Una puta albina colgada del brazo de Francisco Umbral - Diego Medrano Fernández - E-Book

Una puta albina colgada del brazo de Francisco Umbral E-Book

Diego Medrano Fernández

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Beschreibung

Un escritor que viene a Madrid tras los pasos de Francisco Umbral y descubre la miseria, la locura y el enigma que exige la vida literaria. La trayectoria literaria de David Medrano y su propia idea de la literatura le lleva a alinearse con monstruos como Borges, Kafka, Nietzsche y, por supuesto, el propio Francisco Umbral. Medrano es un escritor total, un amanuense para el que la escritura es fruto de un esfuerzo continuo, de un compromiso con el lenguaje que reclama la propia vida del escritor, no es un pasatiempo, esta escritura total demanda también una dedicación a todos los géneros literarios e incluso una mezcla de los mismos en las obras. Fruto de este compromiso sagrado nace Una puta albina colgada del brazo de Francisco Umbral, una mixtura compuesta de narrativa, reportaje y crítica literaria. Samuel Lamata, protagonista y trasunto del propio Medrano, llega a Madrid siguiendo los pasos de su admirado Francisco Umbral, se instala en una posada miserable de la Calle Hortaleza y comienza a escribir una novela eternamente postergada, en la librería Pérez Galdós conoce a Enrique Tarazona, editor que promete publicar su novela y Cicerone mediante el que conocerá a Francisco Umbral y a Maruja Lapoint, una albina excesiva y fronteriza. La relación de los personajes entre sí, y de estos con la literatura, trenza un relato de calidad y belleza destructora. Razones para comprar la obra: - La novela está llena de golpes de efecto y giros, de drama, de ironía y del mejor sarcasmo, de comedia y de imágenes atractivas y sugerentes. - La obra es un auténtico ejercicio de estilo y la historia es trasladada hasta nosotros a través de un discurso cuidado y bello. - El tema de la literatura y el oficio de escribir entronca directamente el libro en una tradición a la que pertenecen Vila-Matas, José María Merino o Paul Auster.

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UNA PUTA ALBINA

COLGADA DEL BRAZO DE

FRANCISCO UMBRAL

DIEGO MEDRANO

Colección: Narrativa Nowtiluswww.nowtilus.com

Título: Una puta albina colgada del brazo de Francisco UmbralAutor: © Diego Medrano

Copyright de la presente edición © 2007 Ediciones Nowtilus S. L. Doña Juana I de Castilla 44, 3o C, 28027 Madridwww.nowtilus.com

Editor: Santos RodríguezCoordinador editorial: José Luis Torres Vitolas

Diseño y realización de cubiertas: MurrayDiseño del interior de la colección: JLTVMaquetación: Claudia Rueda Ceppi

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece pena de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.

ISBN 13: 978-84-9763-552-3

Libro electrónico: primera edición

Í N D I C E

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

El género literario del futuro es el reportaje.

WALTER BENJAMIN

1

Hay veces en que la mejor forma de valentía es cerrar los ojos y comenzar a caminar. Por eso me vine yo a Madrid, entre otras muchas cosas; para conocer o espiar a Francisco Umbral mientras me hospedaba en una pensión cutrísima de la calle Hortaleza cuyo recuerdo todavía me colorea la barbilla de amarillo. Una pensión de las de baño al final del pasillo con grifo jamás callado, portal de altos techos gótico-renacentistas repleto de yonquis de los más variados géneros y estaturas practicando felaciones a orondos clientes, integrados en el sistema y con el trabajito al lado, con algún minuto de descanso en sus ocupaciones y un exagerado nudo de corbata, tipo sandía. Pensiones con armario ropero que amenaza con venirse abajo, olor denso a orín o fantasma en su interior; hedor a plátano de muchos años, a láudano y estufa de vieja, a cirrosis y cistitis ya incurables y hereditarias. Olores de los que hablaba tantísimo Umbral en sus primeros libros, olores a tomillo y rueda de neumático, a cepillo de dientes para siete, a cena fría y gato que amenaza con comérsela si llegamos a arquear las cejas o dudar de que ese puede ser nuestro único alimento.

Yo me vine a Madrid a espiar a Umbral y a hacer de Madrid un personaje literario, copia y discípulo del gran maestro, alguien más con una maletita de sueños bajo el brazo. Y así, un poco de perfil, a riñas conmigo mismo, mientras me acostaba entre las cochinas sábanas de mi horrible pensión, embutido en olores a pedo y semen ajenos, decía para mí dos frases de Witold Grombrowicz. La primera frasecita de Grombrowicz es rematadamente mala: “Yo no era nada, por lo tanto podía permitírmelo todo”. La segunda es todavía peor: “Desde que ejerzo la literatura siempre he tenido que destruir a alguien para salvarme a mí mismo”. Así me dormía yo en mi pensión de la calle Hortaleza, generalmente tembloroso, en vilo, parpadeante, inquieto, sintiendo la pantagruélica felación que seguro continuaba ejerciéndose a pocos metros de mí, en aquel portal mortuorio y cenagoso; aquellos movimientos hidráulicos de labios dirigidos por la droga que yo imaginaba podrían mover mi cama como el peor terremoto, sacudirme, trasladarme a un infierno del que ya era imposible librarse o encontrar curación. Por eso dormía abrazado a la almohada, y le decía cosas a mi almohada que no debería decirle, como te quiero mucho y todo eso, esas cosas que solo un poeta con verdadera alma de niño puede decirse cuando está solo, más solo que la una, solísimo de cuerpo entero y con el corazón en quiebra.

A la hora del desayuno —todavía desayunos compartidos en aquella clase ínfima de pensiones— me hice amigo de un músico calvo, con gafas de culo de botella, que confesó llamarse Benito Lacunza y ser asiduo del Café Gijón, donde tanto y tan bien hizo Francisco Umbral de sí mismo. Yo pegué un salto en mi silla, llevado por la emoción. No podía desperdiciar mi oportunidad, tenía que confiar en Benito Lacunza, debía aprender a dejar de creer en Grombrowicz y comenzar a hacerlo en los demás, en quien estuviese a mi lado y pudiese ayudarme. El músico me pidió mi magdalena, yo se la entregué como si fuera la mejor medalla o uno de esos tesoros que solo se entregan a alguien que comienza a ser muy especial en tu vida. Solo te ponían en la pensioncita una magdalena por persona, y se ve que la música requiere más carburantes que la literatura; y se ve que no es lo mismo ser calvo y miope que joven e insolente, siempre en la raspadura última del atrevimiento y en el colmo de nosotros mismos.Yo cultivaba el arte de la insolencia —ahora es inútil negarlo—, así disfrutaba tantísimo vistiendo mis pantalones rojos, mi gabán largo, algunos anillos en los dedos y una camisa hermosísima, inmaculada, blanquísima, marca Lacoste, que no sé yo por qué me ponía con aquel conjunto de guerrillero de la nada. Solo tenía otros dos pantalones añadidos a estos ya mentados, esta vez de género vaquero, y cinco o seis camisas más, tan blancas como la primera. Bien mirado, sí, el rojo no dejaba de pegar de puta madre con el blanco, quien tampoco se llevaba nada mal con el negro de mi abrigo, y, respecto a los anillos, bien es sabido que no tienen género, porque ni los anillos ni las bufandas poseen género, algo que yo aprendí de mi madre, que en paz descanse, quien a veces se ponía los anillos de mi padre y este no hacía más que propinarle descomunales mamporros por ello. En fin, a lo que vamos, frente a Lacunza y vestido de mí mismo, yo quise ser sincero, premiar su sinceridad con una confesión mía, tal y como hace la gente normal en sus vidas, y viendo que él me contaba que era músico y frecuentaba el Gijón, yo decidí hablarle algo de mí en un tono en que la voz salía estrecha, débil, muy párvula. Donde aquella voz tan pobretona era mi único bitor:

—Mira, Lacunza, yo me he venido a Madrid huyendo de Grombrowicz, que es un escritor cuya lectura en demasía puede hacerte acabar muy mal, y huyendo también de todo mi pasado homosexual, muy similar al de Grombrowicz alrededor de 1941, en los barrios bonaerenses más cutres y desgraciados.

No sé lo que pasó en ese momento pero contemplé estupefacto, con especial nitidez, cómo algo se rompía en la mirada enlagunada de Lacunza. Algo que yo no podría saber qué era, pero, no obstante, algo frágil, indeterminado, casi como seda rota entre los dientes de una llama agresiva e imprevista. Dejó la magdalena que yo le había entregado a un lado, apenas descompuesta por un par de mordiscos, para comenzar a observarme de un modo vil, obstinado, tal y como nadie me ha mirado en su vida. Tal vez, sí, podría ser, como si yo tuviese el sida, verrugas en el ano, o incluso cáncer de ano, que figuraban como los paraísos últimos que habían reseñado en cierto programa televisivo la noche anterior a los que podría conducir el pecado sin tregua de la homosexualidad. Arqueé las cejas, casi sin ser consciente de ello, extrañado por aquella mirada del músico calvo y miope que no apartaba su mirada de la mía. Me tragué de un solo bocado la magdalena que estorbaba ya sobre la mesa, aquel fósil que él había dejado a un lado, creyéndola apestada o caduca. Pasé a escuchar a Lacunza diciéndome en voz baja cierta frase que podría haber dicho Grombrowicz; todavía más mala y nefasta que las de Grombrowicz, algo que no se dice de buenas a primeras a quien acabas de conocer hace un rato:

—Yo soy un fracasado por culpa de mi madre.Todos los que nos dedicamos al arte somos unos fracasados. Y el fracaso siempre tiene un origen primero, nada incierto, en nuestros propios padres.

Recordé la imagen de mi madre poniéndose los anillos de mi padre y me eché a temblar. Recordé la imagen de mi madre recibiendo algún hostiazo de campeonato por culpa de ponerse los anillos de mi padre y me puse azul, verde, magenta. No podía entender la crueldad de aquel señor que decía ser músico. Los músicos, al igual que los escritores, deben estar dotados de cierta sensibilidad, no sé. Al fin y al cabo no se dedican a capar toros. Me puse muy serio, evité enfadarme, mostrarme airado, y comencé a hablar en un tono de voz apenas audible. Casi como cuando era un inverosímil retoño frente a mis padres con los brazos en jarras, estáticos, esperando yo la reprimenda de rigor por su parte, debida a alguna travesura propia de los años en que solo se experimenta con desastres.

—¿Por qué me dices todo esto? —pregunté envuelto en una niebla o cerrazón que era como humo de tabaco, arte perfumado de otro tiempo, hechicería de vieja con muy mala espina.

—Te lo digo simplemente para que te ubiques. Para que sepas que has venido a Madrid a buscar a tu madre. A encontrarte. ¡A saber quién cojones eres!

Un silencio abismal se erigió entre nosotros, cortando en dos el ambiente como se corta el pan sobre la mesa. Nuestros rostros comenzaban a helarse, enladrillarse, para después derretirse sin previo aviso; para no tardar demasiado en comenzar a ser otros Lacunza y yo, un par de extraños frente a frente en una mesa con mantelito de hule y cicatrices por todas partes.

Pregunté, al instante, juntando las manos como si fuera a rezar, lo primero que me vino a la mente con la fuerza y el colorido atroz del relámpago:

—¿Y tú la encontraste? ¿Encontraste a tu madre y sabes ya quién eres?

—Claro que sí —respondió Lacunza sin torcer el gesto—. Encontré a mi madre y mi madre eres tú.

Yo reí, pero al comprobar que él no correspondía a mi gesto, pasé a adoptar un semblante indeterminado, circunspecto, rígido o casi ministerial. La mueca de los mimos cuando no pasa nadie y comprueban que el cestito de mimbre sigue vacío de monedas.

—¿Pero cómo voy a ser yo? —pregunté extrañado.

—“Madre” es todo aquello que en un momento dado nos salva y tú, ahora mismo, sin darte cuenta, me has salvado a mí. Me has salvado como solo tú podrías salvarme.

—Pero ¿cómo dices eso? ¿Te has vuelto loco de remate? No entiendo nada de nada.

—Sí, cojones. Me has salvado.

—¿Y cómo te he salvado si puede saberse?

—Con esa confesión tuya. ¿Cómo va a ser?. Para ser un espía de Francisco Umbral pareces un poco paradito. Un poco tontito.Y Umbral se mueve mucho, ya te voy avisando.

Moví la cabeza asintiendo. Decía que sí con el gesto, sin saber bien lo que quería decir sí en aquellos momentos. Posiblemente: vale, de acuerdo, lo que tú digas, ayúdame. Pedía ayuda a alguien que decía que yo era su madre, si había entendido bien, y algo dentro de mí reía por ello. Reía como vi un día reírse a Umbral por televisión, sin dejar huella. Reía como ríen los asesinos, envueltos en humo.

2

Me he encerrado en mi habitación. No me parece propio que alguien te llame madre así como así, con total impunidad. Al menos debería haberme preguntado si yo quería tener hijos, si yo quería cambiar de sexo para ser madre, porque nadie se imagina que una madre en masculino pueda llegar a ser una buena madre. Estoy en esta habitación casi tieso, refugiado de la vida vulgar, buscando único refugio en el arte, que es lo que Francisco Umbral y tantos otros quisieron siempre para sí mismos. Medito sobre una posible novela que lleve por título La vida en las pensiones. Me parece un excelente título este de La vida en las pensiones, cuyo sentido último y primero lo entendería Umbral como nadie, porque en su libro Retrato de un joven malvado lo explica como nadie. Recuerdo con total exactitud el pasaje en cuestión:

Las pensiones han sido el vivero madrileño de políticos, escritores y poetas. La gente venía a la conquista de Madrid y su éxito o su fracaso estaban, no en el talento, la suerte o el oportunismo, sino en encontrar o no encontrar una buena pensión, una patrona para ir tirando, y el que la encontraba podía aguantar indefinidamente y llegaba arriba, porque llegar arriba es una cuestión de aguante, pero el que no encontraba su pensión, el sitio cálido y pútrido donde abrigarse, moría de hambre por las calles o en los hospitales antituberculosos de las afueras.

Quiero pensar que estoy en la pensión adecuada, que tengo todavía las armas suficientes para no morir de hambre e ir tirando, un poco como Umbral en sus orígenes, cuando escribía Retrato de un joven malvado y no andaba excesivamente boyante. La vida en las pensiones puede ser mi gran obra, no tengo más que ponerme, me veo con fuerzas suficientes para superar mi pasado homosexual y hacer una gran obra; la obra que quede, definitiva, algo que me dé de comer y me proporcione alguna cosita más, lo que puede ser una colaboración en algún periódico, una columnita, lo que sea. Todavía no tengo ordenador portátil, a pesar de que hoy en día los hay muy baratos, pero a mano no me va nada mal, pienso que el manuscrito tiene su magia, sigue teniendo su magia, otro tiempo y forma de concebir lo literario. La clave, nuevamente, me la da Umbral en ese libro Retrato de un joven malvado, una verdadera joya y uno de sus primeros libros. Dice en otro texto muy similar:

Trabajar a mano, con letra insegura, trabajar a máquina, con espacios en blanco, con huecos dentro de las palabras, y fabricar algo, construir día a día un absurdo de prosa y miedo, todo el sinsentido de la vocación, del oficio, qué afán de escribirlo todo, manuscribir el mundo, mecanografiar la vida, encenagar de palabras la celulosa, la materia virgen de los bosques y el sueño blando de las mujeres.

Mujer todavía no tengo, esa es la única realidad, pero sí estoy cerca, muy cerca, de la materia virgen de los bos ques. Como Umbral, robo tacos de folios Galgo e imagino que son una tarta para mí solo. Como Umbral, sí, tengo que saber llegar al éxito a partir de mi pensión de la calle Hortaleza y mis manuscritos de letra temblona. El milagro tiene que volver a repetirse, en ello me va la vida entera. Hay escritores que tienen plan B y los hay que solo tenemos un plan, este en el que estamos, por lo que si se va al garete, ese será el fin único. Mi pensión tiene que darme muchas cosas, y sabré aprovecharlas todas.Tocan a la puerta en el momento menos pensado. ¿Quién podrá ser? La abro temblándome las piernas y con cierta inseguridad en la mandíbula inferior.Yo aquí no conozco a nadie. Abro de un golpe, en plan susto, como si me fuera a comer a alguien.

—Hola. Soy Berta Miravalles —me dice una chica envuelta en una capa negra, aproximadamente de mi edad, con el pelo teñido de verde y las uñas pintadas en rosa. Alguien que parece un vampiro o una bruja, sonriéndome como si me conociese de toda la vida.

—Hola, ¿qué tal?. Yo me llamo Samuel Lamata. Pero puedes llamarme Sami, como todo el mundo —digo antes de intentar sonreír, un poco forzado, estirando mi mano y evitando darle dos besos.

—Muy bien, Sami.Yo estoy en Bellas Artes. He querido venir a presentarme porque me han dicho que te instalaste ayer.

—Sí, bueno.Ayer.Yo soy escritor. He venido a Madrid a triunfar en la literatura, me dedico solo a escribir y, no sé qué más contarte, he pensado en titular mi primer libro La vida en las pensiones.

—¡Qué bien, Sami! —sonríe ella—. Esta pensión debe de tener algo, porque ya somos un músico como Lacunza, un escritor como tú, un carnicero-gogó como Aquiles y una pintora como yo. Lo de mis estudios es una excusa como otra cualquiera, porque si yo me dedico a algo es a pintar, exclusivamente a pintar. Por eso me vine a Madrid. Por culpa de sus cielos.

—Yo también vine a conocer a Umbral —digo, estático, un poco absurdo junto al quicio de la puerta.

—¿A qué Umbral? —pregunta ella, arqueando las cejas, desconcertada.

—A Francisco Umbral. El escritor.

—Ah.Ya. Creo que sigue yendo mucho al café Gijón. No sé, tampoco es que me despierte demasiada simpatía ni me inspire para nada. Es muy mayor, ¿no? —Oye, ¿y el carcinero-gogó ese del que hablas?

—Huy, se llama Aquiles. Está tremendo. Es guapísimo y es de Oviedo. La melena le llega hasta el culo y tiene unos bíceps como bloques de cemento. Es majísimo, aunque un poco bruto.

Guardo silencio. No digo nada. Por más que lo pienso no acierto a comprender por qué esta mujer me lo define físicamente. ¿Habrá notado que soy gay, que soy un poco gay, que puedo llegar a ser gay sin que se me note?.

—Aquiles está por el día en la carnicería. Y por las noches trabaja de gogó, o gigoló, o algo de eso. Por lo que está poco por aquí.

—¿Y la señora que ayer me abrió la puerta y me cobró lo del mes?

—Esa es Serafina. La patrona. Yo creo que es un poco autista. Nos pone el desayuno y la comida y todo eso, pero no participa. Pasa mucho tiempo en la otra parte del piso, a la que no podemos acceder, creo que lleva muchos años sin salir a la calle.—Parece buena gente.

—Por lo menos no nos juzga, que ya es algo muy importante. No se mete en nada. Es un cielo, aunque como todos, cada cual a su manera.

—Ya. Claro. Cada cual a su manera.

Nos despedimos por medio de cierto saludo en el aire. Ningún roce físico. Ninguna caricia o muestra de querer seguir hablando. Nos despedimos como extraños, tras haber estado un buen rato como extraños, tan ausentes a nosotros mismos como a nuestra propia vida. Espero una media hora, dando vueltas en círculo por mi habitación, como animal enjaulado o aquel personaje de la novela El lobo estepario. No resisto la tentación de salir a la calle, pisar Madrid, ser alguien en esta ciudad que no puede ser sino la platea de mi éxito.

Al final de la calle Hortaleza está la librería Galdós, casi antes de llegar a Gran Vía. Entro en la librería, un espacio no demasiado grande, con un señor detrás del mostrador que parece seminarista o algo así. Observo a un tipo de sombrero amarillo y fular amarillo que está hojeando libros antiguos. Al verle el rostro de modo frontal, observo que lleva también unas gafas rojas, de montura enorme, exagerada, sobre un bigotito y una perilla que lo identifican como pirata, decorador de interiores o más marica que Oscar Wilde.

Algo me lleva a entablar contacto con él.

—Hola. ¿Un libro interesante el que está observando?

—Pues, sí. Mire, se trata de la novela Barrio latino de Murger. La gente conoce a Henry Murger por Escenas de la vida bohemia, que escribe entre 1847 y 1849, y posteriormente adaptará Puccini a la ópera; pero no por esta joyita que es Barrio latino, que data de 1851 y para mí es mucho mejor. Aunque claro, sobre gustos no hay nada escrito —señala el tipo antes de sonreír y comenzar yo a ver su montura todavía más roja, más incendiaria, más ridícula bajo el sombrero amarillo.

—Las ilustraciones son de J. Navas. Y la traducción de Gallego Mestre. La editorial es Castro S.A; aquí lo tiene, mire —señala con el dedo los bajos de la segunda página, dedo coronado por un anillo en cuyo centro parece descansar un rubí del tamaño de una ciruela—.Tampoco es una cosa muy señalada, pero bueno, por cinco euros no está mal.

—¿Lo va a comprar?

—No, no, qué va. Hace más de veinte años que no compro ninguna clase de libro.

El librero con cara de seminarista adopta en ese momento una mirada heridora, rotunda, impresa de rabia. No puede evitar dirigirse a él del peor modo que sabe:

—¡Pues si no va a comprar nada sobra en este sitio!

—¡Lo voy a comprar yo! —exclamo, apurado, titubeante, sin saber por qué lo he dicho.

—Aquí se viene a comprar libros, no a pasar el rato. Porque para pasar el rato, ya sabe, váyase a dar un paseo por Gran Vía. O acérquese al Círculo de Bellas Artes, lo que quiera, o si quiere de putas por Madera.

El hombre del sombrero se me presenta de modo exquisito:

—Me llamo Enrique Tarazona. Soy editor.

No puedo creer lo que me ha dicho. ¡Un editor! Justo lo que yo buscaba, lo que yo quería, a lo que yo aspiraba. Un editor delante de mis narices, por muy insignificante que sea, pero algo, algo ya al fin y al cabo.

—Le puedo invitar a algo aquí al lado. Y así me sigue contando cosas del libro.

—Bueno... —parece pensárselo—. El caso es que tampoco tengo nada importante que hacer hasta dentro de una hora. ¿Está usted interesado en la literatura?

—Yo es que soy escritor.

—¿Y qué escribe, joven?

—Pues mire, una novela que va a llevar por título La vida en las pensiones. Por un lado, la idea, tomada de Francisco Umbral, es recoger todo lo que las pensiones han tenido de artísticas toda la vida.Y, por otro, es hablar de los mierdas, los muchísimos mierdas que, al día de hoy, todavía nos hospedamos en pensiones de mala muerte.

—Si es así, como usted lo cuenta, la lectura de Murger por cinco euros no le irá del todo mal.

—¿No le interesa mi proyecto para su editorial?

—Es que yo no edito ficción. No edito narrativa. Edito cosas de yoga, de mundo islámico e hindú, manuales de autoayuda. Lo que viene a ser caquita, literariamente, pero que me da de comer muy bien.

—¿Y no podría hacer una excepción con mi proyecto?

—Hombre, no lo sé. La verdad es que con ese título que me ha dicho, La vida en las pensiones, sí, puede parecer más un ensayo, o un reportaje, o algo así. Quizás lo podamos colar como falsa novela. No sé, joven. Un género mestizo, como están haciendo muchos autores hoy en día y como es nuestra propia sociedad.

—¡Me parece todo estupendo,Tarazona! —digo, eufórico, escapándoseme lo de Tarazona, un apellido quizás no demasiado afortunado para ser pronunciado de la manera que yo lo hice.

—Hace usted bien en llamarme por el apellido porque todos mis mejores amigos así lo hacen.

Salimos de la librería y acordamos dirigirnos al Parador de Hortaleza, justo al lado del portal de mi pensión de mala muerte.Tarazona camina con las manos al espaldar, como un noble o duque de otro tiempo. Yo lo hago lentamente, sin sobresaltos, aturdido por la presencia de este fantoche divino, editor de libros de yoga pero lleno de carisma. Me dice justo cuando estamos llegando al barucho:

—Tomaremos unos güisquis, ¿no?

—Pero es la una del mediodía... —respondo, azorado, sin dar crédito a lo que me propone.

—Una hora tan buena como otra cualquiera.

—¡Sí, oiga! ¡No hay problema! ¡Una hora cojonuda para unos güisquis o una curda de espanto!

—La literatura es lo que tiene, joven. Va siempre en sintonía con el paladar. Esto lo comprobará a medida que conozca o vaya conociendo a escritores mayores que usted. Mucho mayores que usted.Tienen otros hábitos, otros órdenes, un cansancio que debe atemperarse con algo.

—Yo, a quien quiero conocer es a Francisco Umbral.

—¿Y para qué, si no es indiscreción? —dice, quitándose el sombrero, a la entrada del Parador de Hortaleza, restaurante o barucho de nombre impactante, pero a poco que uno investigue o se deje llevar por los sentidos, sencillo antro regentado por paquistaníes.

—Pues, mire. Para nada en concreto. Simplemente es mi maestro y quisiera conocerle. O, al menos, en su defecto, llegar a verle.

—Es muy amigo de una prostituta albina a quien conozco. Se llama Marie France pero yo la llamo Maruja, porque es más hispánico y me recuerda a Maruja Mallo. Un poco excéntrica, sí, aunque sin coletas ni bicicleta.

Nos sentamos en la mesa más cercana a la puerta. Pedimos dos scotch con Coca Cola y abundante hielo. Ta razona, ya sin sombrero, continúa hablándome de su amiga albina.Yo, boquiabierto, confundido por el hecho de encontrarme ante un editor y, además, ante alguien que puede llevarme frente a Umbral, procuro evitar boquear como los peces y ser completamente adecuado en las formas.

—Maruja, o Marie France, es un bellezón de miedo. Muy andrógina, muy femenina, blanquísima. Suele llevar collares de perlas y zapatos de tacón alto. Fuma con boquilla. Cobra ochocientos euros la hora y le gustan los abrigos de zorro. Es muy exquisita, muy a su modo. Podría pertenecer, sin mayores controversias, a la banda de los Bebedores de agua, el grupo que Murger tenía en París. Los amigos la llamamos Maruja Lapoint, porque tiene un punto o puntazo, como ahora decís los jóvenes, brutal.

—¿Y lo de andrógina?

—Ya sabes. Poco pecho, muy estilizada, casi una llama o llamarada desde la cintura a la cabeza. La mujer/macho, algo difícil de explicar, pero de las muchas que le gustaban a Umbral. Es decir: la mujer que es más masculina que femenina, o tiene otra clase de feminidad, sí, muy distinta a la hembra con ubres a la española y completamente ágrafa. Algo más minimalista, tú ya sabes.

—Pero ¿Maruja Lapoint escribe?

Claro que escribe.Tiene un libro rarísimo de encontrar que lleva por título Los geranios tienen forma de polla. Algo muy bestia, pero sin erotismo o pornografía alguna, sino más bien, no sé cómo explicártelo, algo sobre las relaciones anormales entre padres e hijos. Los hijos cuyo destino de penden de los pecados cometidos por los padres y los pa dres, de algún modo, cuyos hijos han orientado sus gus tos sexuales.

Bebo mi copa de un solo trago. Evito hacer una nueva pre gunta. Cierro los ojos lentamente, evito cerrarlos pero se me cierran solos. Creo que estoy empezando a marearme. No doy crédito a cuanto escucho, me gustaría que el som brero de Tarazona fuese mío, para así esconderme.Temo que Francisco Umbral llegue a entrar por la puerta en el momento en que menos me lo espero.

Este es el Madrid de mis sueños y el sueño completo que significa estar aquí. En el puto centro de Madrid.

3

Me he vuelto a encerrar en mi habitación. Le he dicho a Tarazona que tenía que escribir nuestro glorioso libro (La vida en las pensiones) y me he ido con viento fresco. Él, gentilmente, me ha entregado una tarjetita con su número de teléfono móvil (también amarilla). Me he puesto a leer algunas páginas, en orden siempre salteado, de Le pays latin de Murger. En primer lugar el prologuista (un tal Luis Hernández Alfonso) advierte que se ha traducido por Barrio latino cuando en realidad debería haberse hecho por El país latino. La explicación no puede ser más contundente: “Ese barrio estaba habitado, sobre todo, por estudiantes, y lo frecuentaban intelectuales y artistas en general. Por esa circunstancia, el resto de los parisienses lo denominaban, un tanto burlonamente, “el país latino” y no “el barrio latino”, por alusión despectiva a los presuntos eruditos que en él desarrollaban —o pretextaban desarrollar— sus actividades de estudio e investigación”. El barrio latino o país latino, sí, corresponde a lugares tan típicos y característicos de París como el venerable edificio Saint Germain-des-Prés, punto de reunión de bohemios, existencialistas y disidentes.

Tumbado en la cama, de cara a la pared, pienso que estoy en el País Latino, con mayúsculas, en lugar de este sórdido zaquizamí de la calle Hortaleza. Así, de cara a la pared, me he creído un poco Onetti. Los periodistas iban a entrevistarle y Onetti, aquí en su madrileña casa alquilada de la Avenida de América, los recibía siempre en la cama, de cara a la pared, no muy aseado, bebiendo coñac y escribiendo en mugrientas agendas.También Julio Cortázar, en su última casa parisina, cerca de Aix-en-Provence, se encerraba en una habitación cuadrada frente a una pared que le impedía ver los árboles y el cielo. Ambos escritores, posiblemente, rechazaban saber nada de la realidad o el tiempo. Sus libros viven ausentes a cualquier clase de tiempo o realidad. Ausencia completa de perspectiva, sí, tal vez en un asunto prácticamente idéntico a cuando Mondrian o Pessoa comían en un restaurante de tercera contra la pared, siempre contra la pared.