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¡Era la oportunidad perfecta para tentarla con lo que había despreciado tiempo atrás! Alexandro Vallini cometió en una ocasión el error de pedirle matrimonio a Rachel McCulloch, una joven con ínfulas de princesa. Y su rechazo le llegó al alma. Sin embargo, las tornas cambiaron y el destino puso el futuro de Rachel en las manos de Alessandro. Él necesitaba una ama de llaves temporal y ella necesitaba dinero... Sin embargo, Rachel se había convertido en una mujer muy diferente de la caprichosa niña rica que Alessandro recordaba. Él tendió su trampa, poniéndose a sí mismo como cebo, ¿pero quién terminó capturando a quién en las irresistibles redes del deseo?
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Seitenzahl: 189
Veröffentlichungsjahr: 2012
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Melanie Milburne. Todos los derechos reservados.
UNA PRINCESA POBRE, N.º 2137 - febrero 2012
Título original: His Poor Little Rich Girl
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9010-468-2
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
RACHEL esperó más de una hora al supuesto inversor para su marca de moda. No se había recuperado todavía del jet lag y tenía que esforzarse por mantener los ojos abiertos mientras ojeaba una revista en la sala de espera.
Al final, la condujeron al despacho del alto ejecutivo. Casi le temblaban las piernas de los nervios.
Rezó por poder salvar su negocio y no perder aquello por lo que tanto había luchado.
–Lo siento, señorita McCulloch –dijo el ejecutivo de mediana edad con una sonrisa de disculpa, antes de que Rachel apenas tuviera tiempo de sentarse–. Hemos cambiado de idea. Estamos reestructurando nuestra compañía. No estamos preparados para correr riesgos apostando por una diseñadora desconocida como usted. Tendrá que ir a buscar apoyo financiero a otra parte. Ya no estamos interesados.
Rachel parpadeó, conmocionada.
–¿No están interesados? –repitió ella–. Pero creí… su carta decía… ¡Después de que he venido hasta aquí!
–Un renombrado experto en finanzas nos ha aconsejado que nos echemos atrás –explicó el hombre–. Y la decisión de la junta directiva es inamovible. Le sugiero que considere otras opciones para su negocio.
¿Otras opciones? ¿Qué otras opciones?, se preguntó Rachel, invadida por la desesperación. Tenía que conseguir lanzar su marca de moda en Europa. Había trabajado mucho y había hechos muchos sacrificios para conseguirlo. Y su sueño no podía terminar así como así. Quedaría como una imbécil si fallaba. Si no conseguía el dinero, su empresa quebraría. Necesitaba un empuje económico y lo necesitaba con urgencia.
No podía fracasar.
Rachel frunció el ceño, mirando al ejecutivo.
–¿Qué experto les ha aconsejado que no inviertan en mí?
–Lo siento, pero no estoy autorizado para dar esa información.
Rachel se puso rígida y la sombra de la sospecha anidó dentro de ella.
–Dijo usted que era un renombrado experto en finanzas.
–Eso es.
–¿Por casualidad se trata de Alessandro Vallini? –preguntó ella, furiosa.
–Lo siento, señorita McCulloch. No puedo ni confirmarlo ni negarlo.
Rachel se levantó y se colgó el bolso al hombro con decisión.
–Gracias por su tiempo –dijo ella y se fue.
Rachel buscó en Internet la dirección del despacho de Alessandro Vallini en Milán. Era un edificio muy elegante, símbolo del éxito de su propietario. Su triunfo había sido estelar. Aquel hombre era un ejemplo perfecto de lo lejos que se podía llegar, a pesar de su origen humilde. Ella no había planeado verlo cara a cara, pero iba a tener que enfrentarse con él.
–Me gustaría ver al señor Vallini –pidió Rachel sin más preámbulos a la recepcionista.
–Lo siento, pero el señor Vallini está pasando el verano en su casa de Positano –replicó la recepcionista–. Está dirigiendo el negocio desde allí.
–Entonces, quiero pedir cita para verlo lo antes posible.
–¿Es usted una cliente?
–No, pero…
–Lo siento, el señor Vallini no quiere atender a nuevos clientes hasta después del verano –señaló la recepcionista–. ¿Quiere que le dé una cita para septiembre o más tarde?
Rachel frunció el ceño.
–¡Queda más de un mes para eso! Sólo me quedo aquí hasta finales de agosto.
–En ese caso, lo siento…
–Mire, yo no soy una cliente, en realidad –aclaró Rachel–. Soy una vieja amiga suya de Melbourne. Él trabajaba para mi padre. Esperaba poder verlo mientras estoy aquí. Mi nombre es Rachel McCulloch.
Hubo una pausa.
–Tengo que hablar con él primero –indicó la recepcionista y descolgó el teléfono–. ¿Le importa sentarse allí?
Rachel se sentó en uno de los sofás de cuero, intentando no pensar en la última vez que había visto a Alessandro. Si su intuición no la engañaba y había sido él quien se había encargado de que no le dieran la financiación que necesitaba, eso sólo quería decir una cosa. Todavía no la había perdonado.
–Lo siento, pero el señor Vallini no desea verla –dijo la recepcionista.
Rachel se puso en pie de un salto.
–Debo verlo –insistió ella–. Es muy importante.
–Tengo órdenes estrictas de informarle de que, bajo ninguna circunstancia, el señor Vallini quiere recibirla.
Rachel se sintió ultrajada. Estaba claro que Alessandro estaba jugando con ella. ¿De veras pensaba que iba a aceptar un «no» por respuesta después de lo que él acababa de hacerle? Pues no iba a dejar que se saliera con la suya. La vería, quisiera o no.
Le obligaría a verla.
Con el estómago revuelto, Rachel recorrió la carretera de la costa de Amalfi hacia Positano. No era tanto por las curvas como por su nerviosismo. Había planeado alquilar un coche, pero su tarjeta ya no había tenido crédito. Había sido una experiencia bastante vergonzosa, algo que no olvidaría con facilidad. Entonces, había llamado a su banco en Australia, aunque eso no había arreglado las cosas. Estaba en números rojos y en el banco no querían darle crédito, sobre todo, después de que Craig hubiera impreso su firma en varios préstamos que había pedido hacía años.
Rachel necesitaba el dinero más que nunca.
El autobús la dejó al pie del camino que llevaba a Villa Vallini, en lo alto de una colina. Sin embargo, cuando el conductor abrió el maletero para sacar su bolsa de viaje, no estaba allí.
–Debimos de guardarla en uno de los otros autobuses –se justificó el conductor, cerrando el maletero.
–¿Cómo es posible? –inquirió ella, intentando no entrar en pánico.
El hombre se encogió de hombros.
–Pasa de vez en cuando. Hablaré con la central y les diré que se la manden al hotel. Si puede darme la dirección, yo me encargaré de ello –se ofreció el conductor y sacó una libreta del bolsillo.
–Todavía no tengo un hotel reservado –repuso Rachel y se mordió el labio, pensando en su cuenta bancaria.
–Pues déme su número de móvil y la llamaré cuando encontremos la maleta.
Después de eso, Rachel se quedó de pie en la carretera, mirando cómo el autobús se alejaba. Posó los ojos en la casa que tenía delante. Era una residencia enorme, un poco separada de las demás casas. Tenía cuatro pisos, estaba rodeada de jardines y tenía también una piscina. Mientras subía el camino hacia allí, el sol brillaba sobre el azul océano y ella sudaba sin parar. Cada vez le dolía más la cabeza.
Llena de determinación, sin embargo, Rachel llegó hasta la puerta principal de la imponente mansión. Había un intercomunicador sobre un pilar de piedra.
–No queremos visitantes –dijo una mujer antes de que Rachel pudiera articular palabra.
–Pero yo… –balbuceó Rachel, acercándose al intercomunicador.
No hubo respuesta. Rachel miró hacia la casa, frunciendo el ceño, con el sol dándole en los ojos. Se agarró a los barrotes de hierro forjado de la puerta y respiró hondo antes de pulsar el botón de nuevo.
La misma mujer respondió.
–Nada de visitas.
–Tengo que ver a Alessandro Vallini. No pienso irme hasta que lo haya hecho.
–Por favor, váyase.
–Pero no tengo adónde ir –repuso Rachel, a punto de ponerse a suplicar–. ¿Podría decirle eso al señor Vallini, por favor? No tengo adónde ir.
El intercomunicador se quedó en silencio de nuevo y Rachel le dio la espalda, para sentarse a la sombra. Agachó la cabeza, apoyándola en las rodillas dobladas, incapaz de creer lo que le estaba pasando. Era como si aquello no pudiera sucederle a ella. Había sido criada entre montañas de dinero, más del que mucha gente veía en toda su vida. Durante mucho tiempo, había creído que siempre sería así. No había sentido lo que era la necesidad, ni había sospechado que pudiera quedarse sin nada. Sin embargo, así había sido. Y, aunque se había esforzado en reconstruir su vida durante los dos últimos años, había terminado suplicando en la puerta del hombre al que había abandonado hacía cinco años. ¿Sería su karma? ¿Era así como el destino se estaba riendo de ella?
Sumida en la desesperación, Rachel cerró los ojos y rezó para que no le doliera tanto la cabeza. Se dijo que, en unos minutos, se levantaría e intentaría llamar de nuevo, hasta que al fin Alessandro aceptara verla…
–¿Sigue ahí? –preguntó Alessandro a su ama de llaves, Lucia.
–Sí, señor –respondió Lucia, volviéndose desde la ventana–. Lleva allí una hora. Hace mucho calor ahí fuera.
Alessandro se frotó la mandíbula, manteniendo una lucha interna con su conciencia. Él estaba encerrado en su torre mientras Rachel estaba bajo el sol abrasador. No había esperado que llegara así, sin avisar. De hecho, le había dado órdenes a su secretaria de que no le diera ninguna cita. Había esperado que aquello bastara para hacerla desistir. ¿Cuánto tiempo tardaría en rendirse e irse? ¿Por qué no podía entender que no quería verla? No quería ver a nadie.
–¡Mon Dio, creo que se va a desmayar! –exclamó Lucia, agarrándose al poyete de la ventana con ambas manos.
–Lo más probable es que esté fingiendo –dijo Alessandro con calma, volviendo a posar la atención en sus papeles. Hizo todo lo posible para ignorar las sensaciones de angustia y culpabilidad que lo atenazaban.
Lucia se apartó de la ventana con el ceño fruncido.
–Tal vez debería llevarla un poco de agua, para ver si está bien.
–Haz lo que quieras –repuso él, pasando una página del informe que tenía entre las manos, aunque sin verlo–. Pero no dejes que se acerque a mí.
–Sí, signor.
Cuando Rachel abrió los ojos, vio una italiana de mediana edad con un vaso de agua en una mano y una jarra con hielos y limón en la otra.
–¿Quiere beber algo antes de irse? –preguntó la mujer, pasándole el vaso a través de los barrotes de la puerta.
–Gracias –repuso Rachel, tomó el vaso y bebió con ansiedad–. Me duele mucho la cabeza.
–Es por el calor –señaló Lucia, rellenándole el vaso–. Agosto es así. Es posible que esté usted deshidratada.
Rachel se bebió otro vaso y uno más. Sonrió a la mujer, devolviéndole el vaso.
–Grazie. Me ha salvado usted la vida.
–¿Dónde se aloja? –preguntó Lucia–. ¿En Positano?
Rachel se levantó, agarrándose a la puerta para mantener el equilibrio.
–No tengo dinero para pagarme un hotel. Y he perdido mi equipaje.
–No puede quedarse aquí –repitió Lucia–. El signor Vallini insiste en que…
–Sólo quiero hablar con él cinco minutos –replicó Rachel, quitándose de la cara un mechón de pelo húmedo por el sudor–. Por favor, ¿puede decírselo? Prometo no entretenerlo. Sólo pido cinco minutos de su tiempo.
La otra mujer apretó la mandíbula.
–Podría perder mi trabajo por eso.
–Por favor… –suplicó Rachel.
La italiana suspiró, dejando el vaso y la jarra sobre el pilar de piedra.
–Cinco minutos nada más –advirtió Lucia y abrió la puerta.
Rachel tomó su bolso y entró antes de que la otra mujer pudiera cambiar de opinión. Tras ella, la puerta se cerró con un ruido estridente.
Los jardines de la entrada eran magníficos. Rosas de todos los colores llenaban el aire de su embriagadora fragancia. Una gran fuente salpicó a Rachel con su frescor al pasar. Deseó poderse quedar allí parada un rato, dejando que sus gotitas de agua le ayudaran a calmar la tensión.
El ama de llaves abrió la puerta de la casa. Las recibió el aire fresco del interior. El suelo era de mármol reluciente, igual que las escaleras que subían a la primera planta. El techo estaba adornado con lámparas de araña de cristal y había cuadros de incalculable valor en las paredes. El sol penetraba por grandes ventanales, dándole un toque dorado a todo lo que tocaba.
Era una casa impresionante, sobre todo teniendo en cuenta los orígenes de Alessandro. ¿Cómo lo había hecho? ¿Cómo era posible que un huérfano de las calles de Melbourne hubiera conseguido llegar tan lejos en tan poco tiempo? Después de tener varios empleos tras dejar el colegio, a la edad de veinticuatro años había fundado una empresa de jardinería, mientras estudiaba Empresariales. En ese momento, con treinta y tres años, era dueño de un imperio empresarial internacional. ¿Había sido el rechazo de Rachel lo que lo había motivado para triunfar o había estado el éxito escrito en su destino desde siempre?
–Espere aquí, iré a hablar con el señor Vallini –indicó la mujer, señalando una silla.
Rachel ignoró la silla y miró a su alrededor. Aquello era más lujoso que cualquiera de los hoteles de cinco estrellas en los que había estado a lo largo de los años. Su propio hogar familiar había sido impresionante, pero no tanto como la casa de Alessandro. Parecía un palacio con sus incontables obras de arte y sofisticada decoración.
Unos pasos tras ella le hicieron darse la vuelta.
–Ha aceptado verla cinco minutos.
Rachel tomó aliento y siguió a la mujer por las escaleras de mármol. Al pasar junto a un espejo y mirarse, deseó haber tenido un par de minutos para arreglarse. Tenía el pelo pegajoso, la cara demasiado sonrosada y la nariz quemada por el sol. Tenía la blusa manchada de sudor y los pantalones blancos inmaculados que se había puesto esa mañana parecían haber salido de una excavación arqueológica. Parecía cualquier cosa menos una diseñadora de moda.
El ama de llaves llamó a una puerta y, haciéndose a un lado, abrió para que Rachel pudiera pasar.
La puerta se cerró tras ella. Era un despacho con biblioteca y un gran escritorio delante de la ventana. Comparada con la luminosidad del resto de la casa, aquella habitación parecía oscura y de mal agüero, igual que el hombre que había sentado detrás de la mesa.
Cuando Rachel lo miró a los ojos desde el otro extremo de la habitación, el corazón le dio un vuelco. La mirada de él era tan azul, tan profunda y tan inabarcable como el océano.
El silencio se cernió sobre ellos como una losa de granito. Lo único que Rachel podía oír eran los latidos de su propio corazón acelerado.
Alessandro tenía un rostro especial. No era guapo al estilo clásico, pero era muy atractivo. Su nariz recta le daba un aire aristocrático, igual que su fuerte mandíbula.
No estaba sonriendo.
Rachel se preguntó de pronto cuándo habría sido la última vez que él había sonreído. Y a quién. ¿Tal vez a una amante? Ella había investigado un poco y había averiguado que había salido con una modelo de alta costura hacía un par de meses. También había descubierto que ninguna de sus relaciones había durado más de un mes o dos. No había podido averiguar nada más de su vida privada, aparte de que era uno de los hombres más ricos de Italia y uno de los solteros más deseados.
–Has sido muy amable al aceptar verme –dijo ella, obligándose a ser cortés.
Alessandro se recostó en la silla y la observó en silencio. A Rachel le molestó que no se levantara para recibirla. ¿Lo estaría haciendo a propósito? Claro que sí. Quería demostrar que la despreciaba. Sin embargo, ella no iba a dejar que la tratara como si fuera basura. Podía haber perdido todo lo demás, pero todavía le quedaba su orgullo.
–Siéntate.
Rachel siguió de pie.
–No voy a robarte mucho tiempo –dijo ella, intentando ocultar su resentimiento.
Alessandro esbozó una media sonrisa.
–No, te aseguro que no –repuso él y se miró el reloj–. Es mejor que digas lo que has venido a decir y que lo hagas rápido, porque sólo te quedan cuatro minutos. Tengo otras cosas que hacer, mucho más importantes que hablar contigo.
Rachel se estremeció de rabia. ¿Así quería él que fueran las cosas? Sentado en su pedestal, dignándose a hablar con ella, sólo para vengarse. Todo era una cuestión de venganza. ¿Qué otra cosa podía ser? Debía de estar muy contento porque hubieran cambiado las tornas. El jardinero se había convertido en un hombre rico y la joven heredera no tenía ni un penique.
–Quiero saber si has sido tú quien ha saboteado mi intento de conseguir financiación para mi empresa –dijo ella, lanzándole puñales con la mirada.
–No tengo ni idea de qué me estás hablando.
–No me tomes por tonta. Sé que has sido tú –replicó ella, furiosa.
Alessandro siguió observándola como si fuera una niña pequeña en medio de una rabieta.
–Te estás equivocando, Rachel –afirmó él con calma–. Yo no he hecho nada contra tu empresa.
Rachel se mordió el labio, esforzándose por no perder la paciencia.
–He venido a Italia sólo para firmar un contrato de financiación para mi marca de moda. Pero, en cuanto entré en el despacho de los inversores, me dijeron que ya no iban a apoyarme porque un renombrado experto en finanzas les había aconsejado que no lo hicieran.
–Aprecio el cumplido y que hayas asumido de manera automática que yo era el renombrado experto, pero te aseguro que no tengo nada que ver con ese asunto.
Rachel lo miró llena de rabia.
–Estoy a punto de perder todo aquello por lo que tanto he trabajado. Tenía mis esperanzas puestas en esa financiación y tú lo sabías. Por eso, hiciste lo que hiciste. Nadie me ayudará ahora que les has dado tu opinión. Pero ése era tu plan, ¿no es así? Querías hacerme suplicar.
Alessandro la observó un largo instante.
–Esta pequeña reunión que has maquinado es sólo una farsa para que te dé dinero, ¿no es así?
Ella no podía estar más furiosa.
–¡No he maquinado nada! En cuanto a lo de que me des dinero, no me atrevería a… –comenzó a decir ella y, se interrumpió, al pensar que, tal vez, él podía prestarle el dinero. Al fin y al cabo, era un hombre muy rico. Tenía contactos en toda Europa que podían serle muy útiles. Sería un golpe para su orgullo, sí, pero qué más daba perder el orgullo en comparación con perder su empresa, se dijo. Necesitaba apoyo económico antes de veinticuatro horas si quería salir adelante–. ¿Estarías dispuesto a prestarme el dinero? –preguntó.
Alessandro continuó mirándola con sus enormes ojos azules, inescrutables.
–Necesitaría conocer mejor tu negocio antes de darte una respuesta. Tal vez, por eso tus inversores se echaron atrás. Quizá, investigaron un poco en tus antecedentes o les preocupó que tu prometido pudiera desviar los fondos a sus operaciones de venta de droga.
Rachel se sintió como si la hubiera abofeteado. Se sonrojó, avergonzada por un pasado que no conseguía olvidar. Y se preguntó si alguna vez podría dejar atrás sus errores, su ceguera, su tozudez.
–Ya no salgo con Craig Hughson. Desde hace tres años.
–¿Y tu padre? ¿Acaso no le sobra algún millón para ayudar a su hija?
Rachel se mordió el labio.
–No se lo he pedido.
–Porque no podría ayudarte aunque se lo pidieras, ¿no es así? –adivinó él, arqueando las cejas.
–Imagino que sabrás que lo perdió todo hace tres años –señaló ella, odiándolo por recordárselo y por lo mucho que debía de estar disfrutando con todo aquello. Su padre había tratado a Alessandro a palos cuando había sido su jefe.
–Siempre fue un jugador –comentó él–. Es una pena que no tuviera en cuenta los riesgos.
–Sí… –murmuró Rachel como respuesta. En cierta forma, ella se sentía culpable por la bancarrota de su padre, pues intuía que tenía que ver con su ruptura con Craig Hughson. Cuando ella había anulado la boda, Craig había retirado todo el dinero que había invertido en el negocio de la familia. Había sido dinero sucio, sí, pero dinero al fin y al cabo. En cuestión de días, su padre se había quedado sin un céntimo y ella había visto hundirse su carrera de modelo, salpicada por el escándalo.
–¿Cuánto quieres? –preguntó él.
–¿L-lo harías?
–Por un precio –contestó él, con los ojos fijos en ella.
–Supongo que te refieres a los intereses del préstamo –aventuró ella, intentando descifrar su mirada.
–No.
–Creo que no te entiendo. Lo que busco es apoyo financiero para lanzar mi marca en Europa. Tiene que ser todo legal. Estoy dispuesta a pagar intereses, siempre que sean razonables.
–No estaba hablando de un préstamo –señaló él–. Considéralo un regalo.
–¿Un… regalo?
–Con condiciones.
–No puedo aceptar que me regales dinero. Insisto en devolvértelo en cuanto pueda. Tal vez tarde un poco, depende del éxito que tenga en el lanzamiento de la marca, pero…
–No me estás comprendiendo, Rachel. No voy a financiar tu empresa.
Ella lo miró confusa.
–¿Pero no has dicho que me ibas a dar dinero?
–Así es.
–No entiendo por qué ibas a hacer eso –admitió ella, con el corazón acelerado–. La última vez que hablamos… –añadió y se interrumpió, pues en realidad no quería recordar aquella terrible escena, en la noche de su veintiún cumpleaños.
–¿No vas a preguntarme cuáles son las condiciones?
–Si quieres que me disculpe por lo que pasó… entre nosotros… Lo siento –dijo ella y se mordió el labio–. Quería contarte lo de Craig, que se suponía que tenía que casarme con él. Debí haberlo hecho. Pero, en cuanto empecé a salir contigo, no tuve valor. No quería que nada estropeara lo nuestro…
Alessandro se quedó en silencio, con expresión pétrea.
–He tenido que trabajar mucho para llegar hasta aquí, después de mi fracaso como modelo –prosiguió ella–. Tengo empleados con hijos y con hipotecas. No se trata sólo de mí y de mi dinero. Mi socia ha puesto también todo lo que tenía en el negocio. Es una buena amiga mía.
Alessandro contempló sus grandes ojos verdes, unos ojos que no había podido olvidar, igual que su pelo rizado moreno y sus aristocráticas facciones. Su nariz pequeña y respingona le daba un aire inocente que no tenía nada que ver con su verdadera personalidad. En realidad, era una pequeña oportunista sin escrúpulos, una cazafortunas.
Su boca tampoco la había olvidado. Todavía podía sentir la suavidad de sus labios, la forma en que se habían abierto a él como una flor al sol. Todavía recordaba su sabor, su calor.
–Te daré diez mil euros –dijo él, rompiendo el silencio.
–Pero necesito mucho más que eso.
–Diez mil euros y esto es todo.
–¿Por qué? –preguntó ella, afilando la mirada–. Si no quieres financiar mi empresa, ¿por qué me vas a dar dinero?
Alessandro esbozó una sardónica sonrisa.
–Porque merecerá la pena si aceptas mis condiciones.
Ella tragó saliva.
–¿Q-qué condiciones?
Alessandro le sostuvo la mirada un largo instante.
–Tendrás el dinero en tu cuenta bancaria dentro de media hora –afirmó él con tono frío–. Con la condición de que te vayas de aquí y no vuelvas nunca.