Urbana - Fogwill - E-Book

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Fogwill

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En Urbana unos inversores conocedores del mundo inmobiliario y de los vericuetos de las habilitaciones estatales inauguran un apart hotel durante el verano porteño. Fuera de temporada, y ante la resistencia del vecindario, a la fiesta de inauguración concurren estrellas de segunda categoría, modelos semiconocidas y una fauna de curiosos entre los que se encuentra un personaje más bien oscuro que merodea por la piscina. Una tormenta de verano trastoca los planes y la trama se empieza a revelar. Escrita por Fogwill cuando empezaba el siglo XXI, Urbana fue publicada sólo en España. La presente edición de Blatt & Ríos es la primera que se hace en la Argentina.

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URBANA

 

 

FOGWILL

 

 

 

Índice

CubiertaPortada1234567891011Sobre el autorCréditos

Claro que es redundante llamar Urbana a una novela. Hoy toda novela es urbana: la ciudad, que es su agente, compone a la vez el fondo de todo lo que sucede. Más cuando ni se nombra y más aún cuando el relato figura una escenografía sin ciudades ni casas ni más vida colectiva que la que pueda hallarse en los recuerdos y en los diálogos interiores del presunto personaje: al parecer, sólo puede escribirse con las palabras de la ciudad. ¿Cuáles serán…? No está al alcance de una novela determinarlo. Esta era una historia de personajes sin cara y terminó como un relato de personajes sin caras ni nombres. Idealmente debía eludir cualquier acontecimiento, pero en tal caso nadie la habría editado y no habría encontrado un lector. Rimando, puede afirmarse que los lectores acuden a la novela sedientos de acontecimientos. Algo ha de estar indicando esto: quizás haya tanta demanda de que en un texto sucedan cosas porque se descuenta que nada sucederá entre el texto y su lector. Pero los editores dominan el arte de administrar la medida justa que puede definirse como la presencia de un máximo de acontecimientos en el texto y ninguno por efectos de la lectura. Con ello consiguen que el lector termine de consumir manteniendo intactas sus cualidades más preciadas: su poder de compra y el hábito que lo llevará a pagar por algún nuevo título de esa colección. Idealmente, un día la industria terminará por librarse de los autores. Mientras tanto, se insiste en narrar como si nada estuviese ocurriendo.

1

Alguien dijo que si hubiera un fondo secreto y común al alma de todo periodista, bastaría asomarse a él para dar con un libro hecho de sueños.

Podrá ser un proyecto en vías de composición, o una obra concluida que empieza a descomponerse a causa de una corrección vacilante y miedosa.

O quizás ya fue multiplicada y en algún despacho se apilan carpetones y fotocopias aguardando el desenlace de un concurso que arrancará del anonimato al librito y a su abnegado compilador.

Sucede a veces que uno muere y al inventariar sus pertenencias en busca de esas cosas de las que se dice que “por ahora conviene no tirar”, aparece un objeto de tapas de cuero con el lomo sobrepujado en media caña e impreso en relieve dorado que hasta por su emplazamiento entre los mejores tomos de la biblioteca parece una edición especial y es apenas el Eterno Ejemplar Único, único resultado de tantos sueños que el muerto, en vida, fue desgranando en su tiempo libre, tal vez anticipando ese momento revelador:

—¿Sabían que Pá había escrito un libro…?

—¡Nooooo…! ¡No te lo puedo creeeeer…!

—¡Sí, créemelo! ¡Yo este mismo domingo voy a ponerme a leerlo…!

—Habría que llamar a alguien que entienda un poco para ver si no conviene hacer que lo publiquen… ¡A él le hubiera gustado tanto…! ¿Vamos a mirarlo…?

—Sí… Pero no se lo vayan a llevar, y por si alguien lo quiere hojear voy a dejarlo siempre ahí: en mi mesita de noche, justo a la derecha del velador, donde apunta justo la luz de la pantalla.

Y allí, apenas a unos metros del salón donde yace el cuerpo sin vida del autor, yace su Libro Acariciado. Él también, a su manera, velado por la luz mortecina de la bombilla del velador: cuarenta vatios inútiles, velando y envejeciendo ese volumen de ciento setenta y dos páginas que jamás nadie irá a leer.

Y el muerto, el desvelado acariciador de aquel sueño de consagración encuadernado en cuero, no era periodista. Ni siquiera peronista era.

 

 

Era perito agrario: un título profesional insignificante.

¿A alguien le gustaría ser un perito agrícola? ¿Queda en el mundo alguien que piense que una política educacional que destina recursos del Estado a la formación de este tipo de técnicos merece reconocimiento…? Si queda, que se lo reconozca al primer gobierno del general Perón, que fundó las llamadas universidades agrarias, donde extendían ese título profesional. O que se lo agradezca a Dios, tal como hiciera durante años el finado, que tuvo la fortuna de graduarse en 1955 en vísperas del alzamiento del general Lonardi.

Porque este segundo militar –undécimo de la serie de veintiséis generales que presidieron la República– a poco de ocupar el poder se ocupó de erradicar esas universidades chotas que había diseminado el colega que lo precedió en el cargo presidencial.

“Diseminado” es una palabra chota. En cambio “choto” y “chota” son adjetivos de una eficacia comparable a la de las figuras más felices de la lengua coloquial del país.

En verdad eran chotas esas universidades que el peronismo diseminó por las circunscripciones donde sus partidarios no alcanzaban a completar la media electoral de su partido.

En la provincias, en las zonas donde el partido justicialista que respondía a Perón no conseguía la meta de dos tercios del padrón que el megalómano militar perseguía para humillar a sus opositores, la marca Ford integraba casi la mitad del parque rodante. La otra mitad se componía de unidades de la marca Chevrolet y poquísimos despistados aparecían al volante de Pontiacs, Buicks, o de algún De Soto de enormes paragolpes cromados desafiando la mugre de los caminos de la época.

Las universidades agrarias, que a punto de concretar su plan de igualitaria distribución de ingresos diseminó el primer gobierno peronista con la finalidad de provocar una distribución masiva de títulos académicos, eludían los cromados y en verdad eran arquitectónicamente chotas.

Sus edificios, largos prismas con paredes de ladrillo hueco, pura humedad y frío en su interior, estaban techados con placas de madera aglomerada que se fijaban con clavos a las mismas viguetas de pino del tejado ornamental.

Por eso bastaba una llovizna para que los techos, curvándose por la humedad, desplazaran tejas y resquebrajaran cielorrasos abriendo vías de agua impredecibles. Ora aquí, ora allá, en las horas de clase de los días de lluvia, profesores y alumnos iban por las aulas tratando de eludir esas goteras migratorias que siempre aparecían en el lugar menos esperado.

 

 

No sólo arquitectónicamente: también eran pedagógicamente chotas esas instituciones de capacitación rural. Quizás al fundarlas, sin perder de vista su meta electoral, el peronismo debió asignarles alguna función como campo de ensayos donde poner a prueba la tolerancia de docentes y alumnos a las rutinas sin sentido constantemente interrumpidas por calamidades que hasta el más inepto de los chacareros sería capaz de prevenir.

Profesionales temerosos de la competencia y la supremacía del más fuerte que señoreaba también bajo el capitalismo beneficente de aquellos años, elegían la docencia creyendo que el ejercicio de la cátedra y un pequeño salario fijo los pondría a reparo de los azares de una sociedad inestable. Pobre gente: no una tormenta, sino una ínfima llovizna bastaba para ridiculizar sus clases magistrales dictadas con el paraguas abierto sobre el escritorio.

Y ellos, con sus zapatos y bocamangas estucados de barro, posaban escrutando techos y paredes con una parte de la mente ocupada en el tema de clase y otra intentando adivinar dónde aparecería la gotera de esa tarde.

Así, en los crudos inviernos de provincia, siempre terminaban con sus trajes domingueros arrugados por la lluvia, llevando bajo el brazo sus manuales de trigonometría esférica y genética ovina convertidos en esponjas de papel y mirando con resignación a los alumnos que se desplazaban por el aula en busca de un reparo de los azares de la naturaleza y de la imprevisión.

 

 

Eran muchachos de clase media, hijos de funcionarios, profesionales y chacareros afortunados de la pampa húmeda.

Pero mejor no referir la expresión “húmeda” en presencia de quien haya cursado estudios en esas universidades chotas, para no devolver a su memoria la imagen penosa –chota– de los anocheceres de invierno mal alumbrados a causa de las falencias de la red energética del país, que las usinas locales nunca terminaban de suplir con dínamos asistidos por calderas de vapor y motores diésel conseguidos en los desguaces de la antigua flota de mar.

 

 

¿Quién busca la piedad? Nada de esto inspirará piedad a los hombres del siglo veintiuno. Tampoco en ella se inspiraron los generales de 1955, gente dispuesta a todo salvo a distraerse en consideraciones estéticas y pedagógicas en el momento de tomar decisiones.

A los seguidores de los generales Lonardi y Aramburu les bastó aplicar sobre esas excrecencias de la precariedad la misma política de tierra arrasada que se trazaron para todas las instituciones fruto de la manía distribucionista del general que los precedió.

Algún exagerado se dio a quemar bibliotecas y a desmontar cubículos de madera aglomerada, que, pese a la humedad, también ardieron sobre las brasas de vigas de pino y durmientes de quebracho cubriendo con sus cenizas los escombros de unas paredes inestables, fáciles de derrumbar.

Pero la mayoría, sin quemar ni someterse al espectáculo penoso –choto– de la miseria ardiendo, se limitó a transferir la propiedad de las tierras que ocupaban esas chotas universidades a las reparticiones municipales encargadas de la recolección de residuos urbanos.

No por piedad, sino por ese principio castrense que entre los militares predispone a una suerte de solidaridad hacia cualquier práctica inútil que parasite la riqueza pública, burócratas y docentes que habían buscado en la parodia académica sustento y seguridad fueron indemnizados con seis sueldos, sus correspondientes aguinaldos y vacaciones pagas, más una serie de pluses reglamentados para compensar las retenciones a las cuentas jubilatorias, sindicales, sanitarias y turísticas, que por entonces mermaban los salarios.

Debía haber otras fuentes de retención. En cuanto a los pluses compensatorios, nadie recuerda la nómina completa. Estaba el plus de ruralidad, que se agregaba a los salarios de quienes debían desempeñarse a más de cien kilómetros de la capital del país, el de dedicación, que sólo cobraban quienes cumplían un turno de cuatro horas o mayor, y el llamado plus acumulativo, que se adjudicaba a quienes habían obtenido un incremento de más del veinte por ciento de su sueldo neto como resultado de la suma de los restantes pluses.

En ciertas zonas regía un plus especial. Lo llamaban “laudo de servicios reconocidos” y sumaba el nueve por ciento al salario bruto de los que hubiesen completado el servicio militar sin sanciones, y a quienes cumplieran ocho horas mensuales de trabajos voluntarios en los desfiles o en los servicios de asistencia social que organizaban municipios, sindicatos y delegaciones del partido gobernante.

 

 

Esto sucedía en una era preinformática. Por entonces, liquidar los salarios aplicando tantas normas y calculando tan diversos coeficientes requería un adicional de mano de obra que el sistema educativo no alcanzaba a capacitar pese a las grandes inversiones volcadas sobre educación técnica y especializada.

Por ello, no sólo en la pequeña empresa, sino también en las industrias de gran escala y hasta en reparticiones estatales, los administradores se resignaban a un cálculo global estimativo, que, en esos buenos momentos de la economía, se sometía al criterio consensual de reducir al mínimo las mermas salariales y mantener los pluses en un nivel cercano al de los máximos coeficientes aplicables.

 

 

Parecerá mentira y en estos casos es inútil decir que, sin embargo, es verdad.

Pero es verdad: días después, en la misma semana en que habían velado el cuerpo, y en la misma casa donde apareció el coriáceo volumen cuya concreción desveló su tiempo libre, yace el libro bajo la luz apergaminada de un velador y pasan horas sin que manos humanas, y ni siquiera una yema de dedo de mano humana, se disponga a hurgar entre sus páginas mecanografiadas.

Apenas ínfimas patitas de insectos saltarines que convoca la luz recorren sin cesar el lomo, la tapa, y el encimado mazo de hojas que lentamente van amarilleando.

En los lugares donde el engrudo, al secarse, estiró un borde del papel, se produjeron pliegues entre las hojas formando un túnel insignificante. Allí el texto, por lo menos en los primeros renglones del margen interno de la sección del libro más afectada por el encolado irregular, hace franco contacto con el aire y con la poca luz del velador que llega a filtrarse, apergaminando aún más el fondo blanco del papel.

Pero ninguno de estos insectos se interesa por recorrerlo.

Son de una especie poco proclive a explorar oquedades: parecería que sólo les interesa la luz.

Ni pican a la gente: apenas molestan al humano posándose y escarbando poros en las zonas más sensibles de la piel.

Han de alimentarse de algunas proteínas que el humano excreta y es evidente que beben el sudor y se bañan en los vapores de la nuca porque jamás se los ve libar en flores, ni horadar tallos u hojas de plantas, o rondar la basura.

Dios, que hizo a todos por igual, habrá tenido sus motivos para disponer así a estos insectos a los que llaman “cotorritas” y que tan fácilmente se pueden aplastar con la yema.

 

 

No se sabe cuándo puede ocurrir, pero hay un día en el que, sin proponérselo, cada uno se libra del hábito de aplastar cotorritas con las yemas, pisar hormigas y cucarachas con las suelas y reventar ratones atolondrados por el veneno con el taco alto de las botas de montar. Son seres que no vale la pena combatir porque siempre se las componen para mantener una población estable, cuya magnitud sólo varía con la temperatura, la intensidad de la luz, y el excedente de comida disponible.

Habría que averiguar de qué se alimentaban las cotorritas antes de su encuentro con la especie humana iluminada por la electricidad. Los entomólogos deben tener una explicación y alguno de ellos ha de haber evaluado el nexo entre la evolución de la población de estos dípteros y el desarrollo de la economía humana desde el arado a la electricidad.

Si pocas amas de casa alguna vez han reparado un velador, menos serán las que hayan reparado en lo que significa para sus vidas el acceso a alumbrado eléctrico. Para la mayoría de estas contemporáneas la luz eléctrica es algo tan natural como el aire, las bebidas gaseosas y la política de urbanidad con que los hombres simulan acatar la igualdad de los sexos.

Sólo una minoría de reflexivas tendrá conciencia de que la electricidad es una conquista reciente cuyas ventajas son del orden de la higiene y la practicidad y el bimestre de crédito que conceden los proveedores del fluido. Pero ni ellas ni los jefes de familia advierten que el sentido económico de esta tecnología guarda una íntima relación con ese plus de higiene y comodidad que brinda la incandescencia regulada por un flujo constante de corriente voltaica.

Entre las ventajas económicas, se destaca que la lámpara de arco, y más que ella, la bombilla de filamento, y aún más los tubos y las ampollas de gases incandescentes, convierten la energía en luz minimizando en ese trámite la emisión de calor.

Esto que parece una ventaja para los hogares, facilita la proliferación de las verdes y sumisas cotorritas que pululan sobre las mesas de noche de las casas. Su hacinamiento y proliferación serían impensables en una humanidad alumbrada por la combustión directa: allí terminarían ahogadas por el humo o carbonizadas por la llama, mucho antes de entregarse al juego aplastante de la yema de un dedo, o de morir naturalmente por un ocasional descenso de la temperatura veraniega.

 

 

La electricidad es amiga de la gente doméstica y de las poblaciones de dípteros. En cambio, la brusca virazón del viento hacia el cuadrante sur, que para el habitante de la ciudad parece una bendición del cielo, es para la cotorrita un enemigo más pernicioso que el DDT –al que los insectos se adaptan en el curso de unas pocas generaciones– y más dañino que el hábito de amasarlas entre el pulgar y el índice como si fuesen bolillitas de moco.

Estas cosas jamás conseguirán mermar las poblaciones que saltan y proliferan bajo la lámpara. Si la agresión humana tuviese algún efecto sobre la población de dípteros, difícilmente produciría un cambio, siquiera infinitesimal, en el equilibrio ecológico entre ambas especies.

Según la creencia popular –y a la vista de la banalidad de la prensa, no es imprudente atenerse a las creencias del pueblo–, Dios hizo a los humanos tal como a las fotófilas cotorritas veraniegas, y ellas y el hombre, en cierta forma de equivalencia, conviven verano tras verano.

No puede saberse si a semejanza del lector humano que necesita su energía térmica luminosa para descifrar los signos de la tosca narrativa dominical, ellas buscan la luz por el calor y para mimetizar la fotosíntesis que su costra quitinosa tan verde sugiere, o, si al revés, terminan tan cerca de la luz porque necesitan una proximidad humana para saciar su hambre de proteínas y su sed de solución acuosa de sodio y calcio, que repondrá los iones indispensables para alistarse a un nuevo salto.

—¡Tac…!

Saltó otra cotorrita agregándose a esa mayoría de insectos que nunca nadie aplastará: otro objeto perdido entre los hilos del relato que se libra a su propio curso con la esperanza de volver a recogerlo en un haz y destejerlo recuperando fibra a fibra la trama que volverá a torcer y a retejer hasta tensar la cuerda narrativa, los hilos del relato, el curso de las tramas curvándose bajo el peso de su mero transcurrir, lo atribuible, la red de las metáforas, el encordado de la prosa, la tensión del clavijero sintáctico, la resonancia de la caja hueca de las ideas, la estupidez con todo lo que su armonía infinita puede llegar a contener, y la afinación del instrumento narrativo, y el breve texto, y los textículos y la chotez de los textos de prensa.

 

 

Hasta aquí la metáfora “choto” se ha aplicado una docena de veces. En ciertos casos es útil clasificar: se ha usado seis veces en su versión masculina, otras tantas en género femenino, y una más, en este párrafo, en un género virtualmente neutro, que acude a la grafía “choto” no para aludir a un objeto, ni para metaforizar una sensación difícil de exponer en un texto de divulgación o en un relato, sino para referir la expresión “choto”.

Eso comentaba un filólogo de la Universidad de Córdoba hacia el fin de un almuerzo, en mayo de 1996. El hombre había prescindido del postre. En cambio, sus dos acompañantes pidieron sendas porciones de un exquisito postre que era especialidad del local.

—¡Miren…! —dijo—. Acaban de servirles pequeños penes a la pequeña vagina…

Justamente, el mozo depositaba sobre la mesa dos platos de membrillos a la vainilla.

Hubo elogios al postre y antes de que sirvieran el café tuvo lugar a una charla sobre el recurso metafórico al órgano copulador en el habla coloquial.

El muerto, el finado perito, tenía una verdadera pasión por estas cosas. No era periodista, pero como se consideraba un intelectual, cultivaba la amistad de la gente de prensa y siempre aparecía por un bar donde el personal de redacción de los medios suele congregarse.

La mayoría de los parroquianos lo nombraba con su apodo, para diferenciarlo de autores conocidos y de sus compañeros de redacción, a quienes, por razones institucionales, solían referirse con el apellido, suprimiendo nombre y sobrenombre.

Pero igual: si hubiera publicado su librito, algún habitué de ese tugurio le habría dedicado una columna del suplemento, con todos los elogios de práctica.

Entre los elogios que se escucharon en el velorio, un profesor de lenguas contó que el muerto atesoraba en la memoria gran cantidad de curiosidades sobre el habla corriente y manifestó su esperanza de que, en alguna parte, las hubiese copiado y compilado.

Infelizmente, la etapa más activa de su vida había transcurrido en una era preinformática. De lo contrario, habría entradas en los archivos de sus unidades de memoria y sería fácil reconstruir ese hipotético tesoro que ahora estaba deleteándose en el fondo de los rígidos discos neuronales de su cabeza muerta.

Fue una de las nueras del muerto la que sugirió la posibilidad de que tal vez hubiera algo en el libro que había escrito.

—¿Escrito…? ¿Cómo…? ¿Tenía libros escritos y nunca en la vida lo comentó…? —se asombraba un viejo de la inmobiliaria que todos los años lo acompañaba a la Feria del Libro de Buenos Aires.

—Sí —dijo una amiga de la nuera—. Ya encontramos uno… Está en la pieza que era el dormitorio de los chicos…

 

 

Pero en el libro no había compilaciones. Por la calidad de las tapas de cuero y el prolijo guillotinado del papel, cualquiera habría esperado una obra impresa, con portada, datos editoriales, prólogo y colofón. No había nada de eso. El papel, de buena calidad, estaba mecanografiado en tipos desparejos y en algunos párrafos las letras en tinta negra tenían un halo rojizo, probando que fue copiado con una cinta obsoleta, o con una máquina cuyas palancas y engranajes ya estaban fuera de registro.

Registrándolo a medianoche, los dos de la cooperativa de crédito –gente culta, uno de ellos era universitario– coincidieron en afirmar que se trataba de una especie de novela que merecía una lectura cuidadosa. Comenzaba con el relato de alguien que quería escribir en verano, pero vivía atormentado por los insectos que, antes de la tormenta, formaban una nube alrededor de su lámpara de lectura y le recordaban escenas de tormentos aplicados sobre pequeños animales en los galpones de una academia rural que capacitaba a asistentes de veterinaria.

Que había algo perverso, dijeron como elogiando el texto, pero la nuera debió tomarlo como una falta de respeto al muerto, y, airada, les reclamó el libro para devolverlo a su lugar, en el dormitorio.

Las últimas páginas amarilleaban en degradé, desde abajo hacia arriba y de derecha a izquierda, como si desde el ángulo superior del libro hubieran derramado un café aguachento.

Pero era una huella de la despareja oxidación del papel que en algunos lugares debió estar más expuesto al oxígeno del aire y a la luz y el calor que aceleran sus efectos sobre las fibras de celulosa.

Lo mismo ocurre con los textos sobre el papel, algunos más expuestos que otros a la lectura, oscurecen más, o se aclaran hasta terminar casi borrados de las páginas y de la memoria.

 

 

El arte del encuadernador, y, ahora que todo se hace mecánicamente, el arte del encuadernador amateur, debe velar para que cada pliego del papel de la edición quede expuesto a niveles idénticos de radiación térmica y luminosa.

Se trata de un ideal tan inalcanzable como el de la escritura, que a veces se empeña por obtener un máximo de exposición y otras busca preservarse de los agentes naturales del desgaste. Son los extremos que se corresponden con fuerzas antagónicas que, desde cada punta, tironean del hilo literario.

¡Toiiinnnnng…!

La cuerda se tensa y vibra todo a lo largo, pero sólo hay un punto, extremo del movimiento ondulatorio, que determina la tonalidad del sentido deseado. Es imposible anticipar dónde estará emplazado y lo más probable es que quien escribe nunca acierte a ubicarlo.

Lo más frecuente es que el autor se desplace a tientas, cegado por una luz que quizá sólo sea visible para él. Un velador distante: una presencia humana al fin. Y ahí va él a libar o a quemarse.

Tendría que haber una armonía entre los extremos. La nota justa en la palabra justa que aparezca justo en el momento imaginado.

Como no hay reglas, el arte del escritor vela por la mejor distribución de esa justicia de las palabras. Idealmente, lograr que cada una de las palabras cargue algún resultado del vibrar unísono del todo: la armonía inconcebible, inaccesible.

 

 

La escuela de Chicago, y tras ella todas las doctrinas económicas predominantes, sostiene que en un mundo globalizado no es posible reeditar experiencias como la del primer gobierno de Perón, en cuyo transcurso casi la mitad de los recursos económicos se destinaba al bienestar de quienes no producían.

Pero todo es posible. Especialmente si no se descarta que, tras años de habituación, los profesores hayan terminado por resignarse al automatismo de usar la palabra “posible” como sinónimo de “deseable”, o en reemplazo de lo que sienten como “debido”.

Nadie, ni el menos cuestionable premio Nobel de Economía, puede librarse de los automatismos del lenguaje. Su accionar es condición necesaria para la existencia misma del lenguaje, sin el cual, no está de más decirlo, no existirían en este mundo la economía, la justicia ni los profesores de Chicago y de Harvard.

No existirían en este mundo: no está demás decir que decir “no está demás decir” equivale a afirmar lo contrario. Está demás decir que lo que no existe no existiría: son típicas frases de velorio.

Un obituario diría que el muerto consagró su vida a la bondad, a la familia y a las letras. La prensa exagera: “consagrar” promete mucho más que lo que una vida vivida en las condiciones de su tiempo podría satisfacer.

Los periodistas exageran y actúan como sabiendo que si no exagerasen perderían su empleo. En general se exagera exageradamente: también en esto las proporciones justas y la armonía resultante son ideales inalcanzables.

Para compensar tanto extremo, ha aparecido una promoción de periodistas que exageran mesura, y escriben como si estuviesen convencidos de su incertidumbre. Tal vez esto no sea simplemente una moda, y, si lo fuese, se trataría de un nuevo género, pronto se conocerán sus reglas y alguien las compilará para su empleo en las escuelas de medios y periodismo.

 

 

Pero el muerto no había consagrado su vida a las letras. Distribuía su tiempo administrando un par de chacras de parientes, yendo a los bares que convocan gente de periodismo y arte, comprando y vendiendo prendas de automotores e hipotecas en la cooperativa y las escribanías de los alrededores y saliendo con amigos. A veces iba al cine o al teatro. Una vez por año visitaba la Feria del Libro.

Algunas noches, desde la ventana de su cuarto salía el ta-ta-tá del teclado de una Olivetti, pero cualquiera que lo oyese pensaría que estaba redactando un apremio, o llenando un formulario de contratos de venta o de alquiler.