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Aquella última noche tuvo consecuencias inesperadas La tentación de una última noche de pasión embriagadora con su esposo era demasiado fuerte para que Melanie Masterson se resistiera a ella. A la mañana siguiente, besó su atractiva boca a modo de despedida y dio por terminado su matrimonio, pues creía que Forde se merecía a una mujer mejor que fuera una buena madre y esposa. Pero esa noche tuvo consecuencias inesperadas. Al descubrir que Melanie se había quedado embarazada, Forde decidió recuperar a su esposa y a su hijo, aunque eso significara jugar sucio, mediante una seducción tan apasionada que ella no volvería a querer abandonar sus brazos.
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Seitenzahl: 181
Veröffentlichungsjahr: 2013
Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Helen Brooks. Todos los derechos reservados.
UNA ÚLTIMA NOCHE, N.º 2204 - Enero 2013
Título original: Just One Last Night
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2013
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-2593-2
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Melanie miró la carta que tenía en la mano. Las letras bailaban ante sus ojos, por lo que parpadeó varias veces antes de volver a leerla, incapaz de creer lo que su cerebro le decía.
¿No se daba cuenta Forde de que eso era imposible?, ¿de que era ridículo? De hecho, era tan absurdo que volvió a leer la carta por tercera vez para convencerse de que no estaba soñando. Había reconocido la letra de Forde al recoger el correo del felpudo y le había dado un vuelco el corazón, pero se imaginó que le escribiría por algo relacionado con el divorcio. Y en vez de eso...
Inspiró profundamente mientras se decía que debía tranquilizarse.
En vez de eso, Forde le había escrito para que le hiciera un trabajo. No a él, sino a su madre. Pero daba igual. Llevaban meses sin hablar y de pronto le escribía, tan fresco. Solo Forde Masterson podía hacer algo tan indignante e increíble.
Lanzó la carta a la mesa y abrió el resto del correo mientras acababa de desayunar. El pequeño comedor le hacía las veces de despacho, lo cual tenía sus inconvenientes si quería invitar a sus amigos a comer o a cenar. De todos modos, no tenía tiempo para las relaciones sociales. Después de dejar a Forde había dedicado todas sus energías a la empresa de diseño paisajístico que había creado un año después de casarse, justo después de...
No quería pensar en esa época, y no lo había hecho desde que abandonó a Forde. Era mejor así.
Después de leer la correspondencia, Melanie subió al diminuto cuarto de baño a ducharse y vestirse antes de llamar a James, su ayudante, para ver qué iban a hacer ese día. James era un empleado estupendo porque rebosaba entusiasmo y era muy trabajador, pero con su cuerpo musculoso y su aspecto atraía a las mujeres como la miel a las moscas. Solía aparecer por las mañanas con cara de cansancio, pero eso no afectaba a su trabajo, por lo que Melanie no tenía quejas.
Después de vestirse, Melanie se recogió la espesa melena rubia en una cola de caballo y se aplicó crema protectora en su pálida piel inglesa, que se quemaba con facilidad. El país padecía una ola de calor, y aquel día de agosto ya hacía mucho por la mañana.
Abrió la ventana del dormitorio para que entrara el aroma de las rosas. La casa era muy pequeña: el dormitorio y un cuarto de baño en el piso de arriba, y un minúsculo salón y el comedor en el de abajo, además de la pequeña cocina que daba a un jardincito, donde había una mesa y dos sillas rodeadas de tiestos llenos de flores. Al anochecer daba gloria cenar allí, acompañada del canto de los pájaros. No era aventurado decir que gracias a aquella casita no se había vuelto loca en los primeros dolorosos días después de abandonar la mansión que compartía con Forde.
La casita era una vivienda adosada en una zona habitada por matrimonios o personas solteras, en un pueblo situado al suroeste del Londres que todavía conservaba su antiguo encanto y que estaba lo bastante lejos de la casa de Forde, a casi cien kilómetros, como no para encontrarse con él por casualidad.
Al mudarse, Melanie se había preguntado si su negocio resistiría, pero había prosperado tanto que pudo contratar a James a los dos meses de dejar Londres. La naturaleza del trabajo se había modificado ligeramente: en la ciudad, se había dedicado a la regeneración de espacios urbanos mientras que en aquel momento se dedicaba básicamente a diseñar jardines públicos y privados y terrenos ganados al mar. A veces, James y ella se integraban en un equipo del que podían formar parte arquitectos, urbanistas e ingenieros de caminos, en función del trabajo.
Al darse cuenta de que se iba a poner a soñar despierta, Melanie se apartó de la ventana al tiempo en que comenzaba a pensar en lo que le esperaba ese día.
James tenía que ir a supervisar la demolición de unas antiguas pocilgas cuyo dueño quería transformar en un jardín de flores silvestres porque le preocupaba la pérdida de hábitats naturales en el campo.
Ella, por el contrario, tenía que dar el toque final a un jardín tradicional en el que, junto con James, llevaba trabajando tres semanas. Era un lugar ordenado y relajante que se manifestaba por el equilibrio entre espacio y simetría, y los detalles eran fundamentales. Al director de banco jubilado y a su mujer, que acababan de comprar la propiedad, les había gustado la propuesta de Melanie.
Le encantaba su trabajo. Elaborar una creación personal para cada cliente era muy satisfactorio, al igual que conciliar sus ideas con el potencial del terreno en cuestión, lo cual no siempre era fácil, sobre todo si el cliente había visto en una revista su jardín «perfecto», que inevitablemente era mayor o más pequeño que el espacio del que disponía. Pero eso formaba parte del reto y la diversión.
Bajó las escaleras y se detuvo en la puerta del comedor. Entonces se dio cuenta de que, desde que había leído la carta de Forde, sus palabras le daban vueltas en la cabeza.
Querida Melanie:
Te escribo para pedirte un favor, no para mí, sino para Isabelle.
Mientras miraba la carta sobre la mesa pensó que era típico de Forde: ir directo al grano.
Últimamente no está bien, y el jardín es demasiado para ella, a pesar de que se niegue a reconocerlo. Hay que cambiarlo de arriba abajo para que sus cuidados sean mínimos, ya que ella tiene casi ochenta años. El problema es que ni siquiera está dispuesta a dejar entrar a un jardinero, así que me es imposible convencerla de que unos desconocidos lo pongan a punto. Pero en ti sí confiaría. Piénsalo y llámame.
Forde
¡Que lo pensara! Melanie negó con la cabeza. No tenía que pensarlo: sabía lo que iba a hacer y, desde luego, no iba a llamarle. Ella le había insistido en que no se pusieran en contacto, y lo seguía manteniendo.
Se acercó a la mesa, tomó la carta y el sobre, los rompió y los tiró a la papelera. Ya estaba. Se había acabado. Ya tenía bastante que hacer aquel día para pensar en Forde y en su ridícula petición.
Se detuvo a reflexionar un momento. ¿Qué había querido decirle con que Isabelle no estaba bien? Se imaginó la dulce cara de la madre de Forde y le dio un vuelco el corazón. Había sido casi tan terrible dejar a Isabelle como a su hijo, pero sabía que debía cortar todos los vínculos con Forde para poder seguir adelante.
Había escrito una nota a su suegra en la que le decía que no esperaba que ella lo entendiera, pero que tenía buenos motivos para hacer lo que había hecho y que eso no había cambiado el cariño y el respeto que sentía por la anciana. Le pedía que no respondiera a la nota. Pero Isabelle lo hizo y Melanie le devolvió la carta sin abrir, a pesar del dolor que le causaba, pues pensaba que hacía lo correcto. No quería que fuera el tercero en discordia. Isabelle adoraba a Forde, que era su único hijo. El padre había muerto cuando este era un adolescente.
El sonido del teléfono móvil la sacó de sus pensamientos. Era James. Había habido un accidente en la carretera, por lo que iba a llegar tarde. ¿Podía ir ella, antes de dirigirse a su trabajo, para especificar a los trabajadores lo que había que hacer?
A Melanie le pareció bien. No confiaba en que los trabajadores miraran los planos. Ya se habían dado casos en que había habido graves errores.
Decidió salir de inmediato y, en cuestión de minutos, se dirigía hacia allí en una vieja camioneta. Iba a tener un día muy ajetreado, lo cual estaba bien porque le impediría pensar en la carta de Forde.
En efecto, fue un día ajetreado. Melanie llegó a su casa al atardecer con un cheque por una suma importante en el bolsillo. La pareja jubilada había quedado encantada con el jardín. Después de aparcar en el espacio que le estaba reservado, caminó hacia su casa y entró por la parte de atrás en el minúsculo jardín. Aspiró el perfume de las rosas que adornaban las paredes. Estaba en casa, y lo único que quería era darse un largo baño para relajarse. Ni siquiera había tenido tiempo de comer.
Al entrar, se quitó las botas que usaba para trabajar y las dejó sobre un felpudo, listas para la mañana siguiente. Subió las escaleras descalza, fue al cuarto de baño y abrió el grifo de la bañera antes de dirigirse a la habitación a desnudarse.
Dos minutos después se hallaba sumergida en el agua y mirando por la ventana abierta las primeras estrellas que aparecían en el cielo. Cansada como estaba, era un placer estar en el agua a oscuras y sin pensar en nada, aunque esa noche no le estaba resultando fácil.
Se dio cuenta de que, contra su voluntad, llevaba todo el día acordándose de Forde. No quería tener ninguna clase de contacto con él ni que invadiera sus pensamientos y la alterara. Tanto él como Isabelle pertenecían al pasado. Era una cuestión de supervivencia.
Oyó que el teléfono sonaba en el piso de abajo y dejó que el contestador tomara el mensaje. Cerró los ojos, pero, al cabo de unos minutos, comenzó a sonar el móvil, que estaba en el comedor, en el bolsillo de los vaqueros. Probablemente fuera James para contarle cómo le había ido el día, pero no trató de confirmarlo. Se dijo que esos momentos los tenía reservados para ella.
Salió de la bañera media hora después. Para entonces había otros dos mensajes en el contestador. Se enrolló una toalla en la cabeza y se puso un albornoz. Su estómago le indicaba que no había comido nada desde el desayuno. Sin vestirse, bajó las escaleras.
Al llegar al vestíbulo llamaron a la puerta con brusquedad.
¿Quién podía ser? ¿James para informarla de algún desastre al no haber podido localizarla por teléfono? Trató de borrar de su expresión todo indicio de enojo, se apretó el cinturón del albornoz y abrió la puerta sonriendo.
El hombre alto y guapo con el que se encontró no era James.
Melanie se quedó de piedra.
–Hola –Forde no sonrió–. ¿Te interrumpo?
–¿Qué? –lo miró con expresión anonadada. Tenía un aspecto magnífico con la camisa blanca y los vaqueros negros. Era como una torre de músculos de perturbadora masculinidad.
Los ojos grises de él se dirigieron al albornoz y de nuevo a su cara estupefacta.
–¿Tienes visita?
Melanie se puso colorada al tiempo que sentía una descarga de adrenalina en el cuerpo. Con expresión gélida le preguntó:
–¿Qué has dicho?
Forde se relajó un poco. Se había equivocado, pero llevaba todo el día esperando respuesta a su carta y, tras llamar a Melanie varias veces, había decidido comprobar si no quería hablar con él o si no estaba en casa. Había luz en el piso de arriba y ella había abierto la puerta vestida de aquella manera. ¿Qué podía pensar?
–Me preguntaba si había alguien contigo. No has respondido al teléfono.
–He llegado tarde de trabajar y me estaba bañando... –Melanie se interrumpió bruscamente–. ¿Por qué tengo que darte explicaciones? ¿Y cómo te atreves a sugerir que tengo a un hombre en casa?
–Era la conclusión evidente.
–Tal vez para ti, pero no debieras juzgar con tus criterios a todo el mundo –dijo ella mirándolo furiosa.
–Me he colado.
Su expresión burlona fue la gota que colmó el vaso. Forde era la única persona del mundo que conseguía irritarla de tal manera que hacía que la fría fachada tras la que se protegía se desplomara. Como se había criado en diversos hogares de acogida, había aprendido enseguida a ocultar sus sentimientos, pero no le había servido de nada con Forde.
–¿Quieres hacer el favor de marcharte? –dijo ella con sequedad mientras trataba de cerrar la puerta y el hombro de él se lo impedía.
–¿Has recibido mi carta? –en contraste con la furia de ella, Forde parecía tranquilo.
Melanie asintió al tiempo que abandonaba sus intentos de cerrar la puerta.
–¿Y?
–¿Y qué?
–No me digas que no te importa.
Ella sintió que su enfado desaparecía.
–¿Cómo está Isabelle?
–Sigue tan terca como una mula, como siempre.
Ella estuvo a punto de sonreír. La madre de Forde era una versión más suave y femenina de su terco e inflexible hijo, aunque tan resuelta como él. Pero siempre había demostrado un gran afecto a Melanie y la había apoyado; había sido la madre que siempre había deseado tener. Al pensarlo, el dolor, siempre presente, aumentó. A pesar de ello, su voz no denotó emoción alguna al afirmar:
–Dices que no está bien.
–Se cayó en el maldito jardín y se rompió la cadera y, cuando la operaron, hubo complicaciones cardiacas.
Melanie había creído que tendría la gripe o algo así. Pero una operación... Podía haber muerto y ella no se hubiera enterado.
–Lo siento.
–No tanto como yo –dijo Forde en tono grave–. No hace lo que le dicen y parece empeñada en volver al hospital. Se niega a venir a vivir conmigo o a ir a una residencia. Estaba decidida a volver a su casa en cuanto le dieran el alta. Solo ha transigido en que contrate a una enfermera que viva con ella hasta que pueda valerse por sí misma de nuevo, y lo ha hecho después de protestar mucho. Es tremenda.
Melanie lo miró. Él hubiera hecho lo mismo en las mismas circunstancias. Él sí que era tremendo. Y el hombre más sexy del planeta.
«No dejes que se dé cuenta de que su presencia te afecta», se dijo. «Sabes que lo vuestro ha terminado. Sé fuerte».
–Lo siento –repitió–, pero comprenderás que es ridículo que me ponga a trabajar para tu madre. Estamos en mitad del divorcio.
–En efecto, pero eso no debiera influir en tu relación con Isabelle. A propósito, le dolió mucho que le devolvieras la carta sin leerla.
Aquello era injusto y un golpe bajo. Pero así era Forde.
–Lo hice porque era lo mejor.
–¿En serio? ¿Para quién?
–No voy a discutir contigo, Forde –se estremeció a pesar de la calidez de la noche.
–Tienes frío –afirmó él mientras abría la puerta del todo y ella retrocedía instintivamente–. Vamos a hablar dentro.
–¿Cómo? Me parece que no te he invitado a entrar.
–Llevamos casados dos años y, a menos que hayas estado fingiendo todo, sientes afecto por mi madre. Te estoy pidiendo que la ayudes. ¿Vas a negarte?
Dos años, cuatro meses y cinco días, para ser exactos. Y los primeros once meses había sido como estar en el paraíso. Después...
–Vete, por favor –dijo ella débilmente–. A nuestros abogados no les gustaría esto.
–Al infierno con los abogados –la tomó del brazo para apartarla, entró en el vestíbulo y cerró la puerta–. Son todos unos parásitos. Tengo que hablar contigo, y eso es lo importante.
Se hallaba muy cerca de ella, tanto que su delicioso olor la envolvió despertando recuerdos seductoramente íntimos. Se le cubrió la piel de una fina capa de sudor y se le aceleró el corazón. Forde era el único hombre al que había querido e incluso en aquellos momentos ejercía sobre ella una enorme fascinación.
–Vete, por favor –repitió ella con voz más firme.
–Mira, Nell –murmuró él–, prepara café y escúchame. Es lo único que te pido. Hazlo por Isabelle.
La dura disciplina que Melanie había aprendido de niña hizo que pudiera controlar la oleada de emoción que la inundó al usar Forde el diminutivo de su nombre.
–No es buena idea, Forde.
–Es una idea excelente.
Ella lo miró y supo que no iba a dar su brazo a torcer.
–Parece que no me queda más remedio –dijo mientras lo conducía al salón.
Forde la siguió, sorprendido de que lo hubiera dejado entrar sin oponer mayor resistencia. La primera batalla había acabado, pero aún quedaba mucho para ganar la guerra.
Examinó la pequeña habitación, que en todo llevaba el sello de Melanie: de los sofás y las cortinas a juego a la chimenea victoriana, muy bien restaurada. Todo con estilo y acogedor, moderno pero sin estridencias.
En una de las paredes había un hermoso espejo, pero ni cuadros ni fotos. Nada personal.
–Siéntate –le indicó uno de los sofás–. Voy a preparar el café –y se fue mientras se quitaba la toalla de la cabeza.
Él no aceptó la invitación, sino que la siguió a la cocina, en cuya mesa había papeles y carpetas. Forde pensó que se pasaría el día metida en casa trabajando.
–No me ha dado tiempo a fregar los platos esta mañana, y anoche estaba muy cansada.
Él se sentó a horcajadas en una silla y apoyó los brazos en el respaldo.
–No tienes que disculparte.
–No lo he hecho. Simplemente te he dado una explicación.
Sin hacer caso de la hostilidad de sus palabras, él sonrió.
–Es una casa muy bonita.
Ella lo miró a los ojos y él se dio cuenta de que trataba de adivinar si lo había dicho en serio.
–Gracias –dijo ella al tiempo que sus hombros se relajaban ligeramente–. A mí me gusta.
–Janet te manda recuerdos.
Janet era la asistenta que iba a casa de Forde unas horas, todos los días, para limpiar y prepararle la cena. A Melanie le caía muy bien. Janet estaba con ella el día del accidente y se había sentado a su lado abrazándola hasta que llegó la ambulancia.
«No pienses en eso», se dijo.
–Salúdala de mi parte –tomó aire y decidió que necesitaba algo más fuerte que el café. Abrió la nevera–. Hay vino si lo prefieres al café.
–Estupendo, gracias –se levantó y abrió la puerta trasera que daba al jardín–. ¿Nos lo tomamos aquí?
Ella intentó olvidarse de que estaba desnuda bajo el albornoz, pero le resultó difícil al notar que su cuerpo reaccionaba ante él como lo había hecho siempre. Bastaba con que la mirase para que sintiera que se derretía.
Forde desprendía masculinidad y magnetismo al andar, al sonreír, al moverse... Era muy alto y corpulento, sin un gramo de grasa en su cuerpo musculoso; pero era su rostro, tremendamente atractivo, el que atraía a las mujeres de cualquier edad. Era un rostro duro enmarcado por el cabello negro, en el que destacaban sus ojos grises. Era un rostro sexy y cínico, a cuyo encanto contribuía la boca ligeramente torcida.
Pura dinamita, en opinión de una de las amigas de Melanie cuando esta había empezado a salir con él. Pero la dinamita era poderosa y peligrosa.
Cuando salió al porche con dos copas y la botella de vino, Forde ya estaba sentado a la mesa mirando las rosas que cubrían la pared. El ambiente era cálido. Faltaba un mes para que llegara el otoño.
El día que había abandonado a Forde nevaba. Habían pasado siete meses. Siete meses sin él en su vida, en su cama...
Se sentó después de dejar las copas en la mesa y tiró de los faldones del albornoz para que le cubrieran bien las piernas. Tuvo que esforzarse para no devorar a Forde con los ojos. Había deseado con ansia volver a verlo: todas las noches soñaba con él y a veces se pasaba horas sentada en el porche, a oscuras, tras una fantasía erótica que le impedía volver a conciliar el sueño.
–¿Cómo estás? –la voz masculina hizo que lo mirara.
Tomó la copa y bebió antes de responder:
–Bien, ¿y tú?
–Muy bien –su tono era sarcástico–. Mi esposa me abandona alegando diferencias irreconciliables y me amenaza con conseguir una orden de alejamiento cuando trato de hacer que entre en razón en las semanas siguientes...
–Me llamabas cientos de veces al día y aparecías en todas partes –lo interrumpió ella–. Era una obsesión.
–¿Qué esperabas? Sé que las cosas cambiaron después del accidente, pero...
Esa vez lo interrumpió levantándose de un salto.
–No quiero hablar de ello, Forde. Si has venido para eso, te puedes marchar.
–¡Maldita sea, Nell! –él se pasó la mano por el pelo mientras trataba de controlar sus emociones. Volvió a hablar con voz fría y tranquila–. Siéntate y bébete el vino. He venido a hablar del jardín de mi madre. Eso es todo.
–Creo que es mejor que te vayas.
–No seas dura –le lanzó una mirada sardónica.
–Eres el hombre más arrogante del mundo –y el más atractivo, por desgracia.
–Siéntate y deja de comportarte como una heroína victoriana de una mala película. Deja que te explique cómo está mi madre antes de que tomes una decisión, ¿de acuerdo?
Ella se sentó, no porque quisiera, sino porque era lo único que podía hacer.
–Además del daño en la cadera tiene problemas cardiacos, pero el mayor problema es ella misma. Hace dos días la pillé tratando de podar un arbusto. Se había escabullido mientras la enfermera estaba ocupada. Le he ofrecido contratar a un jardinero para cuidar el jardín o hacerlo yo mismo, pero se niega. Al sugerirle que hay que cambiar el tipo de plantas, lo ha reconocido de mala gana, pero rechaza que lo hagan unos desconocidos. Apuesto lo que quieras a que, dentro de un par de semanas, cuando ya no necesite a la enfermera, me la encontraré tirada en el suelo o algo peor.
Melanie se percató de que estaba muy preocupado. Y sabía la pasión que Isabelle sentía por el jardín. Pero ya no podía hacer lo mismo que treinta, veinte e incluso diez años antes. Sin embargo, sufriría si no podía salir al jardín. Había que rediseñar el terreno conservando los viejos árboles que Isabelle tanto quería, pero habría que convencerla para que un jardinero se ocupara durante determinadas épocas del año de recoger hojas y otros desechos. Y no veía cómo iba a aceptarlo, a no ser que...