Univerciudad - Mariano Rojas - E-Book

Univerciudad E-Book

Mariano Rojas

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Beschreibung

Debes tener siempre presente que un camino es solo un camino. Si sientes que no deberías seguirlo, no debes seguir en él bajo ninguna condición. Pero tu decisión de seguir en él o dejarlo debe estar libre de miedo y de ambición. Te prevengo. Mira cada camino de cerca y con intención. Pruébalo tantas veces como consideres necesario. Luego hazte a ti mismo, y a ti solo, una pregunta: ¿Tiene corazón este camino? Ahora (muchos años después) tiene sentido esa pregunta. Si tiene, el camino es bueno; si no, de nada sirve. Ningún camino lleva a ninguna parte, pero uno tiene corazón y el otro no. Uno hace gozoso el viaje; mientras lo sigas, eres uno con él. El otro te hará maldecir tu vida. Uno te hace fuerte; el otro te debilita. Las enseñanzas de don Juan, Carlos Castaneda (1968).

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones. María Belén Mondati.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones. María Belén Mondati.

Rojas, Mariano Ignacio

Univerciudad : caminando la vida cotidiana de un estudiante -en la gran ciudad- / Mariano Ignacio Rojas. - 1a ed . - Córdoba : Tinta Libre, 2020.

165 p. ; 22 x 15 cm.

ISBN 978-987-708-550-1

1. Relatos Personales. 2. Reflexiones. I. Título.

CDD A860

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,

total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución

por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidad

de/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2020. Rojas, Mariano Ignacio

© 2020. Tinta Libre Ediciones

Prólogo

En nuestro devenir como sociedad, damos por sentado que los hijos deben estudiar para poder desarrollarse como integrantes productivos de dicha sociedad, como seres independientes y pensantes, capaces de autosustentarse, de valorar la cultura, las tradiciones y la historia.

Si nos tocara encontrar el camino profesional en nuestro lugar de origen, el nuevo derrotero será una simple modificación de horarios, esfuerzos, tiempos y espacios acordes a la situación, con el lógico apoyo de familias y amistades.En ese caso, todo parecerá una continuación de lo ya vivido: nivel primario y medio que, según cada caso, pudo haber sido exitoso o no, pero que ya está superado.

La situación se transforma si la elección lleva al alumno a otros espacios ciudadanos, con distintas estructuras, horarios, costumbres. Un nuevo panorama se vislumbra ante sus ojos: profesores, vecinos, compañeros, amigos.

Aun en el conocimiento de las diferencias que surjan, no nos detenemos a pensar en la individualidad de cada estudiante, que sentirá, en cada caso y de una manera personal, el cambio que se produce en su vida.

Para la familia que se queda, aparece una gran añoranza, un espacio vacío en la mesa y una espera ansiosa de cada retorno o de cada comunicación.

El cambio. En ese punto nace este libro, desde la óptica de alguien al que le tocó alejarse y que bebió cada espacio y tiempo, trago a trago, minuto a minuto. Con afán, con alegrías y con tristezas.

Como buen observador, el autor logró plasmar en cada palabra, en cada párrafo, lo que sintió en las variadas instancias de su transitar por los claustros universitarios.

Se nos ocurre entonces la reflexión: ¿Es solo un paso más? ¿Es una continuación de lo ya experimentado? ¿Es algo que todos pueden sobrellevar? ¿Tenemos idea de lo que cada individuo siente ante el cúmulo de modificaciones que le toca vivir?

Quizás sí, quizás no.

Nuestra diversidad de pensamiento y crianza nos plantea esa duda. Todo ser es único e irrepetible, y eso abre un abanico de posibilidades.

Propongo entonces adentrarnos siquiera en el sentir del autor, con la esperanza de que brinde ayuda al principiante, aunque sea solo a uno.

Marina Mercado

Universo

Mirar atrás nos servirá para recordarpor qué avanzamos

Universo: Totalidad del espacio y el tiempo, de todas las formas de materia y energía.

Cada persona es un mundo, dicen por ahí, y percibe su universo desde un único punto de vista.

Poseemos, entonces, un universo conocido solo por nosotros.

Con su totalidad de espacios, nuestros lugares, mapas y caminos.

Con nuestra totalidad de tiempo, edad, momentos, recuerdos, historias y horarios.

Con todas nuestras formas de materia conocida, cosas, pertenencias, percepciones, juguetes.

Con nuestras propias fuentes y formas de energía, el desayuno, el abrazo, el objetivo y la voz que nos dice: “vos podés”.

Cada persona es un mundo, y no podemos conocer cada único y particular punto de vista. Lo bueno es que hay un solo universo, tan solo lo vemos diferente, y solo basta con que nos crucemos para que lo ampliemos desde otro lado y, a lo mejor, pasamos a ser mundos conocidos.

Insignificante

Como el mundo de un nene, que lo más alto que vio es un poste de luz. Subir hasta la copa de los árboles, pero nunca haberlos visto desde arriba, porque en su ciudad todo es más bajo que esos gigantes.

Conocer a todos los vecinos y silbar para que salgan a jugar.

Como saludar al chofer del colectivo.

Pedir permiso, decir por favor y dar las gracias.

Decir:“buenos días”.

Y contar hasta diez cuando no hay respuesta.

Como buscar las monedas para pagar con cambio.

Preguntar: “¿estás bien?” cuando alguien tiene la mirada perdida.

Ser puntual y valorar el tiempo del otro.

Como escuchar en silencio y hablar mirando a los ojos.

Compartir un mate, saludar a un perrito y ayudar a cruzar la calle a una señora.

Como más de miles habitantes en esta burbuja que tenemos por barrio, que sabe que no estamos acá para toda la vida.

Cada historia, efímera y del pasado.

Insignificante como solo un ingresante más,pero con valor para nunca sentirse menos.

Antes

Antes de vivir solo, viví en familia, en un hogar grande. Me crie rodeado de personas y aprendí de cada una de ellas. Antes de vivir solo, era el consentido, el querido, el niño de la casa. Antes de vivir solo, me cuidaban y no me daba cuenta, vivía protegido y no lo sabía. Antes de vivir solo, estudiar era solo una rutina y un número al final de una hoja cambiaba mi día. Antes de vivir solo, la comida se hacía sola y siempre estaba servida en la mesa a las 12. Antes, la ropa aparecía lavada y guardada, y la casa siempre estaba limpia. Antes, la privacidad era una puerta cerrada y se abría sin preguntar. Antes, no cumplía un rol en la dinámica familiar; siempre estaba, pero sabía para qué. Antes, sabía mis caminos de memoria y nunca me salía del mapa. Antes, los problemas se esquivaban, nunca se los enfrentaba. Antes, nunca estaba solo. Antes, todo parecía fácil y la vida se me pasaba jugando a la pelota.

Antes, nunca dudaba de lo establecido y me encerraba en una sola verdad.

Antes, no sabía quién era y ahora me estoy aprendiendo.

Hola, soy nuevo en esta ciudad, y todo lo que ves en mí no es más que una suma de todas las personas que tengo atrás, que más que tener, las traigo conmigo. Conmigo viene mi familia, que me dejó salirme del nido, no sin antes mostrarme cómo era volar. Conmigo vienen mis amigos, que me desearon la mejor de las suertes aun cuando les dejé el hueco en el equipo y me fui. Conmigo vienen 18 cortos años, en los que conocí tanta gente como pude y volví parte de mi historia a otros pocos.

Todos y cada uno de ellos caminan sus propias vidas, pero cuando mis pasos están inseguros o mis piernas están cansadas, me empujan a seguir adelante.

Con todos y con cada uno, tengo más de una charla pendiente y aún más cosas de las que nunca pudimos hablar.

De ellos tengo una mano que me despide y otra que me llama para que vuelva un ratito.

Porque nos extrañamos, y yo me fui lejos. No me fui para no volver, pero sí me fui de su día a día, y ellos se fueron del mío.

Para ellos, un lugar vacío en la mesa y la mano que falta cuando hay que comprar pan, el cuarto en el que ya no me entran a despertar, el espacio calentito entre las sábanas cuando me hacían lugar, y el último “hasta mañana” desde la puerta a manera de ritual.

Para mí, mucho más, porque a ellos se les fue uno, a mí se me fueron todos.

Se me fue el desayuno listo y caliente a las 7:55 para que el nene durmiera un poco más. Se me fue volver a casa y tener comida, ropa limpia y la cama tendida. Se me fue que me den plata para el fin de semana de tres bolsillos diferentes, y se me fue tener brazos abiertos cuando la vida golpea fuerte.

Una zona de confort en donde nunca me faltó nada, y aún así decidí irme por tener el futuro en la mirada, dejarlos atrás, no sin antes darles un abrazo, que más tarde haría mucha fuerza por recordar.

Irme, salir, intentar volar. Perderme cumpleaños y aniversarios que nunca son lo mismo por WhatsApp. Me pierdo ver a mis sobrinos crecer y aprender de nuevo como era aprender. Me voy sabiendo que mis abuelos están viejos y que me acostumbré a que siempre estén, con sus achaques pero igual caminando, y espérenme por favor un ratito más. Me voy con relaciones no tan resueltas que de repente van a cambiar, porque nos veíamos poco pero ahora la distancia nos separa más.

Me pierdo sus alegrías, sus noches oscuras, sus enfermedades y sus logros, me las pierdo por llenar un vacío que es el único que ellos no podían llenar, el desarrollo personal. Y el vacío que quedó con ellos a mí también me va a doler, aunque hablemos cada tanto y nos volvamos a ver. Me gustaría que sepan que cuando estoy lejos y solo, rezo porque estén bien, pero eso no quita que por ustedes, llore tinta mi papel.

Aquella cancha de atrás

Enmarcada de un lado por pinos que nos cuidaban de caer a la ruta, asadores y un Gauchito Gil detrás del arco torcido que nos raspaba las pelotas.

Azotada por basurales y borrachos que tiraban sus restos en lo que era nuestra única salida. Escapada de la realidad aunque hicieran 40° a las 2 de la tarde o una lluvia a baldazos que nos acariciara la frente. Hacíamos una selección con pan y queso hasta ser cinco y cinco. Siempre había dos buenos, y el resto rellenaba los vacíos de la cancha y el espacio entre los tres palos.

Se dejaba la vida y más para no perder con los de la vuelta, porque si ganábamos nos pagaban 2 pesos y la mejor botella sucia que encontraran llena de agua de la canilla.

Nos raspábamos las rodillas, nos tropezábamos con nudos de pasto que nosotros mismos atábamos para que se cayera el gordo del otro equipo.

Nos puteábamos por perder la pelota, ir al arco o no levantar la cabeza.

Aquella, eterna, donde el tiempo era etéreo y la última luna era la luz, y escuchábamos el silbido para volver a casa.

La bolsita del sándwich

En la secundaria, con mis compañeros del curso, nos juntábamos siempre antes de los partidos saliendo de la escuela y caminábamos a la cancha. El profe nos había dicho que había que comer algo para jugar sí o sí porque se nos podía bajar la presión y para tener más energía, así que comprábamos sándwiches de pasada, pero sin coca cola porque era mejor el agua para jugar.

Veníamos en dos tandas y los de adelante comíamos el sándwich y tirábamos la bolsa de papel en el primer cesto que veíamos, en el mejor de los casos.

Y los de atrás no la tiraban y a veces se quedaban con la bolsa como buscando a ver si quedaba más sándwich. Y yo pensaba si la guardaban y la tiraban en su casa. Mi tía me había dicho que eso estaba bien.

Y después parecía que le querían seguir sintiendo el olor al sándwich, porque cuando estaba vacía metían la cara y la bolsa se inflaba y se desinflaba.

Y llegábamos a la cancha y los de adelante teníamos energía, pero los de atrás no sentían las patadas de los otros y yo no sé por qué quedarse un rato más con la bolsa del sándwich les hacía unos ojos saltones y a los del otro equipo les daba miedo ir a chocarlos.

Todos los destellosvan al cielo

—¿Vos sabías que las estrellas no saben que brillan? Porque lo que hace que veamos que brillan es que las vemos de lejos.

A veces pasa que conocemos personas que tienen mucha luz aunque no lo sepan. Es como una facilidad de iluminar un día, de encender con una palabra, de avivar cualquier juntada. A modo de flashes, uno tras otro, estas personas disparan imágenes en nuestros ojos, que logran capturar solo algunos de esos momentos.

A veces, estas personas no saben de su luz, pero se dan cuenta cuando alguien les dice que se están a apagando o que necesitan ayuda para iluminar algunos momentos.

Porque todos podemos verla, excepto ellos; son como estrellas.

Brillan, brillan lejos en la oscuridad de los ojos de quien los ve, incluso son radiantes en los ojos correctos.

Pero ni con el mayor esfuerzo logran ver su luz, porque la vemos desde afuera, y hace falta distancia.

A veces, estas personas se cansan de prender nuestros ojos; a veces se mueven, fugaces, y otros días forman figuras con otros destellos.

A veces, quienes las vemos no les damos importancia, y su luz se va apagando.

Otras veces destellan tanto pero tanto, que no sabemos si es luz o es aviso de que quizás necesiten que alguien haga más que solo mirar su luz y se preocupe por su lado oscuro.

Como todo, cíclico, estas personas no están siempre prendidas, confiamos en que van a volver a brillar al otro día.

Porque cuando sale el sol, nos roba la atención y volvemos al trabajo, al estudio, a la casa y al día a día, a uno mismo.

Nos olvidamos de que el sol y el día a día también son destellos, un poco más grandes, pero que no funcionarían sin el resto de las estrellas en el sistema, y dejamos pasar los apagones de luz que nos rodean.

A veces, la luz de los flashes que nos graban recuerdos de esas personas se apaga. Y el cielo se cobra otra estrella.

Y cuando se apaga antes de tiempo, empezamos a ver que de repente le falta un destello a nuestros días que al día siguiente no va a volver a salir. Y que daríamos cada minuto, cada latir, cada mirada para ver esa luz de nuevo, no solo al cerrar los ojos, sino al abrirlos, y de nuevo al otro día.

Estar lejos de mi barrio me hizo ver que poco a poco se apagan las luces de algunas casas y el cielo se hace un punto más brillante. Y yo no pude estar para contemplarlo, ni para bancar a los que se le quedaban viendo. Porque nunca supe qué decir en momentos de duelo. Bastaría con poder estar.

Nos olvidamos lo importantes que son las estrellas hasta que poco a poco su luz se cansa.

A veces, nuestros días pierden destellos que se apagan, y no nos damos cuenta de lo vitales que eran para nosotros para aguantar otro salir del sol y otra oscuridad de la noche.

Día a día, nuestros destellos se apagan, a veces de lejos, conocidos apenas, otras de cerca, y otras puede que hasta se nos apague el sol.

Nunca sabemos la función de su luz en nuestras vidas, hasta que no las tenemos y parece que la noche va a ser más larga.

A veces, parece que la luz se acabó.

Los destellos se van sin que sepamos lo importantes que eran en nuestros ojos.

Y ahí, entre las sombras, en el duelo, en la voz llorosa y las pocas horas de sueño, en el recuerdo, la angustia y el nudo en la garganta, después del periodo suficiente de tiempo, podemos salir y mirar el cielo.

Entre tanta oscuridad, vemos que su destello no se fue, solo se alejó para que lo veamos brillar mejor y apreciemos un poquito más otras luces.

Para que el recuerdo sea siempre el mejor, para que el amor no se vaya, para acercarnos cuando alguien tenga un apagón. Porque entre dos capas rescatamos algo de luz.

Porque nunca es justo para quien vive de esa luz, pero hasta esa persona verá que el sol volverá a salir.

Quienes nos quedamos de este lado podemos, al igual que ellos, espero, juntar destellos en la noche. Cuanto más oscura y cruda parece, nos permite apreciar que no somos más que momentos y que nuestra luz, por más tenue que sea, le ilumina el día a alguien que nos verá brillar en el cielo cuando nos toque la peor de las distancias, y ojalá sepamos el brillo que tenemos para alguien. Hoy, mi noche tiene destellos de los que nunca pude despedirme, pero están ahí arriba cuando más los necesito, y me recuerdan que no debemos dejar que nuestras estrellas se vayan sin saber que brillan.

Agua de tanque

—No calentarum, largum vivirum —me dijiste, como si fuera tu mejor consejo de vida universitaria y de vida en general.

Y yo esperaba más, porque de toda mi familia eras el único que también se había ido a estudiar a otra provincia. El único que yo supuse que podía decirme cómo era vivir solo, estudiar lejos, extrañar, rendir materias, no sé, un montón de cosas que podrías haberme dicho para prevenirme. Pero no las dijiste.

Es que siempre te costó hablar. Las pocas veces que querías decirme algo, llegabas a casa a buscarme y me llevabas en tu auto a dar una vuelta larga, y parabas en una plaza vacía, ponías el freno de mano y soltabas de a poquito; y eso que yo trataba de tirarte de la lengua.

Y cuando te dicen cosas que no te gustan, pedís cambiar de tema.

—Lo que pasa es que yo soy agua de tanque, tranquilo, a veces es mejor ser así —me decías.

Nunca entendí ese dicho, agua de tanque. ¿Cómo es el agua de tanque, que decís que se parece a vos?

Hasta que me acordé de que en el patio de la casa de los abuelos, tu excasa, donde te dormías leyéndome cuentos y yo me iba a jugar al patio, había dos tanques.

En el patio —de cemento y mitad techado de chapa, con cajas que juntaban tierra pero no se tiraban porque guardan algo que algún día podía ser útil—, había dos cilindros azules gigantes (gigantes al menos para mí), que por aquel entonces, haciendo puntitas, apenas llegaba con la mano a tocar el agua para sacar la pelota que se me había caído adentro.

Dos cilindros gigantes azules, los tanques de agua donde la abuela metía el balde chiquito para enjuagar cada tanto.

Así estaban los tanques, quietos todo el año, porque eran muy pesados para moverlos cuando llovía, y el agua, quieta.

Cuando fui un poquito más grande, yo podía asomar la cabeza por el borde del tanque y ver en el fondo hojas, bichitos muertos y manchas verdosas.

Como no podía llegar hasta abajo con la mano para sacar las hojas, ponía un barquito de papel que con mucho amor me había hecho la abuela y que a mí no me salía, y con todas mis fuerzas intentaba mover el tanque, a ver si se balanceaba y mi barco tenía olas.

Con todas mis fuerzas, lograba que el tanque se levantara un centímetro del piso, pero el agua apenas se sacudía y a los segundos estaba quieta de nuevo.

—Qué aburrida que sos, agua— le decía cuando ya me cansaba de que el barco no se moviera, y le pegaba un manotazo para que me salpicara el agua verdosa.

El tanque quedaba afuera todo el año, con lluvia, sol, frío, algún gato que marcaba territorio, y ahí estaba, con el agua quieta y sucia, porque si no se destapaba como hacía yo, no se sabía que estaba sucio.

Se resecaba al sol y se desbordaba cuando llovía, pero pasada la alteración de la gota cayendo, el agua seguía igual.

Costaba limpiar el tanque, porque de tan profundo, era mejor esperar a que hiciera menos calor para vaciarlo. Y esperar y esperar, como para decir las cosas.

Y sí, entendí cómo era el agua de tanque. Cuesta sacarla de la calma, cuesta hacerla calentar y cuesta que tenga olas, porque a veces puede haber un huracán afuera, pero si el tanque sigue tapado, el agua adentro sigue estando plana.

—Pa, después de lavar el auto, ¿podemos ir a manejar? —te pedía.

—Bueno, pero por qué no practicás con tu mamá, si ella también tiene auto.

Y sí, mi mamá tenía auto, pero hacía un año y vos tuviste auto toda la vida. Nunca me enseñaste a manejar. Ni a manejar, ni a hacer asado, algo que damos por hecho que se aprende del padre, y se me fueron las ganas de manejar y ya ni me gustan los autos.

Ahora que me fui a estudiar a otra ciudad y estoy lejos y no podés buscarme en el auto, parece que cada tanto la tapa del tanque se corre un poquito y puedo ver algunas gotas que salpican.