2,99 €
Cassius necesitaba una Reina… pero él ya tenía una esposa. El encantador príncipe Cassius se casó con la joven Inara Donati para salvarla de un horrible matrimonio de conveniencia. Sin embargo, su unión lo era solo sobre el papel. Cinco años después, después de que una tragedia lo convirtiera en Rey, Cassius necesitaba herederos y, para ello, requería una reina de verdad. La intelectual Inara no estaba hecha para la vida en la corte, pero cuando Cassius le pidió el divorcio, hasta ella misma se quedó sorprendida por la firmeza con la que se negó a concedérselo… y también por la fortaleza de su propio deseo insatisfecho. Sin embargo, para encontrar el valor de pedirle a Cassius un matrimonio de verdad, Inara debía creer primero que podía ser la reina que él necesitaba…
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 200
Veröffentlichungsjahr: 2022
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2021 Jackie Ashenden
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una reina de verdad, n.º 2932 - junio 2022
Título original: The Wedding Night They Never Had
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1105-694-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
EL PRÍNCIPE Cassius de Leon, segundo en la línea de sucesión al trono de Aveiras, estaba sentado en su limusina, después de una dura y larga noche de fiesta, considerando sus opciones. En el exterior del vehículo esperaban cuatro mujeres, todas hermosas y ansiosas por ser la elegida para ser su compañera aquella noche.
No se iba a precipitar en su elección. A Cassius le gustaba tomarse su tiempo en lo que se refería a sus compañeras en el lecho. La decisión era difícil. No le gustaba desilusionar, pero alguien iba a quedarse fuera. Aunque… tal vez no. Podría quedarse con las cuatro. Después de todo, aquella noche se sentía con bastante energía.
En ese momento, la puerta de la limusina se abrió. Cassius parpadeó.
Se trataba de una mujer menuda, de aspecto frágil, que llevaba el vestido negro más corto y ceñido que había visto nunca. Estaba muy pálida, y tenía una larga melena de cabello plateado, casi blanco, que le llegaba a la cintura. Lo miraba fijamente, bajo unos párpados excesivamente maquillados con sombra azul y unas pestañas llenas de grumos a causa de rímel mal aplicado. Tenían un color gris luminoso y eran los más grandes que había visto nunca.
Cassius volvió a parpadear.
No. No era una mujer. Era una adolescente.
Frunció el ceño. ¿Qué diablos estaba haciendo una adolescente metiéndose en su coche? No era la primera vez, pero normalmente sus empleados conseguían evitar que se le acercaran las personas que no debían.
–Su Alteza –dijo la muchacha con avidez–, lo siento mucho. Sé que es una grosería, pero… bueno… necesito que usted me seduzca.
Cassius parpadeó de nuevo.
–¿Cómo has dicho?
–Necesito que me seduzca. Urgentemente. De hecho, esta misma noche –dijo ella mirando a través de la ventana–. Si es posible, ahora mismo.
Era cierto que la reputación de seductor que tenía Cassius era bien merecida y se sabía que no se negaba nunca a nada que pudiera reportarle placer. Sin embargo, no se aplicaba nunca a las adolescentes y si aquella pensaba que tenía por costumbre seducirlas, su reputación debía de ser aún peor de lo que había pensado.
–Lo primero es lo primero –dijo mirándola fijamente–. ¿Cuántos años tienes?
–Veinte. No soy una niña.
–Claro que eres una niña –replicó Cassius–. Y, desgraciadamente para ti, no soy un pervertido. Sal de la limusina ahora mismo. Me están esperando mujeres de verdad.
La muchacha frunció el ceño y metió la mano en el pequeño bolso plateado que llevaba colgado de un hombro. Sacó un par de gafas y, tras limpiarle los cristales con el vestido, se las puso.
–Mire –dijo ella muy seria–. No tiene que hacerme nada. Solo necesito que todos los demás lo piensen.
Cassius sabía que debía abrir la puerta de la limusina y hacer que uno de sus guardaespaldas se librara de ella. De hecho, no podía comprender por qué no lo hacía, en especial porque tenía varias bellezas dispuestas y esperando con ansiedad a que él las llamara. Sin embargo, se sentía intrigado por el descaro de aquella joven. Hacía falta tener agallas para meterse en la limusina del príncipe de Aveiras y dar por sentado que él no la iba a echar inmediatamente.
Estiró las piernas y se metió las manos en los bolsillos.
–Supongo que me vas a contar por qué necesitas que todo el mundo crea que, de repente, me han empezado a gustar las adolescentes.
–No soy una adolescente, pero la razón es que mis padres quieren que me case con un hombre horrible. Sin embargo, si se corre la voz de que he pasado la noche con el príncipe Cassius, él sabrá que ya no soy virgen y no me querrá.
Cassius esperó a que ella siguiera hablando, pero no fue así. Entonces, justo cuando abría la boca para rechazarla firme, pero delicadamente, ella añadió:
–El hombre es Stefano Castelli.
Cassius cerró la boca.
Stefano Castelli era el cabeza de una familia de la vieja aristocracia. Tenía unos cincuenta años, sin hijos, dado que su esposa había muerto hacía ya algún tiempo. No era ningún secreto que estaba buscando una nueva esposa que le proporcionara un heredero. Lo que sí trataba de ocultar eran los rumores sobre sus gustos sexuales, que parecían ser poco ortodoxos. El hombre era un monstruo y, si aquella niña se casaba con él, no lo seguiría siendo mucho tiempo.
–¿Cómo te llamas? –le preguntó él con curiosidad. Si era objeto de un matrimonio de conveniencia debía de ser de una de las familias aristocráticas de Aveiras.
–Inara Donati –respondió ella mirándolo fijamente–. ¿Y bien? ¿Me va a ayudar?
Cassius no había oído hablar de los Donati, aunque, en realidad, nunca había prestado demasiada atención a las interminables lecciones sobre protocolo real a las que su padre les había sometido a su hermano y a él cuando solo eran unos niños y que, entre otras cosas, requerían que los dos memorizaran los nombres de las familias más importantes de Aveiras.
Tal vez los Donati formaban parte de los nouveau riche que ansiaban establecer vínculos con la aristocracia para potenciar su estatus social. Fuera cual fuera su caso, si lo que decía aquella muchacha era cierto, y probablemente no estaba mintiendo, el hecho de que fueran a casarla con Stefano Castelli distaba mucho de ser un delito.
Cassius raramente se preocupaba por otros, porque estaba totalmente comprometido con su disoluta vida, pero no le gustó aquel pensamiento. En absoluto.
–Necesito más información. Por ejemplo, tu verdadera edad.
Ella pareció molesta por aquel comentario.
–No veo cómo…
–Si haces el favor…
–Está bien –comentó ella con desagrado–. Tengo dieciséis años.
No era ilegal casarse a los dieciséis si se tenía el permiso de los padres. Y, en aquel caso, más que permiso parecía insistencia.
–Entiendo. ¿Y por qué insisten en el matrimonio?
–Porque los Castelli son una familia de rancio abolengo y mis padres quieren formar parte de la aristocracia. ¿Algo más?
–¿Hay otros miembros de la familia que pudieran ayudarte? ¿Amigos, tal vez?
–Soy hija única y nadie osaría oponerse a mi padre.
Una situación difícil, más aún cuando los padres tenían la responsabilidad legal sobre ella hasta que cumpliera los dieciocho años.
«Sin embargo, podrías ayudarla. Nadie le dirá no a un príncipe. Tal vez sea la oportunidad de demostrarle a tu padre de qué pasta estás hecho».
En realidad, a Cassius no le importaba lo que su padre pensara de él, pero el rey había estado recriminándole últimamente su comportamiento y Cassius se estaba cansando. Aunque era cierto que cuando su hermano ascendiera al trono él sería su mano derecha, Cassius no iba a ser rey. Entonces, ¿por qué tenía que cumplir con lo que su padre deseara?
Aquella muchacha había acudido a él para pedirle ayuda. De hecho, lo miraba como si fuera su salvador. Era una novedad para Cassius, sobre todo cuando su propia familia tendía a considerarlo una desilusión. En cuanto a sus amantes, solo se mostraban ansiosas por el placer que él pudiera darles. Nadie lo miraba como si pudiera salvarlo, como si fuera la respuesta a todas sus plegarias. Y eso le gustaba.
No obstante, convertirse en el salvador de aquella muchacha sería difícil. Era menor de edad y, por lo tanto, estaba aún bajo la tutela de sus padres. Aunque él pudiera encontrarle un refugio, si sus padres la reclamaban, Cassius no podría impedirlo. Nadie estaba por encima de la ley, ni siquiera los miembros de la realeza.
Podría pedirle ayuda al rey, pero su padre nunca consideraba muy favorablemente aquel tipo de situaciones. Además, una pequeña parte de él no quería pedirle ayuda a nadie. Una pequeña parte de él quería salvar en solitario a aquella muchacha.
¿Cómo podía hacerlo? Si, de algún modo, pudiera convertirse en su tutor legal, sería lo ideal, pero también era imposible considerando que sus padres seguían con vida.
La muchacha frunció el ceño.
–Es fácil. Lo único que tienes que hacer es tenerme aquí un par de horas y todo el mundo pensará que…
–Todo el mundo pensará que ahora me gustan las menores y, aunque es cierto que no me importa mucho mi reputación, sí me importa lo suficiente como para no querer que esa clase de rumores se relacionen con mi apellido.
–Ah, no había pensado en eso…
–Evidentemente –replicó él–. También me temo que, aunque la virginidad sea muy valorada en algunos círculos, estoy bastante seguro de que a Stefano Castelli no le importará que tú no lo seas. Solo quiere herederos.
–Entonces, ¿qué puedo hacer? –preguntó la muchacha llena de desesperación–. Podría marcharme del país, podría…
–¿Y adónde irías? Supongo que no tienes ni pasaporte ni dinero. Y, aunque lo tuvieras, los tribunales se ocuparían enseguida de que regresaras con tu familia.
La muchacha exhaló un suspiro y apartó la mirada. Estaba parpadeando con fuerza, esforzándose para no llorar.
–En ese caso –susurró con voz temblorosa–, supongo que no tengo elección. Lo siento, Su Alteza. Es mejor que me marche.
Sin embargo, Cassius ya había tomado una decisión. La muchacha estaba aterrada y en peligro y había acudido a él en busca de ayuda. No a su hermano, el noble heredero que no hacía nunca nada malo, sino a él.
Para aquella niña, no era el hijo disoluto e inútil. Para ella, no era un príncipe seductor y egoísta. Para ella era un héroe, su potencial salvador.
Y eso sería precisamente lo que sería.
–Espera…
Mientras pensaba con rapidez en las opciones que tenía, se le había ocurrido una manera en la que podría convertirse en su tutor. Solo lo haría para salvarla del matrimonio con un monstruo y para que sus padres quedaran contentos al mismo tiempo.
Se casaría con ella.
Aquella decisión lo sorprendió y, sin duda, escandalizaría a sus padres y a todo el mundo. Sin embargo, no era ninguna novedad para él. Cassius nunca sería la clase de príncipe que ellos querían. De hecho, hacía mucho tiempo que había dejado de intentarlo.
Por el contrario, para aquella muchacha sería un héroe. En cuanto a los padres de ella, seguramente estarían encantados de tener como yerno a un príncipe en vez de simplemente a un noble. Le ofrecería a aquella joven su protección, su apellido. En realidad, ella se convertiría en su pupila. La cuidaría hasta que ella alcanzara la mayoría de edad. Dos años. No era más. Entonces, se divorciarían y ella estaría libre de las garras de sus padres para siempre.
Ciertamente, era una solución poco ortodoxa, pero lo principal era que ella estaría a salvo. Y sería él quien la hubiera salvado.
La muchacha lo miraba con enormes ojos, como si toda su existencia dependiera de lo que Cassius fuera a decirle.
–Hay una manera en la que puedo ayudarte –le dijo mirándola fijamente–, pero me temo que tal vez no te guste.
–No puede ser peor que tener que casarme con Stefano Castelli.
–Eso depende –dijo Cassius–. ¿Qué te parecería casarte conmigo?
SU MAJESTAD ha llegado, Alteza.
Inara levantó la vista del correo que había estado escribiendo y miró a Henri, su mayordomo.
–¿Cómo? ¿Ya?
El mayordomo, que estaba acostumbrado a los lapsus de Inara en lo que se refería al tiempo, inclinó la cabeza hacia un lado.
–Así es, Alteza. Está en el salón lavanda.
Inara sintió que los latidos del corazón se le aceleraban. El salón lavanda no era en aquellos momentos el más ordenado del palacio y sabía que su esposo valoraba mucho el orden. Henri y Joan, su esposa, mantenían la finca en perfecto estado, pero seguramente ella no lo habría dejado al nivel que esperaba el rey.
Horrible.
Inara sintió que el rostro se le encendía. Se puso de pie y sintió que el corazón le latía aún más rápido. Tenía las palmas sudorosas y le faltaba el aliento.
Siempre que él iba de visita, era así. Llevaban cinco años casados, y ella seguía tan enamorada de Cassius como siempre. Por el contrario, él apenas reconocía su existencia.
Era cierto que la visitaba con regularidad, protegiéndola del escándalo que su matrimonio había causado. También se aseguraba de que la cuidaban perfectamente. La prensa la había apodado como «la esposa olvidada del príncipe». No importaba. A Inara le traía sin cuidado.
Él la había salvado de sus padres con su apellido y su poder. Le había permitido que terminara sus estudios y que acudiera a la universidad para realizar un grado en Matemáticas. La mayoría del tiempo la dejaba a solas, aunque solía visitarla para cenar o desayunar.
A Inara le encantaban aquellas visitas.
Desgraciadamente, dos años después de su boda, toda la familia del príncipe había fallecido en un accidente y él se había convertido en rey. Entonces, las visitas habían cesado.
Inara se limpió las manos en el vestido sin pensar.
–Dios, creo que dejé un montón de tazas allí y…
–Todo está perfecto –la interrumpió Henri tal y como la hablaría un padre–. No se preocupe, Alteza.
Inara le dedicó una sonrisa de agradecimiento y se llevó la mano al cabello, preguntándose si debería hacerse algo. Luego, cuando vio que Henri negaba con la cabeza, la bajó. No tenía tiempo de cambiarse ni de preocuparse de su aspecto. Al rey no le gustaba que lo tuvieran esperando.
Rodeó el escritorio y salió al pasillo. Se había mudado allí desde Katara, la capital, cuando Cassius ascendió al trono. Era el palacio en el que las reinas de Aveiras solían pasar las vacaciones. Estaba en medio del campo, rodeado de bosques y tierras de cultivo. A ella le encantaba por su aislamiento. Allí estaba lejos de la ciudad y de su frenético ritmo, lejos del escrutinio de la prensa y de los ojos de todo el mundo, que siempre le hacían sentirse pequeña, poco agraciada y totalmente inadecuada.
Cassius solo la había visitado en un par de ocasiones desde que fue coronado. Prefería que ella fuera a la ciudad cuando la agenda real así lo requería. Por ello, Inara no hacía más que preguntarse por qué estaba él allí.
De repente, se sintió muy nerviosa, pero trató de controlarse. No quería que nada arruinara la alegría que sentía de verlo.
La puerta del salón estaba abierta, por lo que entró sin detenerse. Su esposo estaba frente a la chimenea, de espaldas a ella. Parecía una alta y corpulenta estatua ataviada con un traje oscuro. Tenía las manos a la espalda y el sello real de Aveiras le relucía en el dedo anular de la mano derecha, mientras la alianza de boda lo hacía en la izquierda. Incluso de espaldas a ella, dominaba la estancia.
Inara sintió que se le hacía un nudo en el pecho. Siempre le ocurría lo mismo cuando estaba cerca de él. Se sentía tan nerviosa que el cerebro parecía no funcionarle. Además, no podía dejar de mirarlo.
Trataba de ocultar la atracción que sentía por él, pero sospechaba que él lo sabía. Era un hombre de más edad, de más experiencia y, desgraciadamente, no tenía ni un pelo de tonto. Sin embargo, nunca lo había mencionado, algo por lo que ella le estaba muy agradecida. Fingía no notar cuando Inara tartamudeaba o cómo le sudaban las manos y se mostraba tolerante con sus despistes.
Ciertamente, era una bendición que ella solo lo viera de tarde en tarde.
Se colocó las gafas sobre la nariz, respiró profundamente y abrió la boca para saludarlo.
–¿Cómo estás, Inara? –le preguntó Cassius antes de que ella pudiera hablar. Seguía de espaldas, mirando el cuadro de un campo de lavanda que colgaba encima de la chimenea y que le daba al salón su nombre.
–Yo… bien –susurró ella mientras se frotaba las manos sobre el vestido–. Estaba hablando con el profesor Koskinen de Helsinki sobre una teoría en la que he estado trabajando. Es muy interesante.
–Estoy seguro de ello, pero, me temo que no estoy aquí para hablar de tus teorías.
–Entonces, ¿por qué estás aquí?
Lentamente, él se dio la vuelta. Inara sintió que se le hacía un nudo en el corazón.
Cassius de Leon, rey de Aveiras, era sencillamente el hombre más guapo que había visto en toda su vida. Cuando estaba cerca de él, perdía la capacidad de hablar. Con su metro noventa de estatura, era mucho más alto que la mayoría de los hombres y su corpulencia le daba el aspecto de un guerrero medieval. Tenía el cabello negro como el azabache y los ojos de color ámbar. Sus rasgos poseían una potente belleza masculina que cautivaban a todos los que lo veían.
Cuando Inara lo conoció, él no era más que un famoso playboy con un gran poder de seducción y una encantadora sonrisa que le daban acceso a todos los dormitorios de Europa y más allá.
Sin embargo, aquellos días habían llegado a su fin. Aquel encanto ya no hacía acto de presencia. Solo había una fría e imponente autoridad que hacía que todo se plegaran ante él.
El príncipe playboy había desaparecido para dejar en su lugar a un rígido e inflexible rey.
Un rey que era su esposo.
Inara apretó los dientes y con dificultad, lo miró a los ojos.
–Es muy sencillo –dijo el rey–. Estoy aquí porque quiero divorciarme.
Cassius esperaba que su esposa asintiera y le dijera que estaba de acuerdo con el divorcio para luego ofrecerle una taza de té y comenzar a hablar sobre lo que tuviera entre manos en aquellos momentos. Seis meses atrás, cuando fue a verla por última vez, ella se había puesto a hablar de la materia oscura y había hecho que se perdiera en cuestión de minutos.
Para ser justos, tal vez eso había tenido más que ver con el hecho de que ella llevara puesta una camisa demasiado transparente a través de la cual se podía ver perfectamente un sujetador de encaje. Cassius se había sentido demasiado distraído.
Otra razón, como si necesitara otra más, por la que el divorcio era buena idea.
Sin embargo, en esta ocasión, Inara no reaccionó del modo esperado. Su rostro palideció y entreabrió los labios con un gesto de sorpresa.
–¿Divorciarte? –preguntó ella con voz ronca.
Parecía como si él la hubiera apuñalado por la espalda. Habían acordado que se divorciarían cuando ella cumpliera los dieciocho años, pero sus padres y su hermano murieron, él se convirtió en rey y todo se había puesto patas arriba de la noche a la mañana.
Un divorcio había sido lo último que a él le hubiera gustado y también lo último que el país necesitaba después del shock que causó la muerte del rey y del heredero. Lo que necesitaba Aveiras era estabilidad y normalidad y eso era lo que él había proporcionado.
Sin embargo, ya habían pasado tres años y el país se había recuperado, por lo que la prioridad en aquellos momentos era proporcionar un heredero. Sus ministros no dejaban de insistir al respecto y Cassius sabía que era su deber. Era el único miembro superviviente de su familia, por lo que tenía que asegurar la dinastía con hijos y cuantos más mejor.
Necesitaba una mujer que pudiera ser una esposa real para él, que pudiera proporcionarle el heredero que necesitaba y que ocupara su lugar como una reina de verdad. Alguien que pudiera reunirse con jefes de estado y ejercer su papel en eventos de la Casa Real con elegancia y autoridad, alguien que tuviera la dignidad de su madre, la última Reina de Aveiras. Y, más aún, alguien que no fuera la adolescente con la que se había casado cuando era más joven y estúpido, cuando aún pensaba que podría ser el salvador de otra persona. Cuando había creído que salvarla demostraría que no era tan egoísta como su padre siempre lo había considerado.
Los ojos grises de Inara brillaban enormes tras las lentes de sus gafas. Tenía los puños apretados. Llevaba un vestido blanco que era tan transparente como la camisa que había lucido la vez anterior, tanto que veía perfectamente el sujetador morado y las bragas azules que llevaba puestas.
No debería mirarla. Los días en los que se dejaba llevar por sus apetitos más básicos habían llegado a su fin. Habían muerto con su hermano.
Inara llevaba el cabello revuelto como siempre, sus rizos rubios platino le llegaban hasta la cintura, pero parecía que no habían sido cepillados recientemente. Además, tenía una raya azul sobre la mejilla, como si se hubiera pintado accidentalmente con un bolígrafo.
Ciertamente, distaba mucho de parecer una reina.
En realidad, no lo había parecido nunca. Cuando se casó con ella, aquello había sido lo último en lo que él había estado pensando.
–Pero… –tartamudeó Inara–… pero… ¿puedo preguntarte por qué?
–Para serte sincero, necesito herederos –respondió él mirándola con impasibilidad–. Estoy seguro de que entiendes por qué. De igual modo, Aveiras necesita una reina que se interese activamente por el país y que me apoye en mis deberes como rey.
–Oh… entiendo…
Ella seguía muy pálida, lo que resultaba extraño. Desde el principio, el plan no había sido seguir casados mucho tiempo y, además, Cassius sabía que no le gustaba vivir en la ciudad ni ser reina. Debería haberse alegrado de recibir aquella noticia…
–Podrás mantener esta residencia, si eso es lo que te preocupa. O podrías elegir otra que te guste más, si es eso lo que prefieres –añadió Cassius al ver que ella no decía nada–. Por supuesto, tendrás una asignación mensual que te permitirá un estilo de vida bastante cómodo.
Inara siguió sin decir nada. Se limitaba a mirarlo como si él le hubiera hecho daño.
–Tu vida no cambiará. Puedes quedarte aquí y seguir con tus estudios. No tienes que mudarte si eso es lo que deseas. Tampoco tendrás que venir a Katara nunca más. Serás libre del modo en el que siempre has deseado serlo.
La expresión atónita de Inara no se borró de su rostro. Después de un instante, apartó la mirada. Ciertamente, no parecía muy contenta con la noticia. Cassius no lo comprendía. Cuando él le ofreció protección aquella noche en su limusina, hacía ya cinco años, ella se había mostrado cautelosa y con motivo. Había querido escapar de un matrimonio, no meterse de cabeza en otro.