Una semana redonda - José Federico Barcelona Martínez - E-Book

Una semana redonda E-Book

José Federico Barcelona Martínez

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Beschreibung

Los siete cuentos que componen este libro delimitan una semana en tiempos de pandemia. Resalta la hondura de las reflexiones en torno a la vejez, el humor fresco que permite no decaer del todo ante un mundo atravesado por la calamidad y los conflictos de una familia y su entorno social. Son historias atravesadas por un nihilismo sardónico, sin estridencias, de una persona de edad avanzada que construye un mundo desde su propia fragilidad y deterioro. Del Acta del Jurado

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Una semana redonda

José Federico Barcelona Martínez

Primer Premio Internacional de Cuento Universidad de Antioquia

Colección Premios Nacionales de Cultura Universidad de Antioquia

Primer Premio Internacional de Cuento Universidad de Antioquia

Colección Premios Nacionales de Cultura Universidad de Antioquia

© Vicerrectoría de Extensión, Departamento de Extensión Cultural, Universidad de Antioquia

© Editorial Universidad de Antioquia®

ISBN: 978-958-501-108-3

ISBNe: 978-958-501-103-8

Primera edición: mayo del 2022

Hecho en Colombia / Made in Colombia

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la Editorial Universidad de Antioquia

Departamento de Extensión Cultural, Universidad de Antioquia

(+57) 604 219 51 75

[email protected]

http://www.udea.edu.co/wps/portal/udea/web/inicio/cultura

Apartado 1226. Medellín, Colombia

Editorial Universidad de Antioquia®

(+57) 604 219 50 10

[email protected]

http://editorial.udea.edu.co

Apartado 1226. Medellín, Colombia

Imprenta Universidad de Antioquia

(+57) 604 219 53 30

[email protected]

A Jose.

Un día y otro y otro más

recibidos uno a uno

El paseo

No quiero profetizar lo que le espera;

lo que depara el Tiempo se sabrá cuando suceda

W. Shakespeare

El pasado domingo tuvimos un día soleado y cálido, y lo aproveché para salir a dar un paseo. De alguna forma me había comprometido con una pareja de amigos que perdí unos días atrás. Era el quinto domingo de otoño y desde hacía tiempo solo pisaba la calle para hacer ejercicio y poco más. Por culpa del virus, con el peligro de contagio desbocado, la ciudad ya no es un lugar seguro para los ancianos, pensaba yo, pero comprobé que tampoco lo es por otros motivos ciertamente insólitos. Además, para ser sincero, cada día tengo menos que hacer fuera de casa.

Al contrario que el día, yo había amanecido con el ánimo taciturno y enfriado. Había pasado una mala noche. El día anterior me había manifestado con cierto esfuerzo retórico ante un auditorio de viejos, y les aseguro que fue un desempeño agotador y un tanto perturbador.

No dejaba de pensar en lo estafadores que pueden llegar a ser con nosotros los organizadores de la vida. Cuando tienen la menor oportunidad nos atan en la dependencia. Cualquier tipo de sometimiento en cualquier edad. Pero llegado el ocaso tienen más oportunidades y redoblan el esfuerzo. Muchas, muchos, pasan a ser internados con un plato de sopa y un rayo de sol al día, unos pañales y un gesto áspero para cambiarlos, un círculo de iguales en decrepitud, reflejos del mismo espejo, una tanda de ejercicios con trato infantil y cantarinas voces de gimnasio. Así nos mantienen atados y con calculada hipocresía nos salvan la vida, y al final terminan fugándose con todo el dinero. Esos años en los que no te queda nada ni nadie, los últimos años, son un desengaño. Pero a mí no me van a cazar. Estoy preparado.

Confiaba en que no me encontraría con nadie conocido durante el paseo, lo que no deja de tener su lógica debido a que vamos quedando menos. Aun así, para asegurarme, había elegido un itinerario inusual y el horario de la comida. Me preparé para un recorrido de cuarenta y cinco a sesenta minutos por un terreno llano sin acceso a vehículos de motor que conocía de otras ocasiones. Durante más de la mitad del tiempo la caminata hasta me resultó agradable.

Al fondo, la cinta blanca de la primera nieve caída en las montañas me alegraba la vista cada pocos segundos; no me atrevía a mirarla continuadamente por temor a tropezar o a que alguien me reconociera. A mi izquierda, el murmullo del río se convirtió en un acompañante melodioso y arrullador. Lástima que casi no pudiera verlo. Las autoridades no se habían ocupado de recortar los agigantados arbustos que acabaron escondiéndolo a la vista, y el rumor del agua parecía provenir de una grabación o de un recuerdo.

Solo me crucé con dos caminantes que marchaban juntos; también me adelantaron varios ciclistas. Los caminantes me saludaron con un hola que me pareció exageradamente optimista. Los miré de reojo, vi que no llevaban mascarilla y no les respondí, por supuesto. A pesar de todo, pocos minutos después me dije: ¡Qué bien se está desarrollando esta salida!, y creo que durante unos instantes llegué a sentirme contento por haber tomado la decisión de dar el paseo, no solo por la vaga obligación de hacerlo que había contraído. Desde ese momento nada sucedió según las expectativas que me estaba creando.

Ya nunca me hago ilusiones ni confío en la buena suerte, por descontado, pero una expectativa es otra cosa que nada tiene que ver con la suerte. La buena suerte es tacaña y esquiva con las personas de mi edad. Parece que ya no le trajera a cuenta desperdiciar unos gramos de sus reservas con la gente que está tan cerca del final. Tal vez sea por la amenaza de perder ese jovial prestigio que suele tener la suerte, o quizá por miedo a que se desaten las protestas de los que vienen empujando por detrás si los viejos, además de cobrar sus pensiones, se convierten en competidores por la buena suerte. Nunca se sabe de lo que pueden llegar a ser capaces los jóvenes por hacerse un sitio cuando la vida aprieta.

Después de treinta minutos di media vuelta para volver a mi casa por donde había venido. A lo lejos, vi a una pareja que venía directamente hacia mí. No me apetecía cruzármela, claro, pero no había otro remedio. A mi derecha discurría el río, o lo que yo imaginaba que todavía era el río, oculto por el muro verde crecido durante el verano; a la izquierda estaban los campos de cultivo tras un cierre metálico que los hacía inaccesibles. Tiene gracia que todavía se siga diciendo que no se pueden poner puertas al campo. Eran otros tiempos, obviamente. Ahora que el campo, como en este caso, ya ha sido cerrado, no veo qué función simbólica tiene la frase.

La pareja se aproximaba muy lentamente. Para ser más exacto, creo que era yo, con mi velocidad de caracol, quien se acercaba hacia la pareja, porque parecía que ellos no avanzaban. Pude distinguir que se trataba de una mujer mayor que se apoyaba en un andador y a duras penas lograba desplazarse con él, y de un hombre mucho más joven que andaba a su lado, cabizbajo.

Un poco más cerca, advertí que el objeto que el hombre miraba y tocaba continuamente era un teléfono móvil y, si no me engañaba, durante el tiempo que estuve observándolos no habían cruzado palabra ni mirada alguna entre ellos dos. La viejecita tenía los ojos clavados en mí desde hacía un rato. A la velocidad que nos movíamos, un rato podría considerarse como una medida correcta para establecer el tiempo que tardamos en recorrer los cincuenta o sesenta metros que nos separaban desde que ella se fijó en mí.

Esa mirada constante me incomodaba, pero qué se le podía hacer, nos encaminábamos el uno hacia la otra sin posibilidad de cambiar nada. A nuestras edades hubiera sido una majadería tratar de torcer la trayectoria de un destino que avanzaba de frente, lenta e inevitablemente. Las fuerzas son tan insignificantes ya que nada se puede hacer ante la fatalidad. Somos seres sobreviviendo en un mundo que no nos pertenece, en el que raramente emergemos al espacio público, y cuando esto ocurre es, como ahora, por desgracias siniestras y miserables que no tardarán en ser olvidadas.

Ya estábamos a punto de cruzarnos cuando la mujer detuvo el artefacto que empujaba y su laborioso arrastrar de pies. Yo hice lo mismo. Un gesto de cortesía y respeto a una colega de mi edad que parecía necesitar un respiro aún más que yo. El joven, de unos cincuenta años quizá, siguió unos pasos más antes de darse cuenta de que nos habíamos plantado, y cuando se percató de la parada retrocedió esos mismos pasos sin levantar la vista del móvil, hasta situarse de nuevo a la altura de la mujer. Entonces, ella se dirigió a mí y me dijo: Creías que no te había reconocido aunque lleves la mascarilla… Todavía tengo buena vista y tú andas torcido, como siempre. El maldito virus se ha llevado los olores y sabores, mi pelo y mis fuerzas, las ganas de vivir, pero no me ha tocado los ojos.

Desde que admití haber llegado a la madurez y descubrí sobre mi espalda la mochila de los recuerdos, nostalgias y otros sentimientos temporales, me falla la memoria cuando se trata de recordar con claridad los nombres e historias de las personas que fueron quedando en mi pasado. Y estos encuentros, como si se tratara de envenenadas citas a ciegas, me perturban irremediablemente, no sé afrontarlos con espontaneidad ni franqueza. Sonrío, asiento, hablo y hablo sin sentido evitando verme obligado a nombrar a la persona en cuestión, ruego por que alguien lo haga en mi lugar si hay más compañía, pero cuando estoy a solas con ella la situación se convierte en insoportable. Ahora que es obligatorio usar mascarilla y el tiempo de un encuentro se debe limitar a unos pocos minutos, llevo mejor este asunto y vivo mucho más tranquilo, no voy a negarlo.

Es que así, con la mascarilla, se me hace muy difícil, le dije a la mujer. Tú eres…, añadí dejando suspendida la frase, esperando cualquier tipo de milagrosa ayuda, cuando el joven levantó los ojos por primera vez para sacarme del apuro. Natalia, es mi madre, dijo. Tras escuchar el nombre sí creí recordarla vagamente, pero en mi débil y tramposa memoria Natalia era una mujer de mi altura, algo más joven que yo y con una energía arrolladora, y eso me hizo dudar una vez más. Si ella era ese nebuloso recuerdo, es muy posible que no nos hubiéramos visto desde hacía… una eternidad. Y lo que era peor, yo no recordaba a ciencia cierta si habíamos sido amantes durante algún tiempo.

Evocar otros tiempos junto a una vieja amistad con la seguridad de que no se interpone entre ambos ningún tropiezo embarazoso allana una relación de minutos o de horas y facilita, sin apuros, cualquier conversación. No hay razón para ponerse nervioso, ni para esperar reproches solapados, ni estar en permanente alerta por palabras o frases enigmáticas, ni sentir amenaza en una mirada que se alarga o se juzga penetrante. Pero la circunstancia por la que yo temía estar pasando… eso era otra cosa. ¿A quién le asalta una duda como esta al encontrarse, después de tanto tiempo, con una mujer que ha podido ser su amante si no hay algo de cierto en ello?, me pregunté. Y si era auténtica mi sospecha y habíamos sido amantes, ¿cómo habían terminado las cosas entre nosotros?, fue el siguiente interrogante que me angustió.

Que falle la memoria hasta este extremo es un mal síntoma. Si al fin y al cabo la hubiera perdido completamente no tendría nada que reprocharme. Sin embargo, cuando deambulas por el minado territorio fronterizo del recuerdo y el olvido, lo mejor es protegerse de alguna manera, esconderse un poco, alejarse de familia y amistades y lidiar con los vaivenes de la memoria personalmente, como hacía yo. Sin mirones, sin nadie a mi lado que me pusiera cara de ¡ánimo, hombre, un esfuerzo más, que ya te viene el recuerdo!, como al niño en el orinal al que se le anima, ¡aprieta, aprieta, que ya sale!

Aunque, a decir verdad, creo que la voluntad de distanciamiento entre mi familia y yo es recíproca. Un indefinido propósito de no molestar cuelga, como en las puertas de las habitaciones de un hotel, en cada uno de nosotros con total naturalidad, incluso se toma con gratitud y nos reporta a todos cierto sentimiento de felicidad, diría yo. Al fin y al cabo, quién puede asegurar qué es lo natural o predecir mediante qué rodeos se manifiesta el agradecimiento y la felicidad en las relaciones humanas, más cuando son largas y obligatorias.

Ay, Natalia, Natalia… le dije cariñosamente a la mujer del andador. Y cuando me disponía a preguntarle por su estado tras haber pasado el virus, me interrumpió: ¿Es que no recuerdas cómo me llamabas, zoquete? Solo me llamaste Natalia el día que nos presentaron, remató. No, no conseguía recordar cómo la llamaba. Dudaba de que alguna vez la hubiera llamado de una u otra forma y, con todo, había algo, una especie de percepción etérea e imprecisa por la que sentía que un hilo en mi interior conectaba a esa mujer con mi pasado. Pero no conseguía encontrar el comienzo de ese hilo ni por dónde discurrió.

Cada segundo que pasaba me resultaba más mortificante el encuentro. Iba a decirle que debía de tratarse de un error, que lo sentía mucho y a seguir mi camino, cuando ella me soltó: ¡Natillas, siempre me llamabas Natillas! De pronto, a su acompañante se le desprendió el móvil de las manos y cayó al suelo, y él miró a la anciana atónito. ¿Natillas? Entonces, ¿este señor es Galleta?, le preguntó a su madre, señalándome con la mano entreabierta. Ella lo miró, me pareció que con cierta turbación, y afirmó levemente con la cabeza. Después de unos segundos ambos volvieron sus ojos hacia mí. La mirada del joven se empañaba por momentos y la de ella seguía penetrándome, con riesgo de llegar hasta la hipófisis y provocar una desregulación general de mi organismo.

No podía soportarlo más. Estaba dispuesto a salir inmediatamente de allí, costara lo que costara. Y eso me disponía a hacer cuando aquel zángano abrió sus brazos y se echó sobre mí exclamando: ¡Papá! Quince o veinte segundos delirantes, hasta que conseguí deshacerme de él y su abrazo de oso. Lo que vino después fue grotesco y conmovedor.

Yo había conseguido dominar mi soledad con una vida pasablemente aceptable, apacible, protegida y organizada. Sencillamente me entregaba a esperar sin temor ni necesidades, seguro de tener todo bien dispuesto para cuando me abandonara totalmente la mente o llegara el final. Y de pronto me encontré con una antigua amante a la que en otro tiempo llamé Natillas, y con un hijo que había recuperado el móvil y ya parecía estar mensajeando a diestro y siniestro que había encontrado a su papá Galleta.

Mientras él seguía con su juguetito, Natillas y yo nos apartamos, moviéndonos un poco hacia el río. La ayudé a rebasar una pequeña giba del terreno, con andador incluido. No hablamos hasta encontrar un resquicio desde el que podíamos ver el agua correr, entrecortada a través de las plantas. Entonces, Natillas me cogió de la mano y musitó: No me recuerdas, ¿verdad? Le aseguré que de algo sí me acordaba, pero enseguida rectifiqué y le dije la verdad: No la recuerdo, señora, pero percibo algo de usted… Es posible que sus palabras me hayan hecho creer en un recuerdo, o tal vez sí nos conocimos y algo pasó entre nosotros una vez, añadí. Era la pura verdad, eso fue lo único que conseguí sacarle a mi cabeza. No estaba seguro del pasado. De un tiempo a esta parte me sucedía a menudo.

Seguimos mirándonos fijamente con una especie de íntima simpatía. Ella tomó mi mano y comenzó a acariciarme de una forma muy especial, recorriendo mis dedos uno a uno con los suyos, deslizándose entre ellos, mientras me regalaba con la sonrisa de sus ojos pequeñitos y marchitos un vestigio apenas reconocible de ternura o compasión, no sabría decirlo. ¿No es lo mismo a veces lo uno y lo otro?

En ese preciso instante la recordé. Un trozo de mi existencia se desgajó del olvido y regresó como un relámpago. Los largos paseos en bicicleta, el chiste que se hizo una forma de nombrar el cariño, Natillas y Galleta, los meses frente al mar, solos, aislados, los cuerpos y el sudor y el amor, tantas veces, que hubiera sido imposible no tener un hijo. ¡Ay!, Hermíone, has recobrado la vida como un cuento de invierno, pensé.