas como para llegar a mis propias conclusiones sin tener que apoyarme en lo que piensen los demás.

Ella se dio cuenta de que la había puesto en su sitio, pero antes de que pudiera decir nada más, uno de los criados de la casa hizo sonar el gong que señalaba el principio de la cena.

Carl Newbury apenas podía contener la ira que le producía haberse visto excluido de la conversación con su jefe, así que no perdió un minuto para interrumpirlos. Como un perro entrenado para proteger a su dueño, se metió entre Dante y ella.

—Tenemos que entrar, Dante. Nadie se va a sentar a la mesa antes de que lo hagas tú —dijo aparentando una amabilidad que no tenía—. Lamento interrumpir tu pequeña charla con el jefe, Leila.

—No lo lamentes —dijo ella ignorándolo y mirando a Dante—. El señor Rossi y yo ya hemos terminado con todo lo que nos teníamos que decir, ¿no es así?

Dante la miró con los párpados entornados.

—No, Leila —dijo ambiguamente—, pero por ahora lo dejaremos así.

 

 

El mismo gong que había interrumpido su conversación entonces volvió a sonar y la recordó que había pasado casi una hora desde que salió de la ducha. Dante debería estar esperándola, preguntándose qué la había retrasado.

¿Cómo podía bajar a encontrarse con él como habían planeado sabiendo que con ella añadiría combustible a los cotilleos que ya se extendían como un incendio? Ella se merecía algo mejor.

Por otra parte, si permanecía oculta, eso podría sugerir una culpa que ninguno de los dos tenía motivos para sentir. Eran adultos consentidores, libres para mantener una relación si querían.

Es cierto que les habría resultado más fácil si no hubieran sido jefe y empleada. Pero el amor no se detiene por esos triviales obstáculos. Aún así, tal vez debieran esperar hasta que volvieran al Canadá. Al contrario que esa isla, la ciudad de Vancouver era suficientemente grande como para que ellos pudieran mantener su amor lejos de las miradas curiosas con que los demás seguían cada uno de sus movimientos en aquella islita.

El súbito timbre del teléfono interrumpió sus pensamientos.

—¿Leila, qué te está retrasando? —le preguntó la voz de Dante.

—Estaba… soñando despierta.

—Yo también lo he hecho un poco durante el último par de horas.

Incluso a la distancia, el sonido de su voz la hizo ansiar volverlo a ver de nuevo, ser poseída por él.

—Apresúrate, querida. Ya ha pasado la hora de la fiesta y el banquete está a punto de comenzar.

—Me temo que tardaré unos minutos más —dijo ella mientras buscaba ropa interior limpia en el armario—. No me esperes.

—Te guardaré un sitio en la mesa principal.

¿Para que todas las lenguas trabajaran aún con más ardor?

—¡No!

—¿Leila? ¿Te pasa algo?

—No —repitió ella más moderadamente—. Pero mostrarme de esa forma sólo conseguirá que se levanten más cejas.

—Yo las puedo soportar.

—Yo no estoy segura de poder hacerlo. Todavía no.

—El que se nos vea juntos no le va a hacer daño a nadie, Leila. No hemos hecho nada malo.

—Ya lo sé. Es sólo que yo soy nueva aquí y…

«Y hay gente en la empresa que ya han dejado muy claro que creen que soy capaz de acostarme con quien sea en mi camino hasta la cima», pensó ella. Pero si le decía eso, él querría saber los nombres y actuaría en consecuencia. Ya había empezado suficientemente mal con alguno de sus colegas y no quería empeorar las cosas más.

Entonces Dante dijo:

—Muy bien, de momento lo haremos a tu manera. Baja tan pronto como puedas. Si no me puedo sentar a tu lado, por lo menos quiero poder mirarte.

—Por supuesto —dijo ella con sus miedos un poco más contenidos.

¿A quién iba a hacer caso, después de todo? ¿Al hombre al que había dado su amor y su confianza? ¿O a Carl Newbury y sus tonterías morales?