Boda con secreto - Catherine Spencer - E-Book
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Boda con secreto E-Book

Catherine Spencer

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Beschreibung

Caroline cuánto había cambiado desde la aventura que habían tenido hacía nueve años…Era evidente que lo suyo sería algo más que un matrimonio de conveniencia porque el deseo había aparecido con la misma fuerza de antaño. Pero, aunque la pasión fuera intensa, Paolo no podía evitar tener la sensación de que Caroline ocultaba algo…

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2005 Spencer Books Limited. Todos los derechos reservados. BODA CON SECRETO, Nº 1661 - agosto 2010

Título original: The Italian’s Convenient Wife

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres. Publicada en español en 2006

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Editor responsable: Luis Pugni

Capítulo 1

Callie tenía dieciocho años la última vez que aquella voz mediterránea, profunda y oscura la había seducido, haciéndole olvidar todo lo que su madre le había enseñado sobre «reservarse» para el hombre adecuado. Aquél que la recibiría en el altar y sabría apreciar todo lo que significaba su vestido blanco. Aquél que valoraría el regalo que era su virginidad en su noche de bodas.

Dieciocho.

Habían pasado nueve años, pero parecía una vida entera.

Y, aunque el teléfono la despertó de un sueño profundo a las cuatro de la mañana, ella supo enseguida de quién se trataba, al igual que su corazón, que se encogió como si lo estuvieran retorciendo con fuerza.

–Soy Paolo Rainero, Caroline –dijo él–. El hermano de Ermanno. El cuñado de tu hermana –añadió como si Caroline necesitara más aclaraciones.

«Y mi primer amor», pensó ella. «Mi único amor».

–Buon giorno –dijo Callie tras aclararse la garganta y tragar saliva, mientras buscaba a tientas la lámpara de la mesilla–. Qué sorpresa saber de ti después de tanto tiempo, Paolo. ¿Cómo estás?

Paolo hizo una pausa antes de contestar, y en ese tiempo, cualquier esperanza que Callie albergaba de que él pudiese estar en Estados Unidos y que quisiera contactar con ella por el puro placer de su compañía, se desvaneció. En ese momento un escalofrío intenso recorrió su espalda, y supo que lo que tuviera que decirle no sería nada bueno.

–¿Desde dónde me llamas? –preguntó Callie, como para amortiguar el golpe que estaba a punto de recibir.

–Desde Roma. Caroline…

–¿Estás seguro? Suenas tan cerca como si estuvieras en la casa de al lado. Nunca me habría imaginado que estuvieras casi al otro lado del mundo. Es increíble lo mucho que…

–Caroline –repitió él–, me temo que tengo malas noticias.

¡Los niños! ¡Algo les había ocurrido a los niños!

Caroline sintió cómo se le secaba la boca, cómo el corazón se le aceleraba y el estómago se le contraía.

–¿Cómo de malas? –preguntó con voz temblorosa.

–Muy malas, cara. Ha habido un accidente de yate. Una explosión en el mar –contestó Paolo, e hizo otra horrible pausa–. Ermanno y Vanessa iban a bordo.

–¿Con los niños?

–No. Con cuatro invitados y una tripulación de seis personas. Dejaron a los niños con mis padres.

–¿Y? No me dejes con la incertidumbre, Paolo.

¿Cómo de grave está mi hermana?

–Siento decirte que no hubo supervivientes.

–¿Ninguno?

–Ninguno.

¿Su maravillosa hermana muerta? ¿Su cuerpo hecho pedazos?

Callie cerró los ojos ante las imágenes que se agolpaban en su cabeza.

–¿Cómo puedes estar tan seguro? –preguntó apretando con fuerza el auricular.

–La explosión pudo verse en millas a la redonda. Otros yates que había por la zona se apresuraron allí para prestar su ayuda. Las patrullas de búsqueda y rescate se pusieron en marcha, pero no tuvieron éxito. Era

evidente que nadie podría haber sobrevivido a semejante explosión.

–¿Pero y si salieron disparados hacia el mar y consiguieron llegar a la orilla? ¿Y si dejaron de buscar demasiado pronto? Vanessa es una nadadora excepcional. Puede que…

–No, Caroline –dijo él–. No es posible. La devastación era evidente, y las pruebas demasiado gráficas como para inducir a error.

Paolo nunca le había hablado con tanta ternura ni con tanta compasión. El hecho de que lo hiciera en ese momento estuvo a punto de destrozarla.

Caroline sintió un inmenso nudo de dolor en la garganta, un nudo que casi la estaba ahogando. Comenzó a escuchar un sonido intenso que le llenaba los oídos. Un sonido tan primitivo que apenas podía asumir que viniese de dentro de ella.

–¿Hay alguien contigo, Caroline?

¿Qué tipo de pregunta era ésa? ¿Y cómo se atrevía él, de todas las personas, a preguntar eso?

–Aún no ha amanecido y estoy en la cama –contestó ella–. Sola.

–No deberías estarlo, no en un momento como éste. Estás en estado de shock, como todos nosotros. ¿No hay nadie a quien puedas llamar para que pase contigo las próximas horas hasta que se hagan los preparativos del viaje?

–¿Viaje?

–A Roma. Para los funerales. Se celebrarán en esta semana. Tú asistirás, naturalmente.

–Estaré allí –dijo ella–. ¿Cómo lo llevan los niños?

–No muy bien. Son lo suficientemente mayores como para comprender lo que significa la muerte. Saben que nunca más volverán a ver a sus padres. Gina llora con frecuencia y, aunque trata de ser valiente, sé que Clemente también ha derramado lágrimas en privado.

–Por favor, diles que los quiero y que su tía Callie irá a verlos pronto.

–Por supuesto, si es que sirve de algo.

–¿Estás cuestionando mi sinceridad, Paolo? –preguntó ella sintiendo la rabia en su interior.

–En lo más mínimo –contestó Paolo con suavidad–. Sólo estoy describiendo un hecho. Claro que los gemelos saben que tienen una tía en Estados Unidos, pero no te conocen. Tú eres un nombre, una fotografía, alguien que nunca se olvida de mandarles regalos por Navidad y por sus cumpleaños, y postales de los lugares tan interesantes que visitas. Pero sólo encontraste tiempo para venir a visitarlos una vez, cuando eran pequeños, demasiado jóvenes para recordarte. En cuanto al resto, dependías de que sus padres los llevaran a Estados Unidos a visitarte. ¿Y cuántas veces ocurrió eso? ¿Dos, tres veces en los últimos ocho años? Lo cierto es, Caroline, que los niños y tú sois prácticamente desconocidos. Es un caso triste de que la distancia es el olvido, me temo. Puede que él pensara de ese modo, pero Callie lo veía de forma distinta. No pasaba un solo día sin que se acordara de aquellos adorables niños. Pasaba horas viendo álbumes de fotografías, contemplando las diferentes etapas de su vida. Su escalera estaba poblada de fotos de ellos. Sus fotografías más recientes ocupaban un lugar privilegiado junto a su cama, sobre la chimenea o en el escritorio de la oficina. Podría haberlos distinguido en una multitud de niños morenos de ojos marrones. Conocía al detalle cada rasgo, cada expresión que los hacía únicos.

–En cualquier caso, soy su tía, y pueden contar con que estaré allí con ellos a partir de ahora –dijo ella–. Saldré para allá mañana mismo y, salvo que haya retrasos, estaré con ellos pasado mañana.

–Entonces te mandaré los datos de tu vuelo hoy mismo.

–Por favor, no te molestes, Paolo –dijo ella con frialdad–. Puedo permitirme hacer mi propia reserva, y lo haré yo misma.

–No, Caroline. No lo harás –dijo él con sequedad–. No se trata de dinero. Se trata de que la familia tiene que cuidar de la familia. Y, sin importar cómo lo veas tú, estamos unidos a raíz del matrimonio de tu hermana con mi hermano, ¿verdad?

«Oh, sí, claro, Paolo», pensó ella, y tuvo que contener la risa histérica que amenazaba con sobrepasarla. «Conectados y muchas cosas más que puedes imaginar».

–No es momento para poner pegas sobre la naturaleza de nuestra asociación, Caroline –dijo él, confundiendo su silencio con disconformidad–. No importa cómo lo veas tú, tenemos una sobrina y un sobrino en común, y tenemos que cooperar por su bien.

¡Qué desagradablemente recto y moral parecía! Si no lo hubiera conocido mejor, quizá Callie se hubiese dejado engañar y habría pensado que realmente era tan honorable y responsable como fingía ser.

–No podría estar más de acuerdo, Paolo –dijo ella–. Ni se me ocurriría darles la espalda a los gemelos ahora que necesitan tanto apoyo emocional. Estaré en Roma el martes como muy tarde.

–¿Y me permitirás hacerte la reserva del vuelo?

¿Por qué no? No había lugar para el orgullo en aquel momento en que la trágica pérdida de su hermana amenazaba con derrumbarla. No podía permitirse demostrar su fortaleza cuando tenía cosas más importantes que hacer que desafiar a Paolo Rainero en cuanto a quién pagaría el billete de avión.

–Si insistes.

–Excelente. Gracias por ver las cosas a mi manera.

«Pronto dejarás de darme las gracias, Paolo», pensó ella–. «En cuanto descubras que pretendo traerme a los niños conmigo cuando regrese a casa».

Frente al palacio rehabilitado del siglo dieciocho, cuya planta superior constituía en su totalidad el apartamento de sus padres, el tráfico y el gentío proseguían con la ruidosa rutina tan propia de la Roma actual. Sin embargo, tras las paredes forradas de cuero de la biblioteca de su padre, reinaba el silencio. Tras volver a colocar el auricular en su sitio, Paolo abandonó la habitación y se dirigió al salón, donde esperaban sus padres. Su madre había envejecido diez años en los últimos dos días. Agarraba la mano de su padre con fuerza, casi como si esa fuera la única forma de aferrarse a la cordura.

–¿Y bien? ¿Cómo se ha tomado la noticia? ¿Va a asistir a los funerales? –dijo Salvatore Rainero, hombre muy respetado en el mundo de las finanzas y que no se rendía con facilidad.

–Vendrá –dijo Paolo–. En cuanto a cómo se ha tomado la noticia, está en estado de shock, como todos.

–¿Ha mencionado a los niños? –preguntó su madre secándose los ojos con un pañuelo.

–Sí, pero no es algo por lo que debáis preocuparos.

Les manda su cariño.

–¿Tiene idea de que…?

–En absoluto. Tampoco se le ha ocurrido preguntar. Pero no estaba preparada para mi llamada, y probablemente no pensara con claridad. Es posible que se lo plantee en los próximos días. Y, aunque no lo haga, una vez que se hayan leído los testamentos, no podremos ocultarle los términos.

–¿Y quién sabe cómo reaccionará? –preguntó su madre tras emitir un gemido de angustia.

–Que reaccione como le dé la gana, Lidia –dijo el padre de Paolo con firmeza–, pero no causará estragos en la vida de nuestros nietos, porque no se lo permitiré. Al haber declinado todo papel activo en sus vidas durante los últimos ocho años, ha perdido cualquier derecho a decidir sobre su futuro. ¿Te ha costado mucho convencerla para que le pagáramos el viaje? –le preguntó a su hijo.

–No especialmente.

–Bien –dijo Salvatore con un brillo triunfante en los ojos–. Entonces se la puede comprar.

–Oh, Salvatore, eso es cruel –dijo su esposa–. Caroline llora la pérdida de su hermana y no tendrá ganas de ocuparse de asuntos monetarios.

–Eso es cierto –dijo Paolo–. Creo que estaba tan sorprendida por la noticia, que podría haberla convencido de que los ratones vuelan si me lo hubiera propuesto. Cuando pase la sorpresa inicial de esta tragedia, puede que cambie de opinión con respecto a aceptar nuestra oferta. Nos conocemos poco, y además fue hace nueve años, pero la recuerdo como una mujer orgullosa e independiente.

–Os equivocáis. Los dos –dijo su padre levantándose del sofá, y comenzó a dar vueltas por la habitación–. Fue cualquier cosa menos orgullosa a juzgar por cómo se lanzó sobre ti después de la boda, Paolo. Si le hubieras dado coba, pronto habrías seguido los pasos de tu hermano y habrías acabado en el altar también.

–Estás siendo injusto, Salvatore –dijo su madre–. Cuando estuvo aquí, yo hablé mucho con Caroline, y estaba ansiosa por comenzar sus estudios universitarios en septiembre. No creo que hubiera dejado de lado sus planes, incluso aunque Paolo le hubiera dado coba. Pero Paolo pensaba que no había ningún «incluso antes». A pesar de sus excesos en aquellos días, el alcohol no estaba entre ellos. Pero la noche de la boda de su hermano, había tomado demasiado champán como para recordar cualquier cosa aparte de lo bella y deseable que era la hermana de la novia.

Una noche con aquella chica inexperta le había bastado para lamentar el haberla seducido. No estaba acostumbrado a que sus mujeres fueran tan generosas y tan ingenuas. La inocencia de Caroline, su serenidad y su bondad lo desesperaban, a él, a Paolo Giovanni Vittorio Rainero, un hombre que no le tenía miedo a

nada ni a nadie. Pero ella le había hecho buscar dentro de sí mismo y no le había gustado lo que había descubierto.

Era él el que tenía sangre azul y, sin embargo, a su lado, se sentía poco merecedor de ella. Se sentía pobre emocionalmente y con muy poco que ofrecerle a aquella chica que podría haber sido una princesa. Ella se merecía algo mejor que lo que él podía darle.

Enfrentarse a ella a la mañana siguiente, ver la decepción en sus ojos y saber que él era el que los había colocado en aquella situación, había sido más de lo que podía soportar. Y había escapado a toda velocidad. Al pasar por el apartamento de sus padres algunos días después de la boda, no había esperado volver a encontrársela. Pero había podido comprobar que su anterior encaprichamiento por él se había convertido en absoluto desprecio. No había tardado más de una semana en darse cuenta de que Paolo Rainero no era su tipo de hombre.

A juzgar por el tono de la llamada telefónica, el tiempo no había cambiado su opinión sobre él. Si querían que las esperanzas de sus padres para el futuro se hicieran realidad, iba a tener que cambiar su imagen y volverla a convencer de su bondad costase lo que costase.

No se sentía bien al pensar en eso. De hecho sentía un mal sabor de boca. La seducción por la seducción, implicase o no algo físico, hacía tiempo que había perdido su encanto, sobre todo cuando había intenciones ocultas.

–¿Dónde están ahora los gemelos? –preguntó él.

–Tullia se los ha llevado al parque –contestó su padre–. Pensamos que un cambio de escenario sería bueno para ellos.

Paolo también pensaba eso. Desde el accidente no habían parado de llegar enormes ramos de flores y notas de condolencia del amplio círculo de amigos de la familia. El olor de los lirios lo impregnaba todo con

una solemnidad típica de funeral. Ya habría muchas de esas flores el sábado en la iglesia, y de nuevo el lunes, cuando la familia más cercana acompañara los restos mortales a la isla para ser enterrados.

–No sé cómo lo llevarían los niños si no estuviera Tullia –dijo su madre tras asomarse al balcón que daba al patio trasero–. Ha estado con ellos desde que eran bebés y ahora se apoyan en ella. Parecen necesitarla más de lo que nos necesitan a nosotros.

–Y nos necesitan más a nosotros de lo que necesitarían a una tía a la que apenas conocen –intervino Salvatore pasándole un brazo por la cintura para llevársela de la habitación–. Ven, Lidia, mi amor. Deja de preocuparte por Caroline Leighton y empieza a cuidar de ti misma. Apenas has dormido desde que recibimos la terrible noticia, y necesitas descansar.

–¿Seguirás aquí luego, Paolo? –preguntó su madre antes de abandonar la habitación.

–Sí –dijo él–. Estaré aquí el tiempo que me necesitéis. Podéis contar conmigo para hacer cualquier cosa que haya que hacer para mantener intacta nuestra familia.

Aunque estaba decidido a mantener su promesa, esperaba poder hacerlo y no acabar odiándose a sí mismo por los métodos que tuviera que emplear.

El Boeing 777-200 de Air France aterrizó en el aeropuerto Charles de Gaulle de París poco después de las once de la mañana del martes, poniendo fin a la primera etapa de su viaje a Roma. Había abandonado San Francisco diez horas antes y eso se notaba en su apariencia.

Nunca había podido llorar elegantemente, al igual que hacían algunas mujeres, y su rostro mostraba evidencias de haber estado derramando lágrimas. Necesitaría muchos cosméticos y todos y cada uno de los segundos de las dos horas de que disponía antes de tomar el vuelo hacia Roma para tratar de ocultar los estragos de la pena. Pero los ocultaría porque, cuando se volviera a enfrentar a Paolo Rainero, pretendía tener el control sobre sí misma… y sobre la situación.

Quizá si después de aterrizar no hubiera estado tan ocupada pensando en las estrategias a seguir, lo hubiese visto antes. Habría pasado por delante de él si Paolo no se hubiera puesto en su camino, casi cortándole el paso.

–Ciao, Caroline –dijo él y, antes de que Caroline tuviera tiempo de reaccionar, le colocó las manos sobre los hombros, inclinó la cabeza y le dio un beso en cada mejilla.

Caroline se había preguntado si lo reconocería, si habría cambiado mucho en nueve años, si la vida disoluta que había perseguido a los veintipocos años se habría llevado consigo sus maravillosas facciones.

Había deseado que así fuera. De ese modo le resultaría más fácil verlo de nuevo. Pero el hombre que tenía delante no había perdido ni una pizca de su atractivo. Más bien lo había redefinido.

Tenía los hombros más anchos y los pectorales más definidos. Su porte era digno y sus ojos marrones irradiaban autoridad.

Su pelo era negro y sedoso, y a los lados de los ojos podían advertirse unas ligeras arrugas causadas por la risa.

Caroline se quedó mirándolo, viendo cómo sus esperanzas de que el paso del tiempo hubiera hecho estragos en él se evaporaban.

No era justo. Él había mostrado un completo desprecio por la vida, conduciendo demasiado deprisa, viviendo al límite, y desafiando a la muerte. Al menos podría haber tenido el detalle de parecer más ajado. Sin embargo, estaba allí con un porte espléndido y un atractivo peligroso, a pesar de la trágica razón que había hecho que se volvieran a encontrar.

–¿Por qué estás aquí? –preguntó ella sin saber qué más hacer.

Paolo sonrió ligeramente, lo justo para demostrar que seguía teniendo todos sus dientes intactos, y tan blancos como ella los recordaba. Era realmente alucinante. Habría imaginado que cualquier marido iracundo le habría arrancado algunos de un puñetazo. Paolo siempre había tenido predilección por las mujeres casadas, cuando no estaba ocupado seduciendo a vírgenes.

–Para recibirte, Caroline, ¿por qué si no?

–Bueno, por si lo has olvidado, hiciste mi reserva para llegar hasta Roma, y ni siquiera estamos en Italia.

–Ha habido un ligero cambio de itinerario –dijo él–. Harás el resto del viaje conmigo, en el avión de la compañía Rainero.

–¿Por qué?

–¿Por qué? –preguntó él encogiéndose de hombros.

–Porque no es necesario. Tengo un billete para un vuelo normal. Además, ¿qué pasa con mi equipaje? Sería un inconveniente si no aparezco en el avión…

–No te preocupes, Caroline –la interrumpió Paolo–. Ya me he ocupado de ello. Quedándote aquí y poniendo pegas lo único que consigues es ser un inconveniente para mí.

Había algo más en él que no había cambiado. Su increíble arrogancia.

–¡Claro! ¿Cómo ibas tú a quedarte al margen, Paolo?

–Estás agotada y triste, cara, y te estás poniendo un poco caprichosa –dijo él, le quitó la bolsa de mano y la agarró del codo.

–Eso no debería sorprenderte, teniendo en cuenta las circunstancias.

–No me sorprende. Por eso pensé en ahorrarte el tiempo tedioso esperando en un aeropuerto abarrotado, cuando puedo llevarte a Roma antes de que el vuelo que tenías planeado salga de París.

–No me importa esperar –repuso ella tratando de

soltarse–. De hecho estoy deseando poder refrescarme después de haber estado diez horas metida en un avión.

–Te aseguro que el avión de la compañía tiene todo tipo de comodidades, todas a tu disposición –contestó él–. Vamos, Caroline. Permíteme que te malcríe un poco.

Increíblemente seguro de poder vencer sus objeciones, Paolo la sacó de la terminal y la metió en el asiento trasero de una limusina. Tras darle instrucciones al conductor uniformado, se sentó con ella, tan cerca que sus cuerpos se rozaban.

Caroline trató de alejarse todo lo que pudo mientras el coche se unía al tráfico y se dirigía al centro de la ciudad. Paolo se dio cuenta de sus esfuerzos, sonrió y dijo:

–Trata de relajarse, cara. No voy a abducirte ni a hacerte ningún daño. Estás a salvo conmigo.

¿A salvo con él? No, si se parecía en algo al hombre que había conocido hacía nueve años. Aunque su preocupación parecía genuina. Parecía más centrado en los sentimientos de Caroline que en los suyos propios. Podría haberlo prejuzgado. ¿Y si, al fin y al cabo, sí que había cambiado?

–¡Ah! –exclamó Paolo inclinándose frente a ella para mirar por la ventana–. Enseguida habremos llegado.

–¿Adónde, exactamente?

–Le Bourget. Es el aeropuerto que suele usarse para los jets privados.

Pronto llegaron al aeropuerto y, en apenas tiempo, pasaron el control de seguridad, entraron por la puerta de embarque y se encontraron atravesando la pista de aterrizaje, donde los esperaba el jet con los motores encendidos. Caroline subió los peldaños y apenas tuvo tiempo de abrocharse el cinturón antes de que el aparato estuviese listo para el despegue.

–Estás muy callada, Caroline –observó Paolo cuando estuvieron en el aire, camino del sur–. Estás como alejada.

–Acabo de perder a mi hermana –contestó ella–. No tengo el ánimo para fiestas.

–Ni estoy sugiriendo que debieras tenerlo, pero se me ocurre que quizá quieras hablar de los preparativos del funeral –dijo él mientras acariciaba con los dedos un vaso de agua con gas–. O de los niños.

–No –dijo ella–. En este momento no. Es lo único que puedo hacer para asumir el hecho de que jamás volveré a ver a Vanessa. Aún sigo queriendo despertar y darme cuenta de que todo había sido una pesadilla. Quizá cuando haya visto a los niños y a tus padres…

¿Cómo lo están llevando, por cierto? Quiero decir, tus padres.

–Están más destrozados de lo que tú dices que estás.

–¿Estás insinuando que estoy fingiendo el modo en que me siento, Paolo?

–Bueno, si así fuera, no sería la primera vez, ¿verdad, cara?

En ese momento Caroline supo que debía haber hecho caso a sus instintos. Porque, al subir a bordo del jet de los Rainero, había cometido un terrible error.

Se había colocado a sí misma a merced de un hombre que, sin importar las razones que lo hubieran llevado hasta París, no se preocupaba por ella más de lo que lo había hecho nueve años antes. Seguía siendo el mismo cerdo que había arruinado su vida una vez y, si le diera la oportunidad, lo volvería a hacer.

 Capítulo 2

Así que no te molestas en rebatirme semejante comentario? –preguntó él–. ¿No te importe que esté insinuando que no eres sincera?

–No conviertas mi silencio en culpa, Paolo –contestó ella, furiosa con él y consigo misma–. Es sólo que me has dejado perpleja con tu audacia. Y te aseguro que sí que me importa tu acusación.

–Pero no niegas que sea verdad.

–¡Claro que lo niego! –replicó ella–. Nunca te he mentido.

–¿Nunca? ¿Ni siquiera por omisión?

Una vez más, Caroline se quedó sin palabras, pero a causa del miedo. No podía saber la verdad, a no ser que Vanessa o Ermanno se lo hubiesen dicho.

¡No podía ser cierto! Ellos no habrían conseguido nada y habrían perdido lo que más querían.

–Te has puesto pálida, Caroline –continuó Paolo–.

¿Será que, a lo mejor, te has acordado?

–¿Acordarme de qué, exactamente?

–Del día en que tu hermana se casó con mi hermano. O, más exactamente, de la noche que siguió a la boda.

Así que su secreto estaba a salvo. Pero, además de sentirse aliviada, se sintió enormemente avergonzada.

–Oh –murmuró ella–. Eso.

–Eso, en efecto. Vamos a ver si recuerdo los hechos. Había luna y muchas estrellas en el cielo. Una playa con arena muy fina y unas olas muy suaves. Teníamos una cabaña que nos permitía tener privacidad.

Tú llevabas un vestido que pedía a gritos que te lo arrancara. Y yo…

–De acuerdo –contestó Callie–. En eso tienes razón.

Lo recuerdo.

Como si fuese capaz de olvidarlo, por mucho que lo hubiese intentado. Era la noche en que había perdido su virginidad, su inocencia y su corazón. Aquellos nueve años no habían sido capaces de borrar un solo instante.

–¿No es el hombre más guapo que jamás hayas conocido?

Radiante con su vestido blanco, Vanessa había echado un vistazo desde detrás de las cortinas de la suite que había sido preparada para la novia. Abajo, el novio charlaba con los más de trescientos invitados que habían llegado aquella mañana con sus yates y que se iban reuniendo en el jardín.