Una vidriera en Leópolis - Zanna Sloniowska - E-Book

Una vidriera en Leópolis E-Book

Żanna Słoniowska

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Beschreibung

En el corazón de Leópolis hay una casa con una vidriera. En ella viven cuatro mujeres de la misma familia, que se quieren tanto como se pelean. Hasta que un día todo cambia: Marianna, célebre cantante de la ópera, recibe un disparo durante una protesta por la independencia de Ucrania. Su hija observa desde la ventana cómo el cortejo fúnebre se convierte en una manifestación. Esta es la historia del despertar emocional, sexual, artístico y político de una joven, en una ciudad cambiante, situada en una encrucijada de lenguas y de culturas. Zanna Sloniowska (Lviv, 1978) ha sido la primera escritora en recibir el Znak Publishers' Literary Prize. Una vidriera en Leópolis es el retrato de una ciudad cargada de pasado y de misterio, a través de un luminoso fresco familiar. La novela ha sido un auténtico fenómeno literario, celebrada por críticos y libreros, y cuenta con una larga lista de editores internacionales de prestigio.

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Seitenzahl: 324

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Żanna Słoniowska

Una vidrieraen Leópolis

Traducción de Marta Rebón

Índice

Una ciudad vendada

La muerte

Cajas

Puertas

La casa

La vidriera I

Aida

Calle Akademicka

El patio italiano

La manifestación

Los balcones

San Florián

Vidrio

Taller I

La catedral

Los pinceles

Lenin

Taller II

El cofre

Poltva

Muñecas rusas

La guerra polaco-ucraniana

La vidriera II

Maidán

Créditos

Nota preliminar

Como traducción del topónimo de la ciudad donde discurre esta novela, la actual ciudad ucraniana de Lviv, hemos usado en todos los casos, aunque se refiera a diferentes momentos históricos, la grafía Leópolis, que deriva del nombre original en latín [Leopolis, ‘la ciudad de los leones’].

Fundada en el siglo XIII como capital de Galitzia, ha sido una ciudad rutena, austriaca, soviética, alemana, polaca o ucraniana. Sede de una importante comunidad judía, fue uno de los centros culturales del yidis hasta la Segunda Guerra Mundial, cuando esa comunidad fue aniquilada, en su gran mayoría, en los campos de concentración nazis. Dependiendo de en manos de quien estuviera, ha llevado el nombre de Lemberg (alemán), Lemberik (yidis), Lwów (polaco), Lvov (ruso) o Lviv (ucraniano).

—Usted supone —le replicó Stephen con una especie de media risa— que yo soy importante porque pertenezco al faubourg Saint-Patrice, también llamado Irlanda para abreviar.

—Yo iría aún más lejos… —insinuó el señor Bloom.

—Pero supongo —le interrumpió Stephen— que Irlanda debe de ser importante porque me pertenece a mí.

JAMES JOYCE, Ulises

Una ciudad vendada

«… porque vi con mis ojos el Leópolis de antes de la guerra»: con estas palabras terminaba un correo de apoyo que recibí de un conocido de Alemania (una vez organizó para mí una presentación literaria muy agradable). Me quedé estupefacta: no era ni mucho menos un anciano, ¿cómo podía haber visto el Leópolis de antes de la guerra? Tuve que pensarlo un buen rato para entenderlo. Después del pasado 24 de febrero, palabras y expresiones conocidas empezaron a cambiar de significado. La guerra llegó a Leópolis: hubo ataques aéreos contra la ciudad, en el bombardeo de una base militar cercana murieron treinta y cinco personas. Una vez estuve allí con un equipo de televisión para filmar el esqueleto, excepcionalmente pintoresco, de una antigua iglesia ortodoxa; en la época soviética los soldados la utilizaban como blanco en sus prácticas de tiro. En la Ucrania libre ya no se disparaba contra las iglesias; el esqueleto acribillado servía de recuerdo, de testigo de tiempos pretéritos y sus costumbres.

La historia vuelve a irrumpir en Una vidriera en Leópolis como si nunca le hubiera puesto punto final.

En marzo de 2022 mi Leópolis se convirtió en una ciudad en guerra: se establecieron puntos de control en las fronteras, se impusieron restricciones y el toque de queda y flotaba una sensación de inquietud en el aire: el enemigo podía atacar en cualquier momento.

Todos los días suenan las campanas en las iglesias de diferentes confesiones y sus vidrieras se cubren con láminas de metal: ahora los interiores se ven privados de luz natural incluso de día.

Las cuatro estatuas de dioses antiguos que había en las esquinas de la plaza del Mercado se han convertido en momias egipcias porque las han envuelto en telas incombustibles, papel de aluminio y no sé qué más. También hacen pensar en un circo y en un zoológico porque se ha construido una enorme jaula de metal alrededor de cada una. El precioso crucifijo gótico de la catedral armenia se ha llevado a un destino desconocido donde permanece oculto.

A raíz de la bárbara invasión de Ucrania por parte de Rusia, cada vez son más las personas que abandonan el ruso, su lengua natal, para hablar en ucraniano, tal como hizo la protagonista de mi libro, Marianna, a finales de la década de 1980. El cliché de su tío Alekséi sobre el «cielo pacífico» se ha convertido ahora en un grito desesperado que pide a Occidente «el cierre del espacio aéreo» sobre el valeroso país defensor. Me imagino a otro personaje de mi novela, Mikołaj, andando por una soleada Leópolis en tiempos de guerra. Pasa por delante de la catedral latina, donde un funcionario del ayuntamiento, inflexible, supervisa la protección de las estatuas de los apóstoles. Junto a las estatuas hay sacos de arena en el suelo, que se supone que las protegerán de la onda expansiva en caso de producirse una explosión.

—¿Puedo echar una mano? —pregunta Mikołaj.

—Va usted demasiado elegante —responde el funcionario.

Entretanto, los trabajadores ponen otra capa protectora, esta vez blanca, a las esculturas ya vendadas.

—¿Para qué sirve eso? —pregunta Mikołaj.

—Escriben los polacos… La estética… —dice la mujer, buscando en su móvil. Resulta que las esculturas alrededor de la catedral fueron restauradas hace poco por especialistas polacos.

Como heridas, las esculturas de Leópolis están vendadas.

En los últimos días, a la «protagonista» de mi libro, una vidriera de estilo Secesión situada en el hueco de la escalera de uno de sus edificios, también la han protegido de las explosiones; me gustaría creer que ha sido así gracias a la literatura. Sobre todo porque, al contrario que en mi texto, no se desmoronó, sino que fue reparada por los restauradores.

—¿Sigues yendo a tomar café a Leópolis? —le pregunto a Mikołaj.

—Sí, todos los días, de lo contrario no podría soportarlo. Solo hay que llegar antes de las cinco, porque después cierran.

Primero la pandemia y luego la guerra hicieron que el tiempo se reblandeciera, y en algunos lugares se agrietó y se estropeó: el reloj en el Rijksmuseum de Ámsterdam en el que alguien dibuja y borra las agujas sigue sirviendo para describir este fenómeno.

Recientemente, los cadáveres de muchos habitantes de una hermosa ciudad cerca de Kiev, donde algunas de mis amigas de Leópolis habían construido sus casas, fueron descubiertos en fosas comunes y la propia ciudad, Bucha, fue arrasada.

¿Y si destruyen también Leópolis? Con solo pensarlo, el suelo se hunde bajo mis pies. De repente empiezo a entender mucho mejor a los varsovitas que vivieron la guerra.

Me reconforta la historia de Seamus Heaney. Cuando nació, su tía plantó cerca de su casa un árbol que creció junto con él. Estaba muy unido a ese árbol, hasta que un día se vendió la casa y los nuevos inquilinos lo cortaron. En lugar de sentirse triste, se puso a pensar en el espacio radiante al que creía que había ido el árbol muerto. Se identificó con él como antes se había identificado con el árbol vivo. Escribió que ese espacio era un cielo sin lugar (placeless heaven) y no un lugar celestial (heavenly place).

En los últimos días, no solo las palabras están cambiando de significado, sino también los símbolos. Antes de la invasión, el edificio de la curia de Leópolis, el mismo desde el que en 1918 el arzobispo polaco Bilczewski envió cartas al arzobispo ucraniano Szeptycki durante las batallas polaco-ucranianas por Leópolis, estaba engalanado con una bandera azul y amarilla. No creo que esto hubiera llegado a ocurrir si la historia hubiera sido más pacífica.

Esta bandera, vergonzante y rústica para la joven protagonista de Una vidriera en Leópolis, ha comenzado a percibirse de una nueva manera por muchas personas en el mundo. Sus colores, antes asociados a la opresión y a la periferia, se están transformando ante nuestros ojos en los colores de la libertad, así como de los valores sobre los que se construyó la Europa unida. Son los colores de David, que se enfrenta con valentía al gigante Goliat, esta vez armado, y ya no solo en la poesía y las canciones.

La historia vuelve a colarse en Una vidriera en Leópolis como si lo que se describiera en esta novela no fuera sino una semilla. La flor la veremos en el futuro.

Żanna Słoniowska

Cracovia, 13 de marzo de 2022

La palabra mamá para mí no es una imagen, sino un sonido. Comienza en el vientre, recorre los pulmones y la laringe hasta la tráquea y se queda atascada en la garganta. «No tienes ningún talento para la música», solía decirme; por eso nunca canto. Aun así, la voz que nace en mis entrañas es la suya, una mezzosoprano. Mientras estaba en su vientre, a decir verdad, me parecía que esa era mi voz, pero cuando salí de allí resultó que era solo suya. Nuestra separación musical duró once años, hasta su muerte. Luego durante mucho tiempo no hubo nada, ni sonidos ni colores, solo un agujero en el omóplato. Y, cuando por fin crecí, descubrí que era ella ahora la que estaba en mi vientre, que era ella ahora la que no veía. Volvía a ser solo una voz, una maravillosa mezzosoprano. Y en vano me planto frente al espejo, abro la boca y trato de sacarla de mí.

La muerte

El día en que murió, su voz retumbó ensordecedora y ahogó muchos otros sonidos estridentes. Pero la muerte, su muerte, no era un sonido, sino un color. Trajeron su cadáver a casa envuelto en una enorme bandera azul y amarilla, la bandera de un país que aún no existía en ningún mapa del mundo. Estaba envuelta con ella firmemente, como una momia egipcia, y en un trozo de la bandera destacaba una oscura mancha de sangre. Mientras observaba esa mancha, tuve la sensación de que se había cometido algún error. En la escuela nos habían explicado que todas las banderas eran rojas porque estaban empapadas de sangre heroica. Nos contaron la historia de un obrero oprimido que salió a la calle con una bandera blanca a luchar por sus derechos, pero, cuando sonaron los disparos de los gendarmes, la sangre tiñó la tela de rojo. Desde entonces nada fue igual; ahora sabía que el rojo traía más a menudo terror que liberación. Aun así, mientras me inclinaba sobre el cuerpo de mi madre, no pude evitar pensar que el rojo le habría sentado mejor.

Una bandera roja era solemne y trágica, mientras que la azul y amarilla era simplona, de mal gusto. Se parecía a un caluroso día de verano, a unas vacaciones campestres. Mamá solía decir que el azul representaba el cielo y el amarillo las espigas maduras. Hay momentos en la vida en los que a uno se le ocurren cosas extrañas, a veces muy inoportunas. Si mamá hubiera sabido lo que estaba pensando en ese instante, se habría horrorizado. No fue hasta un momento después, cuando los hombres que la trajeron a casa desplegaron la bandera para mostrarnos la herida abierta en la zona del omóplato, cuando dejé de concentrarme en los colores y empecé a pensar en la piel.

Mamá solía desvestirse frente al espejo alto sin que le diera vergüenza mi presencia y luego se quedaba un rato desnuda, mirándose y a veces cantando. En esos momentos me sentaba a su lado y con la mirada le acariciaba la piel blanca y pecosa, sus pechos pequeños y firmes, así como sus piernas largas, cubiertas de pelitos rojos. Era mi Reina de las Nieves particular, además de todas las Venus desnudas y las madonas vestidas de los libros de arte en las estanterías. Al ver su cuerpo, se entendía qué era un alma, y habría sido perfecta de no ser por un pequeño fallo. En la espalda, cerca del omóplato izquierdo, se ocultaba un hueco blanco y satinado del tamaño de una hoja de arce: era el único trozo de su piel libre de pecas y parecía un parche mal cosido. Entendía que era un defecto, pero a mí era lo que más me gustaba. A menudo le preguntaba a mamá por qué tenía eso. «Es la marca de una bala enemiga», contestaba y se reía. Cuando era muy pequeña, me tomaba esa respuesta en serio y me imaginaba a los enemigos de nuestro régimen persiguiéndola en una noche oscura, acosándola con perros; veía a mamá escondiéndose en una cabina telefónica, el proyectil atravesando el cristal, rompiéndose en miles de esquirlas afiladas y brillantes bajo cuyo granizo su cuerpo se desplomaba inerte. Pero la verdad era otra: a mamá, de niña, le había salido una cadena de lunares en la espalda (algo parecido a la mancha de nacimiento que tenía Gorbachov en la frente) y los médicos decidieron quitársela. Fue así como apareció el hoyuelo satinado.

Así que, cuando trajeron a casa su cuerpo envuelto en la bandera ucraniana y lo descubrieron ante nuestros ojos, mi atención se centró en ese fragmento concreto de piel. Una bala de verdad le había penetrado en el omóplato derecho, el pecoso, y me di cuenta de que había contribuido a crear cierta simetría: una cavidad de satén a la izquierda, el agujero abierto a la derecha. Sin duda, este pensamiento, como el de la bandera, no se adecuaba a la situación. Por eso me quedé tensa e inmóvil en la habitación, donde a pesar del sol radiante todas las lámparas estaban encendidas, y traté de alejar todas esas asociaciones insólitas. Esto hizo que apareciera una zona en blanco en mi cabeza, similar al hueco sin pecas de su piel, excepto que yo no sabía si la tenía en el hemisferio derecho o izquierdo de mi cerebro. Era julio de 1988 y mi madre había muerto en una lucha desigual contra el régimen totalitario soviético.

El día de su funeral daba la impresión de que los sonidos de la orquesta militar iban a destrozar las fachadas de nuestra calle, decoradas como pasteles de crema. Con las primeras notas se abrieron muchas ventanas, en las que aparecieron caras de personas que esperaban un terremoto o una calamidad por el estilo.

«Para mí, un día de fiesta es el sonido de una banda de música», decía siempre mamá mientras nos abríamos paso entre los cordones policiales del centro para llegar a nuestro lugar en el podio, ya fuera el Primero de Mayo o el 7 de noviembre.

Esos desfiles eran las únicas concentraciones de masas que no me hacían entrar en pánico. Por todas partes había globos y banderas, pero sobre todo reinaba un orden inquebrantable establecido de antemano. Nada que ver con la multitud de hoy. Si se hubiera desatado un diluvio como el de la Biblia, se habría visto muy parecido. Y tampoco habría ningún lugar adonde huir. Estaba de pie junto a una ventana cerrada del primer piso y la marea humana no dejaba de crecer mientras sobre ella flotaba el ataúd abierto con mamá en su interior.

Enfrente de nuestra casa había una comisaría y varios policías se agolpaban en el balcón semicircular, justo a la altura de mi ventana. «¿Qué pasará si uno de ellos levanta ahora su arma y apunta contra mí?», pensé. ¡Fantasías absurdas! Habría muerto sin dudarlo en lugar de mamá, pero sabía muy bien que en el juicio final se darían docenas como yo por una como ella. Ella era grandiosa. Quería morir. Y lo había conseguido.

Entre suspiros y murmullos, avanzaba un río de cabezas desconocidas. Cada uno de sus movimientos me producía un espasmo de terror. Tenía poder suficiente para engullirme. Entre la multitud había mujeres de mediana edad con aspecto de embarazadas, envueltas en chales grises y abrigos largos hasta la pantorrilla. Sabía lo que escondían debajo de la ropa. También había hombres, vestidos de negro, con lo que parecían cañas de pescar asomando por debajo de sus axilas. Intuí lo que significaba aquello. Al mismo tiempo, no tenía ni idea de quiénes eran o de qué podían tener en común con mamá. Con su voz de mezzosoprano y su colección de discos de todas las óperas del mundo, con su piel clara y su costumbre de leer mientras comía, con sus largas uñas en forma de almendra. No los había invitado a casa, no iban a sus conciertos. No la saludaban por la calle ni tomaban café juntos en el Ormiańska. No habían trabajado con ella ni le habían llevado textos mecanografiados que debían leerse por la noche. Pero ahora estaban allí y se lamentaban como si mamá fuera una rama cortada de su árbol. Ayer una desconocida llamó a nuestro timbre para preguntarnos a qué hora iba a empezar la despedida de «nuestra Marianna».

¿Fueron ellos los culpables de su muerte?

Me negué en redondo a asistir al funeral. Me quedé junto a la ventana hasta que el último joven con su caña de pescar desapareció tras la esquina de un edificio, con aspecto de transatlántico, hasta que el sonido de las trompetas se desvaneció en el aire. Varios paquetes de cigarrillos Orbita pisoteados quedaron en la acera. Entonces me aparté de la ventana y me fui a tocar el piano; nadie (excepto yo) llamaría a esa cacofonía tocar. Bueno, yo y la bisabuela. Pasamos ese día en su habitación sin decirnos ni una palabra. Entre ejercicio y ejercicio, la oía rascar la pared con sus dedos amarillos y manicurados y también oía el árbol que crecía en nuestro patio.

Aba —la abuela— volvió a casa por la noche con unos socavones de color cereza oscuro alrededor de los ojos. En ellos descubrí su decisión recién tomada de dedicarme toda su vida a partir de ese instante. Esto es lo que me contó del funeral:

—La ola de gente que portaba el ataúd con tu madre al cementerio de Lychakiv crecía a ojos vistas. Cuando la cabeza ya había llegado a la mitad de la calle Pekarska y los estudiantes de Medicina de todos los edificios universitarios, a su vez, empezaron a unirse a la procesión, la cola aún serpenteaba en algún lugar de las inmediaciones de la plaza Halytska. Se rumoreó que los cordones policiales ya esperaban cerca del cementerio, pero ¿podría haber tenido eso algún efecto en el movimiento del tsunami? Más o menos a la altura del Museo de Anatomía, donde, desde hacía muchos años, las manos del verdugo de la ciudad, impasibles al cambio de régimen, dormitaban en un frasco de formol, la orquesta dejó de tocar a Chopin. Tampoco se oyeron las habituales marchas soviéticas. Resultó que los trompetistas tocaron la canción prohibida Chervona kalyna1.

Levantaremos el sauquillo rojo con todo nuestro júbilo,

¡regocíjate, nuestra gloriosa Ucrania!

Poco a poco, un dramático y furioso canto in crescendo se sumó a los metales. Las mujeres sacaron iconos de debajo de sus abrigos y asomaron las efigies de san Jorge y de san Nicolás, así como del arcángel san Miguel, descoloridos por los años pasados en sótanos y desvanes.

—¡Deshonra para los verdugos de Marianna! —gritó alguien.

—¡Deshonra! —gritaron miles de gargantas.

—¿Vengaremos a Marianna?

—¡Juramos que así se hará!

Como para confirmar estas palabras, los hombres de las cañas empezaron a agitarlas con cautela y al mismo tiempo desplegaron las prohibidas banderas azules y amarillas sujetas a ellas. El cortejo fúnebre siguió avanzando y se acercó inexorable a los tres arcos de la entrada principal del cementerio. En la calle Mechnykova, perpendicular a la calle Pekarska, se había detenido ya el tráfico de tranvías y un cordón de agentes de policía, protegidos por varios vehículos blindados, estaba desplegado por todo el perímetro del muro del cementerio. A pesar de ello, la marcha siguió adelante.

En el instante en el que quienes llevaban el ataúd llegaron a la altura de las vías, el director de la orquesta, un hombre bajo y calvo, levantó enérgicamente sus grandes palmas. Se interpretó como una señal que todos entendieron y la gente se puso a cantar otro himno prohibido: Sche ne vmerla Ukrayina, «Ucrania aún no ha muerto».

Era como si los policías hubieran estado esperando también ese momento. De pronto empezaron a arrancar los iconos de las manos de las mujeres y las banderas que sostenían los hombres. Esto, a su vez, puso en marcha a los hombres con chaquetas de cuero negro, con grandes pastores alemanes sujetos con correa. Se abalanzaron sobre la gente, que corrió hacia los callejones laterales mientras escondían las coloridas telas debajo del abrigo y tiraban las cañas en plena carrera. A los detenidos los metieron a empujones en furgones.

Aba recordó a un chico con una bandera que, buscando un lugar donde esconderse, se lanzó hacia una cabina telefónica, pero, como ya estaba ocupada, tuvo que subirse al techo. Se sintió mucho más seguro allí, así que puso el asta de la bandera entre sus piernas y empezó a sacarles el dedo con júbilo a los oficiales. Un hombre de negro dio una breve orden y en pocos segundos el perro ya estaba encaramado encima de la cabina. Aba no tuvo tiempo de ver cómo terminaba la escena, pues el cortejo fúnebre ya entraba en el recinto del cementerio y continuaba cuesta arriba, pasando por delante de las tumbas de la escritora polaca Maria Konopnicka, del poeta ucraniano Iván Frankó y de la cantante de ópera ucraniana Solomiya Krushelnytska. Viacheslav Maksímovich Chornovil, que ese día tenía unas sombras oscuras debajo de los ojos, recorrió todo el camino junto al féretro. Por primera vez en su vida parecía no darse cuenta de que estaban hostigando a su gente con perros, que los golpeaban con palos y se los llevaban a comisaría. Andaba con la mirada clavada al frente. Debía de pensar que era él quien tenía que haber muerto, no Marianna.

Muy pocos llegaron hasta la tumba, eran sobre todo los que conocían a mamá en persona. Desde allí, desde la colina, se podía ver el ruinoso cementerio de los Aguiluchos, la terminal de la línea siete y las apartadas villas de Pohulyanka.

—El pueblo ucraniano puede estar orgulloso de su hija Marianna, que dio su vida por él —dijo Chornovil con solemnidad, y a nadie se le ocurrió mencionar que mamá no pertenecía de facto a ese pueblo—. Los que la mataron creen que han silenciado nuestra canción, pero incluso hoy han podido comprobar que cada vez suena con más fuerza.

En ese mismo instante, como burlándose de sus palabras, las sirenas de la policía se pusieron a aullar desde abajo: seguían llevándose a manifestantes a comisaría. Una cigüeña blanca revoloteaba en el cielo claro de julio. Ese día mamá ya no estaba envuelta en la bandera: una tela manchada de sangre cubría su cuerpo como una sábana. Los sepultureros cerraron el ataúd y empezaron a bajarlo con cuidado a la tumba. Entonces Aba lloró. Mucho más tarde descubrí lo que pensó en ese momento. Al igual que una embarazada se vuelve más ligera cuando por fin da a luz, también la madre que entrega un hijo a la tierra empieza a pesar menos. Tal vez por eso Aba consiguió abrirse paso por entre los sinuosos caminos del cementerio, sin la ayuda de nadie, hasta llegar donde había unas grandes cisternas naranjas con el rótulo «Agua», que vertían generosas y abundantes fuentes sobre el antiguo campo de batalla. Sus piernas, torcidas por la artritis en un feo arco, se movían con más vigor que de costumbre. Se apresuraban a venir hacia mí.

Ese día ocurrió algo más: tuve mi primera menstruación. Pero, en contra de lo esperado, en lugar de un majestuoso chorro púrpura y carmín, dos escasas rayas de color marrón sucio me mancharon la ropa interior. El mundo parecía un lugar diferente al que había imaginado.

1. El sauquillo rojo: canción con una historia centenaria de lucha por la independencia de Ucrania. Himno de los fusileros de Sich, que combatieron por el Estado ucraniano entre 1917 y 1919. (N. de la T.)

Cajas

Mucho más tarde descubrí que no fui la única desertora del funeral de mi madre. Y no me refiero a sus supuestos amigos del teatro o a alguien que no se presentara porque temiera por su pellejo. Me refiero a un hombre que, como yo, habría estado dispuesto a compartir hasta la última gota de su sangre con mamá. Me refiero a Mikołaj.

Junto con el cortejo fúnebre, llegó hasta la mitad de Pekarska, luego giró sigilosamente hacia una calle lateral que cruzaba primero la calle Maiakovski y luego la Zielona. Vivía en la Lev Tolstói. A lo largo de esa calle se erguían viejos robles que, como columnas, sostenían la bóveda de un templo invisible; le pareció que ese lugar era mucho más apropiado para llorar a Marianna que entre la multitud apretujada que se dirigía al cementerio.

Durante muchos años había pensado en la villa abandonada de la calle Tolstói como un cuerpo humano: las dos habitaciones de la planta baja, que le eran familiares desde su nacimiento, eran el vientre; el taller del sótano, que había heredado de su padre hacía unos años, era la zona de debajo de la cintura; y el ático, que en su día determinó el rumbo de sus intereses profesionales, era la cabeza. (También estaba el primer piso, donde se encontraba el apartamento de los vecinos; pero, cuando pensaba en la casa, ignoraba esa parte). De repente se dio cuenta de que nunca, jamás de los jamases, le contaría ya a Marianna la historia que había ocurrido en el ático, y en ese momento sintió como si la bala del francotirador le destrozara a él la cabeza en lugar del pecho a Marianna.

Abrió la puerta con su llave, bajó las escaleras, empujó una puerta, luego otra, una tercera, encendió la luz y se tumbó en el sofá cubierto con una vieja manta. La superficie intacta de la cartulina en el caballete, el lago oscuro del vinilo en el tocadiscos, el mar aun más oscuro del piano de cola maltrecho, incluso las cubiertas de los libros abiertos con el lomo hacia arriba como alas de gaviota: todo estaba como siempre.

«La muerte es un sótano lleno de bocetos —pensó—. Cuando muera, solo encontrarán bocetos en mi taller, como si nunca hubiese terminado nada. Y el viejo piano, que toco bastante mal.»

Se oyeron unos golpes fuertes en el techo: alguien había golpeado el suelo con algo pesado en el piso de arriba.

—¡Ahora no! —gritó con rabia.

Aun así, los golpes no cesaron, un golpeteo regular, invasivo. Contó hasta diez y luego gritó:

—¡Déjame en paz, mamá! ¡No tengo hambre!

En una de las paredes del taller colgaba la fotografía de una joven cuyos ojos parecían brillar con la certeza de que pronto ascendería al cielo. No era Marianna.

Impulsado por un pensamiento repentino, Mikołaj se levantó, se acercó a la pared, descolgó la fotografía y la colocó sobre la mesa. Luego apoyó una escalera en la estantería y se puso a bajar del estante más alto varias cajas cubiertas con tela oscura. Dentro había fotografías clasificadas y archivadas. Las sacó de las cajas y las arrojó sobre la mesa, que pronto se llenó de fragmentos de rostros de frente y de perfil, así como de detalles de manos y pies. Durante un rato barajó las fotos como si fueran naipes. Enseguida quedaron cubiertas por la telaraña de ceniza de sus cigarrillos.

En el centro apareció una fotografía de la mujer que parecía preparada para la ascensión. Tenía los mismos ojos oscuros y brillantes que él, un poco separados, y el mismo pelo fuerte y grueso. Por entonces, en 1988, Mikołaj se lo cortaba a cepillo, pero, a medida que se derrumbaba el imperio, su pelo se iba haciendo más largo, de manera que cada vez recordaba más la melena larga y lisa de su madre, a quien le gustaba peinárselo en una especie de montículo sedoso.

A su alrededor, como si fueran rayos, dispuso siete retratos suyos de la época escolar. En todos, incluso en las fotos oficiales del álbum de la clase, se le veían los ojos un poco saltones, torcía la cara en una mueca o bien sacaba la lengua. Al observarlas, no pudo evitar tener la impresión de que parecía retrasado: en la Unión Soviética a esos niños los encerraban, mientras que a los que tenían una discapacidad leve los enviaban a escuelas comunes y fingían que no eran diferentes de los demás alumnos.

Rodeó los retratos de su infancia con imágenes más recientes de su madre, que con el tiempo había renunciado a sus deberes maritales y permitido que se le redondeara la figura. Mikołaj sentía debilidad por un retrato en especial: el de ella con los brazos extendidos, en la cima de una montaña, como si gritara al mundo entero que había recibido esa montaña como regalo y con ese gesto ratificara para siempre la escritura de propiedad. Hasta cierto punto era verdad: ella había nacido en los Cárpatos y, justo en esa misma montaña, pero unos cientos de metros más abajo, se encontraba la casa de su familia. La casa que dejó para irse a estudiar a Leópolis, donde conoció al padre de Mikołaj. Este último colocó un retrato de su progenitor a los pies de su madre, lo que reflejó una situación diametralmente opuesta a la real.

Rara era la vez en que los largos brazos y piernas de su padre cabían en el encuadre: Mikołaj había heredado su estatura. Parecía como si la mirada de su padre, sombría incluso en su juventud, tuviera el poder de derribar las paredes y el techo del taller; Mikołaj rodeó su retrato con otras fotografías suyas de niño en las que aparecía haciendo el payaso. En aquella época las muecas eran una de las pocas formas de protesta a su alcance contra las despiadadas reglas de vida que se le imponían: nada de salir con los amigos; solo estudiar y tocar el piano. Entonces, cuando su padre no estaba en casa, era su temerosa madre la que se encargaba de que se cumplieran las normas. Años más tarde, Mikołaj se dio cuenta de que su madre también vivía en una especie de prisión: se asfixiaba entre los edificios imponentes de una ciudad extraña para ella y en las interminables colas de las tiendas. Solo llevaban una vida diferente en vacaciones, cuando los dos viajaban en tren a los Cárpatos, al pueblo natal de la madre, y con las mochilas a la espalda subían esa montaña que Mikołaj también consideraba suya, aunque ninguna prueba gráfica lo corroborara.

Esta vez los golpes sonaron más cerca: su madre estaba abajo, detrás de la puerta. Con un suspiro, apagó el cigarrillo y fue a abrir. Esperaba allí, sosteniendo una bandeja con un tazón de sopa y unas rebanadas gruesas de pan. Su vestido descolorido de flores y sus zapatillas de fieltro contrastaban con su pulcro y alto peinado; en la vejez, se le había redondeado aún más, y en sus ojos apareció un nuevo brillo, una insaciable sed de poseer: la montaña ya no le bastaba.

—En Lychakiv dispersaron a la gente con perros y los metieron en furgones —dijo su madre con voz quejumbrosa.

Sin decir una palabra, Mikołaj cogió la bandeja y le cerró la puerta en la cara.

El collage se fue transformando poco a poco en un montón informe; estaba claro que se había cansado de organizar las fotos, así que empezó a sacarlas de las cajas al azar: escenografías, ensayos con actores, paisajes de Crimea y monumentos de Leópolis. En un momento dado dio con una serie de fotos de un joven delgado con vaqueros de campana; eran de la época en que había dejado de pedirle permiso a su padre para salir y se pasaba todo el día en el taller de arte de Valeri Bortiakov, en el Teatro Popular Polaco, entretenido en hacer bocetos, tallar vidrio para vidrieras y ayudar a crear escenografías.

Desde el techo, las cuencas vacías de unos ojos miraban en silencio el caos de la mesa; allí estaba colgada la máscara mortuoria de yeso de su padre, a la que había bautizado con el nombre de «el ojo que todo lo ve».

Se acordó de esa mañana: un tipo estaba fotografiando a Marianna tumbada en el ataúd abierto. Era irreal: frente a sus ojos, la mujer a la que amaba se había convertido en su propia estatua, una escultura rígida, desprovista de intimidad y además envuelta con la bandera nacional. Al verla así, sintió dos impulsos contradictorios: acostarse a su lado y escapar de allí. No dudaba que ella mereciera un monumento, pero hubiera preferido otro, invisible a los ojos, formado solo por sonidos; no tanto un monumento, de hecho, como un lugar donde el aire vibrase con las arias que ella cantaba y que, en cuanto se acabaran, volvieran a empezar sin cesar, sin intermedios ni aplausos. La idea de esa tumba invisible lo reconfortó un poco, pero de pronto se le ocurrió que, si Marianna tenía que irse, al menos podía dejar su voz. Si la voz pudiera salvaguardarse de alguna forma milagrosa, él se convertiría en su custodio, la conservaría allí mismo, en su taller, porque, por encima de todo, cuando había acariciado a Marianna, era su voz en especial lo que había tratado de tocar y poseer. La imaginación lo llevó aún más lejos, pues se imaginó corriendo a su casa y lanzándose sobre el ataúd… para llevarse ese tesoro único, escondiéndolo debajo de su abrigo y corriendo con él de vuelta a casa, esquivando a policías y patriotas por el camino, antes de encerrarse en el sótano con su voz para siempre. Resulta que, al final, era un pervertido que solo necesitaba un fragmento de la mujer amada.

Una ráfaga de viento se coló por la ventana y algunas fotos cayeron al suelo. Allí estaban, amontonadas como si fueran chatarra. Eso evocó la imagen del cuerpo en el ataúd abierto y la del fotógrafo afanándose en captar lo que ya estaba inmóvil y rígido. También recordó cómo se le endurecían los pezones a Marianna bajo sus dedos y pensó en la muerte como si fuera una amante cruel y desvergonzada.

Fumó otro cigarrillo hasta el filtro, que se sumó al lecho de colillas en el cenicero. Inmediatamente después, Mikołaj recogió todas las fotos de la mesa y del suelo, las metió en una bolsa de tela y volvió a poner las cajas vacías en el estante. Hizo un cálculo a ojo: diez cajas, cada una con un centenar de fotos. Diez cajas, mil fotos, toda su vida hasta la fecha. Una más, la undécima, permanecía intacta: en lugar de fotos, contenía placas fotográficas antiguas; las había encontrado hacía mucho tiempo en el ático, formaban parte de su leyenda, la que no había tenido tiempo de contarle a Marianna. Finalmente, cogió la bolsa, la sacó al patio, tiró el contenido en un cubo oxidado y le prendió fuego.

La pequeña hoguera causó sensación entre las vecinas del primer piso, a las que Mikołaj ignoró. Ellas, a su vez, colgaron sus pechos en la desgastada barandilla del balcón y lo observaron mientras lo maldecían en silencio. Él les dio la espalda, de cara al cubo del que se elevaban chorros de humo oscuro. Pensó en que nunca había fotografiado a Marianna.

Puertas

Todas las noches la bisabuela cerraba la puerta principal según un elaborado ritual de invención propia, convencida de que así podía protegernos de invitados inoportunos, como los que llamaron a su casa en 1937 y se llevaron a su marido para siempre. Ella nunca mencionaba esa historia, pero Aba la recordaba a menudo:

—Una noche sonó el timbre, papá dijo que se trataba de un error, que volvería pronto, me dio un beso de despedida y se fue con unos desconocidos. Nunca volví a verlo.

Eso ocurrió en Leningrado, donde Aba y la bisabuela vivían antes de la guerra. No es de extrañar que desde pequeña tuviera miedo de oír el timbre inesperado de la puerta.

Por eso, la bisabuela siempre comprobaba antes que nada que la primera puerta, pintada de color oscuro, estuviera cerrada; luego daba dos vueltas a la llave en la cerradura, pasaba la cadena maciza de metal y después la reforzaba con otra puerta, blanca, que también cerraba con llave. Era imposible abrir desde fuera, para desagrado de mamá, a quien le gustaba volver tarde y cada vez se veía obligada a despertar a toda la casa o bien a hacer que la bisabuela se quedara durante horas de guardia esperando a que mamá regresara.

Cada una de nosotras tenía su propio juego de llaves: la larga y delgada cantaba en falsete y abría la puerta oscura; la corta, con su atípica punta redondeada, sonaba en tono grave y servía para la puerta de abajo; la plana y moderna encajaba en el buzón y claramente no podía emitir ningún sonido. Solo la bisabuela tenía la llave de la puerta blanca y nadie sabía dónde la guardaba durante el día.

Estas puertas eran un terrible tormento para mí. Aun cerradas con dos vueltas de llave, cadena y cerrojo, acrecentaban en mí la sensación de inseguridad, como si estuviera en una fortaleza asediada, y tenía la impresión de que si solo cerraban una única cerradura, quedábamos expuestas a un gran peligro, a la invasión de extraños con el poder de destruir nuestro mundo.

La puerta oscura exterior era lo suficientemente ligera como para poder cerrarla de un portazo y así hacer aflorar mis emociones cotidianas: como mi enfado con Aba cuando me aconsejaba que me abrigara más antes de salir de casa. En esa puerta había una mirilla, un orificio redondo cerrado por un cristal que estaba oculto desde el interior por un trozo de cartón viejo. En esto la bisabuela también percibía un peligro: en primer lugar, al levantar la cortinilla de cartón, el forastero al otro lado podía darse cuenta de que alguien lo observaba; es decir, podía saber que había alguien en casa; y, en segundo lugar, según creía la bisabuela, nada le impedía atacar a través de la mirilla.

—Primero hay que abrir solo una pequeña rendija para asegurarse de si es un extraño o un amigo —me enseñaba—. ¡Un extraño podría atravesar el cristal con una varilla metálica y dejarte sin un ojo!

El extraño en cuestión siempre era un hombre.

Si alguien llamaba a nuestro timbre, había que salir corriendo al balcón para ver quién estaba en la entrada y, si era un desconocido, debíamos gritar:

—¿Por quién pregunta?

Era una estrategia intimidatoria, ya que la persona que esperaba abajo no reconocía enseguida de dónde venía la voz y, como un ciego, desorientado, miraba a su alrededor y se ponía a buscar a quien le hablaba. Estar un piso más arriba daba la ventaja de poder repeler el ataque:

—¡Aquí no vive nadie llamado así!

Los errores se sucedían con frecuencia y llenaban de inquietud a Aba y la bisabuela. Supongamos que un hombre venía a buscar a un tal Pável Ivánovich Petrov. Nada fuera de lo común, pero al instante se percibía la tensión en sus voces. Especulaban durante mucho rato sobre quién podía ser el visitante y qué significaba todo eso: nada bueno, por supuesto.