Una vida y un día - Lourdes Ureña Pérez - E-Book

Una vida y un día E-Book

Lourdes Ureña Pérez

0,0

Beschreibung

Ascua y Livia son dos jóvenes brujas que se enfrentan al momento más importante de sus vidas: la Ceremonia que tendrá lugar marcará el fin de su Aprendizaje. En esta historia narrada en dos tiempos, pasado y presente, encontrarás brujas capaces de controlar las Energías de la naturaleza, un Aquelarre autosuficiente; misterios, intriga y, por supuesto, una preciosa historia de amor. La autora explora la temática fantástica sin alejarse de los grandes asuntos sociales vigentes en la actualidad. Esta novela visibiliza las historias LGTBIQ+ a través de relaciones diversas y sanas, demostrando que no hay limitaciones a la hora de representar la realidad social en cualquier tipo de literatura.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 593

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Primera edición digital: abril 2022 Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com Imagen de la cubierta: Libertad Delgado @liberlibelula Maquetación: Eva M. Soria Corrección: Lucía Triviño Revisión: Ana Briz

Versión digital realizada por Libros.com

© 2022 Lourdes Ureña Pérez © 2022 Libros.com

[email protected]

ISBN digital: 978-84-18913-76-1

Lourdes Ureña Pérez

Una vida y un día

A mi tío Tomás. Te quiero y te echo de menos.

Índice

 

Portada

Créditos

Título y autor

Dedicatoria

LIBRO I: Hija del Aquelarre

LIBRO II: Renacida

Mecenas

Contraportada

LIBRO I

Hija del Aquelarre

Prólogo

 

La ventisca rugía en el Exterior como una bestia hambrienta, y la boca de la cueva no dejaba ver más que un sólido muro blanco. Devi estaba sentada en la cueva que servía de entrada principal a las Madrigueras, contemplando la ventisca y frotándose los brazos en un acto reflejo al ver tanta nieve. Aunque en el interior de la cueva el ambiente era agradablemente cálido, un escalofrío le recorrió la espalda. ¿Un presentimiento? ¿Un sentimiento de solidaridad para con las pobres criaturas atrapadas entre la nieve en el exterior? Ni siquiera ella lo sabía. La calidez de la cueva y lo tardío de la hora la habían adormilado demasiado como para pensar con claridad. Sacudió la cabeza para despejarse, abrió su cuerpo a la Energía de la Tierra sobre la que estaba sentada con la esperanza de que la sensación la espabilara y luego, solo por si acaso, se pellizcó fuerte en el brazo.

Era la noche del solsticio de invierno, y ninguna bruja dormiría aquella noche. Tras la cena abundante regada con bebidas revitalizantes, tan solo las niñas se habían retirado y yacían en aquellos momentos plácidamente en sus camas. El resto del Aquelarre bullía de actividad, el solsticio era demasiado importante. Cualquier cosa significativa que ocurriera en las próximas horas sería de gran relevancia para el Aquelarre.

Por toda la red de túneles y cuevas la actividad era casi frenética. Algunas brujas se esmeraban en mantenerse ocupadas para no caer presas del sueño, otras tenían demasiadas cosas que hacer como para pensar en dormir. Los solsticios tenían una importancia casi religiosa para las brujas; todo estaba lleno de Energía, como si el mundo se mantuviera despierto durante la noche para recibir el cambio de estación. Y, si el mundo estaba despierto, ellas también debían estarlo. Por suerte, siempre había algo que hacer en un solsticio. Las brujas asignadas a los huertos se movían de un lado a otro plantando o recolectando distintas plantas y hierbas. En los criaderos, otras sacrificaban gallinas, ovejas y demás para embotellar su sangre o preservar su piel, sus ojos, sus huesos. Los cristales de la Cueva de la Luna necesitaban ser repuestos prácticamente cada hora. Entre todo aquel revuelo, no era de extrañar que pasaran desapercibidos los gritos de dolor que salían de un pequeño cuarto de la zona de las curanderas.

Devi había caído de nuevo en un estado soporífero cuando una bruja rubia, bajita y rechoncha apareció corriendo por uno de los túneles, gritando su nombre. La urgencia en su voz hizo que estuviera completamente despierta y en pie en menos de un segundo. Se trataba de una de las matronas de guardia aquella noche, Maeira. Devi era la cabecilla de las matronas del Aquelarre; si la habían mandado a por ella, debía de ser algo grave. Lo primero que le vino a la cabeza fue un aborto, pues ninguna de las nueve brujas que estaban en estado en aquel momento estaba cerca de salir de cuentas. Pensó en cada una de ellas y se preguntó a cuál de todas tendría que consolar en aquella noche que debía ser un momento de regocijo para toda bruja.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó, contagiándose rápidamente de la urgencia de Maeira.

—Es Daria, se ha puesto de parto —contestó la partera, y Devi solo pudo pensar «Otra vez no, Madre»—. La niña está viva —añadió Maeira.

Devi sintió cómo se le hundía el corazón hasta los pies.

—Corre.

Los gritos resonaban en los muros de roca desnuda, desgarradores. Devi no podía dejar de pensar que, si Daria perdía a la niña en el parto, sería la tercera vez en sus siete años como curandera que tendría que consolarla tras un aborto. «Esta vez no», pensó Devi con decisión, «Aunque sea lo último que haga, esta vez no. Si hay una noche en el año en la que todo es posible es esta».

Entró en la pequeña cueva que servía de paritorio, donde diez brujas se habían reunido alrededor de la parturienta. Casi todo estaba ya preparado: habían trazado un círculo alrededor de la cama destinado a concentrar la Energía, habían pintado símbolos de fuerza, resistencia y concentración vital sobre la piel oscura de Daria, perlada de sudor.

—Todas fuera —ordenó Devi—. Menos Maeira y Antha.

Todas y cada una de las brujas dejaron inmediatamente lo que estaban haciendo y salieron de la habitación. Devi se inclinó sobre el lecho en el que yacía Daria y le cogió la mano. Daria, que tenía los ojos llorosos y había estado observando fijamente el techo, la miró.

—Devi. —La reconoció, y su voz se llenó de alivio de repente. Devi pidió a la Madre Tierra y a su infinita Energía ser capaz de estar a la altura de la confianza que aquella mujer tenía en ella—. Devi, salva a mi hija. Tienes que salvarla. —Su voz reflejaba ahora el miedo que había en sus ojos, y Devi hizo todo lo que pudo por no contagiarse.

—Voy a salvaros a las dos, Daria. Vas a tener a tu hijita en tus brazos en nada. Te lo prometo. —Devi la besó en la frente con suavidad y esperó poder cumplir su promesa.

—Gracias, gracias —respondió Daria casi en un susurro. De repente, su rostro volvió a retorcerse en una mueca de dolor. Otra contracción.

Devi se recompuso rápidamente, recuperando su máscara de autoridad. Madre e hija la necesitaban concentrada y eficaz, no había tiempo para pánicos. Se giró hacia Antha y Maeira. Tenían que actuar rápido.

—Antha —dijo, y la joven pelirroja se puso recta como una vara—, corre y ve a por cristales de luna del solsticio de invierno de hace siete años. —Antha asintió, y salió disparada a la velocidad de un rayo, su larga melena pelirroja reluciendo como una llama a la luz del fuego.

Siete años atrás había sido el primer solsticio de Devi como curandera y podía recordarlo como si fuera ayer. Había habido luna llena y un cielo claro sin nube alguna a la vista. Las Ancianas habían dicho que aquella sería la cosecha de cristales más poderosa de los últimos cien años. Los cristales de luna eran, básicamente, sacos de Energía que funcionaban como baterías enormes, y la porción almacenada en ellos era pura y fácil de canalizar. Con un buen cristal de luna, una sola bruja podía realizar una canalización para la que normalmente harían falta diez brujas adultas. Y lo que era aún mejor, mientras que otros cristales necesitaban de una bruja canalizando la Energía para ser cargados, los cristales de luna se autoabastecían tan solo con la luz nocturna. Iban a necesitar toda la Energía disponible para salvar a Daria y a su hija.

Antha volvió al cabo de dos minutos con cuatro grandes cristales azules apretados contra su pecho y con una sonrisa de oreja a oreja.

—Le he dicho a Catarina lo que estaba pasando y me ha dado los más grandes —dijo. La inmensa sonrisa que llevaba en la cara la hacía parecer incluso más joven de lo que era.

Devi hizo lo posible por devolverle la sonrisa a través de las capas de miedo que envolvían y aprisionaban su corazón.

Antha y Maeira colocaron los cuatro cristales en los cuatro puntos cardinales y tocaron cada uno de ellos para encenderlos. Una cúpula de tenue luz azul se cerró sobre las cuatro brujas. Aisladas del mundo exterior, aquella cúpula concentraría toda la Energía que pudieran canalizar, además de la que contenían los cristales, con un solo propósito: mantener a madre e hija con vida.

Devi colocó las manos sobre el vientre abultado de Daria y cerró los ojos. Podía sentir que la Energía de la niña se estaba debilitando, pero también la fuerza con la que luchaba por sobrevivir. Una chispa de esperanza se prendió entre todo su miedo. Abrió los ojos y sonrió a Daria.

—Vamos a conseguirlo.

Daria no había estado tan agotada en su vida, pero se negaba a cerrar los ojos. No podía. Sentía que, si perdía de vista a su niña durante más de un segundo, todo aquel maravilloso sueño se desvanecería, despertaría para encontrar el cuarto aborto en nueve años y a Devi rogándole que dejara de intentarlo. Con la habitación apenas iluminada por una pequeña hoguera, Daria se preguntaba si había muerto durante el parto y había pasado a formar parte de la Madre Tierra con su niña. Devi entró en el cuarto, sacándola de sus pensamientos. El fuego aún ardía con fuerza y arrancaba reflejos dorados de la piel marrón de Daria y destellos rojizos del cabello castaño de Devi. La partera se acercó al lecho y se sentó en el borde.

—Aún no puedo creerlo —dijo Daria, apenas más fuerte que un susurro. Devi asintió. Daria había estado gritando y llorando a partes iguales cuando acabó el parto, segura de que la niña estaba muerta.

Sus aullidos desgarradores de dolor aún resonaban en los oídos de Devi. No importaba cuántas veces le dijeran que la niña estaba bien, no parecía ser capaz de creerlo. Solo una vez que Maeira había acabado de limpiar y examinar al bebé, y Daria por fin la tuvo en sus brazos, pareció darse cuenta de que estaba bien.

—Está viva —había dicho, muy bajito, como si temiera que fuera un error y que si alguien la oía vendrían a corregirlo.

—Viva y sana como un roble —le había asegurado Devi, acariciándole rostro con delicadeza.

Desde el momento en que la tuvo en sus brazos, Daria no consintió en soltar a la niña, negándose a cerrar los ojos, aunque fuera un instante. Ya era bien entrada la mañana, y Devi temía por su salud si no descansaba.

—Daria, tienes que dormir. —Apenas había abierto la boca y la bruja ya estaba negando con la cabeza—. Te he traído leche de amapola. —Lo intentó de nuevo Devi, pero Daria solo negó con más fuerza.

—No puedo, Devi. Tengo miedo de que desaparezca —le confesó. Devi sintió cómo se le encogía el corazón.

Desde que era muy joven había sido obvio que la Madre había otorgado a Daria un don. Las pequeñas la adoraban, las bebés dejaban de llorar en cuanto se acercaba a sus cunas y todas las niñas del Aquelarre la querían con locura. Por eso, cuando con veintiún años, tan solo un año después de pasar por la Ceremonia, Daria había decidido que quería quedarse embarazada, a nadie le había parecido demasiado pronto.

El primer aborto rompió el corazón de todas las brujas tan solo tres meses después. Devi recordaba perfectamente cómo el duelo se había extendido por el Aquelarre como una nube, oscuro y asfixiante. La segunda vez, la propia Devi había estado presente como Aprendiza de curandera y había secado las lágrimas de Daria cuando un aborto natural destrozó sus esperanzas a los dos meses. Daria no había abierto la boca durante dos semanas, ni para hablar ni para comer. Llena de dolor, dejó de jugar con las niñas y de acercarse a su dormitorio por las noches para contarles historias.

Cuando volvió a quedarse embarazada, la noticia fue recibida con miedo y angustia en lugar de alegría. Pero poco a poco, conforme pasaban los meses y el embarazo seguía su curso, la esperanza empezó a crecer en los corazones de las brujas. Para entonces Devi ya formaba parte del equipo de parteras. Daria y ella se pasaban horas hablando de la niña, pensando nombres y preguntándose si se parecería a Daria. El parto había llegado a los seis meses. Demasiado pronto. Y, a pesar de todos los esfuerzos de las parteras, la niña había nacido muerta.

Aquella era la primera vez que Devi había dirigido en persona el parto de Daria y entendía que la bruja aún no pudiera creer que todo hubiera salido bien, a ella misma le estaba costando asimilarlo.

—¿Le has puesto nombre? —preguntó. Daria negó suavemente con la cabeza—. Deberías hacerlo. Un nombre la anclará a la vida.

—No…, no había pensado en ninguno. No me había atrevido —confesó Daria, y Devi pudo ver cómo se le llenaban los ojos de lágrimas. Le acarició el rostro con suavidad y la obligó a mirarla.

—Piénsalo ahora —dijo, y Daria asintió.

Ambas se quedaron observando a la niña, que parecía una diminuta bolita negra en el regazo de su madre. Todo en ella era oscuro: su piel, su pelo corto y grueso. En la tenue luz de la habitación parecía un trocito de carbón. Daria pasó un dedo por la frente de la niña con una ternura infinita. La niña pareció retorcerse un poco, y los pequeños párpados le temblaron levemente. Ambas brujas observaron casi hipnotizadas cómo la pequeña abría los ojitos para revelar unos iris de un vivo color ámbar rojizo.

El fuego lanzó una llamarada al partirse uno de los troncos y la luz iluminó los ojos de la niña, haciéndolos brillar como dos pequeñas ascuas al rojo vivo entre el carbón negro.

—Ascua —murmuraron ambas brujas a la vez, y supieron que la propia Madre les había inspirado aquel nombre.

Daria sonrió, y acunó a la niña entre sus brazos un instante más antes de tendérsela a Devi. La matrona la cogió con cuidado y la llevó hasta la cuna colocada al otro lado de habitación. Con el alivio de saber que su hija estaba segura y a salvo, Daria cerró los ojos.

Capítulo 1

 

Era la noche previa al día de la Ceremonia y Ascua no podía dormir. La luna no era más que el filo de una uña blanca contra el cielo azabache, tan fina que Ascua estaba segura de que si pudiera tocarla se pincharía el dedo como si fuera el huso de una rueca. Quizá así podría dormir por fin. ¿No había leído en algún lado una historia de cómo una bruja había derramado un bálsamo de sueño sobre una rueca y al pincharse con el huso había dormido durante casi cien años? Ascua suspiró. Quién tuviera esa suerte.

La noche resultaba opresiva, la luna, tan delgada que apenas desprendía luz, y las desperdigadas nubes que bloqueaban el brillo de las estrellas hacían que la oscuridad cubriera las cabañas del Exterior como un pesado manto. Ascua se sentía rodeada y acorralada por la oscuridad, y la idea la agobiaba aquella noche más que nunca. Le gustaría poder encender un cristal solar o una vela, pero temía despertar a la figura que dormía plácidamente junto a ella.

Hacía bochorno, demasiado para una noche de finales de primavera. Ascua estaba sudando, y sentía como si el calor la aplastara contra la cama. Justo en ese momento, la suave brisa agitó levemente las cortinas y las hierbas que colgaban del techo en distintos estados de secado, como retándola a repetir que hacía calor. Era posible que su sudor se debiera más al ritmo frenético de su corazón que al clima. Quería levantarse y salir corriendo de aquella pequeña cabaña que parecía estar cayéndosele encima. Pero Livia dormía plácidamente a su lado. La joven se acercó más a Ascua, inconscientemente, y toda su intención de levantarse se esfumó de un plumazo. No podía correr el riesgo de despertarla. Había cierto consuelo en saber que, mientras Livia estuviera dormida, al menos una de las dos no estaba preocupándose. Así que, en lugar de levantarse y salir corriendo en busca de un lugar donde la brisa nocturna enfriara su piel y llenara sus pulmones, Ascua continuó respirando hondo el aire cargado de la cabaña, tratando de calmar su pulso acelerado. Sin mucho éxito.

Había estado teniendo aquellos episodios de sudores y pulsaciones aceleradas intermitentemente durante todo el día —más bien toda la semana—, concretamente, cada vez que el férreo control que había impuesto sobre sus pensamientos se debilitaba y su mente sacaba a relucir el tema de la Ceremonia. A lo largo del día habían conseguido mantenerse ocupadas. En el Aquelarre siempre había cosas que hacer. Incluso en invierno, cuando la nieve se acumulaba en la boca de las cuevas de entrada y les impedía abandonar la extensa pero limitada red de túneles y cavernas, miles de cosas necesitaban atención dentro del hogar de las brujas. Desde cuidar de las niñas pequeñas hasta tejer ropa nueva o remendar prendas, hacer inventarios de hierbas, velas, cristales, comida, etc., trabajar en los huertos; una nunca estaba ociosa. Livia había sugerido que se tomaran el día libre y lo pasaran bañándose en las pozas del río o paseando por el bosque, pero, aunque las dos sabían que nadie se lo echaría en cara, Ascua había insistido en trabajar, y ella la había seguido sin quejarse. Sus manos habían estado ocupadas, y su mente, entretenida. El día había ido bien, salvo en los escasos momentos en los que se habían permitido descansar, que daban a su mente un mayor espacio para divagar, aterrizando siempre de vuelta en la Ceremonia. En cuanto lo hacía, de pronto el corazón quería salírsele del pecho, un apretado nudo se le plantaba firmemente en la boca del estómago, y el sudor de su frente ya no tenía nada que ver con las dos horas que acababa de pasar trabajando en el Huerto de Verano.

Pero de noche, tumbada en la cama en una oscuridad tan espesa que apenas le permitía vislumbrar el cuerpo que roncaba a su lado, Ascua no tenía dónde esconderse de sus pensamientos. Empezaba a temer que todo aquel desasosiego y ansiedad por la Ceremonia iban a resultar completamente inútiles, ya que su corazón se iba a encargar de matarla antes de que llegara el día.

No podía más. Se incorporó en la cama con cuidado de no perturbar el sueño de Livia. Encendió una pequeña llama sobre su dedo índice y ahuecó la mano derecha alrededor de ella para que la luz no diera directamente en los ojos de su compañera. A pesar de que su mano bloqueaba parcialmente el brillo de la pequeña llama, la oscuridad se disolvió a su alrededor como un denso humo empujado por la brisa. Ascua sintió que con ella se disolvía parte del peso que le oprimía el pecho. Respiró hondo y esta vez le entró un poco más de aire en los pulmones.

Así, sentada en la cama, se repitió a sí misma: inspira…, espira, inspira…, espira, inspira…, espira… Su corazón volvía a latir a un ritmo medianamente normal, y ya no sentía aquel peso insistente que la aplastaba contra la cama. Moviéndose todo lo despacio y lo delicadamente que pudo se recolocó sobre el colchón hasta quedar sentada con la espalda apoyada contra la pared, las rodillas dobladas cerca del pecho. A pesar de sus buenas intenciones, era consciente de que estaba haciendo bastante ruido; la cama entera se meneaba con sus movimientos, y las tablas del suelo crujían estrepitosamente en el silencio de la noche. Ascua nunca había tenido el don de la delicadeza. Una vez asentada de nuevo, dirigió su mirada hacia su compañera de cama, temiendo haberla despertado con el ajetreo, pero Livia seguía profundamente dormida. Ascua la observó detenidamente: incluso así, despatarrada en la cama, con las extremidades desperdigadas en todas direcciones, la boca entreabierta y —Ascua juraría— babeando un poquitín, Livia se las arreglaba para tener un aspecto delicado y grácil.

El calor de la llama le lamía la yema del dedo en una sensación agradable, y Ascua contempló cómo bailaba bajo la tenue brisa. El fuego: un don no demasiado sutil. Desde que era un bebé, siempre había tenido una fuerte conexión con las llamas. A Ascua le gustaba el fuego, lo sentía sobre su piel como el contacto de una amiga querida, y se sentía reflejada en su don en ocasiones un poco más de lo que le gustaría. El fuego era poderoso, era útil, y podía llegar a ser muy hermoso, pero nadie quería acercarse demasiado.

El don de Ascua era algo excepcional, la mayoría de las brujas no tenían ese nivel de afinidad con ninguna disciplina o elemento. Casi todas favorecían algún aspecto de su Aprendizaje por encima de los demás y muchas incluso mostraban una predisposición natural hacia algo: el agua, los minerales, el cultivo, la crianza… Pero la conexión innata y primaria que tenía Ascua con el fuego era algo muy escaso. Era uno de los pequeños orgullos que se había permitido cuando era niña, la hacía sentir especial. Incluso ahora, años más tarde, le gustaba imaginar que el fuego era como un animal salvaje, desconfiado y asustadizo que, por alguna razón, la había elegido a ella para depositar su confianza. Un animal que podía ser violento y brutal, pero que se volvía dócil bajo su mano. Un animal al que nadie se acercaba demasiado.

Aquella idea se repetía a menudo en su cabeza, y, aunque no se lo reprochaba en absoluto, las comparaciones podían llegar a ser odiosas. Y es que Livia era todo lo contrario a Ascua. Con un don natural para, bueno, para prácticamente todo y con una preferencia casi infantil por jugar con el aire y el agua, Livia era delicada, dulce y grácil en todo lo que hacía. Su sola presencia resultaba refrescante, y todo el que la veía y tenía el placer de escuchar su encantadora risa, cantarina como un riachuelo de montaña, sentía el impulso de estar tan cerca de ella como fuera posible. Livia también era poderosa, más de lo que Ascua jamás podría llegar a ser, pero nadie temía acercarse a ella.

La llama se extendió por el resto del dedo en una agradable caricia, y Ascua pensó divertida que estaba intentando consolarla. Estaba realmente agradecida a la Madre Tierra por su don. Era como si el mundo hubiera visto que estaba sola y le hubiera hecho un regalo de consolación. El fuego no era un gran conversador, ni había jugado con ella cuando era niña, pero le hacía compañía en momentos solitarios como aquel. La Anciana Usnavia le había dicho, cuando era pequeña, que su don venía de su nombre, que con él Daria la había atado a la Energía del Fuego la noche que nació. Ella prefería su teoría del regalo de la Madre, pero aun así aquel día se había asegurado de darle las gracias a Daria. La mujer la había mirado extrañada, pero le había sonreído y besado en la frente de todas formas.

Ascua no había tenido muchas amigas cuando era niña. De hecho, no había tenido ninguna antes de Livia; incluso después, realmente solo la tenía a ella. Así que no, amigas no le sobraban precisamente, pero Ascua siempre había tenido algo que ninguna otra niña en el Aquelarre había tenido jamás: una madre.

Todas las brujas eran, primero y ante todo, hijas de la Madre Tierra, y todas las habitantes del Aquelarre formaban parte de una gran familia. Por eso, el hecho de que hubiera sido fulana o mengana quien te pariera no significaba realmente nada. Las gestantes se separaban de las niñas en cuanto estas dejaban de tomar el pecho, y las pequeñas se mudaban al dormitorio común. Las niñas a menudo no sabían quién las había parido, y todas eran criadas por el Aquelarre entero.

Las cuidadoras eran brujas que habían elegido pasar su vida criando a las más jóvenes del rebaño. Velmia, por ejemplo, que era una bruja gorda y bajita que tenía una cara amable y una suavidad innata, se había dedicado a la crianza de las niñas al menos desde que Ascua tenía memoria. No había nadie de la edad de Ascua que no recordara las suaves manos de Velmia curando una herida o un moratón. O Auria, que, aunque era estricta y un poco gruñona, había enseñado a andar a cien niñas por lo menos, y se la solía ver con al menos dos chiquillas encima en todo momento. Muchas niñas crecían considerando a estas brujas lo más parecido a las madres de los hombres que existía en el Aquelarre, desde luego, más cercano a ello que quien quiera que las hubiera dado a luz.

Pero Ascua había tenido siempre una madre de verdad. Daria era una bruja increíblemente querida en el Aquelarre, y tanto ella como Ascua eran conscientes de que la comunidad había mirado para otro lado en multitud de ocasiones con ellas. Las niñas dormían normalmente en un dormitorio común hasta que empezaban su Aprendizaje, pero Ascua había pasado la mayoría de las noches de su infancia en la pequeña cueva que constituía el cuarto de Daria, acurrucada en la cama y cayendo rendida al calor del cuerpo de su madre. En lugar de pasar sus días con el resto de las niñas, Daria se llevaba a Ascua con ella a hacer sus tareas diarias, la sentaba sobre sus rodillas y le contaba historias maravillosas sobre brujas antiguas mientras Ascua la observaba con los ojos como platos. Adoraba a su madre con toda su alma.

Echó de menos el collar de Daria, con cuyas cuentas aprendió a contar, que Daria siempre le daba de pequeña para consolarla cuando estaba triste o molesta por algo. Con los años se había convertido en una especie de amuleto al que acudía en los malos momentos. Contar las cuentas la centraba y la ayudaba a olvidarse de lo que le preocupaba. Cómo le gustaría tenerlo ahora mismo. De manera inconsciente, sus manos hicieron el gesto de pasar las cuentas entre los dedos, pero no surtió ningún efecto.

Ascua miró a través de la ventana, hacia el enorme agujero oscuro que se abría en la ladera de la montaña, y deseó con todo su corazón volver a ser una niña pequeña acurrucada junto a su madre en el interior de las Madrigueras.

Capítulo 2

 

Las Madrigueras era el nombre que las brujas le daban a la red de túneles y cuevas de piedra pálida que formaban la mayor parte de su asentamiento. Allí, la tierra las envolvía en una acogedora manta de cristales y sedimentos, y en las cuevas más profundas podían sentir el calor de la propia Madre. Las Madrigueras ofrecían un refugio fresco en verano y cálido en invierno, y los aspectos más desagradables de vivir bajo tierra siempre tenían solución. Los cristales solares iluminaban las habitaciones sin tragaluces, y un grupo de brujas especializadas en la Energía del Aire se aseguraba de airear las cuevas cada mañana para evitar malos olores. Gracias al ingenio de generación tras generación y a la generosidad de la Madre, bajo tierra tenían todo lo que necesitaban: huertos, corrales, bibliotecas, telares, baños termales… Su pequeña ciudad subterránea era prácticamente perfecta. Y, aun así, seguía habiendo brujas que se marchitaban encerradas entra paredes de piedra. Por eso, una serie de edificios de madera y pequeñas cabañas habían sido construidas en forma de media luna orientada hacia la entrada a las cuevas. Lo llamaban el Exterior. Las brujas que no podían existir sin el cielo abierto sobre sus cabezas y el aire del bosque en sus pulmones vivían en las cabañas casi todo el año, exceptuando las partes más duras del invierno.

A Ascua le gustaba su cabaña, pero a veces echaba de menos el olor cálido y mineral del dormitorio de su infancia. Livia, sin embargo, se quedaría en la cabaña enterrada por la nieve si pudiera. Cuando llegaba el invierno, siempre eran las últimas en mudarse a una de las cuevas. Livia se negaba a dejar su cabaña al aire libre hasta que no había una montaña de mantas lo suficientemente alta como para mantenerlas calientes durante la noche. Y, en cuanto dejaban sus cosas en su cuarto de las Madrigueras, empezaba a pasearse de un lado a otro, incapaz de estarse quieta.

—Pareces un gato encerrado —se reía Ascua, obteniendo un almohadazo en la cara como respuesta.

Siempre eran las últimas en irse y las primeras en volver al Exterior. El deshielo apenas había comenzado, y ya las encontraba a las dos envueltas en más capas que una cebolla, deshaciendo el equipaje en su cabaña. Cada año, Ascua dejaba con pesar su cama calentita en las Madrigueras, pero la sonrisa de Livia al respirar de nuevo el olor a pino y tierra húmeda lo compensaba todo.

Obstinada y encantadora, Livia siempre se salía con la suya. Cuando tenía once años, le había preguntado a una de sus maestras por qué el Aquelarre vivía en cuevas en lugar de al aire libre, como a ella le habría gustado. Ascua sonrió al recordarlo. Livia no se había limitado a hacer cualquier pregunta a cualquier maestra. Siempre recta como un palo y delgada hasta el extremo, Rena tenía el rostro permanentemente arrugado en una mueca de desaprobación, y ejercía una política de tolerancia cero con distracciones y haraganería en sus clases. Lo cierto es que era una maestra excepcional, sabía explicarse y hacerse entender, y tenía auténtica vocación por la enseñanza. Daba todo de sí misma en sus clases, pero a cambio exigía el mismo nivel de entrega por parte de sus Aprendizas. Aquel día, Rena les estaba hablando de la Energía del Aire, de las dificultades de su manipulación. El aire lo toca todo, se encuentra en todas partes, y su Energía se entrelaza con todos los elementos que conforman nuestro mundo; por ello, es necesario tener un entendimiento profundo y detallado de este tipo de Energía antes de poder realizar millones de canalizaciones. Incluso simples manipulaciones pueden acarrear consecuencias desagradables si no se comprende la naturaleza del aire. Rena les había contado la historia de cómo una Aprendiza hacía años había querido que su gato tuviera el tamaño de un poni, pero al agrandarlo no había tenido en cuenta que la Energía del Aire de un poni es mayor que la de un gato, y el pobre gato gigante había muerto asfixiado. Ascua había estado escuchando con toda su atención no solo porque Rena le inspiraba más miedo que ninguna otra maestra, sino porque siempre encontraba sus clases fascinantes.

Livia, sin embargo, prefería las clases más prácticas. Tras veinte minutos de charla, se había dado cuenta de que aquel día no iban a hacer nada interesante, y su cerebro había desconectado completamente. Aburrida, había estado mirando a su alrededor con desinterés y, tras contemplar la piedra blanca que las rodeaba por todas partes, había interrumpido:

—Rena, ¿por qué vivimos en cuevas? —La aludida, que había estado paseando de un lado a otro sin mirarlas mientras hablaba, se paró en seco.

—¿Disculpa? —preguntó, clavando una mirada en Livia que hizo que la propia Ascua quisiera hacerse pequeñita y disculparse hasta la saciedad.

—Que por qué vivimos en cuevas —repitió Livia como si de verdad creyera que el problema de Rena con la pregunta había sido auditivo.

Livia sostuvo la mirada de la bruja con una sonrisa tranquila y francamente encantadora. La curiosidad de la joven y su afición por hacer preguntas extrañas de la nada eran bien conocidas por todo el Aquelarre, como también lo era lo poco que le gustaba a Rena que la interrumpieran. La maestra la contempló durante un instante, y Livia siguió sonriendo. Ascua presenció la batalla de voluntades con el corazón en un puño. Finalmente, Rena suspiró y se frotó el puente de la nariz.

—Ya que asumo que no has escuchado ni una palabra de lo que he dicho en la última hora —dijo Rena con un tono cargado de resignación—, voy a contestarte, a ver si así al menos aprendes algo en esta clase. Aunque sea algo que no tenga nada que ver con la Energía del Aire.

La sonrisa de Livia se volvió satisfecha, y Rena se sentó en el suelo frente a ellas, la clase olvidada por el momento. No era algo fuera de lo común que las maestras enseñaran cosas que no entraban exactamente en su asignatura, pero Ascua nunca había visto a Rena salirse del temario de una lección. Estaba convencida de que nadie excepto Livia podría haberlo conseguido.

—Nuestras antepasadas, antes de asentarse en este lugar, eran un Aquelarre nómada —comenzó Rena—. Viajaban de un lado a otro, recorriendo el mundo. Nos quedan muy pocos registros de aquel entonces, y, desde luego, ninguna bruja de aquella época sigue con nosotras, pero gracias a algunos diarios de aquellas que se asentaron aquí y, más concretamente, de sus hijas, sabemos lo que pasó. El Aquelarre nómada llegó aquí a principios del invierno con la intención de atravesar las montañas antes de que la primera nevada cayera y tuvieran que esperar hasta la próxima estación. Sin embargo, aquel año la primera nevada llegó muy pronto y en forma de ventisca. Huyendo de la tormenta de nieve, el Aquelarre llegó hasta aquí mismo. —Rena hizo un gesto como para señalar en dirección al Exterior y a la boca de las Madrigueras. Ascua se imaginó a aquellas brujas errantes entrando en las cuevas envueltas en nieve—. En busca de refugio encontraron una gran cueva y, mientras se calentaban y esperaban a que la tormenta amainara, descubrieron la red de túneles y cavernas que hoy llamamos nuestro hogar. —Rena miró a Livia, la pregunta implícita en su mirada de si aquello satisfacía su curiosidad.

—Pero ¿por qué? —insistió Livia, y Ascua podía ver que Rena estaba luchando por no poner los ojos en blanco—. ¿Por qué después de tantos años siendo nómadas decidieron asentarse aquí? ¿Por qué no siguieron recorriendo el mundo y viviendo aventuras? —Rena suspiró.

—Aparte de las razones obvias de refugio y seguridad —respondió la maestra—, nuestras antepasadas encontraron aquí un vínculo con la Madre Tierra que no habían experimentado en ningún otro lugar. Descubrieron que, viviendo en el interior de esta montaña, con sus rocas llenas de unos cristales que para ellas eran desconocidos en aquel momento, se sentían más cercanas y en mayor armonía con la Energía de la Tierra. Como ya sabéis, los cristales de luna, que solo se encuentran en nuestras cuevas, tienen una capacidad de acumulación de Energía mayor que cualquier otro cristal, y esta puede canalizarse para casi cualquier cosa. —Las dos Aprendizas asintieron—. Podemos deducir que esta acumulación de Energía hace de nuestras cuevas un lugar muy especial, y, o bien nuestras antepasadas supieron reconocer esto y decidieron quedarse, o bien tomaron la existencia de estos cristales como una señal de la Madre de que habían encontrado su hogar. —Esta última parte la dijo con cierta resignación, como si no pudiera evitar que fuera una opinión popular pero realmente quisiera encontrar la forma de hacerlo—. ¿Contenta, Livia? ¿Puedo seguir ahora con mi clase y esperar que me prestes un mínimo de atención? —preguntó Rena, pero no había una acusación real en sus palabras.

—Haré lo que pueda —respondió Livia, pero su sonrisa era tan radiante que no se la podía tachar realmente de impertinente.

En aquel momento, sentada en la cama y rodeada de oscuridad, Ascua deseó poder sumergirse en sus recuerdos y volver atrás. Volver a disfrutar de cada clase, de las fascinantes y de las aburridas, volver a aprenderlo todo, volver a vivir cada sonrisa de Livia, cada risa compartida, cada momento de paz en el que la Ceremonia era todavía algo lejano.

Capítulo 3

 

Ascua cerró los ojos y sintió la Energía que manaba de la montaña. Incluso desde el Exterior, y aun a muchos kilómetros del Aquelarre, podía sentir la inmensa acumulación de Energía. Era reconfortante, como sentarse al calor de una hoguera al llegar a casa en una noche de invierno, como el sonido de los latidos del corazón de una madre. Era hogar. El hogar de todas las brujas, que las acogía en su interior y las protegía con ternura. Allí, en el interior de la roca, casi podía sentir la caricia de la Madre Tierra, e imaginarla no como la figura simbólica que sabía que era, sino como una auténtica figura maternal.

Se preguntó, no por primera vez, cuántas brujas antes que ella habían sentido lo mismo, habían tenido exactamente los mismos pensamientos ocupando su mente. Cientos, sin duda, puede que miles. Esa idea la hacía sentirse parte de algo inmenso, algo que iba más allá del tiempo. Incluso aquellas brujas que habían muerto mucho antes de que ella existiera eran sus hermanas, estaban unidas a través de los años por sus ideas y sus reflexiones.

Así era como se sentía cuando leía los diarios de las antiguas brujas. Escribir diarios y grimorios era una costumbre muy popular. Normalmente, cada una relataba su vida, sus experiencias, y recopilaba las canalizaciones más útiles para su día a día o cualquier cosa que le pareciera conveniente o le llamara la atención. Sin embargo, a lo largo de los tiempos había habido brujas que habían tomado interés en poner por escrito cosas que consideraban más grandes que ellas mismas. Algunas habían recopilado grimorios extensísimos sobre alguna disciplina en particular, otras habían experimentado e inventado canalizaciones novedosas y habían detallado en sus diarios el proceso que habían seguido. Ascua sentía una pasión ferviente por estos libros, y las Viejas que se encargaban del cuidado de la biblioteca bromeaban diciendo que la joven Aprendiza había hecho su misión personal leer todos y cada uno de los volúmenes que allí se conservaban. Sus favoritos eran los diarios históricos. Algunas brujas habían dedicado su vida a narrar aquello que ocurría durante el transcurso de estas, otras habían tratado de poner por escrito la historia del Aquelarre, transmitida en su mayoría de manera oral. Ascua lo había leído todo.

Uno de sus favoritos era el de una bruja llamada Arilene, que había escrito un diario narrando las historias de una Vieja criadora, que era una niña cuando las brujas dejaron el nomadismo para asentarse en las cuevas. En su diario, Arilene transcribía las historias de boca de la anciana y luego las analizaba, sacando de ellas sus propias conclusiones. Según ella, el Aquelarre nómada que había llegado a aquel territorio había tenido una estructura basada en el liderazgo indiscutible de una sola bruja. La llamaban la Única. La creencia era que la Única era la mejor de entre las brujas, la más hábil, la más inteligente, la más poderosa. En resumen, la única capaz de guiarlas en sus viajes. Arilene teorizaba que las brujas nómadas tenían dos razones principales para necesitar este sistema: la primera era que, debido a su modo de vida en constante movimiento, era más que probable que el Aquelarre se encontrara a menudo en una situación de peligro y necesitara que las decisiones se tomaran de manera rápida y eficiente, lo que no es fácil en el caso de un Consejo. La segunda razón era simplemente que eran menos. Debido a las dificultades de la vida errante y a que el manejo de la Energía por parte de estas brujas era más primitivo, la población era mucho menos numerosa, y las muertes eran algo habitual. En una población más reducida, el consenso resultaba menos importante que la eficacia.

Pero las cosas habían cambiado rápidamente tras el asentamiento. En la seguridad de las cuevas, sin los peligros del camino y con un pueblo humano a pocos kilómetros, la población de brujas creció de manera muy rápida. Y el sedentarismo proporcionó a las brujas más tiempo para educarse y mejorar su manejo de la Energía. Sin decisiones de vida o muerte que tomar en un instante, una líder única e indiscutible comenzó a dejar de ser necesaria. Arilene había sido parte de la primera generación de brujas en instaurar el Consejo de Ancianas.

Por supuesto, tan solo cuatro generaciones después del asentamiento, las Ancianas no habían sido demasiado…, bueno, demasiado ancianas. La de mayor edad en aquel primer consejo había tenido apenas ciento cincuenta años. A Ascua esta edad le había resultado completamente ridícula. En el Consejo que Ascua conocía no había en aquel momento ninguna bruja con menos de doscientos años, aunque algunas decían que la Vieja Meira, que tenía ciento ochenta y cuatro, estaba a punto de ser admitida en él.

La esperanza de vida de una bruja era de más de trescientos años, y la mayor parte de esa vida transcurría en su vejez. Aunque podían mantener su cuerpo joven si lo deseaban, a la mayoría de las brujas no les importaba tener un aspecto juvenil, y centraban sus esfuerzos en mantenerse fuertes. Por eso, entre los humanos tenían fama de estar todas encorvadas y arrugadas. Una bruja comenzaba su Aprendizaje entre los diez y los trece años, momento en el cual dejaba de ser considerada una niña y se convertía en Aprendiza. Alrededor de los veinte, tras la Ceremonia, se convertía en bruja de pleno derecho, una adulta que podía participar de las decisiones del Aquelarre. La vida adulta estaba para trabajar, tener hijas y disfrutar de la juventud. No era hasta los ciento y pico años cuando una bruja empezaba a ser considerada una Vieja. Las Viejas eran el alma del Aquelarre, estaban en la edad en que la sabiduría de los años y la vitalidad de la juventud comenzaban a equilibrarse. Estaban exentas de las tareas físicas si así lo deseaban, y muchas dedicaban sus días exclusivamente al estudio, buscando perfeccionar sus dones y encontrar el equilibrio ideal de la Energía. Aunque algunas, como la Vieja Dona, se habían empeñado en seguir trabajando en el huerto hasta bien pasado su doscientos cumpleaños. Nadie sabía muy bien cuándo ni cómo una Vieja se convertía en una Anciana y pasaba a formar parte del Consejo. Solo las propias Ancianas estaban en sintonía suficiente con la Energía como para detectar el paso de una fase a otra. Ni siquiera era algo seguro, muchas Viejas nunca llegaban a alcanzar el equilibrio perfecto que poseían las Ancianas, ese punto que abría su sensibilidad a todo un nuevo mundo. En su corta vida, Ascua nunca había presenciado el paso de una Vieja a Anciana y no creía que fuera a presenciarlo nunca.

El Consejo de Ancianas, compuesto por trece brujas en aquel momento, era la cabeza del Aquelarre y, aunque las decisiones se tomaban por medio de votación entre todas las brujas, en caso de falta de un consenso razonable, el Consejo tenía la última palabra. Eran la voz de la sabiduría y la razón, el enlace de las brujas con la Energía del mundo en aquellos niveles que el resto no podían alcanzar. Por ejemplo, las Ancianas eran las únicas que podían leer la Energía de las demás brujas y percibir si un bebé era una bruja o un humano aún en el útero, o qué dos niñas debían ser emparejadas para realizar su Aprendizaje. Eran capaces de ver más allá que el resto de las brujas. Ascua pensaba que debía de ser fascinante ser capaz de ver la Energía dentro del resto de sus compañeras. Se preguntaba a menudo si las Ancianas podían ver el fuego en su interior.

Distraída en sus pensamientos, Ascua había terminado por calmarse, y el sueño comenzó a hacer que le pesaran los párpados. Le dio las buenas noches a la pequeña llama de su dedo y la apagó. Lentamente y con cuidado, se deslizó hacia abajo por la cama hasta volver a tumbarse por completo. Al sentir la presencia de otro cuerpo de nuevo a su lado, Livia se volvió hacia ella en sueños y le rodeó la cintura con el brazo. Ascua sonrió y acarició la mano que había caído sobre su vientre con cariño. Se giró en la cama, su frente rozando la de Livia, y le apartó un mechón de pelo que le caía sobre el dulce rostro con suavidad.

—Buenas noches —susurró en la oscuridad.

Con un suspiro de agotamiento, Ascua cerró los ojos y trató de no pensar en nada. No era algo que se le diera especialmente bien, pero antes de que ningún pensamiento demasiado alarmante pudiera sacarla de su sopor, el cansancio ganó la batalla y la sumió en un profundo sueño.

Capítulo 4

 

Ascua estaba en una habitación desconocida. A su alrededor, unas sombras temblorosas le impedían ver las paredes, pero sabía tres cosas con seguridad: que estaba en una de las cuevas de las Madrigueras, que nunca había estado antes en aquella cueva en concreto, y que aquella era sin ninguna duda la sala de la Ceremonia. Un nudo se formó en su estómago al mirar hacia abajo y comprobar que llevaba un vestido largo hecho de una suave y vaporosa tela verde, y que sus manos y brazos estaban cubiertos de símbolos. Era la noche de la Ceremonia. Estaba a punto de comenzar. No estaba preparada. «¿Dónde está Livia?», pensó.

Durante un segundo la invadió la esperanza; la Ceremonia no podía empezar sin las dos participantes. Si Livia no estaba allí, Ascua no tendría que hacerlo. De repente, un ruido. Algo se estaba moviendo. ¿Una puerta? ¿O una parte de la propia pared? Un hueco se abrió con un crujido en la piedra sólida, y allí estaba Livia, con un vaporoso vestido aguamarina y la piel dorada recubierta de los mismos símbolos laberínticos que decoraban la de Ascua. Estaba preciosa. A Ascua se le cayó el estómago hasta los pies, y el corazón se le subió a la garganta. «No. No puedo hacer esto. Por favor, no me hagáis hacerlo». La expresión del rostro de Livia era de puro terror mientras recorría la habitación con la mirada. Aquellos preciosos ojos verdes abiertos como platos y llenos de miedo se posaron por fin sobre Ascua. Livia corrió hacia ella, y las dos chicas se fundieron en un apretado abrazo. Alguien temblaba, Ascua no era capaz de distinguir si se trataba de Livia o de sí misma. Se separaron lo suficiente como para poder mirarse a la cara.

—No creo que pueda hacerlo —susurró Livia. Ascua se preguntó si susurraba por el miedo que las embargaba a ambas o porque temía que alguien la oyera.

—Yo tampoco —le confesó en el mismo tono.

—No podemos escapar —la voz de Livia era casi un sollozo. Ascua asintió.

—Lo sé.

Las dos chicas se miraron, la inevitabilidad de su situación pesaba sobre sus cabezas como una losa. Se abrazaron de nuevo. Ascua podía oler el bosque en los bucles castaños de Livia. Aun con la cara enterrada en su pelo y con el corazón encogido, habló:

—Livia, yo… —empezó, pero antes de que pudiera decir nada una oscuridad absoluta se cernió sobre ellas.

Una oscuridad espesa e impenetrable las rodeaba por completo, y Ascua podía sentir cómo trataba de tocarlas, tirando de sus vestidos y de su pelo en direcciones opuestas la una de la otra. Se aferró a Livia con más fuerza y notó cómo ella hacía lo mismo. La oscuridad sonaba como una tormenta, el fuerte viento tratando de separarlas. «No dejes que me lleve», pensó con desesperación.

La oscuridad tiraba de ellas cada vez con más fuerza. Sus brazos cedieron, y su abrazo se deshizo. Ascua consiguió agarrar las muñecas de Livia con las manos, pero la fuerza succionadora de la oscuridad era cada vez más fuerte. Sintió cómo las manos se escurrían. El ruido a su alrededor se había vuelto ensordecedor. «No dejes que me lleve. Por favor, no dejes que me lleve». Solo sus dedos se tocaban ya, no les quedaba mucho tiempo. Ascua quería cerrar los ojos, pero los mantuvo abiertos para poder ver a Livia.

Estaba segura de que la oscuridad iba a llevársela y solo tuvo tiempo de desear haber podido despedirse. Sus manos se soltaron. Ascua esperó a sentir el tirón de la oscuridad, pero este no llegó. En su lugar vio con horror cómo Livia salía disparada hacia atrás, arrastrada por una fuerza invisible. Pudo ver el miedo y la sorpresa en sus ojos y, a pesar de no poder oírlo, supo que estaba gritando su nombre.

—¡No! ¡No! —Ascua se despertó gritando. Estaba completamente empapada de sudor.

Livia se había despertado con sus gritos y la estaba observando con preocupación. Los ojos verdes aún llenos de sueño, y el pelo hecho un desastre. Ascua no resistió el impulso y la envolvió en un gigantesco abrazo. Livia se lo devolvió, acariciándole suavemente la espalda y haciendo ruiditos tranquilizadores. Ascua se dio cuenta de que estaba llorando. La luz del alba amenazaba su aparición en el horizonte como una sentencia. Era el día de la Ceremonia.

Capítulo 5

 

Ascua tenía nueve años y estaba deambulando, aburrida. Aquella mañana, Daria había intentado enseñarle a tejer. La cueva que acogía los telares de las brujas no era muy grande, pero estaba intensamente iluminada. Los cristales solares se acumulaban por todas partes: sobre los telares, en el techo, en las mesas de trabajo. Las tejedoras y demás brujas que trabajaban allí necesitaban mucha luz para poder ver los hilos y detalles de las telas sin dificultad, pero a Ascua solo le provocaba un molesto dolor de cabeza. Además, no paraban de acercarse brujas y Viejas a hablar con Daria, y todas insistían en tocarle el pelo o pellizcarle las mejillas. No lo soportaba.

Había aprovechado un despiste de su madre cuando esta se había puesto a hablar con Devi. La matrona era la única que conseguía captar por completo la atención de Daria y que dejara de vigilar a Ascua por el rabillo del ojo. La niña había dado gracias a la Madre cuando la había visto entrar en la cueva de los telares. Devi era una bruja alta, de brazos fuertes y rasgos afilados. Tenía una preciosa cabellera rubia que Ascua solía trenzar cuando la matrona iba a visitarlas a su habitación. Sus ojos se habían posado en Daria nada más entrar en la cueva, y las dos brujas se habían embarcado enseguida en una de sus conversaciones en las que el mundo a su alrededor parecía desaparecer. A Ascua le había venido genial.

Deambulando por las Madrigueras sin saber muy bien a dónde ir, oyó el sonido de risas y gritos infantiles. Lo siguió hasta una de las entradas del Huerto de Otoño. Era la cueva más grande de todas, tanto que en algunas partes apenas se llegaba a ver el techo de piedra. Formaba parte del grupo de cuatro cuevas cuya luz y temperatura estaba regulada para poder cultivar durante todo el año alimentos que en el Exterior nunca se habrían podido cultivar a la vez. Los cuatro huertos estaban coordinados para estar siempre en una estación diferente a la que había fuera, para que así las brujas pudieran tener una dieta más variada. Cada huerto llevaba el nombre de la estación en la que se podían recolectar sus frutos. De esta manera, en invierno, que era difícil conseguir alimentos del exterior, el Huerto de Otoño estaba en todo su esplendor, y las brujas comían sopa de castañas y hacían mermelada de membrillo. El Huerto de Invierno y el Huerto de Verano eran los más pequeños, y el Huerto de Primavera era solo ligeramente menor que el de Otoño. El suelo de los cuatro huertos interiores se mantenía fértil gracias a los desechos de los animales y los restos de comida, pero, además, las brujas habían enterrado cristales de luna cada pocos metros para poder canalizar su Energía hacia el suelo y los cultivos.

El Huerto de Otoño era impresionante incluso en aquella época, en primavera, cuando allí dentro la luz era pálida y hacía un frío invernal. Los cristales solares arrojaban su luz matutina sobre castaños y nogales que se alzaban imponentes aun con sus ramas desnudas, en las que las niñas del Aquelarre se estaban columpiando entre gritos y risas. Era un grupo pequeño, unas siete niñas que jugaban entre los árboles, con la cuidadora Auria siempre detrás de ellas diciéndoles que dejaran de hacer el tonto y se bajaran. Las niñas se reían y escalaban más alto. Se lo estaban pasando en grande.

Ascua quería jugar con ellas, pero no sabía cómo acercarse. Ella solía pasar el día con su madre, y solo se unía a las demás niñas para algunas clases sobre cosas que Daria no podía explicarle. A veces, cuando las clases acababan y las niñas se iban a jugar, Ascua solo quería volver con su madre. Pero otras quería ir con ellas. Las niñas no parecían tener ningún problema en incluirla en sus juegos, pero Ascua siempre se sentía fuera de lugar. Como una intrusa cuya presencia era tolerada pero no deseada.

Estaba a punto de volver a escabullirse para seguir deambulando cuando una de las niñas la vio en la boca de la cueva y empezó a hacerle gestos para que se acercara.

—¡Ascua! —gritó Adissa, una niña pelirroja con la piel llena de manchas blancas y la cara redonda como un melocotón.

La niña estaba subida a un enorme nogal. Saltó de rama en rama hasta una de las más bajas, que seguía estando a más de dos metros del suelo, y luego se deslizó tronco abajo. Se acercó corriendo hasta donde estaba Ascua.

—Ven a jugar con nosotras, estamos defendiendo el árbol de unos humanos que quieren quemarlo —dijo, tirando de ella hacia el nogal. Ascua se dejó llevar—. Navi es la jefa de los humanos. —Señaló a una morena de piel oscura—. ¿Tú qué quieres ser?

Ascua sintió un pánico repentino. Nunca se le habían dado bien aquel tipo de juegos. No tenía mucha imaginación.

—Em… no sé. Me da igual, supongo.

Las niñas la observaron, un poco extrañadas por su falta de entusiasmo. Adissa y Navi se miraron, teniendo una conversación sin palabras.

—Que se quede en tu equipo, que ya tenemos muchos humanos —dijo Navi.

—Genial, así estamos igualadas —asintió Adissa—. Vamos, tenemos que subir para poder defenderlo —le dijo a Ascua, y empezó a escalar por el tronco.

Ascua miró hacia arriba. Casi no podía ver dónde acababan las ramas. Sintió cómo todo el cuerpo se le calentaba por el miedo. No le gustaban las alturas. Quiso negarse o pedir que la pusieran en el grupo de los humanos, o volver corriendo al telar y sentarse junto a su madre. Pero ya había dicho que le daba igual en qué equipo estar y parecería tonta si ahora decía que había cambiado de opinión.

—¡Venga! ¿A qué esperas? —exclamó Navi.

Todas las niñas la miraban expectantes, y Ascua empezaba a notar su impaciencia por reanudar el juego. Seguro que se arrepentían de haberla invitado a unirse a ellas.

Volvió a enfrentarse al árbol, decidida a no acobardarse. Empezó a escalar con piernas temblorosas. Llegó a la primera rama, que crecía paralela al suelo y parecía sólida y segura. Buscó a Adissa con la mirada, esperando que le dijera que ahí estaba bien. No hubo suerte.

—¡Tienes que subir más! Ahí te van a pillar los humanos —dijo otra de las niñas que estaban subidas al árbol.

Medea tenía el pelo negro como el ala de un cuervo, y unos ojos increíblemente azules que la miraban entrecerrados. La impaciencia de las niñas era ya obvia.

Ascua subió hasta la siguiente rama, y después subió otra más. Allí estaba la última integrante del equipo de las brujas, Livia. La niña estaba sentada en el extremo de la rama, que era tan delgado que se había doblado peligrosamente bajo su peso. Pero a ella no parecía preocuparle que se rompiera. Sus ojos verdes, rodeados de largas pestañas claras, se encontraron con los rojos de Ascua. La sonrisa que le dedicó estaba compuesta de perlas blancas cegadoras que se abrían paso entre unos labios rosados y llenos. Su piel estaba tostada por el sol, y el pelo castaño le caía en bucles sobre los hombros, enmarcando un rostro de rasgos delicados. A Ascua se le ocurrió pensar que había escogido el equipo correcto.

—¡Vamos a jugar ya! —se quejó Medea, y Navi la coreó desde el suelo.

Las siete niñas entraron en acción. Las del equipo de los humanos gritaban amenazas y agitaban palos que decían ser antorchas. Las brujas se defendían con torbellinos de aire y escudos de agua que solo existían en su imaginación. Ascua tenía que admitir que ella no los veía, pero las niñas se echaban hacia atrás y se tiraban al suelo como si los ataques las golpearan de verdad.

Ascua no sabía cómo participar, y se limitó a observar la batalla tan pegada al tronco como le era posible. Medea estaba saltando de rama en rama y bajando y subiendo por el tronco. Bajó hasta donde estaba Ascua.

—Pero, venga, ¡haz algo! —le espetó. Ascua la miró sin saber qué decir o cómo explicarle que no tenía ni idea de cómo jugar a aquel juego.

Pero, en lugar de esperar su respuesta, Medea empezó a empujarla para que avanzara por la rama. La rama que se hacía más delgada conforme retrocedía con los empujones de la niña.

—¡Déjala en paz, Mede! —gritó Livia, pero ya era tarde.

Un paso en falso y Ascua sintió cómo el vacío se abría a sus pies. Un grito de pánico se le quedó atascado en la garganta, y sus brazos se agitaron por instinto, intentando aferrarse a algo. Consiguió agarrarse a una rama, pero esta apenas aguantó unos instantes antes de partirse para dejar que siguiera cayendo. Rozó otro par de ramas, pero no consiguió aferrarse a ellas, y de repente el suelo estaba impactando contra ella.

Boqueó, intentando inhalar una bocanada de aire, pero no podía respirar. Tenía los ojos abiertos, pero no podía ver. El coro de las voces de las niñas y Auria parecía llegarle desde muy lejos. Hacía calor y algo brillaba.

Cuando por fin le entró aire en los pulmones, empezó a toser. Lo siguiente de lo que fue consciente fue del olor a humo. Miró hacia arriba y vio que el nogal estaba ardiendo. Allí donde sus manos habían rozado la madera mientras caía, habían empezado a arder pequeñas hogueras. Unas brujas que habían estado trabajando en el huerto habían ido corriendo a apagarlo, y un círculo se había formado alrededor de Ascua. Alguien había llamado a su madre.

—La próxima vez no la invites —oyó decir a Navi. La voz de Adissa respondió algo que no llegó a entender, pero sonaba arrepentida.

Capítulo 6

 

El día era claro y soleado, y el calor había llegado por fin al bosque. Las cigarras llenaban el aire con su somnoliento canto. Daria había mandado a Ascua al río con el resto de las niñas mientras ella y Devi hacían «cosas de adultas», pero después del incidente con el nogal no le apetecía estar con ellas. Ya había pasado más de una semana, pero todavía la miraban raro. Así que se había escabullido y había decidido ir al bosque. No era su lugar favorito, los árboles altos la intimidaban, pero sabía que allí tenía menos posibilidades de encontrarse con alguien.

Llevaba el último libro que le había prestado la Vieja Ecaida y estaba buscando un sitio donde sentarse a leer. Tuvo que alejarse más de lo que nunca lo había hecho sola, pero encontró un pequeño claro por el que pasaba un arroyuelo. Hacía suficiente calor como para que la sensación del agua contra sus pies desnudos le arrancara un suspiro de placer. Decidió sentarse en una piedra cercana para poder tener los pies en el agua mientras leía.

El libro la absorbió por completo. Era una colección de historias sobre brujas célebres y legendarias. Aquellas eran sus historias favoritas. Estaba tan absorta que no oyó el ruido de los niños hasta que entraron en el claro.