Vaticano, el final de un mundo - José Antonio Pagola Elorza - E-Book

Vaticano, el final de un mundo E-Book

José Antonio Pagola Elorza

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Entre escándalos planetarios y luchas intestinas, ¿ado´nde va la Iglesia cato´lica? ¿Marcara´ el pontificado de Francisco el fin del papado clásico? ¿Como afrontara el mañana la primera religio´n en el mundo? Crisis moral, de gobierno, doctrinal, escandalos sexuales y financieros..., nunca la Iglesia parece haber estado tan agitada como ahora.Para comprender esta situación se ofrece una relectura de los pontificados de Juan Pablo II y de Benedicto XVI, asi como de la lucha emprendida por el papa Francisco desde su llegada al solio de San Pedro para detener estos azotes. De la negacio´n a la consideracion, este libro pasa revista a las reacciones y fracturas del mundo cato´lico y sugiere pistas de reforma para poner fin a ese «clericalismo» que, para el papa, es la fuente de todos los abusos.

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PREFACIO

Me gusta leer y releer a Stefan Zweig en su «mundo de ayer». El mundo tal como existía en Viena al alba del último siglo, antes de que la «gran tormenta» la destrozara. Me gustan sus páginas, a la vez lúcidas y trémulas, que esbozan el genio de una ciudad y de un imperio olvidado, devorado por el desatino de los seres humanos y la ferocidad de las guerras. Genio de una ciudad laboratorio de la modernidad y de una Europa central en la que, como en un paréntesis único en la historia, de coincidencia milagrosa de talentos y destinos, todas las artes, todas las corrientes de la cultura y las diversidades étnicas y lingüísticas se habían citado en un concentrado de inteligencia y belleza, de apoteosis antes del naufragio, de música, pintura, literatura, ciencia y energía espiritual.

Por entonces, ningún sentimiento de decadencia o de fin de un mundo constreñía a esa sociedad, en la que incluso nadie presentía el fin de la monarquía y en la que, como escribe Zweig, a pesar de episodios de tensión nacionalista o xenófoba, se mezclaban las sangres alemana, eslava, húngara, española, italiana, francesa y judía. En ella se encomiaba a la «pléyade inmortal» de Haydn, Mozart, Beethoven y Schubert, pero también a los músicos contemporáneos como Mahler, Schönberg y Berg, a los escritores como Schnitzler y Hofmannstahl, a los pintores como Klimt, Schiele y Kokoschka, a los arquitectos como Otto Wagner y, evidentemente, a Sigmund Freud, el padre del psicoanálisis. De esa edad de oro, en la bisagra de los dos últimos siglos, Zweig habla con desgarradora nostalgia 1.

Siempre me han fascinado los relatos de decadencia de los imperios. A través de la voz de Svetlana Aleksiévich, Premio Nobel de Literatura 2015, El fin del «homo sovieticus» 2 dibuja, a través de centenares de testimonios reunidos en una polifonía singular, la desintegración de la gran utopía marxista-leninista descrita por quienes, durante toda su vida, a pesar de su cortejo de dramas personales y desastres colectivos, habían creído en ella. Aquellos para quienes «el Estado era el único universo, el que hacía las veces de todo y remplazaba incluso su propia vida».

En su magnífico réquiem, Svetlana Aleksiévich cuenta la historia de hombres y mujeres de toda condición a quienes el régimen había humillado y ofendido, pero que eran «incapaces de abandonar la gran historia, de decirle adiós, de ser felices de otra manera».

Hombres y mujeres que no se acomodaron a pasar de ese sublime ideal a la economía capitalista más mediocre y triunfante que siguió a la caída de la Unión Soviética. La comparación que voy a hacer con la crisis que atraviesa la Iglesia católica podrá tal vez ser juzgada absurda, incluso provocativa o indecente. Pero no puedo ocultar que los recuerdos literarios de Zweig y de Aleksiévich me vienen a la mente cuando examino, con abatimiento o con compasión, según los días, lo que es preciso llamar la decadencia de una institución de más de mil millones de hombres y mujeres que, ciertamente, ha visto otras en sus dos mil años de historia, pero cuya sucesión repetida de escándalos y crisis acongojan el corazón de sus creyentes más endurecidos.

Y me pregunto qué genio de la escritura, análogo al de Zweig, será mañana capaz de describir ese «mundo de la Iglesia de ayer», censurable en tantos aspectos, indigno a menudo, pero prestigioso, venerado o combatido según las épocas, todavía rico en una incomparable experiencia espiritual y humana, en una larga tradición y de referencias universales, en un patrimonio arquitectónico, musical, literario y pictórico único en el mundo y de una conciencia moral que ofrece un camino de salvación a todos. Y me pregunto qué escritora, como una Svetlana Aleksiévich, será mañana capaz de traducir el desasosiego de esos millones de católicos que, como yo, se han visto sacudidos en sus convicciones, heridos y humillados. Aquellos que apostaron todo –su fe, sus compromisos, sus expectativas y su vida– a la Iglesia y los que se fueron y viven al margen de ella. Aquellos que no se resignan al espectáculo actual de su declive. Aquellos que, con razón o sin ella, presienten, satisfechos o desesperados, su final.

En este comienzo del siglo XXI, la «gran tormenta» ha pasado sobre la Iglesia católica igual que pasó sobre la Austria de Zweig en 1914. Una tormenta que, guardadas, claro, todas las proporciones, es tan catastrófica como la que eclipsó, hace un siglo, la página más brillante de la historia de Viena y su imperio. La entrada de la Iglesia católica en el tercer milenio de la historia cristiana, que un papa como Juan Pablo II, en el año 2000, había querido grandiosa y ejemplar para el mundo y que relacionaba, no sin argumentos, con la caída de los imperios totalitarios y las ideologías opresoras del siglo XX, se está convirtiendo en una aflictiva prueba. La lucha emprendida por un maestro en teología como Benedicto XVI contra el ostracismo de Dios en la sociedad posmoderna se pierde en vanas tentativas de reconquista y tufos de escándalos. Por último, la hermosa utopía de una vuelta a las fuentes evangélicas, a esa «Iglesia pobre para los pobres», humilde, descentralizada y colegiada, tan querida para el papa Francisco de los inicios, se consume en asuntos morales y de guerras de clan que agitan al Vaticano y escandalizan al mundo.

Se hunde un «sistema» que los católicos de mi generación traducen a palabras que oigo a veces y cito por mi cuenta: «Hemos asistido, en los años ochenta a la caída del sistema soviético. Tal vez nos sea concedido asistir hoy al desplome del sistema católico romano-tridentino».

¿Cómo refutarlo cuando se suceden acontecimientos tan improbables como la revelación de abusos sexuales de sacerdotes contra niños, seminaristas y religiosas, complots en Roma y la dimisión de un papa, destituciones en serie de obispos, condenas de cardenales a la cárcel, publicaciones que atestiguan la existencia de redes homosexuales en el corazón del Vaticano, denuncias por mala conducta de un nuncio apostólico en París, y todo ello sobre el fondo de iglesias y seminarios que se vacían y prácticas que declinan? El incendio ocurrido el 15 de abril de 2016 en la catedral de Notre-Dame, de París, se interpretó como la metáfora de una Iglesia católica que vacila. Algunos vieron en él el signo de la cólera de Dios.

Durante mucho tiempo se ha creído que los escándalos de abusos sexuales se reducían al fallo de individuos descentrados e inmaduros, incluidos a la fuerza en la estructura eclesial. Hoy se tiene ya la certeza de que son fruto de un fallo colectivo, de una cultura clerical que se remonta lejos en la historia, de un sistema de autoridad que ha creído poder escapar a la justicia de los hombres y a las reglas de la transparencia, la legalidad y la democracia. Si un hombre tan experimentado y sensato como el papa Francisco atribuye este fallo a los excesos del «clericalismo», Benedicto XVI lo analizaba aún como un efecto de la liberación sexual de mayo del 68, de la debacle de la teología moral católica y de la eliminación de los criterios objetivos del bien y del mal. El desacuerdo entre los dos papas vivos a propósito de la génesis de esta crisis expresa perfectamente la amplitud de las preguntas que atraviesan a la Iglesia a todos los niveles.

La distancia abisal entre el discurso del Vaticano sobre el sexo y la «doble vida» de algunos de sus más altos representantes, homosexuales practicantes convertidos en expertos en homofobia, es el otro síntoma de una institución enferma. De una Iglesia de carne y sombras, podrida hasta su cabeza, cada día mancillada por sacerdotes, obispos y cardenales, ciertamente muy minoritarios, pero capaces de dobles vidas hipócritas, en situación de celebrar la misa por la mañana y frecuentar bares o saunas gais por la noche. Esta esquizofrenia tiene poco que ver con la pederastia, pero contribuye a ese clima de corrupción y de inmoralidad que evoca los peores períodos de la historia de la Iglesia, choca y subleva hasta el último de sus fieles y al mundo entero.

La crisis de los abusos es la «madre» de todas las demás. Una crisis de imagen y de credibilidad para una institución que Juan Pablo II presentaba, ironías de la historia, como «maestra de la verdad». Una crisis de moralidad y gobierno. Una crisis de orientación, vinculada a las opciones pastorales controvertidas del papa Francisco. Una crisis de largo alcance y una crisis universal. Una crisis global –algunos la llaman «sistémica»– cuyos ingredientes serían la confusión moral en la que se encuentra la Iglesia, su rigidez institucional y disciplinar y su incertidumbre doctrinal. En todo caso, una crisis devastadora que desnuda las disfunciones de una institución como el Vaticano, convertido en caja de resonancia de mentiras, maniobras y arreglos de cuentas, en donde los escándalos sexuales son instrumentalizados por clanes conservadores que buscan asestar el golpe de gracia a un papa considerado como un usurpador.

El hundimiento de la Unión Soviética había comenzado con la glasnost («transparencia»). Como Gorbachov en los años ochenta, el papa Francisco ha abierto el camino a una glasnost en la Iglesia. Al poner por obra un programa de reformas de la curia y al señalar al «clericalismo» como el pecado original de todos los abusos sexuales y espirituales, ha dejado en libertad la palabra como nadie lo había hecho antes que él. El fasto de una cierta corte romana, los círculos de poder estrictamente masculinos, la ausencia de una cultura de debate y de diversidad en la toma de decisiones, las murmuraciones de los aparatos romanos y diocesanos y el lugar de los laicos, sometidos a una jerarquía omnipotente, se han hecho insoportables hasta en los círculos católicos más dóciles. Son objeto de críticas masivas. Es el efecto paradójico, y sin duda benéfico, de la crisis actual. Todas esas demandas, que no son nuevas, vuelven con la potencia de un tsunami.

Las oposiciones a esta glasnost y a una reforma de gran alcance han existido siempre. Pero ¿quién no intuye que la Iglesia católica se encuentra ante un giro singular en su historia? Las crisis que ha atravesado, al menos en la época moderna, han sido siempre crisis de adaptación al entorno social y político, a contextos de revolución o democratización. Hoy, por primera vez, la Iglesia vive al mismo tiempo crisis internas de moralidad, gobierno, orientación y coherencia doctrinal, y crisis ligadas a desafíos externos sin precedentes: amenazas al modelo democrático, ascenso de experiencias de gobierno autoritario o populista, agravamiento de presiones migratorias, permanencia del peligro islamista, incertidumbre sobre el futuro del modelo europeo, inquietudes por la suerte del planeta o los nuevos modelos humanistas vinculados a los fulminantes progresos de la tecnología.

La política reformadora y descentralizadora del papa actual solo se halla aún en estado de esbozo. Se enfrenta, no obstante, a poderosos bastiones del conservadurismo, para los cuales el actual estado del mundo y el declive del catolicismo justifican, por el contrario, que no se mueva nada, que no se toque nada del gobierno «universal» de la Iglesia, del ejercicio de un poder fuerte en Roma y de un magisterio supremo e infalible. Es de estos partidarios de una «neotradición» católica, más numerosos e influyentes que los soldados perdidos en la disidencia lefebvrista, de donde vendrán mañana las mayores resistencias. Incluso se puede llegar a decir que ya se ha entablado la guerra entre dos modelos de futuro.

Hay que recordar la respuesta que le dio Ercole Consalvi, cardenal secretario de Estado del papa Pío VII, al embajador de Francia, que le avisaba de que Napoleón iba a destruir la Iglesia: «Sire, hace diecinueve siglos que los sacerdotes intentan arruinar la Iglesia y no lo han conseguido. ¡No es Su Majestad, en el esplendor de su gloria, quien podrá aspirar a ello!».

Sin embargo, la tentación suicida no ha dejado de estar ausente. En la extrema derecha católica hace que resurja la vieja tesis maurrasiana 3, según la cual el fin de los tiempos pasará a través del final de Roma, zócalo de nuestra civilización, heredera del imperio de Constantino y último avatar de la civilización antigua.

PRIMERA PARTE

LOSTRESDÍASQUEHICIERONTAMBALEARSEELEDIFICIO

Para comprender la génesis de la crisis actual en la Iglesia propongo una relectura de los tres pontificados de Juan Pablo II, Benedicto XVI y del papa Francisco a partir de tres fechas clave. Tres jalones de una historia atormentada y que anunciaba los resquebrajamientos de hoy.

El 8 de abril de 2005, día de los funerales en apoteosis de Juan Pablo II. Es hora del balance de un reinado tan largo como radiante. Es también el de las primeras nubes negras que, quince años más tarde, llegarán a oscurecer el resplandor de una canonización precipitada: la pasividad del papa polaco en los primeros grandes asuntos de pederastia y su rigidez institucional, moral y disciplinaria. Tras años de celebración, ¡algunos reclaman una «descanonización»! (capítulo 1).

El 11 de febrero de 2013, día de la dimisión de Benedicto XVI. Este papa afrontó de manera lúcida y valerosa la crisis de los abusos sexuales, que atribuyó a una deserción de los valores cristianos. Heredó otros pesados dosieres no tratados o confiscados en el extenuante final del reinado de su predecesor. Atacado por todas partes, abandonado, pagando el precio de su fragilidad política y de un entorno incompetente y corrompido, se retira voluntariamente, abriendo una brecha inédita en la historia y el ejercicio del poder pontificio (capítulo 2).

El 13 de marzo de 2013, día de la elección del papa Francisco. El cónclave daba un salto a lo desconocido al escoger por vez primera a un jesuita latinoamericano, elegido con la promesa de una reforma del gobierno de la Iglesia. Pero la distancia espectacular que toma con la gobernanza romana, con la figura del papa «monarca» universal y de una corte apuntalada en su rutina y sus privilegios, y con el cristianismo legalista y moralizador de sus dos predecesores, le atraen violentas oposiciones. La crisis de los abusos no hace más que atizar el fuego alimentado contra él (capítulo 3).

1

8 DE ABRIL DE 2005. LAS EXEQUIAS PLANETARIAS DE JUAN PABLO II

La apoteosis y el crepúsculo

Si cerrara los ojos, podría remontarme a lo largo de todo el curso de esta jornada del 8 de abril de 2004, día de las exequias de Juan Pablo II, apoteosis grandiosa de un reinado de veintiséis años y seis meses, el más largo después de aquellos del apóstol Pedro y de Pío IX, y el más brillante de la historia moderna. Codo con codo por las calles de Roma hasta el Tíber, dos millones de fieles y otras decenas de millones en el mundo pegados a la pantalla. El féretro de ciprés está colocado en medio del pavimento del atrio de la basílica de San Pedro, cubierto por una sencilla cruz y un evangelio que se abre y se cierra a voluntad de un viento caprichoso. Al lado de los restos mortales, filas de cardenales, patriarcas orientales con casullas doradas y dignatarios religiosos de toda confesión, decenas de reyes, reinas, príncipes, una cincuentena de presidentes y personas de Estado componen un fresco desconocido hasta ese día, una comunidad humana solidaria en torno a un papa difunto, que fue uno de los gigantes de finales del último siglo.

Ese día desfilan los recuerdos de una leyenda de la que tuve la suerte de ser testigo fascinado. Una leyenda que había comenzado el día de la elección de Karol Wojtyła, el 16 de octubre de 1978, cuando el cónclave en Roma designa, por primera vez en cuatro siglos y medio, a un papa no italiano, un cardenal de 58 años llegado de Polonia, que había conocido las noches de la ocupación alemana, trabajado con sus manos en una cantera, estudiado a escondidas y representado escenas de teatro clandestinas, hecho deporte, escrito poemas y encantado a sus amigos. Un papa que había vivido directamente la experiencia de dos totalitarismos sin Dios del siglo XX: el nazismo, cuya barbarie había medido tras la invasión de su país, y a continuación el comunismo, con el que había tenido que codearse como sacerdote en Polonia durante la posguerra, como profesor de la Universidad de Lublin y como arzobispo de Cracovia, y al que se enfrentará como papa en Roma.

Ese 8 de abril de 2005, en la plaza de San Pedro, sumida en el silencio y la emoción, mi memoria vuelve a trazar el itinerario de ese papa que desafió el tiempo, los espacios geográficos, las fronteras políticas, las oposiciones, los sarcasmos, un atentado, los rumores, los primeros escándalos de pederastas y la enfermedad. Que representó los primeros papeles en el estallido del sistema comunista, devuelto al judaísmo su primer rango en el orden de las religiones reveladas, dialogado con el islam moderado, puesto en guardia a la humanidad contra sus derivas liberales y pedido perdón por las faltas pasadas de la Iglesia. Que se interpuso en los sangrientos conflictos en África, Líbano, Iraq y Bosnia. Las imágenes vuelven a pasar en bucle sus viajes maratonianos a los cinco continentes, cuya escenificación dejaría estupefactos a los medios y a las multitudes. Jamás un papa se había identificado hasta ese punto con la marcha del mundo, con sus convulsiones y sus recomposturas. Ninguno había otorgado una dimensión tan universal a su función.

Un acontecimiento turba de repente el protocolo e interrumpe mi ensoñación. Por encima de los retratos del difunto papa se elevan pancartas cubiertas con Santo subito («Santo ya»). Me digo que la ciudad de los papas ha vuelto a la época de las canonizaciones plebiscitarias y me pregunto cómo podrá sustraerse el día de mañana a tal triunfo popular. Y, en efecto, las cosas llegarán rodadas. Desde el día siguiente a las exequias de Juan Pablo II, la prensa desborda con relatos de milagros. Sin respetar el plazo de cinco años, justificado por la necesidad de apaciguar la emoción, su sucesor abre su proceso de beatificación que llegará a su fin seis años tarde, el 1 de mayo de 2011, tras la curación de una religiosa francesa afectada por la enfermedad de Parkinson, la misma enfermedad que se había llevado al venerado papa. La tarde de su beatificación, un segundo milagro ocurre en Costa Rica: una mujer se sana de una lesión cerebral considerada incurable. Juan Pablo II es canonizado por el papa Francisco el 17 de abril de 2014, el mismo día que Juan XXIII, sin duda los dos papas más grandes del siglo.

Exequias planetarias y canonización exprés: sería un error burlarse de esta doble consagración de un papa y de un «sistema» romano que, una vez más, daba prueba de su energía y su eficacia. No obstante, sin llegar a quemar lo que ayer había adorado, sentía al mismo tiempo una especie de malestar. Desde el 8 de abril de 2005 había quedado sorprendido por un presentimiento raro, el de la caída de un crepúsculo sobre Roma después de veintiséis años de un reinado radiante. La sensación de que, tras la fachada resplandeciente de una Iglesia sostenida a fuerza de brazos por un papa excepcional, el edificio había comenzado a resquebrajarse. La convicción de que, tras el que fuera el último papa de lo universal, no se podría ya hacer reposar la marcha de la Iglesia católica sobre un solo hombre, un «monarca» expuesto a todas las cobardías culpables, a las maniobras dilatorias, a los errores de juicio y de gobierno, ante la mirada de un mundo que en un cuarto de siglo había cambiado más que casi en todo el transcurso de los siglos que lo habían precedido.

A ese papa de por vida, jefe de una Iglesia de más de mil millones de hombres y mujeres, que no rinde cuentas más que ante Dios, lo había seguido en sus viajes cuando atravesaba multitudes considerables, magnetizaba a sus auditorios, improvisaba largas parrafadas, divertidas o serias, a lo largo de ceremonias interminables. Había conocido al «atleta de Dios» que rompía con los usos afectados del protocolo para una zambullida en una piscina o una marcha por la montaña, admirado su físico, sus dotes de actor, su humor y su energía, y su facilidad comunicativa. Le había visto ponerse ropajes rituales en Oceanía o en África, responder con rapidez a los jóvenes hacinados en las gradas del parque de los Príncipes, imitar escenas a lo Chaplin haciendo molinetes con su bastón. O estrechar en sus brazos a niños enfermos de sida.

Pero ese 8 de abril de 2005 nadie había olvidado que su último combate fue contra la enfermedad que se lo había llevado: un combate agotador de más de diez años, una enfermedad –Parkinson– que lo convertía en un inválido y que le había privado poco a poco de sus facultades para caminar e incluso para hablar tras una última operación en el hospital Gemelli. Su cuerpo había dejado de obedecerle. La televisión, que tanto le había mimado, no ocultaba ya nada de sus fuerzas vacilantes desde el atentado de 1981 y de sus complicadas operaciones, de su voz ronca, pronto inaudible, de su cara pálida, hinchada por los tratamientos y sacudida por las náuseas, de sus fiebres. El hombre que había pisado casi toda la Tierra y pronunciado centenares de discursos, se había vuelto desvalido y mudo, buscando patéticamente, el domingo en la plaza de San Pedro, retener a la multitud de sus últimos acompañantes como si ella fuera su último aliento.

Nadie le reprochará a este papa, que no ocultaba al mundo nada de sus sufrimientos, haber encarnado la proximidad de la Iglesia con la parte más débil y frágil de la humanidad. Soportando el dolor y el agotamiento, Juan Pablo II había decidido no dimitir y llegar estoicamente hasta el final de su misión. Pero ¿cómo se podía olvidar ese 8 de abril de 2005 que la belleza y la grandeza de esa agonía, mundialmente retransmitida por los medios, habían quedado oscurecidas por la descomposición de un reinado que se había convertido en objeto de indecentes especulaciones sobre su final y su sucesión y de maniobras de comunicación para disimular la degradación del cuerpo sagrado del pontífice –la mano que tiembla, el rostro que se tuerce– e imponer la ficción de una persona que está superando heroicamente la enfermedad y se halla todavía en estado de gobernar?

Ese final de reinado había retrasado las actualizaciones necesarias y provocado una parálisis desastrosa en la cabeza de la Iglesia. Ocho años más tarde, antes incluso de la opción de dimitir de Benedicto XVI, yo estaba convencido de que ningún sistema, por piramidal que fuera, como este, tenía necesidad de tales artificios para conservar su prestigio y perpetuarse. Y de que, tal vez, ya era el momento de romper con esta encarnación de un poder romano hipertrofiado, con un papado con pretensiones universales, pero sometido a un mal que afecta al más humilde de los seres.

La tarde de ese 8 de abril de 2005 tenía el presentimiento de otra agonía, metáfora de la del papa, que terminaba de apagarse. La agonía de otro cuerpo enfermo, de una Iglesia golpeada por el rayo que el cardenal Ratzinger había anunciado unos días antes, durante el viacrucis del Coliseo, la tarde del Viernes Santo, 23 de marzo. La persona que había acompañado al papa hasta el final de su recorrido, que conocía mejor que nadie los dosieres sulfurosos que alcanzaban hasta el Vaticano y la influencia de los más cercanos sobre este papa enfermo, había dejado clara la verdad sobre la situación de la Iglesia. La verdad de la persona que habla poco, pero sabe mucho:

¡Señor, con frecuencia tu Iglesia nos parece una barca a punto de hundirse! ¡Qué de manchas! Y en especial entre aquellos que, en el sacerdocio, deberían pertenecerle por completo. ¡Cuánto orgullo y autosuficiencia! Los ropajes y el rostro tan sucios de tu Iglesia nos horrorizan. Pero somos nosotros mismos quienes la mancillamos. Somos nosotros quienes te traicionamos cada vez, más allá de nuestras palabras y acciones tan hermosas!

El escándalo de la pederastia ya era conocido, pero sin duda no con la gravedad revelada ese día por Ratzinger. El primer gran suceso estalla en marzo de 1955 en la muy católica Austria, cuando la revista Profil publica acusaciones de víctimas por tocamientos sexuales cometidos por el arzobispo de Viena en persona cuando era superior del Seminario de Hollabrunn. El cardenal Hans Hermann Groër, monje benedictino sin relevancia, que Juan Pablo II había escogido para ponerlo a la cabeza de una de las sedes europeas más prestigiosas, se amuralla en el silencio antes de ser empujado a la salida con el nombramiento de un coadjutor. Jamás admitirá su culpabilidad y nunca pedirá excusas. Pero una mano de hierro comienza a actuar en el entorno del papa: el cardenal Angelo Sodano, secretario de Estado, bloquea autoritariamente la creación de una comisión de investigación en Viena, reclamada por el cardenal Ratzinger.

Un año después de Austria estalla en Francia el asunto René Bissey, nombre de ese sacerdote de la diócesis de Bayeux-Lisieux reconocido culpable de violación y otras agresiones a una decena de menores y condenado a dieciocho años de prisión. Pero, cuando a su vez, en 2001, su obispo, Pierre Pican, es condenado a prisión –tres meses de prisión condicional– por el tribunal de apelación de Calvados por no haber denunciado a este pederasta, el asunto se hace internacional. Un obispo católico condenado a prisión es una primicia, y el asunto francés actúa de detonador. El episcopado adopta una lista de medidas restrictivas, pero en Roma es la hora del desquite. Darío Castrillón Hoyos, el cardenal colombiano que dirige la Congregación del Clero, dirige al obispo francés condenado un correo de felicitación porque ha tenido el «honor» de negarse a denunciar a uno de sus sacerdotes a la justicia penal.

Por contagio, en Estados Unidos, Australia y Alemania se produce un alud de noticias de agresiones cometidas por sacerdotes o religiosos contra menores. El epicentro del escándalo es Boston, en donde el cardenal Bernard Law es acusado de haber encubierto a decenas de sacerdotes de su diócesis culpables de abusos repetidos. El Boston Globe destaca una veintena de investigadores y publica, en 2002, una serie de artículos arrasadores. Con la muerte en el alma, el papa se resigna a aceptar la dimisión del cardenal americano, a quien se sentía cercano. Juan Pablo II, al límite de sus fuerzas, está atónito. Está obsesionado con el recuerdo de los años negros de Polonia, en los que las acusaciones de abusos sexuales eran lanzadas de modo habitual por los servicios de la policía comunista para oscurecer la imagen de los sacerdotes y debilitar a una Iglesia enemiga del régimen.

Sin embargo, no se queda parado. En abril de 2002 convoca una cumbre de todos los cardenales y arzobispos americanos. En ella se denuncian los abusos como un crimen, «un espantoso pecado a los ojos de Dios», pero por entonces y en lo referente a las víctimas se limita a decir cuatro cosas generales de ellas y se contenta con un recuerdo minimalista del deber de «caridad». Afortunadamente, a la cabeza de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el cardenal Ratzinger barre las resistencias y consigue que Juan Pablo II firme un motu proprio el 20 de abril de 2001 que obliga a cada obispo a elevar a Roma los asuntos sensibles de su territorio. Un mes más tarde añade una «instrucción» personal sobre los «delitos más graves» (De delictis gravioribus),