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Pese a que sus padres están convencidos de que Valentino se convertirá en un gran hombre, sus hermanas creen que no es más que un joven vanidoso, egoísta y frívolo, más preocupado por sus conquistas que por sus estudios de medicina. El repentino compromiso de Valentino con una mujer rica pero poco agraciada y diez años mayor acabará con los sueños de sus padres, quienes, escandalizados ante tan desafortunada elección, sospechan de la novia. Con su característica mordacidad y su portentosa agudeza psicológica, Natalia Ginzburg explora en «Valentino» las expectativas sociales y de género, las diferencias de clase, la riqueza o el matrimonio como cárceles que sofocan los deseos de sus personajes y convierten hasta las ilusiones más modestas en puras quimeras. «Menos de cien páginas le bastan a Ginzburg para contar la historia de las penurias, aspiraciones y decepciones de una típica familia italiana de mediados del siglo XX». Rodrigo Blanco Calderón, ABC Cultural «Natalia Ginzburg escribe bajo el padecimiento de una poderosa nostalgia. Ella posee un gran talento y una infrecuente sensibilidad para elegir las palabras más hermosas y ponerlas a disposición de los sentimientos». Fulgencio Argüelles, El Comercio «La historia se envuelve, como decía Felipe Benítez Reyes, en algo cotidiano y excepcional. Donde la trama pareciera insustancial o anodina; sin embargo la lectura de los hechos contiene una amplia carga de mordacidad, de crítica social. Ese equilibrio, técnicamente tan complejo, se presenta aquí natural, sin imposturas, sin que todo esto fuese un artificio. Eso es contar. Eso es hacer literatura». Gonzalo Gragera, Diario de Sevilla «Valentino es uno de los relatos de la autora -pequeño en dimensión, enorme en contenido- donde se vale de un simple retrato familiar para contarnos una historia épica, la vida misma fluyendo en el ámbito doméstico». Javier García Recio, La Opinión de Málaga «Debe admirarse Valentino como una obra maestra. En su concisión, pocos textos logran tal profundidad en el análisis de lo colectivo y de lo íntimo, y menos aún otorgan al lector la sensación de hallarse ante una obra autónoma, perfecta en sus límites, en su estricta adecuación entre economía y expectativa narrativa». Ricardo Menéndez Salmón, La Nueva España «Valentino es una de esas narraciones que se disfrutan y por las que se siente regocijo, casi agradecimiento, por haberlas podido leer y descubrir. Ahora les toca a ustedes encontrarse con Valentino y su verdad». David Lorenzo Cardiel, El Imparcial «Ginzburg, siempre tan bella y aparentemente simple en su narración, vuelve a deleitarnos con la realidad de la Italia de su tiempo». Cristià Serrano, Anika entre libros «En la peculiaridad de esa mirada que recoge y cose los jirones está precisamente el secreto de la vitalidad creativa de Natalia Ginzburg, y también en su capacidad para elevar el tono menor a categoría universal». Carmen Martín Gaite «Ginzburg nos ofrece una nueva voz femenina: concisa y personal. Leerla es darse cuenta de lo amanerada que es la prosa actual». Rachel Cusk, The Times Literary Supplement
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Seitenzahl: 76
Veröffentlichungsjahr: 2024
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NATALIA GINZBURG
VALENTINO
TRADUCCIÓN DEL ITALIANO
DE ANDRÉS BARBA
ACANTILADO
BARCELONA 2024
Vivía en un pequeño apartamento del centro con mi padre, mi madre y mi hermano. Llevábamos una vida dura y nunca se sabía cómo íbamos a pagar el alquiler. Mi padre era maestro de escuela retirado y mi madre daba clases de piano: había que echarle una mano a mi hermana, que se había casado con un comercial, tenía tres hijos y no conseguía salir adelante, y también pagar los estudios de mi hermano, porque mi padre estaba convencido de que iba a ser un gran hombre. Yo me estaba sacando el diploma de maestra y en las horas libres les repasaba la lección a los hijos de la portera. La portera tenía familia en el campo y nos pagaba con patatas, castañas y miel.
Mi hermano estudiaba medicina y siempre necesitábamos dinero; si no era para el microscopio, era para los libros o las tasas. Mi padre creía que iba a ser un gran hombre, no había ninguna razón para que lo creyera, pero así lo creía: lo había empezado a pensar desde que Valentino era pequeño y tal vez sencillamente le resultaba difícil dejar de hacerlo. Mi padre se pasaba el día en la cocina desvariando solo; imaginaba que Valentino se convertía en un médico famoso, iba a congresos en las grandes capitales de Europa y descubría nuevas enfermedades y medicinas. Pero Valentino no parecía tener muchas ganas de ser un gran hombre; en casa solía jugar con el gatito y fabricaba juguetes para los hijos de la portera con un puñado de serrín y cualquier trapo viejo: hacía perros y gatos y hasta diablos con cabezas enormes y cuerpos largos con nudos. O se vestía de esquiador y se miraba en el espejo. No iba a esquiar porque era vago y no soportaba el frío, pero le había pedido a mi madre que le hiciera un traje completo de esquiador todo negro con un gran pasamontañas de lana blanca. Se sentía muy guapo vestido de ese modo y se paseaba frente al espejo, primero con una bufanda al cuello y después sin ella. Luego se asomaba al balcón para que lo vieran los hijos de la portera.
Había tenido muchas novias y dejado de tenerlas, y mi madre siempre se había encargado de limpiar el comedor y de ponerse elegante. Aquello había sucedido ya tantas veces que cuando nos dijo que se iba a casar en un mes no le creímos, y mi madre limpió el comedor despreocupada y se puso el vestido de seda gris, el de las novias de Valentino y los exámenes de sus alumnas en el conservatorio.
Esperábamos una jovencita más de esas con las que siempre juraba que iba a casarse y a las que luego dejaba plantadas a las dos semanas; creíamos saber ya el tipo que le gustaba: jovencitas con boina que todavía no habían dejado el instituto. Por lo general venían muy intimidadas y no nos causaban gran impresión porque sabíamos que las iba a dejar plantadas al instante y porque se parecían mucho a las alumnas de piano de mi madre.
Por eso cuando llegó con su novia nos quedamos tan pasmados que nadie pronunció una sola palabra. Y es que aquella novia nueva no se parecía en nada a lo que nos habíamos imaginado. Vestía un abrigo largo de marta y zapatos planos con suela de goma, y era bajita y gorda. Nos miraba con ojos severos y rotundos tras unas gafas con montura de carey. Le sudaba la nariz y tenía bigote. Sobre la cabeza llevaba un sombrero negro inclinado hacia un lado, y donde no le tapaba el sombrero se veía un pelo negro entreverado de canas, despeinado y ondulado por la permanente. Tenía al menos diez años más que Valentino.
Como nos habíamos quedado mudos, Valentino hablaba y hablaba. Lo hacía de mil cosas a la vez, del gato, de los hijos de la portera, del microscopio. Quiso llevar a su novia a toda prisa a su habitación para enseñarle el microscopio, pero mi madre no le dejó porque todavía no estaba arreglada. Y, aparte, la novia dijo que ya había visto cientos de microscopios. Entonces Valentino fue a buscar al gato y se lo llevó. Le había puesto una cinta al cuello con un cascabel para que causara buena impresión, pero el gato estaba muy asustado por culpa del cascabel y trepó por la cortina y se quedó mirándonos desde allí, resoplando y erizado, con unos ojos feroces. Mi madre se puso a gimotear de miedo a que le estropeara la cortina.
La novia se encendió un cigarrillo y empezó a hablar. Hablaba con el tono de quien está acostumbrada a dar órdenes. Cada vez que decía algo parecía que nos estuviese dando una orden. Dijo que quería a Valentino y que confiaba en él, confiaba en que iba a dejar de jugar con el gato y de fabricar juguetes. Dijo que tenía muchísimo dinero y que por esa razón podían casarse sin necesidad de esperar a que Valentino lo ganase. Estaba sola y era libre porque sus padres habían muerto y no tenía que rendir cuentas a nadie de lo que hacía.
De pronto mi madre se puso a llorar. Fue un momento un poco penoso, no sabíamos muy bien qué hacer. En aquel llanto de mi madre no había ningún tipo de conmoción, sino más bien desagrado y miedo: así lo sentí yo y me pareció que también los demás lo debían de sentir igual. Mi padre le dio unos golpecitos en la rodilla y chasqueó la lengua flojito, como cuando se consuela a un niño. La novia se puso roja de pronto y se acercó a mi madre; le brillaban los ojos inquietos y autoritarios y comprendí entonces que se iba a casar con Valentino al precio que fuera.
—Ya está llorando mamá—dijo Valentino—, mamá siempre tiene listas las lágrimas.
—Sí—respondió mi madre, luego se secó las lágrimas, se acomodó el pelo y se irguió—, últimamente estoy un poco débil y lloro a menudo. Me ha pillado la noticia por sorpresa, pero Valentino siempre ha hecho lo que ha querido.
Mi madre había estudiado en un colegio elegante, estaba muy bien educada y tenía un gran control de sí misma.
La novia explicó que ese mismo día Valentino y ella iban a ir a comprar los muebles para el salón. En cuanto al resto, no era necesario comprar nada porque en su casa ya tenía todo lo necesario. Valentino le dibujó a mi madre el plano de la casa en la que vivía la novia desde su infancia y en la que iban a vivir juntos: una mansión de tres plantas con jardín en un barrio lleno de jardines y mansiones.
Cuando se marcharon nos quedamos un rato callados mirándonos y luego mi madre me dijo que fuera a buscar a mi hermana y así lo hice.
Mi hermana vivía en el último piso de una casa de las afueras. Se pasaba el día escribiendo direcciones a máquina para una empresa que luego le pagaba por cada sobre. Siempre le dolían las muelas y llevaba una bufanda que le tapaba la boca. Le dije que mamá quería hablar con ella y ella me preguntó de qué, pero no se lo dije. Tenía muchísima curiosidad, así que cogió en brazos a su hijo más pequeño y me acompañó a casa.
Mi hermana nunca se había creído lo de que Valentino iba a ser un gran hombre. No lo soportaba y cada vez que hablaba de él ponía mala cara al recordar el dinero que mi padre se gastaba para que estudiara mientras ella tenía que pasar direcciones a máquina. Por eso mi madre no le había dicho nada sobre el traje de esquiador, y cada vez que mi hermana venía a casa teníamos que ir corriendo al cuarto de Valentino para asegurarnos de que no estaba a la vista aquel traje o cualquier otra cosa nueva que se había mandado hacer.
No fue fácil contarle a mi hermana Clara lo que había ocurrido. Que había aparecido una mujer con mucho dinero y con bigote dispuesta a darse el lujo de casarse con Valentino y que él estaba por la labor. Que se había olvidado de todas las jovencitas con boina y ahora andaba por la ciudad con una señora con abrigo de marta rumbo a una tienda para comprar los muebles del salón. Todavía tenía los cajones de su cuarto llenos de cartas y fotografías de jovencitas. Ya se las apañaría en aquella nueva vida con la mujer de gafas de carey y bigote para escaparse de cuando en cuando con jovencitas con boina y gastarse también algo de dinero en entretenerlas: poco dinero, tampoco mucho, porque a la hora de gastar en los demás el dinero que pensaba que le pertenecía Valentino era básicamente un avaro.