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La historia de la tecnología es el reflejo vivo de las necesidades y las inquietudes humanas, al amparo de los límites fijados por las leyes físicas. En los albores de este nuevo milenio, estamos asistiendo al impulso de la más revolucionaria de las tecnologías, la que basa su potencial en la manipulación de la materia a escala atómica y molecular. Los retos científicos son tan inmensos como las oportunidades tecnológicas. Desde la nanoescala nos llegan soluciones a algunos de los problemas más grandes de la humanidad, como los relativos a la salud humana y el desarrollo sostenible del planeta. «Una revolución en miniatura», XV Premio Europeo de Divulgación Científica Estudi General, examina el papel determinante de la nanotecnología a la hora de afrontar algunos de los más grandes problemas de la humanidad, así como fascinantes retos y desafíos tecnológicos.
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Seitenzahl: 209
Veröffentlichungsjahr: 2011
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Director de la colección:
Fernando Sapiña
Coordinación:
Soledad Rubio
Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente,
ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información,
en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico,
electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.
© Del texto: Amador Menéndez Velázquez, 2010
© De la presente edición:
Càtedra de Divulgació de la Ciència, 2010
www.valencia.edu/cdciencia
Publicacions de la Universitat de València, 2010
www.uv.es/publicacions
Producción editorial: Maite Simón
Corrección: Pau Viciano
Cubierta:
Imagen: © Chris Ewels (www.ewels.info)
Diseño original: Enric Solbes
Grafismo: Celso Hernández de la Figuera
Realización de ePub: produccioneditorial.com
ISBN: xxx-xx-xxx-xxxx-x
A las personas más grandes y generosas
que he conocido, mis padres
Premios Literarios Ciutat d’Alzira 2009
Esta obra obtuvo el XV Premio Europeo de Divulgación Científica Estudi General, instituido por la Universitat de València y el Ayuntamiento de Alzira y con el apoyo de Bancaixa. Formaban parte del jurado Carlos Correal, Esteban Morcillo, Carolina Moreno, Jesús Purroy y Fernando Sapiña.
A los locos. A los inadaptados.
Los rebeldes. Los que causan problemas.
Los círculos en los agujeros cuadrados.
Aquellos que ven las cosas diferentes.
Ellos no son aficionados de las reglas y no tienen respeto por el statu quo.
Puedes citarlos, estar en desacuerdo con ellos, glorificarlos o difamarlos.
Pero la única cosa que no puedes hacer con ellos es ignorarlos.
Porque ellos cambian las cosas.
Ellos empujan a la humanidad hacia adelante.
Y mientras que algunos pueden verlos como los locos, nosotros vemos genios.
Porque las personas que están lo suficientemente locas para pensar que pueden cambiar el mundo, son las que lo logran.
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Capítulo 0
LAS REVOLUCIONES CIENTÍFICO-TECNOLÓGICAS
Quizás sea difícil aceptar que los cambios y avances tecnológicos remodelan y trazan nuestro mundo y formas de vida, pero un contexto histórico puede ayudarnos a visualizar y asumir esta realidad. Por otra parte, el ritmo del cambio tecnológico se está acelerando. En las próximas décadas, se pueden producir más cambios tecnológicos que en todo el siglo pasado. Las lecciones de las anteriores revoluciones tecnológicas son nuestra mejor guía cuando nos enfrentamos a la siguiente. Por eso hemos querido articular este capítulo cero, en un intento de concienciar al lector del impacto de la ciencia y la tecnología en nuestra sociedad.
La primera mitad del siglo XX fue testigo de una explosión tecnológica que alteró sustancialmente la forma en que vivimos. En 1900 se consideraba imposible la existencia de máquinas voladoras más pesadas que el aire; para nuestra sorpresa, en 1950 los aviones ya se aproximaban a la velocidad del sonido. En 1900, las personas no tenían coches, electricidad o agua corriente; en 1950, los tuvieron a su alcance. Los mismos cincuenta años vieron una parte esencial del desarrollo de los antibióticos, la radio, la televisión, los plásticos, las armas nucleares y los equipos mecanizados. Tractores, cosechadoras y equipos similares redujeron en un factor de diez el número de personas necesarias para producir una determinada cantidad de alimentos.
En gran medida, la marcha del progreso continuó a través de la segunda mitad del siglo. Los aviones de pasajeros se convirtieron en algo común y, con el Boeing 747, el transporte aéreo se hizo rentable para algunos tipos de mercancías. La red mundial de comunicaciones forjó una economía mundial. Televisores, ordenadores, teléfonos celulares y aparatos similares pasaron a formar parte de nuestras vidas cotidianas. Se lograron algunas proezas históricas, como ese 21 de julio de 1969 en el que el hombre pisó la Luna.
Si en 1900 le hubiese dicho a un agricultor que algunos de sus descendientes en un siglo se pasarían la mayoría del tiempo en edificios con calefacción y aire acondicionado, sentados delante de un ordenador, hablando, leyendo y escribiendo, lo podría haber creído si fuera un creyente en el progreso. Si le hubiera dicho que eso se llamaría «trabajo», probablemente se habría reído en su cara. Los triunfos de la tecnología del siglo XX –el estómago lleno y el hecho de no tener que hacer trabajo físico– son una realidad, aunque hayan acarreado otros problemas.
Y si el progreso no va aún más rápido es porque hay un fenómeno real de los rendimientos decrecientes. Una máquina de afeitar con dos láminas no es dos veces tan útil como una con una sola hoja. Los coches alcanzaron un límite de velocidad y, por lo tanto, un límite de utilidad, debido a las limitaciones de los reflejos humanos y no a las limitaciones de la capacidad mecánica. Asimismo, los aviones de pasajeros alcanzaron un límite de velocidad como resultado de los regímenes económicos y de optimización del vuelo. La tecnología para el vuelo supersónico de pasajeros está preparada, sólo que cuesta demasiado.
EL PROGRESO CIENTÍFICO
En la primera mitad del siglo XX se produjo un gran impulso de la química y la física, revolucionando la forma de entender el comportamiento de la materia ordinaria con la mecánica cuántica. En 1950 un científico podía dar una explicación racional de propiedades de los materiales, basándose en las minúsculas partes que los constituyen. El científico de 1900 a lo más que podría haber llegado es a un conjunto de observaciones empíricas.
Avanzamos rápidamente hasta 1825. Los químicos siguen descubriendo nuevos elementos, dividiéndolos en dos clases –inorgánicos y orgánicos– que nunca confluían. Los compuestos orgánicos forman parte de los seres vivos, mientras que los inorgánicos los pueden crear los químicos en tubos de ensayo. Se pueden descomponer los compuestos orgánicos, por supuesto, basta con quemarlos. Pero ponerlos juntos, se pensaba, requeriría una fuerza de vida inefable. Entonces en 1825 un joven profesor de química, Friedrich Wöhler, produjo un sólido inerte de una mezcla acuosa de cianuro de hidrógeno y amoníaco. En 1828 se había logrado demostrar que el compuesto era químicamente idéntico a la urea, un compuesto orgánico que se encuentra en la orina.
La química ha sido una gran fuerza impulsora, haciendo posibles grandes cambios en los siglos XIX y XX. La elevada producción de amoniaco, ácido sulfúrico, cemento, hierro, aluminio, drogas, fibras, tintes, polímeros, plásticos, productos derivados del petróleo, etc. ha cambiado el mundo. La química impulsó varias economías. En el año 1947, en pleno apogeo de la química, se descubrió el transistor, la base de la moderna electrónica y computación. Más tarde vino el circuito integrado, que revolucionó más estos sectores e hizo posible una verdadera electrónica de consumo. Nacía así la era de la física.
A pesar de estos avances, seguíamos sin entender el maravilloso fenómeno de la vida. En 1944, sin embargo, las cosas habían avanzado hasta el punto de que Erwin Schrödinger escribió ¿Qué es la vida? Este ensayo histórico presentaba un argumento convincente de que una serie de fenómenos a nivel celular podrían ser parte de una cadena ininterrumpida de la explicación, confluyendo finalmente en la mecánica cuántica (de la que el propio Schrödinger fue uno de los principales impulsores). Nueve años más tarde, Francis Crick, James Watson y Maurice Wilkins descubrieron la estructura del adn, basándose en medidas de difracción de rayos X de Rosalind Franklin. Las puertas a la comprensión de la vida se abrieron por completo.
Cuando estudiaba en el colegio, recuerdo que mi profesor de biología explicaba las cuatro propiedades que hacen que los seres vivos seamos diferentes de los seres inanimados. Éstas eran organización, metabolismo, reproducción e irritabilidad. Organización significa que los organismos tienen una estructura interna compleja, que se compone de células, y a su vez estas células tienen su propia estructura interna. Metabolismo hace referencia al consumo de alimentos para el crecimiento y la actividad. Reproducción es un proceso biológico que permite crear nuevas criaturas. Y la irritabilidad se refiere a la reacción de un individuo ante los estímulos negativos, que va desde la acción consciente de los seres humanos a los tropismos de las plantas.
Lo que no nos explicaba, en parte porque era sólo un curso introductorio, era cómo todas las propiedades son el resultado de la actividad de las máquinas moleculares. La vida es un fenómeno molecular, un fenómeno en la nanoescala. Y algunas complejas nanomáquinas, como los ribosomas, son capaces de crear nuevas nanomáquinas. Desde aquel 1953 hemos progresado mucho en la respuesta a ese interrogante eterno sobre la vida. ¡Hoy sabemos qué somos, al menos desde el punto de vista biológico!
De igual manera que hubo una era de la física, de la quí-mica... muchos predicen que la próxima era será la de la bio-logía y los materiales. Pero en dicha era es muy probable que sean los puntos de contacto entre las disciplinas, antes que las disciplinas en sí mismas, lo que más contribuya al desarrollo. Estamos ante una convergencia científico-tecnológica como motor de impulso. ¡Y esa convergencia se produce en la nanoescala!
Capítulo 1
HACIA EL NANOMUNDO
Imagine disociar un cuerpo humano en los bloques fundamentales que lo componen. Nos encontraríamos con una parte considerable de gases, principalmente hidrógeno, oxígeno y nitrógeno; cantidades importantes de carbono y calcio; pequeñas fracciones de varios metales como hierro, magnesio y zinc; y muy pequeñas trazas de muchos otros elementos químicos (véase la tabla 1). El coste total de estos materiales sería inferior al coste de un par de zapatos. ¿Valemos tan poco los humanos? Obviamente no, principalmente porque es la disposición de estos elementos y la forma en la que están unidos lo que nos permite a los seres humanos comer, hablar, reproducirse, pensar o escribir este libro.
«Carbón y diamantes, arenas y chips de ordenador, cáncer y tejido sano: a través de la historia, las variaciones en la disposición de los átomos han distinguido lo barato de lo valioso, lo enfermo de lo sano. Ordenados de un modo, los átomos forman el suelo, el aire y el agua; ordenados de otro modo, las frutas maduras. Ordenados de un modo forman hogares y aire fresco; ordenados de otro, cenizas y humo». Así empezaba Eric Drexler su libro Máquinas de creación del año 1986. Efectivamente, el valor no está en los propios átomos, sino en la disposición de los mismos. Sería entonces maravilloso contar con una tecnología que nos permitiese mover los átomos, reordenarlos a voluntad. La nanotecnología es la tecnología que lo hace posible. Es una ingeniería a escala atómica y molecular.
La nanotecnología debe su nombre a una unidad de longitud, el nanómetro. Como ya hemos mencionado, el nanómetro (nm) es la milmillonésima parte del metro. Resulta difícil imaginar cantidades tan pequeñas, pero hagamos un pequeño esfuerzo. Imaginemos una circunferencia especial, un meridiano de la Tierra que pasa por París y ambos polos. Si dividimos la longitud de esta circunferencia en diez millones de partes, obtenemos el metro. Esa es precisamente una de las definiciones de metro. Pues bien ahora dividamos el metro aún más, no en diez millones de partes, sino en mil millones de partes. Nos encontramos entonces con el nanómetro. Ciertamente, es una cantidad muy, muy pequeña. Es en ese diminuto territorio donde habitan los átomos y las moléculas.
En su definición más amplia, la nanotecnología engloba a cualquier rama de la tecnología que hace uso de nuestra capacidad de controlar y manipular la materia en escalas de longitud comprendidas entre 1 nm y 100 nm. ¿Cómo desarrollar esta tec-nología? ¿Podríamos intentar duplicar, a una escala más pequeña, los principios que han resultado acertados para nuestros logros de la ingeniería a escala macroscópica? ¿O deberíamos intentar copiar la manera en la que la biología opera?
En la nanoescala, las leyes de la física se manifiestan de forma diferente y sorprendente. Sería entonces más acertado explorar el funcionamiento de la biología celular y comprender cómo las diferentes elecciones por las que ha optado la evolución han estado condicionadas por las leyes de la física en la nanoescala. Es entonces cuando descubriremos los principios a seguir a la hora de diseñar sistemas sintéticos, que persiguen algunos de los mismos fines que las máquinas nano-biológicas.
NANO Y NATURALEZA
Es posible abordar la nanociencia y la nanotecnología desde diferentes aproximaciones. Pero, en este primer capítulo de apro-ximación al nanomundo, hemos querido que la naturaleza tuviese un protagonismo destacado. El hombre ha aprendido mucho de la misma. Aún así, sus técnicas de fabricación son primitivas y la eficiencia de las mismas está lejos de la conseguida por la naturaleza. Por ejemplo, no hemos logrado alcanzar el rendimiento de la fotosíntesis a la hora de almacenar energía. Por otra parte, la luciérnaga produce luz fría con un despilfarro de ener-gía casi nulo, mientras que una bombilla incandescente convencional desperdicia hasta el 98% de su energía en forma de calor. Ninguna fábrica purifica y almacena el agua tan eficazmente como las sandías. Éstos son tan sólo algunos ejemplos.
Continuemos con un examen crítico. El cerebro de una persona puede, en principio, almacenar y procesar más información que los ordenadores actuales. Es improbable que una cámara de video capture imágenes con mayor nitidez que el ojo humano. Los receptores olfativos del perro son mucho más sensibles que los que hemos sido capaces de desarrollar, aunque se hayan logrado espectaculares detectores monomoleculares. El escarabajo Melanophila, que desova en madera recién quemada, posee un detector biológico de la radiación infrarroja que emite la madera en esas circunstancias, percibiéndola a decenas de kilómetros. Los últimos sistemas de alarma resultan primitivos comparados con el sexto sentido de los animales. Pues bien, la naturaleza realiza todas estas funciones sin ninguna ostentación; lo vienen haciendo desde tiempos inmemoriales y de forma precisa una y otra vez.
Sigamos rebajando nuestro ego. Nuestra tecnología actual aún no ha alcanzado un rendimiento óptimo en la captura y conversión de energía. Los más avanzados sistemas fotovoltaicos del mercado convierten la luz en energía con sólo un 16% de eficiencia. Nuestros mejores motores de combustión interna trabajan con un rendimiento en torno al 52%. Mientras cocinamos, utilizamos el 38% (en el mejor de los casos) de la energía térmica producida por el gas. Sin embargo, nuestro cuerpo aprovecha casi toda la energía química que produce, al igual que las plantas o las bacterias. Si fuésemos tan ineficientes como un motor eléctrico necesitaríamos consumir mucha más comida de la que hoy ingerimos y no habría alimentos suficientes para todos nosotros.
La naturaleza, en su conjunto, fija entre 110 y 120 mil mi-llones de toneladas de dióxido de carbono al año a través de la fotosíntesis. Nosotros los humanos sólo emitimos 0,65 miles de millones de toneladas de dióxido de carbono a través de nuestra respiración. Pero las emisiones de dióxido de carbono debidas a la actividad humana constituyen alrededor de 8 mil millones de toneladas, el 77,5% de las cuales se debe exclusivamente a la combustión de combustibles fósiles. Durante dicho proceso producimos muchos otros residuos como humo, compuestos orgánicos complejos y óxido de nitrógeno. Evidentemente, las tecnologías que hemos desarrollado son mucho menos respetuosas con el medio ambiente que las que operan en la naturaleza.
Para lograr tales hazañas, la naturaleza ha venido trabajando desde hace mucho tiempo en la nanoescala. Trece mil ochocientos millones de años de i+d+i, desde ese primer momento en el que tuvo lugar la Gran Explosión, la avalan. No es de extrañar que en todo ese tiempo la naturaleza haya tenido oportunidad de realizar múltiples ensayos, sobreviviendo sólo los mejores al paso del tiempo. Tampoco debe sorprendernos que haya buscado ingeniosas soluciones. A modo de ejemplo, pensemos en las partículas de magnetita (Fe3O4) de tamaño nanométrico fabricadas por la bacterias Magnetospirillum magnetotacticum. Dichas bacterias fabrican partículas con una morfología específica, capaz de inducir propiedades magnéticas. Este magnetismo actúa como una especie de imán que ayuda a las bacterias a encontrar una dirección favorable para su crecimiento.
Asimismo, la naturaleza nos proporciona valiosas lecciones de economía. La formación de una sandía es más compleja que el más complejo de los circuitos integrados y, sin embargo, cuesta mucho menos. En definitiva, todos estos ejemplos ponen también de manifiesto que es posible alcanzar una mayor eficiencia y rentabilidad siguiendo los pasos de la naturaleza.
NANO: EL PRINCIPIO
Como hemos visto en la sección anterior, la naturaleza ha sido y continúa siendo el nanotecnólogo por excelencia. Pero mucho antes de que se vislumbrase el potencial de la nanotecnología y se acuñase esta palabra, muchas de las tecnologías y procesos desarrollados por la humanidad se basaban en la manipulación de la materia en la nanoescala, aún cuando no fuésemos conscientes de ello. Tomemos como ejemplo la invención de la tinta por los egipcios o el descubrimiento del jabón. Ha habido muchos otros nanoproductos a nuestro alrededor. Remontémonos en el tiempo al siglo IX, cuando los habitantes de Mesopotamia utilizaban nanopartículas metálicas para obtener un efecto brillante en la alfarería. O pensemos en Faraday cuando preparó oro coloidal (diminutas partículas de oro en agua) en 1856 y se refirió a él como «metales divididos». Efectivamente, el oro metálico, al dividirse en finas partículas con tamaños comprendidos entre 10-500 nm, puede permanecer suspendido en agua. Viajemos ahora a 1890, año en el que el bacteriólogo alemán Robert Koch descubrió que compuestos de oro inhibían el crecimiento de las bacterias. Ello le valió el Premio Nobel de Medicina en 1905.
En realidad, el uso del oro en preparaciones médicas data de tiempos aún más remotos. En el método medicinal indio llamado Ayurveda se utiliza el oro para diferentes aplicaciones. Una muy popular se denomina Saraswatharishtam y se prescribía para mejorar la memoria. Se añadía a ciertas preparaciones medicinales para bebés, con el objetivo de mejorar su capacidad mental. Todos estos preparados utilizaban oro finamente molido. El metal también se utilizaba con fines medicinales en el antiguo Egipto, en concreto para el cuidado dental. En Alejandría, los alquimistas desarrollaron un potente elixir coloidal llamado oro líquido, un preparado que pretendía devolver la juventud. Por otra parte, el gran alquimista y fundador de la Medicina moderna, Paracelso, desarrolló muchos tratamientos muy efectivos a partir de minerales metálicos, entre ellos el oro. Aunque inconscientemente, todos estos desarrollos incorporaban oro o compuestos del mismo de tamaño nanométrico.
El oro coloidal también se ha incorporado a vasos y jarrones para darles color. La más antigua es la copa de Licurgo del siglo IV d. de C., diseñada por los romanos. La copa se ve roja con luz transmitida (si la fuente de luz se halla dentro de la copa) y verde con luz reflejada (si el foco de luz se halla fuera). ¿Qué es lo que contribuye al color del vidrio? Contiene cantidades muy bajas de oro (alrededor de 40 partes por millón) y de plata (alrededor de 300 partes por millón), en forma de nanopartículas.
UN DISCURSO MÍTICO