Estados alterados - Fogwill - E-Book

Estados alterados E-Book

Fogwill

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Beschreibung

En Estados alterados Fogwill repasa temas y problemas que lo obsesionaron en su carrera de escritor: la emergencia democrática como última etapa del llamado proceso de reorganización nacional, el lugar del arte y la literatura, las nuevas escrituras. Es, repite una y otra vez el autor, un ensayo sobre literatura. El texto es la última gran intervención de Fogwill y fue escrito a pedido de la revista El Porteño, en el año 2000, pero nunca llegó a publicarse. Esta edición se acompaña con un prólogo de Silvia Schwarzböck en el que da cuenta de la obra del Fogwill ensayista y ubica lúcidamente su producción en el campo del pensamiento argentino.

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ESTADOS ALTERADOS

 

 

FOGWILL

 

 

Prólogo y notas de Silvia Schwarzböck

 

 

 

Índice

CubiertaPortadaMaterialismo despiadadoEstados alteradosSobre el autorCréditos

Materialismo despiadado

Silvia Schwarzböck

 

 

 

 

Fogwill escribe, entre 1982 y 1985, más de doscientos artículos, en distintos medios gráficos, sobre política cultural. En 1985, no sólo deja de colaborar con los medios (“la palabra colaborar es más que elocuente”, dice), sino que se avergüenza de muchas de sus colaboraciones.1 En 1990, tras cinco años de publicar, exclusivamente, literatura, acepta una entrevista con El Porteño, una de las publicaciones con las que había colaborado.2 Y analiza, allí, aquel “papelón histérico”, protagonizado por él durante casi tres años, que lo hacía sentirse feliz, cuando “un tonto” lo felicitaba por un artículo, y triste, si “otro tonto” le hacía una crítica: es un problema de propiedad –dice−, de la propiedad sobre lo dicho, de la propiedad (“la propiedad privada”) que se pierde cuando se habla o cuando se escribe, mucho peor si se escribe (es decir, se colabora) en los medios.

Hablar, además de hacer que quien habla, sin quererlo, produzca “un discurso de tipo moralizador”, como el que él está produciendo –y así lo reconoce–, mientras da esa entrevista, implica –en los términos fogwillianos de la época− haber perdido, haber quedado, tras el corolario de la dictadura (la redistribución regresiva de la riqueza), del lado de los perdedores.

Hablar, para el Fogwill postdictatorial, es hablarles a los perdedores. “Los vencedores callan (…). Los perdedores piensan, narran (…). Es que el orden social no necesita entender, sólo precisa hacerse entender”.3

En 1990, Fogwill habla, en la entrevista de El Porteño, de la experiencia vergonzosa de la expropiación. Esta experiencia, cuando es producida por la escritura en los medios, tiene otro sentido, totalmente distinto, que el de la experiencia vergonzosa de la desubjetivación (la desresponsabilización del yo, completa y sin reservas) en la escritura poética.

El efecto más nocivo de los medios –teoriza Fogwill, citando sus propias investigaciones− es sobre el emisor, no sobre el receptor. El que escribe en los medios, así sea un escritor, no sólo se vuelve predecible, sino que produce una escritura estructuralmente de mercado (además de para el mercado), una escritura incapaz de crear, como sí puede la escritura literaria, sus propios lectores.

Lo que cambia en la escritura literaria, respecto de la escritura en los medios, es la relación de propiedad. La expropiación de lo dicho, en el caso de la escritura mediática, así se haga por amor o por odio, es instantánea. Las tesis fogwillianas más instantáneamente expropiables (las de los artículos incluidos, con prólogo y selección del autor, en Los libros de la guerra) son tesis que, con el correr de los años, devinieron, en su gran mayoría, sentido común de izquierda, pero que, en la inmediata postdictadura, no podían ser dichas (mucho menos, puestas por escrito) por alguien de izquierda.

Lo que Fogwill sostiene, en aquellos años, como tesis vanguardista, es que la dictadura, como operación de carácter banquero-oligárquico-multinacional, fue enmascarada por la violación (necesaria para hacerla posible) de los derechos humanos. Las demandas de justicia de los damnificados por los derechos de sangre, planteadas como un absoluto moral (como lo no negociable, como lo que está al margen, en medio de la negociación política, de toda negociación política), habrían hecho que no se hablara, en la inmediata postdictadura, de los damnificados en sus derechos de propiedad, esto es, de los que perdieron, económicamente, por la redistribución regresiva de la riqueza.

Cuando Fogwill se da cuenta, en diciembre de 1985 (hasta se acuerda la fecha, le dice a Warley), de que lo que escribe le está siendo expropiado, cuando se da cuenta, más precisamente, de que colabora, creyéndose irónico, punk o simplemente “un tipo piola”, con medios de los que se burla, pero que, así y todo, le crean, aunque le dé vergüenza reconocerlo, una dependencia emocional, decide −cree entonces que para siempre− dejar de colaborar. Todo lo que sabe sobre los medios, todo lo que teorizó sobre ellos –advierte aquel día−, está en contradicción con lo que hace.

Cinco años después, en junio de 1990, en el número 102 de El Porteño, sale publicado, como adelanto del libro Partes del todo, un poema de Fogwill, “Fuego de las imágenes XLII”.4 La entrevista en la que él explica, en términos de propiedad/expropiación, por qué ya no escribe en los medios, se publica en el número siguiente.

Que a Fogwill le preocupe, como le preocupa, la propiedad de lo que escribe (“la propiedad privada, particularmente”), se debe –dice en la entrevista− a la clase de materialismo que practica: “yo soy un marxista liberal”, un “liberal despiadado”, un “marxista de la derecha liberal” (este materialismo explicaría, también, por qué Fogwill, durante casi tres años, escribe de un modo que, en 1985, dice avergonzarlo, pero que, dos años y medio antes, lo hace sentirse “el que se separa de la manada para pensar sobre el Estado, la sociedad y el individuo”, o el que, entre quienes se creen under pero tienen que rendirle cuentas “a los lectores, a las fundaciones, y a los anunciantes, que les pagan para que piensen por ellos”, escribe “lo que mucha gente pensaba pero no se atrevía, o no podía, verbalizar”).

Es lógico, entonces, que Fogwill tenga, entre 1982 y 1985, admiradores-expropiadores, lectores que se identifican, además de con su pensamiento despiadado, con su personaje. Estos lectores, a partir de sus artículos, nunca lo relacionarían con Pacho O’Donnell, a pesar de que Pacho O’Donnell –como le cuenta Fogwill a Warley− lo había convocado, en 1983, para trabajar con él en los equipos de Cultura del candidato Alfonsín (“todo lo que de mí me disgusta me hace muy parecido a Pacho O’Donnell”).5

Quien le dice a Fogwill que es un “marxista de derecha”, un “marxista de la derecha liberal” y, como liberal, “un liberal despiadado”, es Osvaldo Lamborghini. La fórmula “marxista de derecha”, acuñada por Emilio Eduardo Massera –aclara Fogwill− Lamborghini la toma del diario Convicción, en el que era aplicada para descalificar, por su reduccionismo economicista, a José Alfredo Martínez de Hoz.

Convicción, un boletín político que se enviaba, durante la dictadura, a la casa de los militares, financiado por la Marina, se convierte en diario el 1° de agosto de 1978, cuando Massera deja, formalmente, el cargo de comandante de la junta militar y empieza a preparar, para el momento en que haya elecciones, su proyecto político. La línea editorial, a partir de ese momento, se define como “ni marxista, ni fascista, ni peronista, sino liberal”.

La fórmula “marxista de derecha”, dicha en singular, para aludir, elípticamente, a Martínez de Hoz, o “marxistas de derecha”, en plural, para aludir a quienes, sin ser comunistas, creen que “la esencia de todos los comportamientos es el determinismo económico”, empieza a usarla el director de Convicción, Hugo Ezequiel Lezama –dice Claudio Uriarte−, en octubre de 1978, para subrayar, desde el diario, la decisión de Massera (que ya se advierte en sus discursos de 1977) de diferenciarse del ministro de economía.6

Que la fórmula “marxista de derecha”, dicha en Convicción, no incluya la palabra liberal –como sí la incluye la fórmula de Lamborghini− y que el diario se la reserve para sí mismo, para definir con ella su línea editorial, parece indicar que la palabra, cuando se dirige a lectores de derecha, tiene que traslucir su pasado militar, el que la identifica con una clase de antiperonismo, el antiperonismo total de la Marina colorada, por oposición a otro antiperonismo, el del Ejército azul, nacionalista).7

Massera –de acuerdo con la biografía de Uriarte− construye su poder dentro de la Marina, cuando el retorno de Perón es inexorable, diferenciándose no de Perón ni del Ejército de los azules (siendo él un colorado), sino del coloradismo de sus pares marinos, hecho de una anglofilia totalmente decorativa, de un liberalismo sin programa político y de un antiperonismo meramente clasista, sin sustento intelectual (una diferencia que él, para presentarse como el antiperonista que dialoga con peronistas, habría construido adrede, sin convicción alguna, sólo por lo alto que cotizaba en la época).

Lo que la fórmula de Lamborghini querría decir, en la interpretación de Fogwill, es que él, sin haber sido nunca comunista ni haber simpatizado, siquiera, con el socialismo, no puede pensar sino como un materialista histórico. “El materialismo histórico sigue siendo el único modelo desde donde puedo pensar los objetos de las llamadas ciencias sociales”, reconoce Fogwill en la entrevista de Warley.

La fórmula de Lamborghini hace de Fogwill un marxista demasiado marxista, salvable de la comparación con Martínez de Hoz, en términos de economicismo, por la ironía. Vale para Fogwill, de algún modo, lo que Adorno, en una clase de 1965, dice de Marx: Marx es, irónicamente, un darwinista social. Lo que el darwinista social alaba −y los darwinistas sociales más impúdicos, según Adorno, son los nazis− es, para Marx, la negatividad.8 La ironía marxiana, cuando Adorno dice su frase, es lo que permite que Marx, en Frankfurt, esté junto a Hegel y Lukács, y en París, junto a Nietzsche y Freud. Sin la dualidad entre el pathos de la ciencia, para describir el despliegue de las leyes económicas, y la presentación de este despliegue, en lo que tiene de arrasador, como mera mistificación, como falsa naturaleza y falsa legalidad, Marx no podría haber sido leído, como lo fue, ni por la teoría crítica ni por el posestructuralismo. Un Marx no irónico, para Fogwill, quizá habría sido –como para el último Jorge Dotti− “el Locke del comunismo”.9

La única politicidad de la que el materialismo histórico, para los marxistas no culturales del siglo XX, es portadora (la lucha de clases), o se hace realidad por las armas o, si no, es darwinismo social (no importa que ese darwinismo, entre intelectuales, se lea en clave irónica). En un momento histórico en el que el marxismo, en gran parte del planeta, se desarma o está en vías de desarmarse (y entre las acepciones de des-armarse, para el caso del marxismo, está la de deponer las armas, bajar los fierros, desenfierrarse), el marxismo de Fogwill es, aun en sus sutilezas, un pensamiento enfierrado, enfierrado hasta en el uso de las comas (un uso tan violento, tan moderno, tan siglo XX, como el de los puntos suspensivos y los signos de admiración en Céline).

Lo sublime risueño (o lo Guasón) de Fogwill es el efecto de un marxismo (el de la fórmula de Lamborghini) que resulta equiparable, en fuerza destructiva, al economicismo de derecha de Martínez de Hoz, pero que está dotado, como el darwinismo social de Marx, de una ironía tal, tan infinita, que nunca queda del todo claro, para el lector, si lo que se negativiza (el capitalismo y sus fetiches) se negativiza para jugar o para ser serio.

El uso más perturbador de esta clase de ironía (y por eso mismo, el más logrado) es el que Fogwill le dedica, en febrero de 1984, al médico mediático Alberto Cormillot. Fogwill demuestra, esta vez, ser capaz de autoironía: pone en juego su yo, otras veces intocable, junto al yo de su víctima. Se presenta ante el lector de El Porteño, en un primer momento, tan colaboracionista de la dictadura como Cormillot (un médico que se enriquece, durante aquellos años, con el negocio de promocionar, por medio de libros y programas de TV, el adelgazamiento, y que declara sentirse culpable, en 1984, de haber creído, “por ignorancia, por estupidez o por negación”, estar viviendo, entre 1976 y 1983, “en paz y armonía”). Pero, en un segundo momento, Fogwill presenta su colaboracionismo (el de un “investigador publicitario” que tenía a su cargo, en la agencia de publicidad en la que trabajaba, las campañas de las empresas intervenidas, en aquel momento, por el Banco Central) como un colaboracionismo lúcido. La autoironía –no por error, sino por su propio peso− da lugar al moralismo (el moralismo que, como reconoce el propio Fogwill, es producto de hablar, en lugar de callar, de escribir, como escribe él, para avivar a los perdedores).

No se puede estar arrepentido de ser colaboracionista, como pretende Cormillot –sentencia el mejor Fogwill, el más filoso, el moralista−, alegando la propia ignorancia, la propia estupidez, o la propia negación. Sólo se puede acabar siendo cómplice, como él, por la propia lucidez: la lucidez de “salirse a tiempo” de las organizaciones revolucionarias, de autoconvencerse de que había que enfriarse y, así, enfriar a los compañeros enfierrados.

Por supuesto, cualquier lector de El Porteño que amara la ironía de Fogwill, al leer este artículo en 1984, podría sentirse desencantado, cuanto menos, de la contradicción que deja al descubierto. Salirse a tiempo y convencer a otros compañeros de hacer lo mismo –la lucidez del Fogwill del 72− nunca habría sido suficiente, por más compañeros que hubiera salvado –según la lucidez (la lucidez economicista) del Fogwill del 84−, para evitar el Proceso de Reorganización Nacional, es decir, la redistribución regresiva de la riqueza (que es como Fogwill concibe la dictadura).

Pero dejar al descubierto, a propósito, la contradicción entre un pensamiento fuerte (el materialismo histórico) y un yo frágil (el del que escribe después de una derrota, aunque lo haga habitualmente –pero no esta vez− con la soberbia del ironista), es la máxima impresión de sinceridad que la autoironía puede provocar.

Cormillot –sigue Fogwill− es de los que nunca podrían haber estado “de un lado u otro de la picana”. Él, en cambio, por sus afinidades, sí. Es que Cormillot, a diferencia de él, siempre está del lado de la opinión mayoritaria (o del sentido común prevaleciente), en la dictadura igual que en la democracia.

Por no estar nunca, ni en la dictadura ni en la democracia, del lado de la opinión mayoritaria, es que Fogwill usa, contra la izquierda intelectual mayoritaria, todo lo que ella, en su devenir culturalista en democracia, considera impresentable del materialismo histórico, empezando por el economicismo.

Fogwill, de hecho, entiende tan bien la lógica cultural de la postdictadura, que se apropia de la fórmula “marxista de la derecha liberal”, pensada originalmente para Martínez de Hoz, en una clave aún más peronista que aquella con que se la endosa, irónicamente, Lamborghini.

La fórmula “marxista de la derecha liberal” Fogwill la repite, para autodefinirse ante El Porteño, del mismo modo en que un peronista, siguiendo el ejemplo de Evita, podía autoatribuirse, orgulloso, el mote de “grasa” o “descamisado”. Y usando la fórmula frente a Jorge Warley (al que le recuerda, de paso, que “fui yo el que te llevé a El Porteño”), la convierte en un arma para atacar, en lugar de para defenderse.

Cuando Fogwill se define como materialista histórico, lo hace, sin ninguna ironía, en los contextos más desfavorables (o más ingratos) para el materialismo histórico, es decir, en contextos en que esta clase de materialismo, precisamente, aparece como anacrónica, desactualizada, ortodoxa, burda, esquemática, reduccionista, viejovizcachista (un término de Germán García), economicista, y paranoica. Y, si aparece así, es o porque prima la praxis revolucionaria (y el materialista histórico, entonces, es visto como alguien que, bajo el tópico de la paciencia