Una última vez - Erin Watt - E-Book

Una última vez E-Book

Erin Watt

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Beschreibung

Una historia de amor imposible. Un secreto que lo cambia todo. ¿Serías capaz de perdonar?   Beth Jones está a punto de terminar el instituto y ha pasado los últimos tres años atrapada en el inmenso dolor de una tragedia familiar. Con unos padres sobreprotectores que la vigilan constantemente, Beth anhela recuperar la libertad, así que una noche se escapa de casa y acaba en una fiesta. Allí conoce a Chase, un chico misterioso con el que, por primera vez en mucho tiempo, vuelve a sentirse viva. Pero Chase guarda un secreto: acaba de regresar a la ciudad después de pasar tres años encerrado en un reformatorio… y lo que oculta está relacionado con la herida profunda de la familia Jones. Beth y Chase no deberían enamorarse. Lo saben, y todo el mundo se encargará de recordárselo. Pero a veces, cuando todo está roto, el corazón elige lo que más necesita.   Una novela de amor prohibido del famoso dúo Erin Watt, autoras de Los Royal

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Seitenzahl: 396

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Hitos

Portada

Primera edición: septiembre de 2025

Título original: One Small Thing

© Timeout LLC, 2018

© de la traducción, Eva García Salcedo, 2025

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2025

Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción total o parcial de la obra.

Ninguna parte de este libro se podrá utilizar ni reproducir bajo ninguna circunstancia con el propósito de entrenar tecnologías o sistemas de inteligencia artificial. Esta obra queda excluida de la minería de texto y datos (Artículo 4(3) de la Directiva (UE) 2019/790).

Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imágenes de cubierta: Veris Studio (Creative Market)

Corrección: Alejandra Montero, Teresa Ponce

Publicado por Wonderbooks

C/ Roger de Flor n.º 49, escalera B, entresuelo, oficina 10

08013, Barcelona

www.wonderbooks.es

ISBN: 978-84-10425-33-0

THEMA: YFM

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Erin Watt

Una última vez

Traducción de Eva García Salcedo

Este libro está dedicado a las ayudantes y publicistas que nos echan una mano a diario: Nicole, Nina, Natasha y Lily

1

—Hola, bonito. —Me río mientras Morgan, el perro de los Rennick, corre por el césped y salta sobre mis pantalones color caqui.

—¡Morgan, ven aquí! —grita, exasperada, la señora Rennick—. Perdona, Lizzie —dice, apresurándose a quitarme de encima al gran perro negro, sin mucho éxito. Ella es menuda y él es tan grande que miden casi lo mismo.

—No pasa nada, señora R. Adoro a Morgan. —Me agacho y rasco al grandullón detrás de las orejas. Él ladra alegremente y me babea toda la mejilla—. Ah, y ahora es Beth —le recuerdo a mi vecina. Tengo diecisiete años y «Lizzie» es un nombre que me gustaría que cayera en el olvido. Por desgracia, nadie lo tiene presente.

—Es verdad. Pues, Beth, no lo alientes —me regaña mientras tira del collar de Morgan.

Le froto un poco más detrás de las orejas y lo dejo en paz.

—Tu madre se va a enfadar —me dice la señora R, preocupada.

Miro los pelos de perro que tengo por toda la camisa blanca, que ya me había manchado comiendo en el trabajo, y respondo:

—Iba a cambiarme de todos modos.

—Aun así, dile que lo siento. —Se lleva a Morgan por el collar—. Lo vigilaré más, lo prometo.

—No pasa nada —le digo—. Me encanta estar con Morgan. Vale la pena el castigo. Además, ya no hay motivo para que no tengamos mascota —digo con determinación—. La razón por la que no hay mascotas en casa desapareció hace tres años, aunque a mis padres no les guste admitirlo.

La señora R se queda callada un momento. No sé si se está aguantando las ganas de cantarme las cuarenta por ser una insensible o de cantárselas a mi madre por ser demasiado severa. Y, como no lo sé, me acobardo y no insisto.

—Sus motivos tendrá —dice al final la señora R, que se despide con un pequeño gesto. No quiere meterse en nuestros asuntos. Buena elección. Ojalá yo también pudiera lavarme las manos.

Morgan y la señora R entran en su garaje. Me vuelvo hacia mi casa y pienso que ojalá estuviera en cualquier otro lugar.

Miro el móvil. No hay sms de mi mejor amiga, Scarlett. Esta mañana hemos comentado que podríamos quedar por la noche, cuando salga de la heladería. Las clases empiezan el martes. Para Scarlett, la diversión estival ha terminado. Para mí, significa que estoy un día más cerca de la verdadera libertad.

Muevo la cabeza a un lado y al otro para reducir la tensión que siempre aparece en cuanto veo mi casa. Exhalo profundamente y me obligo a avanzar.

Dentro, «Bad Blood» de Taylor Swift se cuela en el vestíbulo. La lista de reproducción de mamá consiste en canciones de 2015 en bucle: Sam Smith, Pharrell Williams y One Direction… cuando este último todavía era un grupo de cinco miembros. Me quito los horribles zapatos negros del trabajo y dejo el bolso en el banco.

—¿Eres tú, Lizzie?

¿Tanto le costaría llamarme Beth por una vez?

Aprieto los dientes.

—Sí, mamá.

—Ordena tu vestidor. Está todo manga por hombro.

Miro mi sección del mueble del recibidor. No está tan desordenada: hay un par de chaquetas colgadas, una pila de libros de Sarah J. Maas que estoy releyendo por enésima vez, una cajita de caramelos de menta, un espray corporal que me compró Scarlett en las últimas rebajas de Victoria’s Secret y material escolar.

Mientras reprimo un suspiro, lo amontono todo sobre los libros de Maas y entro en la cocina.

—¿Lo has recogido? —me pregunta mamá sin molestarse en levantar la vista de las zanahorias que está troceando.

—Sí. —La comida no tiene buena pinta, pero nunca la tiene cuando salgo de trabajar.

—¿Seguro?

Me sirvo un vaso de agua.

—Sí, mamá. Lo he ordenado todo.

Supongo que no he sonado convincente, porque deja el cuchillo y se dirige al vestíbulo. Al momento, oigo:

—Pero ¿no habías recogido?

¡Uf! Estampo el vaso de agua en la mesa y voy tras ella.

—Sí —exclamo, y señalo el ordenado montón de enseres y libros.

—¿Y eso?

Sigo la línea de su dedo hasta la bandolera que hay colgada en la sección contigua a la mía.

—¿Qué pasa con eso?

—Tu bolso está en el lado de Rachel —dice—. Sabes que no le parecía bien.

—¿Y?

—¿Cómo que y? Pues que lo quites.

—¿Por?

—¿Cómo que por? —Se le tensa el semblante y abre los ojos como platos—. ¿Por? Ya sabes por qué. ¡Quítalo ya!

—Pero… Mira, paso. —Enfadada, estiro el brazo por detrás de ella y tiro el bolso hacia mi lado—. Ya está. ¿Contenta?

Mamá aprieta los labios. Se está aguantando las ganas de soltarme un comentario mordaz, pero en su mirada veo lo furiosa que está.

—Parece mentira que no lo sepas —replica antes de darse la vuelta—. Y límpiate los pelos de perro. Las mascotas no están permitidas en esta casa.

Las palabras llenas de furia se me agolpan en la boca, me obstruyen la garganta y me inundan la mente. Aprieto los dientes con tanta fuerza que noto la tensión en toda la mandíbula. Si no lo hiciera, se me escaparían las palabras. Las hirientes, las que me hacen parecer indiferente, egoísta y celosa.

Y tal vez lo sea, no lo niego. Pero soy yo la que sigue viva. ¿Acaso no importa?

Madre mía, estoy deseando graduarme. De irme de esta casa. De huir de esta cárcel de mierda.

Me estiro de la camisa, se me salta un botón y cae al suelo embaldosado. Maldigo para mis adentros. Tendré que rogarle a mamá que me lo cosa esta noche, porque solo tengo una camisa de trabajo. A tomar viento. ¿Qué más dará? ¿Qué más dará que vaya con la camisa sucia? Que los clientes de la heladería aparten la mirada si taaaaanto se ofenden por unos pelos de perro y unos churretones de sirope de chocolate.

Meto la camisa sucia en el lavadero que hay junto a la entrada y, por si acaso, me quito los pantalones. Entro en la cocina en ropa interior como si nada.

A mamá se le escapa un ruidito de fastidio desde el fondo de la garganta.

Justo cuando voy a subir las escaleras, me fijo en la pila de sobres blancos que hay en la encimera. La letra me resulta familiar.

—¿Qué es eso? —pregunto, inquieta.

—Tus solicitudes de admisión a la universidad —responde sin ganas.

Estoy alucinando. Se me forma un nudo en el estómago al ver los sobres, la letra y el remite. ¿Qué hacen ahí? Me apresuro a hojearlos: la Universidad del Sur de California, la Universidad de Miami, la Universidad Estatal de San Diego y la Universidad Bethune-Cookman.

La emoción me desborda y estallo.

Le doy un manotazo a la pila de sobres.

—¿Por qué los tienes tú? —exijo saber—. Los eché al buzón.

—Y yo los saqué —dice mamá, con los ojos aún clavados en las zanahorias que tiene delante.

—¿Por qué? ¿Por qué lo hiciste? —Noto que se me humedecen los ojos, que es lo que me pasa siempre que me enfado o me pongo nerviosa.

—¿Para qué molestarte? No vas a ir a ninguna de ellas. Coge una cebolla.

Le agarro de la muñeca.

—¿Cómo que no voy a ir a ninguna de estas universidades?

Me aparta la mano y me echa una mirada fría y altiva.

—Somos nosotros quienes pagamos tu educación, así que irás donde te digamos: a la Universidad de Darling. No hace falta que solicites más admisiones; ya hemos rellenado el formulario para que vayas allí. Supongo que te aceptarán en octubre, más o menos.

Darling es una universidad en línea a la que se le paga para que te conceda un título. No es una institución seria. Nadie se toma en serio un título de Darling. Cuando en verano me dijeron que querían que me matriculara ahí, pensé que estaban de coña.

Me quedo boquiabierta.

—¿A Darling? Ni siquiera es una universidad de verdad. Es…

Blande el cuchillo y dice:

—Se acabó la discusión, Elizabeth.

—Pero…

—Se acabó la discusión, Elizabeth —repite—. Lo hacemos por tu bien.

La miro atónita.

—¿Es por mi bien que me retenéis aquí para que no vaya a la universidad? ¡Los títulos de Darling no valen ni el papel en el que están impresos!

—No necesitas ningún título —dice mamá—. Trabajarás en la ferretería de tu padre y, cuando él se jubile, tú te harás cargo del negocio.

Siento un escalofrío. Dios mío, me van a retener aquí para siempre. No permitirán que me marche nunca. Jamás.

Han apagado mis ansias de libertad como quien extingue la llama de una vela con la mano.

Las palabras se me escapan sin poder evitarlo. No es mi intención, pero ya no puedo más.

—Está muerta, mamá. Lleva muerta tres años. Que cuelgue mi bolso en su percha no impedirá que vuelva a casa. Que adopte un perro no hará que se levante de la tumba. Está muerta. ¡Muerta! —grito.

¡Zas!

No veo venir su mano, que me golpea en la mejilla. La alianza me da de lleno en el labio. Enmudezco del asombro, que es lo que pretendía, claro.

Abre los ojos como platos. Nos miramos fijamente, con la respiración agitada.

Yo me desmorono antes que ella y salgo corriendo de la cocina. Puede que Rachel esté muerta, pero en esta casa su espíritu está más vivo que yo.

2

—No quiero ir. —El tono firme de Scarlett no flaquea. Llevamos veinte minutos de pie delante de la gasolinera discutiendo sobre nuestros planes y mi mejor amiga no cede.

Yo tampoco. Todavía me duele la mejilla por el bofetón que me ha dado mi madre antes.

Las chicas que nos han invitado a la fiesta están apoyadas en el lateral de un todoterreno negro con la capota bajada y arrugan con fastidio sus rostros llenos de maquillaje. El conductor, que tiene el pelo oscuro, parece impaciente. Me sorprende que nos estén esperando, ya que no nos conocen de nada. Nos han invitado tras hablar cinco segundos en el pasillo de las patatas fritas porque le he dicho a la rubia que me gustaba su camisa.

—Vale, pues no vayas —le digo a Scarlett.

Veo el alivio en sus ojos marrones.

—Ah, vale, guay. Entonces, ¿no vamos?

—No, tú no vas. —Alzo el mentón—. Yo sí.

—Lizzie…

—Beth —la interrumpo con brusquedad.

Su mirada, cargada de irritación, no me pasa inadvertida.

—Beth —se corrige, alargando la sílaba como si no quisiera pronunciarla.

Al igual que a mis padres, a mi mejor amiga le está costando acostumbrarse a mi nuevo nombre. No considera que Lizzie sea infantil. «¡Es más infantil que te cambies el nombre de repente, cuando toda la vida te hemos llamado Lizzie!», fue su respuesta cuando anuncié, a principios de verano, que ahora me llamaría Beth. Pero ¿qué otra cosa iba a decir? Scarlett es un nombre chulísimo. ¿Quién querría cambiárselo?

—Ni siquiera conoces a estas tías —dice Scarlett.

Vuelvo a encogerme de hombros.

—Pues ya las conoceré.

—Beth —dice ella, compungida—. Porfa.

—Por favor, Scar —digo igual de apenada—. Lo necesito. Después de lo que ha pasado hoy, necesito una noche loca y divertida sin tener que pensar en nada.

Su gesto se suaviza. Sabe que mi madre me ha pegado y me la ha jugado con las solicitudes de admisión a la universidad; no he hablado de otra cosa desde que he llegado a su casa, hace un rato. Creo que es uno de los motivos por los que ha sugerido que vayamos a dar una vuelta en coche: ya estaba harta del tema.

—La verdad es que no me apetece ir —admite—, pero tampoco quiero que vayas sola.

—Estaré bien —le prometo—. Me quedaré un par de horas, veré el panorama y volveré a tu casa. Podemos quedarnos despiertas toda la noche comiendo helado.

Pone los ojos en blanco.

—Todo para ti. Yo voy a seguir una dieta exprés hasta el lunes, que se acerca el primer día del último curso y quiero estar sexi.

Se oye un fuerte bocinazo procedente del todoterreno.

—¡Va, venga! —grita el conductor.

—Adiós, Scar —le digo con prisa—. No cierres con llave la puerta trasera, ¿vale?

Entonces, antes de que le dé tiempo a replicar, corro hasta el vehículo.

—Ya voy —les digo a las chicas, porque, como no haga algo que se salga de la estricta rutina que han decretado mis padres, explotaré. No quedarán de mí más que retazos. De hecho, así me siento ahora mismo, como si no fuera más que retazos pegados por mis padres.

—Ya era hora —masculla una de ellas mientras la otra hace una burbuja rosa chillón con su chicle.

—¡Beth! —grita Scarlett.

Me giro.

—¿Has cambiado de idea?

Niega con la cabeza.

—Ten cuidado.

—Sí. —Me siento con la rubia en la parte de atrás. Su amiga se monta en el asiento del copiloto y le susurra algo al conductor. Me inclino hacia un lado para volver a dirigirme a Scarlett—. Si llaman mis padres, diles que estoy durmiendo. Volveré en unas horas. Lo prometo.

Le lanzo un beso y, tras un instante de vacilación, finge que lo atrapa y se lo estampa en la mejilla. A continuación, se dirige a su coche y el chico que está al volante del todoterreno acelera y salimos a toda velocidad del aparcamiento de la gasolinera.

Mientras el viento se me cuela bajo la melena y la mueve, repaso los pecados que acabo de cometer.

Aceptar la invitación de unas tías a las que no conozco para ir a una fiesta.

Ir a una fiesta al pueblo de al lado, una zona que no es, precisamente, tan bonita y segura como el pueblecito en el que me he criado.

Subirme al coche de unos desconocidos. Probablemente sea el peor pecado de todos. Mis padres me enviarían a un convento si se enterasen.

Pero ¿sabéis qué?

Que me la pela.

Me han dejado claro que voy a pasar mis años universitarios con ellos, así que estamos en guerra.

Siento que estoy en una jaula, agobiada por sus reglas, su paranoia y sus miedos. Tengo diecisiete años. Debería estar emocionada por mi último año de secundaria; debería tener un montón de amigas, salir con chicos guapos y pasármelo bomba. Dicen que a partir de ahora todo irá cuesta abajo, algo deprimente porque, si estos son los mejores años de mi vida, ¿cómo de chunga se va a poner?

—¿Cómo te llamas, por cierto? —me pregunta la rubia.

—Beth. ¿Y tú?

—Ashleigh, pero llámame Ash. —Señala el asiento delantero—. Estos son Kylie y Max. Todos vamos al instituto Lexington. Este año iremos a primero de Bachillerato.

—Yo a segundo en Darling —le digo.

Esboza una ligera mueca de desprecio con sus labios rojos.

—Vaya, así que eres de esas.

Me molesta la insinuación.

—No todos los que van a Darling son ricos, ¿sabes? —No miento; mi familia no es ni por asomo tan rica como otras familias del pueblo, aunque nuestra zona residencial de las afueras es segura y tranquila.

La fiesta a la que vamos se celebra en LexingtonHeights (o Lex, como lo llaman sus habitantes), un barrio de clase obrera en el que las casas son más pequeñas, la gente es más pobre y los chicos son más camorristas. En Darling se pasa coca, éxtasis y hachís. En Lex es más probable que te ofrezcan metanfetamina.

A mis padres los llevarían los demonios si supieran que estoy aquí; a Scarlett casi le dio un patatús cuando paramos a repostar en Lexington.

—¿Y qué haces en Lex un sábado por la noche? —Kylie se gira para hacerme la pregunta—. ¿Vienes a pegarte un buen «viaje»?

Me encojo de hombros.

—Solo quiero divertirme antes de que empiecen las clases.

Max grita con fuerza:

—¡Esta chica me gusta! ¿Cómo te llamas, chica-en-busca-de-diversión?

—Beth —repito.

—Beth. —Me tiende una mano mientras con la otra sujeta el volante—. Choca esos cinco, Bethie. ¡Que empiece la fiesta!

Le choco la mano con torpeza y logro sonreír. De pronto me siento fatal por haber dejado tirada a Scarlett, pero relego la culpa a lo más hondo de mi mente y me olvido. Además, a ella le ha parecido bien que al final me fuera, aunque no creo que entienda del todo por qué tenía que marcharme. Los padres de Scar son la hostia: son tranquilos y divertidos, y le dan tanta libertad que no sabe ni qué hacer con ella.

Lo pillo. De verdad que sí. En serio. Mamá y papá perdieron a una hija; yo, a una hermana. Todos queríamos a Rachel y todos la echamos de menos; yo más que nadie; pero el accidente de mi hermana fue eso, un accidente, y la persona responsable recibió su merecido. ¿Qué más se puede pedir? Rachel nunca volverá; la vida no es así. Pero se hizo toda la justicia posible.

Y yo sigo viva. Estoy viva y quiero vivir.

¿Tan horrible es?

—¡Ya hemos llegado! —anuncia Ashleigh.

Max aparca frente a una casa estrecha con una fachada de tablillas blancas y un césped descuidado y plagado de adolescentes. Allí mismo, al aire libre, circulan botellas de cerveza y porros, como si les trajera sin cuidado la idea de que pasara un coche patrulla.

—¿De quién es esta casa? —pregunto.

—De un tal Jack —responde Ash con aire distraído. Está demasiado ocupada saludando a unas chicas en el jardín.

—¿Están sus padres en casa?

A Kylie se le escapa una risita.

—No.

Perfecto.

Bajamos del todoterreno y nos abrimos paso entre la multitud para llegar a la puerta principal. Kylie y Max desaparecen en cuanto entramos en la casa. Ashleigh permanece pegada a mí.

—¡Vamos a tomar algo! —propone.

Apenas la oigo por culpa de la ensordecedora canción de hip­hopque hace temblar las paredes. La casa está abarrotada de gente y el aire huele a una combinación de perfume, loción corporal, sudor y cerveza rancia. No es exactamente mi ambiente, pero la línea de bajo es brutal y los invitados parecen simpáticos. Casi esperaba ver peleas a puñetazo limpio y gente liándose en las paredes, pero, por lo general, solo bailan, beben y hablan muy alto.

Ash me lleva a una cocinita con encimeras de linóleo y un empapelado desfasado. Unos cuantos chicos se agolpan en una puerta con mosquitera, que permanece abierta, para fumarse un porro.

—¡Harley! —grita Ash, contenta, y corre a abrazar a uno de los chicos, que se separa del grupo—. ¡Madre mía! ¿Cuándo has vuelto?

El tipo alto la levanta del suelo y le planta un beso. Diría que está colocado, porque tiene los ojos bastante vidriosos. Me apoyo con torpeza en la encimera y hago como que encajo. Esto es lo que quiero, me digo: una fiesta intensa que cabrearía a mis padres.

—Anoche, a las tantas —contesta—. Paramos a cenar en Chicago para reponer energía y acabar el trayecto. Marcus dijo que prefería pasarse la noche conduciendo a pagar un motel.

—Deberías haberme llamado esta mañana —se queja Ash.

Él le pasa un brazo por los hombros. ¿Es su novio? No me lo ha presentado aún, así que no tengo ni idea.

—¡Si me he levantado hace una hora! —dice Harley, riéndose—. Si no, te habría llamado. —Entorna los ojos—. ¿Has visto ya a Lamar?

—No. Pero cero ganas.

—Tonya dice que lo vio con Kelly anoche en los recreativos.

—No sabe nada esta. Que imite a Alex y la deje por golfa.

Harley. Marcus. Tonya. Kelly. Lamar. Alex.

¿Quién es toda esta peña? Me quedo junto a la encimera, cada vez más incómoda, mientras Ashleigh y su posible novio nombran a gente que desconozco.

Echo un vistazo a mi alrededor. Ash y Harley siguen hablando, casi discutiendo, sobre sus amigos. No me importa, no he venido a cotillear. Estoy cansada de quedarme de brazos cruzados y permitir que me controlen. Durante los últimos tres años he hecho lo que me han dicho, me he apuntado a las optativas recomendadas y he conseguido el empleo que querían mis padres para mí.

¿Y qué obtengo a cambio?

Cuatro años más de condena. La puerta de la celda se me ha cerrado en las narices antes de que pudiera salir siquiera. Miro la caja de cerveza. Podría emborracharme, pero sería demasiado fácil; podría drogarme, pero sería demasiado peligroso. Necesito hacer algo a caballo entre emborracharme y drogarme que me satisfaga y cabree a mis padres.

Un movimiento me llama la atención. Al darme la vuelta, me encuentro con un chico guapísimo que se apoya en la puerta de la cocina. Tiene los ojos azules más oscuros que he visto en mi vida. Son increíbles. Tiene una abertura en la ceja izquierda. Desde mi posición parece una cicatriz, o que se ha pasado depilándose, pero no parece que le vaya ese rollo.

Su mandíbula está cubierta por una barba rubia oscura, lo que lo hace parecer mayor que los demás. Los chicos de la cocina, incluido Harley, no tienen vello facial, y no son, ni de lejos, tan altos como Ojos Azules, ni tan fornidos o atractivos.

A él. Eso es lo que necesito: un malote que me lleve por el mal camino.

Me siento poderosa. Esto enfurecería a mis padres más que cualquier otra cosa. Todos los chavales beben, pero ¿cuántos se acuestan con cualquiera? Mi madre se subiría por las paredes.

En mi mente, me froto las manos con alegría y empiezo a maquinar. No me mira a los ojos, pero tampoco mira a nadie más, ni a chicos ni a chicas. No lo describiría como distante, pero hay una barrera entre él y el resto, como si temieran acercarse a él. Emana un aura serena y centrada.

Justo lo que no soy yo.

Miro los vaqueros ajustados y rotos y el diminuto top amarillo con cuello halter que llevo y confirmo que tengo la cremallera cerrada y no se me salen las tetas. No soy la más sexi de por aquí, pero él está solo y yo también.

Además, me la suda si me rechaza, no volveré a verlo. Y el objetivo de salir esta noche era hacer cosas que no haría nunca. Echar una canita al aire.

—¿Quién es tu amiga?

Me sobresalto al oír la voz de Harley. Por fin me ha visto.

—Hola —digo, apartando la mirada de Ojos Azules para sonreírle a Harley—. Soy Beth.

—Yo Harley. —Suelta a Ashleigh y viene a abrazarme. Al parecer, le encanta dar abrazos—. Encantado de conocerte. ¿Te apetece colocarte?

—Mmm, quizá luego —digo con calma, rezando para que no note que me he sonrojado ni se percate de que no he fumado hierba en mi vida.

—Sí, luego mejor —conviene Ash. Qué alivio—. Vamos a bailar. —Se pone a mi otro lado y me coge del brazo.

¿Bailar? Echo un vistazo a la puerta y descubro que Ojos Azules se ha ido. Qué chasco más grande. Me pregunto adónde habrá ido. Quizá también vaya a la pista de baile… Bueno, no. No parece de los que menean el esqueleto al ritmo de una canción tecno. Es demasiado intenso para eso. De todas formas, la mayoría de los tíos no bailan. Se creen demasiado guais.

—Va —dice Ash tirándome del brazo.

Aparco a Ojos Azules. Bailaré con Ashleigh e iré a buscarlo. Dejo que mi nueva amiga me arrastre al salón, donde la música está más alta y el ambiente más caldeado. Empiezo a sudar, pero no pasa nada porque todos los demás están igual. Ash me da con el culo en la cadera y ambas nos reímos, meneamos el pelo y bailamos hasta que no podemos más.

Esto es lo que quería esta noche: divertirme y sentirme joven, y no pensar en que mi vida es un chiste. No tengo vida. No me dejan ir a fiestas, solo a las casas de mis amigas, y solo si sus padres están presentes. Esta noche, dar un paseo con Scarlett era un no rotundo. Sus viejos también estaban al tanto: para mi vergüenza, mis padres han informado a las familias de mis amigas de las normas que me han puesto. Creo que la madre de Scar se compadece de mí; tanto que, cuando nos íbamos, ha hecho la vista gorda. La adoro.

Y adoro esto: la música, el jaleo y que la sala esté llena de desconocidos que no saben quién soy. Nadie sabe nada de Rachel; nadie se compadece de mí; nadie está pendiente de mí.

Me aparto el pelo y, de nuevo, choco las caderas con Ash. Entonces doy un traspié al volver a avistar a Ojos Azules.

Es el destino, que quiere que nos conozcamos esta noche.

Va al sofá en forma de L y se inclina para decirle algo a un chico robusto que lleva una camiseta roja. Su cabello es más largo de lo que pensaba; se le riza por debajo de las orejas y le cubre la frente. Su tono rubio oscuro se parece mucho al de mi pelo.

Cojo a Ash del brazo y le pregunto:

—¿Quién es ese?

—¿Qué? —grita para hacerse oír.

Me acerco a su oreja.

—Que quién es ese —repito, más fuerte—. El del sofá.

Ella frunce el ceño.

—¿Quién?

Al girarme reprimo un gruñido. ¡Se ha vuelto a ir! Joder. El tío este aparece y desaparece como un ninja. Esta vez no se me escapa.

—Voy a hacer pis —le digo a Ashleigh.

Ella asiente y se va a bailar con otra persona. Me abro paso entre la multitud. Ojos Azules ha vuelto y está apoyado en la puerta de la cocina.

Respiro hondo y me obligo a avanzar. Jamás de los jamases le he tirado la caña a un tío. Se avecina desastre.

Atisbo una hilera de chupitos en una mesa. Cojo uno y me lo bebo de un trago. El líquido asqueroso me quema al tragarlo y me llevo una mano a la boca para disimular la tos. Al levantar la vista, cruzo la mirada con Ojos Azules.

Con un coraje que no sabía que tenía, cojo dos chupitos y me los llevo.

—Parece que necesitas un trago —le digo, ofreciéndole uno.

Lo acepta y dice:

—Parece que ha sido la primera vez que bebes un chupito.

Menos mal que estamos a oscuras y nadie ve que me pongo como un tomate.

—No, he bebido unos cuantos a lo largo de mi vida —respondo, mintiendo.

—Ya —dice antes de llevarse el vaso a los labios. Se lo bebe como si nada y se guarda el vaso vacío en el bolsillo delantero de los vaqueros. Se me van los ojos a su pantalón y, cuando vuelvo a mirar arriba, veo que me observa desconcertado.

—¿Sabes quién soy? —pregunta.

Me chupo el labio inferior mientras me pregunto qué contestarle. ¿Es famoso? No quiero quedar mal.

—Pues claro. —Me encojo de hombros con el mayor pasotismo posible—. ¿No lo saben todos?

Su expresión se torna sombría.

—Sí, seguramente. Pero aquí sigues, hablándome y trayéndome bebida. —Le da un golpecito a mi chupito.

—Como he dicho, parecías necesitar beber.

Se pasa una mano por la cara. El cariz oscuro ha desaparecido y lo sustituye un gesto cansado.

—Supongo que sí. ¿Y a qué has venido? ¿Te apetece hacer locuras?

Lo último lo ha dicho con un profundo desdén. El instinto me aconseja que no sea sincera, porque si confieso que he venido para cabrear a mis padres Ojos Azules se esfumará, y por nada del mundo quiero que eso suceda.

No porque crea que es la mejor manera de vengarme de mis padres, sino porque este chico tiene algo interesante. Porque quiero conocerlo. Porque quiero que desee conocerme.

No puedo decirle el auténtico motivo, pero puedo ser franca, aunque me muera de vergüenza.

—¿Acaso no puedo llevarle una bebida a un chico guapo? He intentado que te fijaras en mí antes, pero has desaparecido. Te he visto aquí solo y me he animado a hablarte. Si eso para ti es hacer locuras, no debes de salir mucho.

Ladea la cabeza.

—¿Es broma?

—Sí. Pero no debe de ser muy buena, porque no veo que te rías. —Me quedo mirando el chupito que sujeto. Ha ido mucho peor de lo que imaginaba.

Resopla.

—Es que mis habilidades sociales dejan mucho que desear. Broma o no, ambos sabemos que no he salido mucho en los últimos tres años.

No sé de qué habla, pero como he fingido que lo sabía todo sobre él, ahora no puedo pedirle explicaciones.

—Entonces, ¿me voy?

—No, quédate. —Se le dibuja una leve sonrisa—. No te voy a engañar: me estás aumentando la autoestima una barbaridad.

—Pues tú me estás hundiendo la mía —admito, un tanto irritada.

La sonrisa ahora es más amplia. Es tan guapo que me deja sin habla.

—Es la primera vez que me saluda una chica tan guapa.

El corazón me late a mil por hora. Alucino tanto que no se me ocurre una respuesta adecuada.

Agacha la cabeza, avergonzado.

—¿Muy ñoño?

Recupero la voz y digo:

—Demasiado genial. Se me están subiendo tanto los humos que me voy a ahogar.

—Pues vámonos.

—¿En serio? —pregunto, atónita—. ¿Adónde?

—Fuera. Me gusta tomar el aire.

—Y a mí.

Me tiende la mano. La mía encaja perfectamente con la suya. Sus dedos largos me envuelven el dorso de la mano y noto unos callos duros en la palma. Dejamos los chupitos en la encimera de la cocina, por la que pasamos. Ya no me hace falta alcohol. Voy de la mano del chico más guapo del mundo, siento que floto.

Nos abrimos paso entre la multitud. Hay quien se nos queda mirando. Levanto la cabeza. «Sí, estoy con este tío bueno».

Fuera, el barullo, como el número de gente, disminuye. Cruzamos el porche en dirección a un pequeño cobertizo.

—¿Ahí es donde escondes los cuerpos? —bromeo.

Frena en seco.

—Te va el humor negro, ¿eh?

El comentario me hace recordar la risa histérica que me dio durante el funeral de Rachel, cuando me tapé la cara para que no se me escapara y todos creyeron que estaba sollozando. Más que humor negro fue un mecanismo de defensa.

—Prefiero reír que llorar —confieso—. Lloro con demasiada facilidad. Me da una rabia…

Se deja caer sobre el césped.

—No es una mala filosofía, lo de reír en vez de llorar.

—Ojalá tuviese más control sobre mis lágrimas. Es frustrante cuando estoy enfadada y todos piensan que estoy triste. —Me siento a su lado mientras me pregunto por qué le estoy contando estas cosas. Me callo y escucho a los grillos cantar con la tenue música de la casa de fondo.

—¿Tienes nombre? —me pregunta en broma.

—Me llamo Beth.

Se pasa la mano por el pelo alborotado. Me fijo en que se le marcan los bíceps al hacerlo. Tiene unos brazos impresionantes, tonificados.

—Yo Chase. —Me señala con la cabeza y agrega—: Y sigo pensando que eres demasiado buena para estar aquí conmigo.

—Ni que me estuvieras obligando —digo—. ¿Es que quieres que me vaya?

—No, para nada. —Exhala de nuevo y, por un instante, su fina camiseta de algodón resalta su cuerpo esculpido.

Madre mía, está buenísimo.

—Es bonito, ¿eh?

Contemplo el cielo nocturno y luego el rostro de Chase, que mira hacia arriba. Está tan nublado que casi no se ve la luna, y mucho menos las estrellas.

—Supongo. —Él es bonito. ¿El cielo? No tanto.

Ríe para sí y dice:

—Podría llover a cántaros, me daría igual.

—Y a mí. —«Porque estoy contigo», pienso. Hacía semanas que no estaba tan a gusto conmigo misma, tal vez meses. La pelea con mi madre se me antoja un recuerdo lejano.

Su mano descansa en el suelo, entre nosotros. Acerco la mía y junto nuestros meñiques.

—Qué dedos más largos tienes.

Deja de mirar el cielo y se fija en nuestros dedos.

—O qué dedos más cortos tienes tú.

—Oye, que tengo manos normales.

—A ver. —Me cubre la mano con la suya y sus dedos ocultan los míos por completo.

Se me acelera el corazón y se me seca la boca. Me hormiguean partes del cuerpo que no sabía que podían hormiguear.

—¿Vas a besarme? —se me escapa de repente.

Esboza esa preciosa sonrisa que tiene.

—Sí, creo que sí. ¿Te parece bien?

Asiento.

—Hace mucho que no lo hago —reconoce.

Su sinceridad me pilla desprevenida.

—Y yo.

—Guay. —Me pasa un mechón por detrás de la oreja y se acerca más—. Entonces podemos cagarla juntos. Avísame si hago algo mal.

Me acaricia la mejilla con suavidad y, muy despacio, juntamos los labios.

3

Chase se gira a coger algo de la mesita de noche del dormitorio en el que nos encontramos. Oigo el silbido de un mechero. No tardo en notar el olor a humo mientras, tumbada, miro al techo. Chase da una calada fuerte, se vuelve y me imita. La sábana de algodón almidonada cubre la parte inferior de su cuerpo, pero de cintura para arriba está desnudo.

Yo me he vestido en cuanto hemos terminado. A las dudas les sigue el arrepentimiento, seguido de tantos remordimientos que ni siquiera puedo moverme. ¿Qué hago?

Mejor dicho: ¿qué he hecho? Estoy muy avergonzada y el corazón me late con más fuerza que la música que sigue sacudiendo la casa.

Chase le da otra calada al cigarrillo. Se comporta como si lo que acabáramos de hacer no hubiera sido para tanto; pero quizá no lo haya sido para él. Probablemente no lo haya sido; seguro que se acuesta con cientos de chicas cuando sale de fiesta.

No le he dicho que era virgen.

Verás…

—Tengo que irme —digo mientras me levanto como un resorte.

No dice ni una palabra. No me mira a los ojos. Me alegro, porque no quiero que vea la humillación que se refleja en los míos.

Cuando me dispongo a girar el pomo, habla.

—¿Y tu móvil?

Me vuelvo hacia él y, por fin, nos miramos a los ojos. Su expresión no revela nada. Su pecho todavía tiene una ligera capa de sudor por… Aparto la mirada.

—En el bolso —murmuro—. ¿Por?

—Sácalo.

No puedo decirle que no a este tío. Sonrojada, saco el teléfono del bolso y espero.

Me dicta un número.

Sigo mirándolo, todavía aturdida. Y, aunque estoy dolorida, reacciono al ver sus abdominales.

—Guarda el número que te he dicho. —Su tono es severo—. Escríbeme cuando estés en casa de tu amiga para que sepa que has llegado bien.

Sigo mirándolo.

—Beth —me apremia, y al fin recupero el habla.

—Repítemelo —susurro.

Me repite los dígitos y yo obedezco y los escribo en el móvil.

—Y eso, llámame si me necesitas —me dice con brusquedad.

Asiento, pero creo que ambos sabemos que, aparte del mensaje que le enviaré desde casa de Scarlett, jamás de los jamases volveré a necesitar su número.

4

El martes empiezan las clases; el primer día de mi último año, y debería estar ilusionada. Solo un año más bajo este techo; solo un año más para ir a la universidad, la universidad en la que quiero estudiar, lejos del control y atención constantes de mis padres.

En este momento, sus ojos están clavados en mí. Tienen preguntas. Noto el ambiente cargado. La decepción de mamá combinada con la frustración y el resentimiento de papá han formado un nubarrón negro que se adhiere al techo y las paredes como el humo cuando se quema una sartén.

Intento actuar con normalidad, como si anoche no hubiera hecho cosas de las que me arrepiento profundamente; como si no hubiera mentido a Scarlett, a mis padres y a mí misma. Desde que he abierto los ojos esta mañana, me he obligado a no pensar en Chase. Pero es tan difícil… Y cuando no puedo evitarlo, me dan ganas de llorar.

Ayer eché un polvo por primera vez. Quise hacerlo y lo disfruté; de verdad que sí… En ese momento. Pero, al poco tiempo, se me pasó la euforia. La emoción de rebelarme y hacer algo nuevo y emocionante fue sustituida por una vergüenza tremenda.

Mi primera vez ha sido con un desconocido. Ha sido un rollo de una noche.

¿Y ahora qué hago? Ni siquiera lo he asumido todavía. Ojalá mis padres dejaran de mirarme. Temo que me lean la mente si siguen observándome.

Mamá rompe el silencio para preguntarme:

—¿Te lo has pasado bien en casa de Scarlett?

Su voz me evoca un escozor en la mejilla. Ayer me pegó. Se comporta como si no lo recordara o, tal vez, intenta olvidarlo o espera que yo lo olvide. Pues lo lleva claro.

—Lizzie —insiste—. Que si te lo has pasado bien.

—Sí. —Aparto el calabacín salteado a un lado. Scarlett estaba durmiendo cuando me he metido en su cama. Por la mañana, apenas le he dicho nada. No dejaba de pedirme detalles sobre la fiesta, pero le he dado respuestas vagas. No quiero que sepa que he perdido la virginidad con un buenorro al que no conozco de nada en una fiesta cualquiera. Es demasiado vergonzoso.

—¿Qué hicisteis?

Dejo el tenedor, con una media luna verde claro ensartada en uno de sus dientes. Esta clase de preguntas solo se formulan cuando tus padres sospechan que mientes y quieren pillarte. Cuanto menos se diga en estos casos, mejor.

—Cosas.

Me obligo a moverme y a fingir que no se me ha acelerado el pulso y que el miedo no me atenaza.

—¿Como qué? —El tono de mamá es relajado, pero inquisitivo.

—Lo de siempre.

Se hace el silencio y, durante ese rato, me doy cuenta de que saben algo y esperan que cante. Mantengo la mirada fija en el plato.

Lo siguiente que aparto son los champiñones. Los odio. Nunca me han gustado y, sin embargo, mamá sigue cocinándolos.

Los champiñones eran el plato favorito de Rachel.

Se oye un movimiento de papeles. Por el rabillo del ojo veo algo blanco. No quiero mirar, pero no puedo evitarlo.

—¿Sabes qué es esto? —Ahora le toca a papá interrogarme.

Es la rutina de poli bueno / poli malo que siguen. Mamá finge estar preocupada y, cuando ve que no muestro ningún remordimiento, papá interviene con su voz dura y sus órdenes aún más duras.

—No. —Al menos eso es verdad.

—Es una copia de tus sms.

—¿Cómo? —Boquiabierta, agarro el fajo de papeles. No doy crédito a lo que ven mis ojos. O estoy alucinando o de verdad estoy leyendo una transcripción de la conversación que mantuve con Scar cuando abandoné la fiesta anoche.

217-555-2956: ¿Qué tal la fiesta? ¿Estás bien?

217-555-5298: Sí. Ha sido una pasada. Ya vuelvo. Voy a pedir un taxi.

217-555-5298: ¿Han llamado mis padres?

217-555-2956: No.

217-555-5298: Vale. Cúbreme si llaman.

217-555-5298: He vuelto sana y salva.

Se me cae el alma a los pies. El último mensaje es el que le he enviado a Chase. Casi lloro de gratitud por no haber dicho nada que me perjudicara.

Al girar la hoja veo más sms.

217-555-2956: ¿Fiesta esta noche?

217-555-5298: ¡Síííí!

217-555-2956: ¿Y tus padres?

217-555-5298: Les diré que tengo curro.

Me debato entre el miedo, la ira y la frustración. Ni siquiera sé qué decir y, en el fondo, lo único que pienso es «menos mal». Menos mal que no le he contado a Scarlett nada de Chase ni le he confesado que he echado un polvo por primera vez; menos mal que no he hablado con Chase de lo nuestro. Solo de imaginarme a mis padres averiguándolo y leyéndolo de primera mano en un mensaje, me pongo mala.

—¡No puedo creer que me espiéis! —grito a la vez que estampo los folios en la mesa. Unas lágrimas de lo más inoportunas se me agolpan en las comisuras de los ojos—. ¡No tenéis ningún derecho a leer mis sms!

—Soy yo quien te paga el móvil —brama papá.

—¡Pues ya me lo pagaré yo! —Me levanto de un salto y me alejo de la mesa.

Papá me agarra de la muñeca.

—Siéntate. Aún no hemos terminado.

Su mirada me dice que más me vale sentarme. Nunca había sido tan duro, tan estricto. Antes de que muriera Rachel, era el típico padre divertido. Contaba chistes malísimos porque le gustaba que nos quejásemos de la vergüenza ajena que nos daban. Ahora no creo que recuerde ni cómo se sonríe.

Trago saliva e intento mostrarme fanfarrona, pero no me sale. Me siento.

—No son tus actos los que nos defraudan —interviene mamá—, sino tus mentiras. No podemos confiar en ti.

—Y por eso te vamos a confiscar el coche —agrega papá.

—¿El coche? —Los miro anonadada. El coche es uno de los pocos símbolos de libertad que tengo. Me regalaron el viejo hatchback de mamá en cuanto me saqué el carné. No me habría importado ir en bus o andando, pero mis padres creían que estaría más segura al volante de un coche que cruzando un paso de cebra o esperando al bus.

Al fin y al cabo, Rachel iba a pie cuando la mataron. Por lo visto, eso significa que nunca más podré ir andando a menos de cinco pasos de un vehículo de motor.

Madre mía, parezco una amargada. Detesto pensar así, sobre todo cuando, en el fondo, sé que mis padres no son mala gente. El problema es que no han superado la muerte de Rachel. Dudo que lo hagan algún día, no sin años y años de terapia, a la que se niegan a ir. La única vez que lo sugerí, mamá me informó con frialdad de que cada uno vive el duelo a su manera, y acto seguido se levantó y se fue.

Pero su eterno duelo me está haciendo daño. Con razón estoy amargada. ¿Y ahora quieren confiscarme el coche?

En el coche puedo poner la música a todo trapo, gritar palabrotas y desahogar mi frustración. Quedarme sin él sería horrible.

Me esfuerzo por encontrar razones que los convenzan de que lo están haciendo mal.

—¿Y cómo voy a ir a trabajar? ¿O al refugio de animales? —Este último año, he trabajado de voluntaria en un refugio de animales local dos veces al mes. La alergia de Rachel hacía imposible que tuviéramos mascota e, incluso ahora que ya no está, la regla que las prohíbe se sigue cumpliendo a rajatabla, así que el voluntariado es la única forma que tengo de estar con perros, que, en mi opinión, son mucho mejores que las personas.

Mamá no me mira a los ojos. Papá carraspea.

—No irás. Hemos avisado a tu jefe y a Sandy