Una obsesión - Jennie Lucas - E-Book
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Una obsesión E-Book

Jennie Lucas

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Beschreibung

Que hable ahora… o calle para siempre… Scarlett Ravenwood se arriesgó mucho al interrumpir la boda de Vincenzo Borgia. Ella estaba sola y sin blanca, y él era un hombre rico y poderoso. Pero necesitaba su ayuda… para proteger al niño que llevaba en su vientre, el hijo de Vincenzo. Vin se puso furioso al saber que Scarlett le había ocultado su embarazo. Sin embargo, le iba a dar un heredero y, desde su punto de vista, no tenía más opción que casarse con ella. Scarlett nunca habría imaginado que llevar un diamante de veinticuatro quilates fuera como llevar una losa en el corazón. Pero lo era, porque no podía tener lo único que verdaderamente deseaba: el amor de su futuro marido.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Jennie Lucas

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una obsesión, n.º 2576 - octubre 2017

Título original: A Ring for Vincenzo’s Heir

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises

Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-522-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

TIENES dos opciones, Scarlett –dijo su exjefe, pasando la vista por su estómago de embarazada y clavándola en sus grandes senos–. O firmas este documento y te casas conmigo o…

–¿O qué?

Scarlett Ravenwood intentó alejarse del documento en cuestión, que implicaba renunciar a su hijo en cuanto naciera; pero no pudo, porque su musculoso acompañante ocupaba casi todo el asiento de atrás.

–O me encargaré de que doctor Marston te declare loca y te interne en alguna institución –respondió con una sonrisa–. Sería por tu propio bien. Al fin y al cabo, ninguna mujer cuerda se negaría a casarse conmigo. Y no conseguirías nada, porque perderías al bebé de todas formas.

–Es una broma, ¿verdad? –dijo ella, soltando una carcajada nerviosa–. Vamos, Blaise… sabes que no puedes hacer eso. ¿En qué siglo crees que estamos?

–En uno donde los ricos pueden hacer lo que quieran y a quien quieran.

Blaise extendió un brazo, jugueteó un poco con uno de los mechones de su larga y roja melena y añadió:

–¿Quién lo podría impedir? ¿Tú?

A Scarlett se le hizo un nudo en la garganta. Llevaba dos años en el domicilio de Blaise, una mansión del Upper East Side. Su exjefe la había contratado para que cuidara de su madre, y todo había ido más o menos bien hasta que la mujer falleció: Blaise refrenaba sus intentos de seducción porque a la anciana le horrorizaba la idea de que mantuviera relaciones íntimas con una simple criada. Pero la señora Falkner ya no estaba allí. Y él era inmensamente rico.

Por si eso fuera poco, Scarlett no tenía amigos en Nueva York. Se había aislado del mundo, condenada a obedecer las órdenes de un puñado de enfermeras y a limpiar a una irritable y mezquina inválida. No podía acudir a nadie. No había nadie que la pudiera ayudar.

Nadie salvo él.

«No», se dijo con desesperación. «De ninguna manera».

Eso estaba fuera de lugar.

Pero, ¿qué pasaría si Blaise tenía razón? Era un hombre indiscutiblemente poderoso. ¿A quién iba a creer la policía si denunciaba el asunto? ¿Qué pasaría si él y su psicóloga encontraban la forma de internarla en un psiquiátrico?

Aún estaba asombrada con lo sucedido. Blaise le había pedido matrimonio esa misma mañana, durante el entierro de su madre; literalmente sobre su tumba. Scarlett había rechazado la oferta y le había anunciado que se marchaba de Nueva York, pensando que se enfadaría; pero, en lugar de enfadarse, se ofreció cortésmente a llevarla a la estación de autobuses. Y ella aceptó, haciendo caso omiso de su mal presentimiento.

Tendría que haberlo sabido. Su exjefe no era un hombre que se dejara vencer con facilidad. Pero, ¿quién habría imaginado que llegaría tan lejos? ¿Quién habría pensado que se atrevería a extorsionarla y a exigir que diera su hijo en adopción?

Había cometido un error extraordinariamente grave al tomarlo por un simple ligón que se quería acostar con ella a toda costa. Blaise no estaba en esa categoría, sino en otra más peligrosa: la de los locos.

–¿Y bien? Estoy esperando una respuesta –dijo él.

–¿Por qué te quieres casar conmigo? –preguntó con debilidad–. Eres un hombre rico y atractivo. El mundo está lleno de mujeres que estarían encantadas de ser tu esposa.

–Es posible, pero te quiero a ti –contestó él, agarrándola de la muñeca–. Me has rechazado una y otra vez desde que llegaste. Y no contenta con eso, te entregaste a un tipo del que te niegas a hablar… Pero, cuando nos casemos, yo seré el único que pueda tocar tu cuerpo. Cuando nos libremos de tu bebé, serás mía para siempre.

Scarlett estaba cada vez más asustada. ¿Qué podía hacer?

Justo entonces, divisó la famosa catedral de la Quinta Avenida y se le ocurrió una idea descabellada. No formaba parte de su plan original, consistente en subirse a un autocar, viajar al sur y empezar una nueva vida en algún sitio cálido y soleado, donde pudiera criar a su hijo. Pero era la única solución. O, por lo menos, la única inmediata.

Desgraciadamente, la idea le daba tanto miedo como el hombre que viajaba a su lado. Cambiar a Blaise Falkner por Vincenzo Borgia equivalía a saltar de la sartén al fuego, y no solo porque el segundo fuera el padre de su bebé. Cada vez que pensaba en sus oscuros ojos, se estremecía. Vin podía ser un hombre muy apasionado, y también muy frío.

Al cabo de unos momentos, el conductor detuvo la limusina ante un semáforo en rojo. Scarlett no estaba segura de lo que iba a hacer, pero se recordó el refrán que solía citar su padre: a grandes males, grandes remedios. Y no tenía tiempo para pensar. Era ahora o nunca.

Decidida, respiró hondo y apretó un puño.

–¿Sabes lo que me gustaría hacer? –preguntó a Blaise.

–¿Qué? –dijo él, admirando sus pechos.

–¡Esto!

Scarlett le pegó un puñetazo tan fuerte que Blaise retrocedió y le soltó la mano.

Aprovechando su desconcierto, abrió la portezuela del vehículo, se quitó los zapatos de tacón y corrió hacia la catedral de Sain Swithun, que estaba al final de la manzana. Era un día perfecto para una boda. El cielo estaba despejado y la ciudad, más bella que nunca. Pero, ¿llegaría a tiempo?

Scarlett echó un vistazo al reloj que había pertenecido a su madre. Habían pasado cuatro meses desde que vio el anuncio de la boda en el New York Times, y había hecho lo posible por no pensar en ella. Sin embargo, los acontecimientos se habían desarrollado de tal manera que ahora no podía pensar en otra cosa. Vin Borgia era el único que la podía ayudar.

Al ver a los guardaespaldas, se tranquilizó un poco. Su presencia indicaba lo mismo que el Rolls Royce blanco aparcado en la esquina: que la ceremonia no había terminado. Y eso era bueno. Salvo por el hecho de que los guardaespaldas no estaban allí por casualidad.

–Lo siento, señorita –dijo uno–. Tendrá que pasar por otro lado.

Scarlett hizo caso omiso. Se llevó las manos al estómago y gritó, melodramáticamente:

–¡Socorro! ¡Un hombre me persigue! ¡Quiere llevarse mi bebé!

–¿Cómo? –dijo el guardaespaldas, asombrado.

–¡Llame a la policía! –dijo, pasando delante de sus narices.

–¡Eh! ¡He dicho que no puede pasar!

Momentos después, llegó a la escalinata del enorme edificio de mármol gris, el lugar donde se casaban todos los ricos y famosos de Nueva York.

–¡Alto ahí! –exclamó un segundo guardaespaldas.

Scarlett se quedó helada, pensando que iba a fracasar en el último segundo. Pero, justo entonces, aparecieron los guardaespaldas de Blaise y, mientras discutían con los otros, ella se coló en la catedral.

La escena del interior parecía salida de un cuento de hadas: dos mil invitados en los bancos, rosas y lilas por todas partes y arriba, frente al altar, la novia más bella del mundo y el novio más devastadoramente atractivo de la Tierra.

Vin estaba tan guapo que a Scarlett se le encogió el corazón.

–Si alguno de los presentes tiene algo que objetar contra esta boda, que hable ahora o calle para siempre –sentenció el cura.

Scarlett no lo dudó. Se plantó en el pasillo central, alzó una mano y dijo:

–¡Esperen!

Dos mil invitados se giraron hacia ella, incluidos el novio y la novia.

Scarlett se sintió súbitamente mareada, pero hizo un esfuerzo y se concentró en la única persona que importaba en ese momento.

–Ayúdame, Vin. Te lo ruego… –la voz se le quebró–. ¡Mi jefe nos quiere robar el bebé!

 

 

Vincenzo Borgia, Vin para sus amigos, había dormido como un tronco la noche anterior. A diferencia de tantos novios a punto de casarse, él no tenía motivos para estar nervioso. Su relación con Anne Dumaine era tan sencilla como inocua. No habían discutido ni una sola vez. No estaban atrapados en la maraña de los emociones. Ni siquiera habían hecho el amor, aunque lo harían más tarde.

Sin embargo, esos detalles la convertían en la mujer perfecta. Esos y una consecuencia derivada de su matrimonio, la fusión de las empresas de sus respectivas familias.

Cuando su Sky World Airways se fusionara con la aerolínea del padre de Anne, Vin ganaría treinta rutas transatlánticas entre las que había trayectos tan lucrativos como el Nueva York-Londres y el Boston-París. Su empresa pasaría a ser el doble de grande, y en condiciones de lo más ventajosas, porque Jacques Dumaine quería ser generoso con su futuro yerno.

¿Cómo no iba a estar tranquilo? Aquella boda pondría fin a todas las incertidumbres de su azarosa vida.

Sí, Vin había dormido bien la noche anterior, y dormiría aún mejor cuando consumara el matrimonio con su tradicional y conservadora prometida, quien había insistido en llegar virgen al altar. De hecho, estaba seguro de que, a partir de entonces, no volvería a perder ni un minuto de sueño.

Solo había dos aspectos preocupantes en ese planteamiento: el primero, que Anne y él no tenían nada en común y el segundo, que no se sentía particularmente atraído por ella. Pero tampoco era para tanto. Mientras se respetaran y toleraran las debilidades de cada uno, no habría ningún problema. Y, en cuanto a la pasión, casi era mejor que brillara por su ausencia; al fin y al cabo, nadie echaba de menos lo que no había tenido.

Sin embargo, su enlace con Anne Dumaine iba más allá del interés económico. Vin se había empezado a cansar de las continuadas y siempre imprevisibles aventuras de su vida amorosa. Quería sentar la cabeza y fundar una familia. O, por lo menos, lo quería desde que su camino se cruzó con el de una imponente pelirroja que, después de darle la mejor noche de sexo de toda su vida, desapareció como si no hubiera pasado nada.

Anne era la mejor apuesta que podía hacer. Ofrecía seguridad, una familia intachable y la certeza de que sería una buena madre y una buena esposa para un ejecutivo como él, porque hablaba varios idiomas y tenía un título en comercio internacional. Además, era muy guapa. Y tenía una dote verdaderamente irresistible: la aerolínea Air Transatlantique.

–Si alguno de los presentes tiene algo que objetar contra esta boda… –empezó a decir el cura.

Vin sonrió a la rubia y bella Anne y pensó que se parecía a la princesa Grace. Llevaba un sencillo vestido blanco y un largo velo de encaje, hecho a mano. Estaba perfecta. Absolutamente impecable.

–…que hable ahora o calle para siempre.

–¡Esperen!

Vin se quedó helado. ¿Quién se había atrevido a interrumpir su boda? ¿Alguna amante despechada? ¿Y cómo era posible que hubiera entrado en la iglesia, burlando la vigilancia de los guardaespaldas?

Su indignación se transformo en pasmo cuando se dio la vuelta y vio unos ojos verdes y una melena de cabello rojo que conocía muy bien. Era ella. Scarlett. La mujer de sus sueños, literalmente. La mujer con la que soñaba desde hacía ocho meses. La apasionada pelirroja con la que había vivido una noche inolvidable. El ángel sexual que se fue a la mañana siguiente sin darle siquiera su apellido y su número de teléfono.

Ninguna de sus amantes lo había tratado tan mal. Le había hecho el amor, lo había llevado a las cimas más altas del placer y se había ido como si fuera la Cenicienta, pero sin dejar un maldito zapato de cristal.

¿Qué estaba haciendo allí? ¿Y por qué estaba descalza?

–Ayúdame, Vin. Te lo ruego… ¡Mi jefe nos quiere robar el bebé!

Vin tragó saliva, desconcertado.

¿El bebé?

¿Qué bebé?

Los dos mil invitados de la boda dejaron de mirar a la mujer vestida de negro y clavaron la vista en Vin.

Sus planes acababan de saltar por los aires. El padre de Anne lo miraba con furia indisimulada y la madre, con asombro. Era evidente que los había decepcionado, y casi se alegró de no tener familia propia, porque su decepción había sido mayor.

Cuando se giró hacia su novia, se llevó una sorpresa. Esperaba que los ojos se le hubieran humedecido o que ardieran con recriminación; a fin de cuentas, Anne no podía saber que se había acostado con Scarlett varios meses antes de conocerla a ella y que, en consecuencia, no había traición de ninguna clase. Pero su hermosa cara estaba completamente impasible.

–¿Me disculpas un momento? –preguntó él.

–Tómate todo el tiempo que quieras.

Vin avanzó lentamente por el pasillo central y se detuvo delante de la pelirroja que, hasta unos segundos antes, se había empezado a convertir en un personaje ficticio, como si solo hubiera sido un producto de su imaginación.

Pero era real.

–¿Estás embarazada? –dijo, mirando su estómago.

Ella lo miró a los ojos.

–¿Sí?

–¿De mí?

Scarlett alzó la barbilla.

–¿Crees que miento?

Vin se acordó del suave gemido de dolor que soltó Scarlett cuando la penetró por primera vez. Se acordó de sus lágrimas, y de cómo se las secó él mismo mientras el dolor se convertía en algo muy diferente. ¿Quién habría imaginado que era virgen?

–¿No has podido decírmelo hasta ahora?

–Lo siento –dijo ella en voz baja–. Yo…

Justo entonces, aparecieron tres hombres que caminaron hacia ellos. El que parecía ser el jefe agarró a Scarlett por la muñeca, le dedicó un calificativo poco halagador y dijo a Vin, de mala manera:

–Esto es un asunto privado. Vuelva a su ceremonia.

Vin estuvo a punto de hacerlo. Habría sido lo más fácil. Sentía la presión de su novia, de la familia de su novia, de los dos mil invitados, del sacerdote y hasta de la propia junta de Sky World Airways, porque el fracaso de esa boda suponía el fracaso de la fusión. Pero el problema desaparecería de inmediato si acusaba a Scarlett de ser una mentirosa y volvía al altar donde esperaba su prometida.

Entonces, ¿por qué no volvió?

Quizá, porque aquellos tipos estaban haciendo daño a Scarlett. Quizá, porque la arrastraban hacia la salida como si fuera un vulgar objeto. Quizá, porque era una criatura indefensa en mitad de una catedral abarrotada de hombres y mujeres poderosos que no habían movido un dedo por ayudarla. O quizá, porque su situación se parecía mucho a la que había sufrido él mismo en su infancia, cuando lo sacaron de su hogar contra su voluntad.

Fuera por el motivo que fuera, Vin hizo algo que no había hecho en mucho tiempo: tomar partido.

–Déjenla en paz –ordenó.

–No se meta donde no lo llaman.

Vin hizo caso omiso.

–Es obvio que la señorita no se quiere ir con ustedes.

–No es más que una loca –dijo el tipo que la agarraba de la muñeca–. La voy a llevar a mi psiquiatra. Y tengo la impresión de que estará internada mucho tiempo.

–¡No! –dijo Scarlett a Vin, desesperada–. ¡No estoy loca! Este hombre era mi jefe… Quiere que me case con él y que dé a nuestro hijo en adopción.

Al oír su última frase, Vin se sintió como si le hubieran atravesado el corazón con un cuchillo. ¿Dar a su hijo en adopción? No, de ninguna manera. Ni se la iba a llevar ni le iba a quitar su bebé.

–Suéltela ahora mismo.

–¿O qué? –le desafió.

–¿Sabe quién soy yo? –dijo Vin con toda tranquilidad.

El individuo lo miró con desprecio, pero cambió radicalmente de actitud cuando reconoció su cara.

–Dios mío… Vincenzo Borgia –declaró con espanto–. Discúlpeme. No me había dado cuenta.

Vin miró a sus propios guardaespaldas, que habían entrado en la catedral y rodeado a los tres hombres con precisión quirúrgica, preparados para entrar en acción. Luego, hizo un gesto a su encargado de seguridad para que mantuviera las distancias y bramó:

–Salga de aquí. Ya.

El desconocido soltó a su presa y huyó rápidamente con sus dos matones. Los invitados de la boda rompieron el silencio anterior y se pusieron a hablar, asombrados con lo sucedido. Y Scarlett se abrazó a Vin.

–¡Te lo dije, Anne! ¡Te dije que no te casaras con él! –exclamó un joven de repente–. ¿Qué importa que te deshereden?

Anne no dijo nada, pero el joven no se detuvo ahí. Miró a la gente y añadió con orgullo:

–¡Me acuesto con ella desde hace seis meses!

Aquello fue el caos. El padre de la novia empezó a gritar; la madre de la novia empezó a llorar y, en cuanto a la novia, se desmayó rápida y convenientemente sobre la bella masa blanca de su vestido.

Sin embargo, Vincenzo no les prestó atención. Su mundo se había reducido a dos cosas: las lágrimas de Scarlett contra su esmoquin y el suave cuerpo de embarazada que descansaba entre sus brazos.

Capítulo 2

 

DE LA sartén, al fuego.

Scarlett se había librado de Blaise, pero ¿a qué precio?

Vin la llevó a la rectoría de la catedral y le dijo que esperara mientras arreglaba las cosas. Ella se sentó junto a un balcón que daba a un jardín, e intentó tranquilizarse un poco. Al cabo de unos minutos, apareció una anciana encantadora que le sirvió una taza de té; pero ya había pasado una hora desde entonces y, evidentemente, el té restante se le había quedado frío.

No sabía qué le asustaba más, si el recuerdo de la cara de Blaise o lo que Vin Borgia pudiera estar pensando sobre su futuro y el futuro de su hijo.

Sería mejor que huyera.

Y rápidamente.

Huir era la única forma de salvaguardar su libertad.

Scarlett había pasado su infancia en más de veinte sitios distintos, desde pueblos pequeños escondidos en bosques y montañas hasta cabañas sin electricidad ni agua corriente. En general, no podía ir al colegio y, cuando iba, se veía obligada a usar un nombre falso y a teñirse su roja melena. No tenía nada de lo que tenían los niños normales. No tenía amigos, no tenía hogar y, por supuesto, tampoco tuvo un novio de verdad cuando llegó a la adolescencia.

Su primera relación amorosa era asombrosamente reciente; la había mantenido a los veinticuatro años, y solo había durado una noche. Ella se sentía más vulnerable y necesitada que de costumbre, y se dejó llevar sin dudarlo un momento por el hombre al que ahora estaba esperando, Vincenzo Borgia.

Se levantó de la silla y contempló otra vez el jardín, un paraíso de hiedra y rosas en mitad de los rascacielos de Nueva York; un lugar muy silencioso para estar a pocos metros de la Quinta Avenida, siempre abarrotada de coches.

Ese mismo año, a finales de febrero, Scarlett había salido a comprar un fármaco para la señora Falkner cuando recibió un mensaje de texto. Era de una vieja amiga de su padre, y la noticia que le dio la dejó atónita.

Alan Berry acababa de morir en una vulgar pelea de borrachos. El hombre que había traicionado a su padre, vendiéndolo a la policía a cambio de su libertad, había muerto de un modo absurdo; el hombre que había forzado a Harry Ravenwood a huir con su hija y su esposa enferma había tenido una muerte tan desatinada como su vida.

Scarlett, que en ese momento estaba en la farmacia, se sintió enferma. Y, cinco minutos después, se encontró en un bar del otro lado de la calle, pidiendo un vodka. Pero no estaba acostumbrada al alcohol, y se puso a toser en cuanto echó el primer trago.

–Déjame que lo adivine –dijo un hombre desde otro de los taburetes de la barra–. Es tu primera vez, ¿verdad?

Scarlett se giró y miró al desconocido, que se levantó y se acercó a ella. Alto, de hombros anchos, pelo oscuro y ojos tan negros como el traje que llevaba. Parecía un héroe o un villano de película. Era asombrosamente atractivo, asombrosamente masculino y asombrosamente carismático.

–Sí, es que he tenido un mal día –acertó a decir.

La sensual boca del hombre se curvó en una sonrisa sarcástica.

–Eso es obvio. ¿Por qué si no ibas a estar bebiendo a una hora tan temprana?

–¿Por diversión? –contestó con humor.

–¿Por diversión? Bueno, no es tan mala idea –dijo él, notando los restos de lágrimas en sus mejillas–. Veamos si un segundo vodka te sienta mejor.

Scarlett se estremeció, pensando que la iba a interrogar sobre su estado, pero se limitó a sentarse en el taburete contiguo y a llamar al camarero.

Naturalmente, era Vin. Y, a pesar de todo lo que Scarlett había descubierto sobre él, aún la embriagaba más que el vodka. El simple hecho de verlo en el altar había bastado para que su mente volviera a aquella noche de febrero, cuando la llevó a su caro, elegante y espartano ático y puso fin a su virginidad, enseñándole una vida de alegría y placer.