Venus en India - Charles Devereaux - E-Book

Venus en India E-Book

Charles Devereaux

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Beschreibung

"Venus en India" de Charles Deveraux es una novela erótica que explora los deseos sexuales, las fantasías y las relaciones humanas en el contexto colonial de la India británica. Publicada a finales del siglo XIX, esta obra se caracteriza por su estilo explícito y atrevido, lo que la convierte en un testimonio de los límites y tabúes literarios de la época. La novela narra las aventuras de un oficial británico que, durante su estancia en la India, se ve envuelto en una serie de relaciones amorosas y sexuales con varias mujeres. A través de su protagonista, Deveraux expone las tensiones culturales y sexuales entre Oriente y Occidente, mezclando exotismo con exploraciones de poder y deseo. Al mismo tiempo, la obra pone de manifiesto las actitudes imperialistas y eurocéntricas, con un enfoque particular en el erotismo como una herramienta de dominación y control.

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Seitenzahl: 486

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Charles Devereaux

VENUS EN INDIA

Título original:

“Love adventures in Hindustan”

Sumario

Sumario

PRESENTACIÓN

VENUS EN INDIA

Volumen 1

Volumen 2

PRESENTACIÓN

Charles Devereaux fue un escritor y aventurero francés, conocido principalmente por su obra "Las aventuras de una joven virgen". Nacido en el siglo XIX, Devereaux se destacó por su estilo de escritura audaz y provocador, que desafiaba las normas sociales y morales de la época. Su obra es considerada una mezcla de ficción autobiográfica y relatos de experiencias vividas, lo que le dio un aire de autenticidad a su narrativa.

Vida y educación

Poco se sabe de los detalles biográficos exactos de Devereaux, lo que ha llevado a algunas especulaciones sobre su identidad real. Algunos creen que su nombre podría haber sido un seudónimo utilizado para proteger su reputación debido a la naturaleza controvertida de sus escritos. Sin embargo, lo que es claro es que Devereaux tuvo una vida marcada por viajes y aventuras, que influyeron significativamente en su estilo literario. Su educación fue variada y le permitió explorar temas filosóficos, sociales y psicológicos a través de sus escritos.

Carrera y contribuciones

La carrera literaria de Charles Devereaux se centró en la creación de novelas y relatos que exploraban los deseos humanos y los aspectos tabúes de la sexualidad. "Las aventuras de una joven virgen", su obra más conocida, se publicó en un contexto en el que la sociedad victoriana tendía a reprimir la expresión sexual. A pesar de las críticas de los sectores más conservadores, la obra ganó notoriedad por su exploración de los deseos y la psicología de los personajes, combinando un lenguaje explícito con observaciones sociales agudas.

Devereaux también fue un explorador de la mente humana, y su obra refleja una curiosidad profunda por los impulsos y comportamientos humanos, especialmente en relación con la sexualidad y el poder. Aunque gran parte de su trabajo fue censurado o relegado a círculos clandestinos, su enfoque realista y sin concesiones lo destacó como un autor innovador para su tiempo.

Impacto y legado

Aunque Charles Devereaux no alcanzó la misma fama que otros autores de su época, su trabajo tuvo un impacto significativo en los círculos literarios más osados. Inspiró a futuras generaciones de escritores a abordar temas controvertidos con franqueza y profundidad psicológica. Su obra ayudó a sentar las bases para una mayor apertura en la literatura sobre temas como el deseo y la sexualidad humana, que más tarde serían explorados con mayor libertad.

En retrospectiva, Devereaux puede ser visto como un precursor de las corrientes literarias que desafiaron las normas establecidas y abrieron camino a una mayor honestidad y exploración en la narrativa literaria.

Muerte y legado

El legado de Charles Devereaux, aunque envuelto en misterio, sigue vivo a través de sus escritos. Su obra continúa siendo objeto de estudio para aquellos interesados en la evolución de la literatura erótica y en los escritores que rompieron con las convenciones de su tiempo.

Venus en India

"Venus en India" de Charles Deveraux es una novela erótica que explora los deseos sexuales, las fantasías y las relaciones humanas en el contexto colonial de la India británica. Publicada a finales del siglo XIX, esta obra se caracteriza por su estilo explícito y atrevido, lo que la convierte en un testimonio de los límites y tabúes literarios de la época.

La novela narra las aventuras de un oficial británico que, durante su estancia en la India, se ve envuelto en una serie de relaciones amorosas y sexuales con varias mujeres. A través de su protagonista, Deveraux expone las tensiones culturales y sexuales entre Oriente y Occidente, mezclando exotismo con exploraciones de poder y deseo. Al mismo tiempo, la obra pone de manifiesto las actitudes imperialistas y eurocéntricas, con un enfoque particular en el erotismo como una herramienta de dominación y control.

"Venus en India" es una obra controvertida debido a su contenido explícito y sus implicaciones coloniales. Aunque es vista por algunos como una mera novela erótica, también puede interpretarse como un reflejo de las dinámicas de poder y control que caracterizaron la expansión imperial europea. La novela sigue siendo un ejemplo interesante de cómo la literatura erótica puede servir como un espacio para discutir temas más amplios como la cultura, el poder y las relaciones de género.

VENUS EN INDIA

Volumen 1

La guerra de Afganistán parecía acercarse a su fin cuando recibí órdenes de partir sin dilación de Inglaterra para incorporarme al primer batallón de mi regimiento, que por entonces estaba allí de servicio. Acababa de ascender a capitán y llevaba casado unos dieciocho meses. Separarme de mi mujer y mi hijita me dolió más de lo que puedo expresar brevemente, pero convinimos en que sería mejor para los tres retrasar el viaje de la familia a la India hasta que mi regimiento volviese a sus cuarteles en los fértiles llanos del Indostán desde las rocas y piedras del desolado Afganistán. Hacía además mucho calor; estábamos en plena canícula, cuando sólo marchaban a la India los que se veían absolutamente forzados, y era una época del año especialmente inadecuada para que viajasen bajo un clima tan tórrido una mujer delicada y un bebé. Tampoco era seguro que mi mujer fuese a encontrarse conmigo en la India, porque había recibido la promesa de un puesto de oficina en la patria; pero antes de poder ocuparlo debía necesariamente incorporarme a mi propio batallón, que estaba en el centro mismo de la guerra. Se añadía a lo molesto de la ida la certeza de que la guerra estaba prácticamente terminada, y de que yo llegaría demasiado tarde para participar en ninguna de sus recompensas o glorias, aunque fuese bien posible que no para buena parte del trabajo duro y la experiencia del lugar, porque Afganistán es un país salvaje (por no decir que áspero e inhóspito). Resultaba también bastante posible que un cuchillo afgano pusiese fin a mis días, haciéndome caer víctima de un asesinato común en vez de sufrir una gloriosa muerte en el campo de batalla.

En conjunto, mis perspectivas no parecían para nada color de rosa, pero el único camino era someterse e ir, cosa que hice con la mejor voluntad posible aunque con el corazón muy apesadumbrado.

Ahorraré a los lectores los detalles tristes del adiós a mi mujer. No hice promesa de fidelidad; ni a ella ni a mí se nos ocurrió que fuese necesaria en absoluto, pues aunque había tenido siempre ese temperamento tan apreciado por Venus, y había disfrutado del placer del amor con muy buena fortuna antes de casarme, creía estar convertido en un correcto esposo cuyos deseos no vagaban fuera de su propia casa. Mi apasionada y amante esposa estaba siempre dispuesta a devolver mis ardientes caricias con otras de la misma índole; y sus encantos, en su belleza juvenil y su lozanía, no sólo no se habían ajada a mis ojos sino que parecían hacerse más y más atractivos a medida que me demoraba en su posesión. Porque mi amadísima esposa, gentil lector, era la vida de la pasión; no era de ésas que se someten fríamente a las caricias de sus esposos por sentido del deber, y de un deber que no debe ejecutarse con placer o jubilosamente, sino más bien como una especie de penitencia. ¡No! Con ella no era “¡Ah, no! Déjame dormir esta noche, querido. Lo hice dos veces la noche pasada y no pienso que puedas realmente desearlo otra vez. Deberías ser más casto, y no tratarme como si fuese tu juguete o tu pasatiempo. ¡No! ¡Aparta la mano! ¡Deja en paz mi camisón! ¡Te estás comportando desde luego de un modo bastante indecente!”, y así sucesivamente hasta que — agotada por la tenacidad del esposo — piensa que después de todo lo más breve será dejarle hacer a su modo, y así permite reticentemente que su grieta fría sea destapada, abre con desgana sus poco agraciados muslos y yace como un tronco exánime, insensible ante los afanes del esposo por encender una chispa de goce en su gélidos encantos. ¡Ah, no! Con mi dulce Louie era muy distinto; caricia respondía a caricia, abrazo a abrazo. Cada dulce sacrificio se hacía más dulce que el anterior, porque ella disfrutaba plenamente toda su alegría y deleite. Era casi imposible cansarse de semejante mujer, y a Louie le parecía imposible cansarse de mí. Era “¡Una vez más, querido! Sólo un poquito más. Estoy segura de que te sentará bien. ¡Y a mí me va a gustar!”. Raro sería que el encanto viril que llenaba su mano amorosa no se levantara entonces en respuesta a sus caricias, llevando una vez más apasionado deleite a las profundidades más hondas y ricas del encanto tembloroso y voluptuoso en cuyo especial beneficio fue formado, un encanto que era realmente el templo mismo del amor.

¡Ah! ¡Mi adorada Louie! ¡Poco pensé la última vez que me retiraba de tu tierno y ardiente abrazo que entre tu hendidura palpitante y mi espada me estaban esperando, en la India de suave destello, otras mujeres voluptuosas cuyos bellos encantos desnudos darían forma a mi colchón, y cuyos encantadores miembros me encadenarían en extático abrazo, antes de encontrarme de nuevo entre tus muslos tiernos y amantes! Es mejor también que no vayas a saberlo, pues ¿quién ignora los perniciosos efectos de los envidiosos celos? Gracias le sean dadas a la tierna Venus por haber alzado una imperiosa nube, ocultando así mis devaneos con mis ninfas como fue ocultado el gran Júpiter de los ojos divinos y humanos cuando paseaba por verdes laderas montañosas con las encantadores doncellas, humanas o divinas, cuyos hermosos encantos formaban el objeto de su pasión.

Pero es hora de volver nuevamente a tierra para contar mi cuento de un modo más adecuado a este tópico mundo. Temo, querido lector, haber traspasado ya los límites escandalizando quizá tus ojos modestos con el nombre del más dulce de los encantos femeninos, que ni el pintor ni el escultor representarán en sus obras, y que rara vez es mencionado en público salvo por los abyectos y vulgares; pero he de suplicar tu perdón y rogarte que me permitas ofrecerlo aquí desde mi pluma, pues en otro caso me resultará difícil describir — como espero — todos los goces plenos en que me demoré tan felizmente durante los cinco años de mi estancia en el Indostán. Si eres sabio, si te encanta ver suavemente excitados tus sentidos, si las escenas usualmente escondidas y los secretos de los deliciosos combates amorosos y del cumplimiento del deseo ardiente en los amantes felices suponen algún deleite para ti, imagina simplemente que tus ojos húmedos ven el encanto, pero no el nombre o la acción, y tampoco las palabras que me veo obligado a encontrar para describirlo.

Llegué a mediados de agosto a Bombay, esa regia capital de la India occidental. El viaje no tuvo importancia. Nuestros pasajeros habían sido pocos y estúpidos, sobre todo viejos civiles indios y oficiales que volvían con desgana a los escenarios de sus trabajos en el caliente país, tras un breve período de vida en Inglaterra. No era la estación donde viajan a India jóvenes damas vivaces, todas ellas con la buena esperanza en sus corazones de que sus encantos redondeados y juveniles, sus carrillos brillantes de salud y su lozanía logren cautivar a un esposo. Éramos un grupo de gente seria: algunos habían dejado en la patria jóvenes esposas; algunos habían dejado en la patria jóvenes esposas, como yo; otros estaban acompañados por las suyas; todas pertenecían a la edad en que el tiempo suaviza los incendiarios ardores de la pasión, y cuando quizás el último de los pensamientos ocurridos al retirarse para dormir es aprovechar los arruinados restos de belleza que reposan al lado. De hecho, arribé sintiendo que todo el amor, el deseo, la pasión y el afecto habían quedado tras de mí, en Inglaterra con mi querida mujercita, y los graciosos encantos casi desnudos de las muchachas nativas acarreando agua no lograban llamarme la atención. ¡Ninguna chispa de deseo hizo que mi sangre fluyese más deprisa por un momento, ni hizo que pensase un solo instante en poder buscar alguna vez goce en los abrazos de ninguna mujer, y mucho menos de una doncella oscura! Y, sin embargo, en sólo diez días… Verdaderamente, el espíritu está dispuesto, pero la carne es débil. Pongámoslo así: el espíritu puede estar dispuesto, pero cuando la carne se alza en todo su poder vigoroso su fuerza es indomable. O al menos eso descubrí yo. Y ahora, amable lector, estoy seguro de que sientes curiosidad y ansia por conocer quién alzó mi carne, y si opuse a sus imperiosas demandas esa resistencia que el marido de una Louie como la mía debía por derecho oponer.

Habiéndome enterado por el General Ayudante de que mi destino era Cherat, pequeño campamento situado en la cúspide de una cadena montañosa que formaba el límite sur del valle del Peshawar, y tras recibir pases de ferrocarril vía Allahabad hasta la estación provisional de Jhelum y pases de daks desde allí hasta el propio Cherat, hice mis preparativos para el largo viaje que aún me quedaba por delante, y entre otras necesidades para la mente y el cuerpo compré algunas novelas francesas. Una de ellas era obra maestra de literatura erótica ilustrada, la Mademoiselle de Maupin de Teófilo Gautier. De no haber sido por las ardientes estampas de amor y pasión dibujadas en el maravilloso poema en prosa, quizás hubiese escapado de las redes tendidas por el amor, pues con toda certeza Madeimoselle de Maupin era un cebo tentador que despertaba mis pasiones del letargo en que se encontraban desde mi separación de mi amada aunque virtuosa mujercita, mi adorada Louie. ¡Confieso, querido lector, que pensaba que había renunciado a mis venadas, que me había convertido en lo que los franceses llaman rangé, y que las mujeres no tenían poder para seducirme y apartarme del senderó de la virtud, junto con lo cual me parecía — y lo creía firmemente — que caminaba con pasos seguros por el camino de la santidad y el cielo! Mientras tenía la égida protectora de los hermosos y encantadores atractivos de mi querida mujercita estaba, desde luego, bastante seguro pues francamente — ahora que comienzo a repasar el pasado — veo bastante bien por qué los dardos de la tentación cayeron desapercibidos a mi alrededor. ¿Dónde encontrar otra muchacha, vestida o desnuda, que pudiera compararse con mi Louie? Ella sencillamente eclipsaba a todas las otras. ¡Tal como la luna llena apaga todas las estrellas de una noche sin nubes! ¡Ay!, cuando estaba ausente las estrellas empezaron a brillar otra vez y a encontrar lugares de admiración y adoración en mi corazón. No había previsto eso. ¿Lo había previsto mi Louie? Y ¡oh, qué tiernas y apasionadamente voluptuosas habían sido las últimas semanas de mi estancia en casa! Cuántas veces fueron selladas por el ardiente sacrificio gozoso las fervientes protestas de amor y fe del uno en el otro, cuando — aferrados — nuestros cuerpos se fundían, y al abrirse las fuentes de placer inexpresable a borbotones debido a los voluptuosos abrazos, nos inundábamos el uno a otro con mares de goces. Esos sacrificios, tan exquisitos, tan llenos de goce y acción, tuvieron indiscutiblemente sus posefectos sobre mí, pues durante algunas semanas — gracias al poder de sus encantos siempre renovados — Louie había agotado mi depósito de esa fuerza viril, esa esencia de la sangre de mi corazón, ese tuétano de mi cuerpo sin el cual se hace imposible el amor físico, y me parecía que al separarme de ella había dejado tras de mi ese poder: que todos mis deseos, así como mi vigor varonil, estaban depositados por razones de seguridad en su inviolable gruta, y que no los encontraría de nuevo hasta que, reunidos otra vez, pudiera buscarlos entre los amados muslos de mi mujer.

Por eso compré Madeimoselle de Maupin sin importarme si hablaba o no de pasión, y leí el libro completamente solo en mi compartimento de tren. Pero, ay, la debilidad humana es grande. ¡El deseo, un deseo caliente y abrasador, el poder y oleadas de emoción caliente, caliente, volvieron a mí! Bebí el delicioso veneno de esa novela sin par, y al beber lo quemaba, pero a pesar de todo no me confesaba que en lo más hondo del corazón mi airada sed se refería a “mujer”. Por entonces el deseo asumía simplemente la forma engañosa y sombreada, una especie de imagen femenina cuya máxima aproximación se encontraba muy lejos, en Inglaterra, en el cuerpo de mi propia mujercita hermosa y adorada.

La ruta desde Bombay a Peshawar por Allahabad atraviesa en la mayor parte de su recorrido una región llana como una mesa. En la época de mi viaje — agosto — la tierra estaba reseca y cuarteada por la falta de lluvias, que suelen caer entre junio y septiembre. Había aquí y allá verdes cosechas ondulantes que contrastaban con la tierra en otro caso marrón y abrasada, y en unos pocos lugares el paisaje resultaba tan atractivo para los ojos que invitaba a la contemplación intelectual comparándolo con los encantos de la hermosa Madeimoselle de Maupin, especialmente como la describe Teófilo Gautier en ese brillante capítulo donde aparece en toda su resplandeciente belleza, desnuda y ardiendo de atormentador deseo, ante los ojos de su amante transido de emoción. ¡Oh, Teófilo! ¿Por qué no permitiste a tu pluma describir con un poco más de libertad esas bellezas desveladas? ¿Por qué no nos permitiste algo más que imaginar los exquisitos placeres experimentados por los jadeantes amantes sobre su lecho voluptuoso? Sentí que esa descripción minuciosa era lo que necesitaba para completar las sensaciones apasionadas evocadas por esa maravillosa novela. Amable lector, te suplico que no te asombres ni escandalices, porque en estas páginas intentaré evitar ese único defecto que le encuentro a Gautier. Pido a Venus que guíe mi pluma y a Eros que sujete el tintero, y ojalá tú — sombra ilustre poeta y autor francés — me ayudes en esta compilación de mis recuerdos de los cinco años felices pasados en la India.

Sólo una vez durante este viaje que me figuraba tan aburrido me acosó la tentación, y su instrumento se comportó tan torpemente que consiguió abatir sus buenas intenciones. Debía hacer una parada de pocas horas en Allahabad, y para pasarlas agradablemente anduve paseando, examinando las tumbas de reyes y príncipes que reinaron en el pasado sobre las orillas del Ganges y el Jumna, contemplando los paisajes más divertidos e interesantes.

Estaba volviendo a mi hotel cuando un nativo me abordó en muy buen inglés:

 — ¿Le gustaría tener a una mujer, sahib? Tengo en casa a una preciosa muchacha de media casta, si el señor quisiera venir y verla.

— ¡Oh, querida Madeimoselle de Maupin!

No sentí deseo de ver a la preciosa chiquilla de media casta. Atribuí esta abnegación ante la idea de que existía, o podría existir, una mujer en la India capaz de inspirar siquiera un fantasma de deseo en mí.

Una vez alcanzada la estación de Jhelum, sólo me quedaba cruzar un poderoso río antes de abandonar los límites de la India propiamente dicha y recorres las estribaciones de Asia central, en el valle del río Peshawar. Pero tuve que hacer dos o tres días enteros de viaje sin paradas, en un vehículo tirado por daks, hasta llegar a Attock. El carricoche de daks es un modo de desplazarse bastante cómodo, pero uno acaba cansado de la continua posición horizontal, única que proporciona algún confort al fatigado viajero. Cruzar el Indo es una barca a remos sobre un aterrador torrente con el rugido de las aguas rompiendo contra las rocas, fue un incidente muy exótico, especialmente porque sucedió de noche, y la oscuridad añadió su efecto ampliador al rugido del peligro sospechado. Luego hubo otro carricoche de daks en el que me tumbé y caí dormido y cuando me desperté estaba ya en Nowshera.

¡Ah, Madeimoselle de Maupin! ¡Qué muchacha encantadora! ¿Quién puede ser? Imagino que debe ser la hija del coronel encargado aquí del mando que está dándose su paseo matutino. A juzgar por la mirada aguada y expectante que me dirigió a través de la puerta entreabierta del carruaje, quizás está esperando a alguien, a su novio a lo mejor; quizá por eso parecía tan ansiosa y al mismo tiempo tan decepcionada.

¡Oh, querido lector! ¡Justamente al abrir los ojos vi por la puerta entreabierta un ejemplo perfecto de belleza femenina! Era una muchacha vestida con un traje gris ceñido y un sombrero de ala ancha inclinado sobre su cabeza encantadora y bien formada. ¡Qué hermoso rostro! ¡Qué perfecto su óvalo! Debía ciertamente tener sangre aristocrática en las venas para poseer unas formas tan admirables. ¡Qué boca como un capullo de rosa! ¡Qué labios de cereza! ¡Dios! ¡Júpiter! ¡Venus! ¡Qué cuerpo! Esos hombros exquisitamente redondeados, esos brazos llenos y bellos, cuya forma puede verse claramente por lo ceñido de la ropa. ¡Qué puro y virginal es ese pecho ondulante! ¡Qué orgullosamente llenaba cada seno su corpiño púdico pero evocador de deseo a pesar de ello! ¡Ah! Las pequeñas orejas en forma de concha, tan pegadas a la cabeza. ¡Cómo me gustaría tener el privilegio de apretar suavemente esos pequeños lóbulos! ¡Qué aspecto de criatura encantadora! ¡Qué refinada! ¡Qué pura! ¡Qué virginal! ¡Ah, Louie mía, al igual que tú esta muchacha no puede ser tentada, larga y ardua seria la caza antes de forzarla a reconocer que su fuerza desfalleciente debe rendir sus encantes a las manos y labios de su jadeante perseguidor! ¡No! De todas las muchachas que he visto ésa en particular me pareció sin duda incapaz de verse seducida y desviada del sendero de la pureza y el honor.

Todas estas impresiones estallaron en mi mente a partir de una contemplación rapidísima, aunque muy vívida, de esta encantadora joven mientras mi conductor espoleaba a los fatigados caballos hasta lograr un elegante galope, a fin de que sahib pudiese entrar en Nowshera con el gran estilo adecuado a la ocasión.

Esa visión tan breve y rápida sólo pareció impresionarme un poco, o más bien debiera decir que mis sensaciones no fueron más allá de lo expresado antes. Mi sangre no se puso a hervir ni se encendieron mi corazón y mis sentidos con deseo ardiente. Creo que sucedió más bien lo contrario. Admiré, efectivamente, como podría igualmente admirar una perfecta Venus de mármol. La forma complacía a mis ojos, y aunque entró en mi mente la idea de que esta encantadora muchacha podría algún día ser poseída por alguien, sólo entró como si esa Venus de mármol se hiciese de carne y hueso para feliz deleite de algún afortunado mortal. En otras palabras, ella parecía absoluta y completamente retirada de la humanidad común, y nunca soñé que vería alguna vez su monte, pues — de acuerdo con mis ideas — iba a cambiar de caballos en Nowshera y continuar inmediatamente hacia Cherat.

Pero al llegar a la oficina de correos, que era también la posta de caballos, el encargado — un indio con maneras inglesas — me dijo que sólo podría darme caballos hasta Publi, una aldea situada aproximadamente a mitad de camino entre Nowshera y Peshawar, y que desde ese lugar debía arreglármelas yo hasta Cherat, porque no había camino para carruajes tirados por daks. El bueno del encargado añadió que el trecho entre Publi y Cherat era peligroso para los viajeros, dada la existencia de muchos ladrones forajidos. Además, me advirtió que la distancia superaba bastante las quince millas. Recomendó que me presentase en el Bungalow Público de Nowshera hasta que el comandante de brigada pusiese a mi disposición medios para completar mi viaje.

Esta información fue una gran sorpresa y un gran disgusto. ¿Cómo diablos iba a llegar a Cherat con mi equipaje si no había camino? ¿Cómo podía hacer quince millas en tales circunstancias? Pensar que había hecho tantos miles de millas para acabar siendo entorpecido por unas miserables quince, me dejaba desolado. Sin embargo, nada parecía poder hacerse de inmediato, salvo acoger el excelente consejo del encargado, instalarme en el Bungalow Público y ver al comandante de brigada.

El Bungalow se alzaba en sus propios terrenos, a escasa distancia de la carretera, y para volver a él tuve que desandar parte de lo ya recorrido. Despedía a mi cochero y llamé al khansamah, que me informó que el bungalow estaba completo y no tenía alojamiento para mí. ¡Bonita situación! Pero mientras estaba hablando con el khansamah un joven oficial de aspecto agradable salió a la terraza y me contó que había oído mis palabras, que estaba esperando un carruaje para continuar su viaje de vuelta, y que mi llegada era tan oportuna para él como para mí iba a serle su partida. Dijo que había mandado llamar inmediatamente a mi conductor para asegurarse el vehículo, y que si podía conseguirlo me daría su cuarto, pero que en cualquier caso debería compartir su cuarto con él si no me disgustaba la idea, pues disponía de dos camas. Es innecesario decir que su amable oferta me encantó. Al poco estaba instalado en el cuarto, disfrutando la cosa más esencial y refrescante de la India: un buen baño fresco. Mi nuevo amigo se había encargado de pedirme un desayuno, y cuando hube completado mis abluciones y mi aseo nos sentamos juntos. Cuando los oficiales se conocen así, intiman muy rápidamente. Mi nuevo conocido me contó todo sobre sí mismo, dónde había estado, dónde iba a ir, y yo correspondí. Innecesario decir que la guerra, ahora prácticamente terminada, formó el gran tema general de nuestra conversación. Al hacernos más amigos caímos naturalmente — como acontece con los hombres jóvenes y hasta con los viejos — en charlas sobre el amor y las mujeres, y mi joven amigo me contó que todo el ejército inglés estaba sencillamente rabiando por mujeres. Que era imposible conseguir ninguna en Afganistán y que, por regla general, ni los oficiales ni la tropa habían tenido una mujer durante dos años por lo menos.

 — ¡Por San Jorge! — exclamó mientras reía —, los burdeles de Peshawar están haciendo una buena cosecha. Tan pronto como llega un regimiento de Afganistán todos ellos, hirviendo, se apresuran a ir a los bazares, y puedes ver a los tíos esperando fuera de los lupanares con la cosa en la mano, creando tumultos para que no les salten el turno.

Eso era desde luego una exageración, pero no tan grande como quizá suponga mi amable lector.

Acabábamos de terminar nuestros puros después del desayuno cuando el criado del joven oficial apareció guiando el mismo carruaje de daks que me había traído desde Attock, y a los pocos minutos mi jovial anfitrión estaba estrechándome la mano.

 — Hay alguien ahí — dijo apuntando hacia el cuarto contiguo — de quien debo despedirme, y luego me marcho.

No estuvo ausente largo tiempo, me estrechó la mano otra vez y al minuto un mar de polvo ocultó su coche de mi vista.

Me sentí un tanto solitario y triste cuando él partió, pues aunque el bungalow estaba lleno yo quedaba en una pequeña porción del mismo, separada de lo demás por tabiques, con lo cual no podía ver a los demás ocupantes aunque pudiese oírlos de vez en cuando. Olvidé preguntar quién era nuestro vecino inmediato y, realmente, no me importaba mucho. Estaba muy preocupado pensando en cómo lograría llegar a Cherat. Eran ahora casi las diez, el sol comenzaba a derramar sábanas de rayas mortales de luz sobre el abrasado llano donde está situada Nowshera. El viento caliente empezaba a soplar, abrasando y cortando los labios y los ojos. No sabía qué hacer conmigo. Hacía demasiado calor para pensar en visitar al comandante, por lo cual encendí otro cigarro y — sacando a mi deliciosa Madeimoselle de Maupin del equipaje — fui y me senté junto a una columna de la terraza, para protegerme del calor sofocante y tratar de leer; pero incluso esa damisela de maravillosos encantos fracasó a la hora de encandilarme, y me hundí en mi silla fumando agotado mientras mis ojos vagaban sobre la cadena de imponente montañas que podía ver retorciéndose a través del aire amarillo y abrasado. En ese momento no sabía que estaba mirando hacia Cherat, y de haber sabido anticipadamente lo que allí me esperaba habría contemplado desde luego con mucho más interés esas colinas.

Querido lector, ¿sabes lo que es sentir que alguien te está mirando aunque quizá tú no puedas verlo, ni eres de hecho consciente de que alguien lo está haciendo? Soy extremadamente susceptible a este tipo de influencia. Mientras estaba sentado ocioso, observando la cosa más distante sobre la cual descansar los ojos, empecé a sentir que alguien estaba cerca y me miraba intencionadamente. Al principio resistí la tentación de volverme y ver quién era. Con el viento caliente, y con las circunstancias de la súbita parada que me había visto obligado a hacer, me sentía tan irritable que consideré un insulto ese hecho de estarme mirando; pero al fin esta extraña sensación llegó a desasosegarme y volví parcialmente la cabeza para ver si se trataba de una realidad o de una fantasía febril.

Mi sorpresa no conoció límites cuando vi el mismo rostro encantador cuyo destello me había alcanzado por la mañana, mirándome desde detrás por la puerta levemente entreabierta del cuarto contiguo al mío. Quedé tan atónito que en vez de echarle una buena ojeada a la dama volví a observar de nuevo las colinas al instante, como si volver la cabeza para mirar en su dirección hubiese sido una falta de educación por mi parte; pero noté que ella seguía teniendo los ojos puestos en mí, y me imaginaba — pues estaba convencido de acertar en mi sospecha de que mi belleza desconocida era una señora, y la hija de un coronel — fuese culpable de tan mala educación mirando así a un perfecto extraño. Volví la cabeza una vez más, y esta vez miré con algo más de fijeza a esta encantadora pero extraña joven. Sus ojos, grandes y luminosos, supremamente bellos, parecían atravesar los míos como intentando leer mis pensamientos. Por un instante imaginé que ella no estaba en sus cabales cuando — aparentemente satisfecha con su inspección — la hermosa criatura dejó caer la persiana contra el lado de la puerta y quedó perdida para mi vista. Desde ese momento mi curiosidad quedó grandemente excitada. ¿Quién era? ¿Estaba sola? ¿O acaso estaba con el coronel desconocido en ese cuarto? ¿Por qué me estuvo mirando con tanta insistencia? ¡Por Júpiter! No pude soportarlo más. Me puse en pie de un salto, entré en mi cuarto y llamé, acto seguido, al khansamah.

 — Khansamah: ¿quién está en el cuarto contiguo al mío? — dije indicando la puerta que comunicaba con el cuarto donde estaba la dama y que por entonces estaba cerrada.

¡Una mem sahib! Ahora que llevaba unos días en la India, sabía que mem sahib significaba una mujer casada. Me sorprendió, porque si cualquiera me hubiese preguntado habría dicho que esa encantadora muchacha nunca había conocido varón, y que nunca sería seducida si no encontraba el hombre de hombres que la complaciera. Era extraordinario cómo había arraigado en mí esa idea.

 — ¿Está el sahib con ella?

No, sahib.

 — ¿Dónde está?

 — No sé, sahib.

 — ¿Cuándo llegó aquí la mem sahib, khan?

 — ¡Hace una semana o diez días, sahib!

 — ¿Va a marcharse pronto?

 — ¡No lo sé, sahib!

Era obvio que no podría conseguir información de este hombre. Una pregunta más y di por terminado el interrogatorio.

 — ¿Está la mem sahib más bien sola, khan?

 — Sí, sahib: no tiene a nadie con ella; ni siquiera un aya.

¡Bien! ¡Esto es maravilloso! ¿Hasta qué punto la conocía mi joven amigo, el que acababa de irse esta mañana? Tú, amable lector, que tienes experiencia, tendrás tus sospechas de que no todo era correcto en ella, pero yo no lograba sacudirme el firme convencimiento de que esa mujer no sólo era una dama, sino una dama excepcionalmente pura y conectada con lo más alto.

Volví a mi sitio de la terraza, esperando ser mirado de nuevo, y no esperé mucho. Escuché un ligero ruido, miré en torno y allí estaba mi encantadora muchacha mostrándose más. Seguía con la misma mirada ávida, sin signo alguno de sonrisa en su rostro. Parecía llevar puestas sólo las enaguas, desnudas sus pantorrillas y sus minúsculos y encantadores pies; ni siquiera llevaba puestas zapatillas. Un leve chal cubría sus hombros y su busto, pero sin ocultar ni sus brazos blancos, llenos y bien formados, ni su esbelta cintura ni sus caderas espléndidas y amplias. Esos pies y pantorrillas desnudos me inspiraron una súbita oleada de deseo tanto como su rostro encantador y su expresión severa aunque maravillosamente tranquila habían alejado tales pensamientos de mi mente. Casanova, que es ciertamente una perfecta autoridad en todo cuanto concierne a las mujeres, declara que la curiosidad es cimiento sobre el que se construye el deseo, pues si no fuese por ella un hombre quedaría perfectamente satisfecho con una sola mujer, ya que en lo fundamental todas las mujeres son semejantes. Con todo, la mera curiosidad hace que un hombres se vea impelido a aproximarse a una mujer y desear su posesión. Algo similar a esto me influyó indudablemente. Se apoderó de mí una curiosidad devoradora. El rostro de esta exquisita muchacha me impulsaba a saber cómo era posible que estuviese completamente sola en Nowshera, en un bungalow público, y sus encantadores pies y pantorrillas hicieron que me preguntase si sus rodillas y sus muslos se correspondían, a ellos en perfecta belleza, y mi imaginación pintó en mi mente un toisón voluptuoso y una deliciosa grieta, sombreada por rizos oscuros del color de las encantadores cejas arqueadas sobre los expresivos orbes. Me levanté de la silla y fui en su dirección. Ella se retiró instantáneamente, e instantáneamente después volvió a desplazar la persiana. Vi por vez primera una sonrisa cubriendo su rostro. ¡Qué expresión maravillosamente distinta le confería! Aparecieron dos encantadores hoyuelos en sus redondeadas mejillas, sus labios rosados se abrieron desplegando dos filas de dientes pequeños y perfectamente uniformes, y aquellos ojos de mirada tan adusta y prohibitiva parecían todo ternura y suavidad.

 — ¡Debe tener mucho calor aquí fuera, en la terraza! — dijo con una voz grave y musical pero con un acento más bien vulgar que al principio arañó mi oído —, ¡y sé que está completamente solo! ¿No querría pasar a mi cuarto para sentarse y charlar? ¡Lo hará si es buena persona!

 — ¡Gracias! — dije sonriendo y haciendo una inclinación de cabeza.

Tiré mi cigarro y entré mientras ella sujetaba la persiana para que pudiese pasar. Cogí yo la persiana entonces, pero ella seguía teniendo el brazo levantado y extendido; su chal se separo un poco del casi desnudo busto y no sólo vi los globos de marfil más exquisitamente redondos, llenos y pulidos, sino incluso el mármol de un rosa coralino que adornaba la cúspide de uno de ellos. Noté que ella captó la dirección de mi mirada, pero no tenía ninguna prisa por bajar el brazo y consideré — correctamente — que esta liberal exhibición de sus encantos no era en modo alguno involuntaria.

 — Tengo aquí dos sillas — dijo ella riendo con una risa de dulce sonido —, pero podemos sentarnos juntos sobre mi cama, si no le importa.

 — Me encantará — dije —, si sentarse sin respaldo no la fatiga.

 — ¡Oh! — dijo ella con el gesto más inocente —, me pasa Vd. el brazo por la cintura y no me sentiré cansada.

De no haber sido por el tono extraordinariamente inocente con el que dijo esto, creo que la habría tumbado inmediatamente y me hubiese puesto encima, pero fui alcanzado por una nueva idea: ¿estaría ella en sus cabales? ¿No sería una acción semejante el colmo de la deshonestidad?

Sin embargo, me senté como me sugería y deslicé el brazo izquierdo alrededor de su esbelta cintura, apretándola un poco contra mí.

 — ¡Ah! — dijo ella —, ¡así me gusta! ¡Sujéteme fuerte! ¡Me encanta que me sujeten con fuerza!

Descubrí que no llevaba corsé. No había nada entre mi mano y su suave piel excepto una enagua y una camisa de muselina muy fina. ¡Era tan endiabladamente agradable tocarla! Hay algo tan estremecedor en tocar el cuerpo cálido y palpitante de una encantadora mujer que resultaba natural no sólo una aceleración de la sangre sino ese sentimiento que los franceses llaman la “picadura de la carne”. ¡Allí estaba esa criatura realmente hermosa, semidesnuda y palpitante, resplandecientes de salud sus mejillas aunque más pálida de lo habitual en nuestra templada Europa, casi totalmente desnudos sus hombros y su busto, ambos exquisitos! Cuanto más se acercaban mis ojos a la piel mejor veían la belleza de su textura. Había en ella el florecer de la juventud. No mostraba agujeros feos que mostrasen dónde se había retirado la carne y se proyectaban los huesos. Sus bellos senos eran redondos, llenos y de aspecto firme. ¡Anhelaba tomar posesión de esos encantadores pechos, encantadores! ¡Apretarlos en mi mano, devorarlos y devorar sus puntas rosadas con mi boca! Las enaguas caían entre sus muslos ligeramente abiertos y mostraban su redondez y bella forma como para provocar más aún mi deseo, deseo que ella debía conocer en su estado de ardiente ebullición, pues podía notar las palpitaciones de mi agitado corazón aunque un mirada de sus ojos en otra y más baja dirección no le delatase el efecto que su toqueteo y su belleza tenían sobre mí. No contenta con ello, sacó primero uno y luego otro de sus mágicos pies, tan blancos y perfectos, como si quisiera desplegarlos ante mis ávidos ojos. Ese suave y delicioso perfume que sólo emana de una mujer en su juventud flotaba en nubes fragantes sobre mi rostro, y su abundante pelo ondulado tenía el tacto de la seda en mi mejilla. ¿Estaría ella loca? Ése era el pensamiento que me atormentaba, brotando entre mi mano y los resplandecientes encantos que anhelaba apresar. Estuvimos sentados en silencio unos pocos momentos. Noté entonces que su mano se insinuaba por debajo de mi chaqueta blanca, jugueteando con los botones que sujetaban mis pantalones por detrás. Desató un lado, y al hacerlo dijo:

 — ¡Te vi esta mañana! Estaba en un coche de daks y sólo logré echarte una rápida mirada.

Su mano empezó a trabajar sobre el otro botón ¿Qué pretendía, Dios mío?

 — ¡Oh, sí! — dije mirando sus pequeños ojos y devolviendo las agudas miradas que se disparaban desde ellos —, ¡y yo también te vi! Había estado durmiendo profundamente, y en el momento de abrir los ojos te vi, y…

Ella me había desabrochado los pantalones por detrás. Ahora retiraba la mano y la ponía, con la palma hacia arriba, sobre la parte más alta de mi muslo.

 — ¿Y qué? — dijo, deslizando suavemente sus dedos estirados hacia abajo, por la parte interior de mi muslo; ¡estaba a unos milímetros de mi verga que ahora se alzaba furiosamente!

 — ¡Oh! — exclamé —, ¡pensé que nunca había visto en el mundo rostro y cuerpo tan encantadores!

¡Las puntas de sus dedos tocaban realmente mi Juanito! Los oprimió levemente contra él, y mirándome de nuevo con la sonrisa más dulce, dijo:

 — ¿Será verdad? ¡Muy bien! Me alegro, porque ¿sabes lo que pensé cal verte tumbado dentro del carruaje?

 — No, querida.

 — Pues bien, pensé que no me importaría viajar con un joven tan guapo y de tan buen aspecto.

Luego, tras una breve pausa, prosiguió:

 — ¿Así que me imaginas bien hecha? — y miró con orgullo hacia abajo, en dirección a su dilatado pecho.

 — ¡Desde luego que sí! — exclamé, bastante incapaz de reprimirme un minuto más — . No sé si he visto jamás un busto tan encantador como éste ni senos tan tentadores y apetitosos — dije mientras deslizaba la mano hacia su pecho y aferraba un resplandeciente globo. Mientras lo oprimía suavemente y retorcía el endurecido pezón entre los dedos, besé la encañadora boca que se me presentaba vuelta hacia arriba.

 — ¡Ah! — exclamó ella —, ¿quién te dio permiso para hacer eso? ¡Bien! Intercambio no es robo. ¡Tendré yo también algo agradable tuyo que tocar!

Sus ágiles dedos habían desabrochado mis calzas, por detrás y por delante. De un tirón me sacó la camisa y, con ella, mi garañón ardiente y enloquecido, del que tomó inmediata e instantánea posesión.

 — ¡Ah! — exclamó —, ¡ah!, ¡oh!, ¡qué belleza!, ¡qué guapo!, ¡coronado por campana! ¡Y tan grande! ¿Verdad que está muy duro? ¡Es como una barra de hierro! ¡Y qué huevos más grandes y bonitos tienes! ¡Mi hermoso hombre! ¡Oh! ¡Cómo me gustaría vaciarlos para ti! ¡Oh! ¡Ahora me tendrás! ¿Querrás? ¡Tómame! ¡Tómame! ¡Oh! ¡Siento que podría correrme tan agradablemente si lo hicieses!

¿La poseería? ¡Cómo! ¡Dioses del cielo! ¿Cómo podría un mortal rebosante de salud, fuerza, juventud y energía resistir semejante apelación a sus oídos y sentidos sin ceder, incluso si la peticionaria no fuese sino la mitad o una cuarta parte de bella que esta criatura lasciva y exquisita, cuyas manos estaban manipulando las partes más tiernamente sensibles que el hombre posee? Por toda respuesta la tumbé gentilmente sobre su espalda, mientras ella conservaba una presa firme pero voluptuosa de sus posesiones. Levanté su enagua y su camisa y deslicé mi ardiente mano sobre la superficie suave de su muslo marfileño hasta llegar a la mata más voluptuosa que creo haber visto o palpado en toda mi vida. ¡Nunca había reposado mi mano sobre un toisón tan voluptuoso y lleno! Nunca habían sondeado mis dedos un encanto tan lleno de vida y tan suave por fuera, tan pulido y aterciopelado por dentro. ¡Ese lugar absolutamente perfecto, así como sus alrededores, estaban en mi posesión! Estaba ávido por meterme entre sus encantadores muslos, por retirar mi órgano casi dolorosamente dilatado de sus manos y enterrarlo hasta las raíces y más allá en esa gruta que se derretía, pero ella me lo impidió. Con el rostro y el busto sonrojados, los ojos bailando y una voz estrangulada por la mayor de las excitaciones, exclamó:

 — ¡Pongámonos en pelotas antes!

Yo estaba de pie ante ella, con mi espada en un ángulo de setenta grados por lo menos, doliéndome la bolsa y las ingles, porque me había invadido la acción más vigorosa, y mis depósitos habían sido llenados ya hasta el límite de su capacidad. ¡Sentí que o poseía a esa hermosa muchacha o estallaría!

 — ¿Qué quieres decir? — dije con voz sofocada.

 — ¡Te lo enseñaré! ¡Mira!

Y en un momento saltó fuera de sus ropas, por así decidirlo, quedando toda desnuda y resplandeciente, radiante de belleza, real por todo aquello que es voluptuoso y erótico ante mí.

En un momento o quizás algo más tarde, pues yo llevaba botas y calcetines, así como chaqueta, camisa y pantalones que quitarme. Sea como fuere al poco estaba yo tan desnudo como ella. Puedo ahora cerrar los ojos y veo ante mí a esa criatura exquisitamente formada, con certeza una igual de la hermosa Madeimoselle de Maupin, posando ante mí en toda su radiante belleza. ¡Estas formas tan puramente perfectas, tan inimitablemente graciosas, esos miembros sin par! Ese busto con sus colinas de nieve viva coronadas de rosado fuego, y ese toisón más que voluptuoso, perfecta “colina de Venus” vestida con los más ricos matorrales oscuros de pelo rizado bajando rápidamente hacia abajo, como un triángulo sostenido por la punta, hasta que los dos lados, plegándose, formaban una línea profunda de aspecto suave, que proclamaba la perfección misma de una diosa. La única cosa que desmerecía levemente en esa perfecta galaxia de belleza eran algunas leves arrugas, que como finas líneas cruzaban la en otro caso perfecta llanura de su bello vientre, ese exquisito vientre con su redondo ombligo.

¡Dioses! Me lancé sobre la encantadora criatura y al momento estaba sobre ella, entre sus muslos abiertos de par en par, descansando en su hermoso busto. ¡Qué elásticos parecían sus bellos senos apretados contra mi pecho! Y qué suave, qué inexpresablemente deliciosa era su caverna mientras enterraba pulgada a pulgada mi Juanito allí, hasta que mis pelos se mezclaron con los suyos y mis huevos colgaban o más bien se apretaban contra su encantador trasero blanco. ¡Y qué mujer para poseerla! Cada uno de mis movimientos provocaba en ella una exclamación de deleite. Oyéndola pensaría uno que era la primera vez que sus sentidos habían sido poderosamente excitados desde sus cimientos mismos. Sus manos no quedaban quietas jamás; paseaban sobre mí, desde la nuca hasta los íntimos límites de mi cuerpo donde lograban llegar. Era simplemente perfecta en el arte de dar y recibir placer. Cada transporte mío era devuelto con interés, cada loco empellón encontraba la correspondiente sacudida, cuyo efecto era hundir mi máquina hasta su última raíz. ¡Y ella no parecía hacer otra cosa que “venir” o “correrse”! Había oído hablar de una mujer que “vino” trece o catorce veces durante una sesión, pero ésta no parecía hacer otra cosa desde el comienzo al fin. Sin embargo, sólo cuando llegué a los golpes cortos, excitantes, furiosos, ardientes y violentos supe hasta qué grado intenso disfrutaba mi Venus. ¡Creí que había entrado en trance! ¡Casi gritaba! ¡Ruidos roncos brotaban de su garganta! Al final casi me aplastó entre sus brazos, y poniendo los pies sobre mi trasero me apretó contra su toisón con una fuerza que jamás habría sospechado en ella. ¡Oh!, ¡el alivio!, ¡el exquisito deleite de la corrida por mi parte! La inundé, y ella notó los chorros de mi amor como flechas calientes y rápidas, golpeando contra la parte más profunda de su grieta casi enloquecida. Se apoderó de mi boca con la suya y lanzó su lengua tan dentro como pudo, tocando mi paladar y derramando su aliento caliente y delicioso por mi garganta mientras todo su cuerpo, de pies a cabeza, temblaba literalmente con la tremenda excitación en que se hallaba. ¡Jamás en mi vida tuve un espasmo semejante! ¿Por qué no habrá mejores palabras para expresar lo que constituye realmente el cielo en la tierra?

Pasada la tempestad, yacimos uno en brazos del otro, mirándonos tiernamente a los ojos. Al principio nos faltaba el aliento para poder hablar. Notaba que su vientre empujaba hacia mí y su palpitante coñito aferró mi herramienta como si fuese otra mano, mientras su toisón avanzaba y retrocedía. Miré ese rostro angélico y bebí en su intensa belleza. Me era imposible creer que fuese una mujer abandonada. ¡Era la propia Venus la que estaba así apretada por mis brazos, cuyos muslos tiernos y voluptuosos rodeaban a los míos! Habría podido desear que quedase tranquila y me dejase soñar que era el muy deseado Adonis, ella mi persistente y anhelante Venus, y que al final había conquistado sus deseos amorosos encontrando en sus brazos un cielo que desconocía antes de penetrar en su grieta incomparable. Pero mis vaporosas fantasías fueron apartadas por sus palabras:

 — ¡Eres sin duda alguna un buen polvo! ¡Oh! ¡Sabes cómo hacerlo! ¡Ningún tío topa así sin que le hayan enseñado!

 — ¡Sí! — dije apretándola entre mis brazos y besando los labios de rubí que acababan de hablar tan grosera como verazmente — . ¡He sido bien entrenado! Tuve buenas lecciones en mi adolescencia, y siempre he intentado practicar lo más a menudo posible.

 — ¡Ah! — dijo ella —, ¡ya lo pensaba yo! Haces el dedo-talón mejor que ninguno de los hombres que he tenido, y me atrevo a decirte que he tenido muchos más hombres que tú mujeres.

¡Franca y cómo!

 — ¿Qué quieres decir con dedo-talón, querida?

 — ¡Oh! ¿No lo sabes? ¡Seguro que sí! ¡Con lo espléndidamente que lo haces! Dedo-talón es comenzar cada golpe por el principio mismo y terminar por el final mismo. ¡Dame ahora una sacudida larga!

Así lo hice. Me retiré hasta que estaba casi fuera de su jadeante orificio y luego, suave pero firmemente, lo inserté todo lo lejos y hondo que podía, para acabar descansando de nuevo sobre su vientre.

 — Eso — exclamó —, ¡exactamente! Casi lo sacas aunque no del todo, y nunca te quedas corto en el empuje, sino que lo metes en casa con un topetazo de tus pelotas contra mi culo, ¡y eso es lo que es bueno!

Y pareció chasquear los labios involuntariamente.

Acabé retirándome, y mi hermosísima ninfa comenzó al instante el más detallado examen de aquella parte de mí que tanto le había satisfecho. Según ella, todo era absolutamente perfecto, y si hubiese debido creerla pensaría que no había pasado por su observación ningún órgano tan noble y bonito, ni bolas tan hermosas como las que ella poseía en ese momento. ¡Las pelotas la complacían especialmente! ¡Dijo que eran grandes! Estaba segura de que estaban llenas de jugo, y añadió que estaba decidida a vaciarlas antes de consentir que yo abandonase Nowshera.

Ese primer sacrificio sólo había afilado nuestros apetitos. Aún más inflamados por el detallado examen de nuestros encantos, nos pusimos a ello de nuevo y nos estremecimos en las deliciosas agonías de otro combate amoroso. Dieron las dos antes de que la dejase y no habíamos pasado más de diez minutos “fuera de servicio”. Cuanto más poseía a esa criatura exquisita más anhelaba poseerla. Yo estaba descansando, fuerte, vigoroso, y hacía casi dos meses (largo tiempo para mí) que no me había consentido los deleites de los placeres venéreos. Poco puede extrañar que mi Venus estuviese complacía conmigo, que considerase una fiesta perfecta mi comportamiento.

Dicen que el amor destruye el apetito de comida. Quizás es así cuando el amor no es correspondido, pero prometo — querido lector — que tenía un apetito devorador tras el ejercicio de la mañana. Me alegró realmente conseguir algo de comer, pues con el calor de los combates pasado y el efecto abrasador de terrible viento tórrido estaba seco completamente en lo que a la boca concierne, aunque muy otra cosa sucediera con las reservas de mi bolsa. Nunca me sentí tan preparado para la mujer como ese día, y probablemente nunca gocé tanto con tan poca pérdida de fuerza física. Mi vida marital ordenada, con sus horarios regulares, comidas regulares, y sacrificios regulares — nunca excesivos — sobre el altar de Venus tenían sin duda no poca relación con la potencia continuada que sentía en mí, pero se trataba sobre todo de la extraordinaria belleza y la voluptuosa lascivia de mi nueva dama, y la excitación erótica surgida en mí era grande en proporción a su causa. A pesar de mi hambre de comida, habría permanecido desde luego con ella sobre esa deliciosa cama, deleitándome en sus gozosos brazos, llenándola con la quintaesencia de mi vigor varonil, pero me dijo que se echaba una siesta todas las tardes, tenía hambre ella también y — dudando de mi poder — deseaba que reservase buenas partes de mi fuerza para gastarlas entre sus encantadores muslos esa noche, para solaz del animadísimo conejito.

Mientras el khansamah estaba poniendo la mesa vi una nota dirigida a mí, apoyada sobre la pared en la repisa de la chimenea (pues en la India septentrional los inviernos tienen suficiente crudeza no sólo para hacer agradable un fuego sino para exigirlo), y al tomarla y abrirla — preguntándome de quién sería — descubrí que era de mi amigo el joven oficial, el que había abandonado Nowshera esa mañana. Su texto decía:

“Querido Devereaux: En el cuarto contiguo al vuestro está la más encantadora de las mujeres ¡y el mejor de los polvos! ¡Verbum Sap[1]!

“Vuestro,

J. C.

“P. S. — No le ofrezcáis ninguna rupia o la ofenderéis mortalmente, pero si os sentís inclinado a poseerla — y pienso que así será nada más verla — decídselo sencillamente y no tendréis que pedirlo dos veces”.

¡Ah! Joven y querido camarada, ahora comprendo por qué estuviste tan reservado esta mañana y no quisiste decirme que tenía por vecino de puesto a una dama. ¡Bien! ¡Pobre chica! ¡Temo que debes ser clasificada como una de las “irregulares”, aunque sea una vergüenza pensar mal de quien me ha dado las primeras pocas horas de verdadero deleite desde que dejé mi casa!

Naturalmente, esos pensamientos trajeron al recuerdo a mi amada mujercita, y de alguna manera me desconcertó notar que la había olvidado tan completamente, a ella tanto como a mis votos matrimoniales. Pero estaba demasiado lleno de deseo. ¡Deseo recién espoleado y ansioso de más! ¡Más! De hecho, estaba medio demente con lo que unos llaman lujuria y otros amor. Esposa o no esposa, nada salvo la muerte evitaría que echase con aquella muchacha celestial palo tras palo y tras palo hasta ser incapaz de una erección. Ansiaba que llegase la tarde. Ardía por la noche. Tomé el almuerzo como un tigre voraz, pero sediento del dulce gusto de la sangre de una víctima que sabe a mano. Apartado el almuerzo, encendí un puro y empecé a pasear en círculos por mi habitación, balanceándome con impaciencia ante la puerta que impedía la comunicación con mi Venus supuestamente dormida ¡y al igual que Wellington deseaba y rogaba por la noche o — no Blucher — su despertar! Me sorprendió de pronto como cosa muy graciosa que, en caso de separarnos alguna catástrofe, ni esta muchacha sabría quién soy yo ni yo sabría quién es ella. No habíamos intercambiado nuestros nombres. Mi joven amigo, el oficial que firmaba con sus iniciales “J. C.” no me lo había dicho. Yo ni siquiera sabía su nombre, y si él conocía el mío fue probablemente por verlo escrito sobre mi equipaje. Esa encantadora Venus debía necesariamente tener una historia, y me decidí a intentar obtener su versión de ella, a partir de la cual yo podría sin duda discernir lo verdadero de lo inventado, pues no me parecía sensato esperar la exacta verdad. ¡Oh! ¿Cuándo despertaría?

¿Debería intentar un vistazo? Por Júpiter, iba a intentarlo…

Arrojando el cigarro recién encendido fui de puntillas, en calcetines, hasta su persiana y la abrí ligeramente. Allí, sobre la cama, profundamente dormida, vi a mi encantadora dueña. Se había puesto simplemente una enagua y estaba tumbada de espaldas con las manos enlazadas detrás de la cabeza y los brazos curvados hacia fuera, en una posición encantadora que mostraba el ligero tufo de cabello en la axila; pelo de tinte igual pero de color no tan rico como el de la mata grandiosa que esa mañana había humedecido tan liberalmente, con ayuda de sus propias ofrendas; ¡desnudo su busto, con los senos inapreciables, tan bellamente situados, tan redondos, tan pulidos y firmes, y prácticamente desnudo todo su cuerpo hasta la esbelta cintura! La rodilla más próxima a mí estaba doblada, plantado el gracioso piececito sobre las ropas de cama, separada cada joya de dedo de su vecino, un pie que habría encantado al más quisquilloso escultor entre los nacidos. En cambio, la otra pierna, descubierta casi desde la ingle hacia abajo, se encontraba totalmente estirada descansando sobre el borde de la cama el encantador pie que la terminaba ¡con lo cual sus muslos, esos muslos amorosamente voluptuosos y enloquecedores estaban abiertos! ¡Dioses! ¿Podría permanecer fuera mientras se exhibía libremente tanta belleza, una belleza sobre la cual podría festejar mis ardientes ojos mientras su deliciosa dueña dormía? Penetré cuidadosamente, sin hacer ruido, dando la vuelta hacia el otro lado de la cama, con el fin de que mi sombra no cayese sobres esa forma exquisita ocultándola de la luz, ya de por sí suavizada por la persiana. Observé en silencio a la hermosa muchacha que me había hecho disfrutar el éxtasis del cielo de Mahoma en sus abrazos voluptuosos de la mañana. ¡Qué encantador era su sueño! Mirando ese rostro tan puro en todas sus líneas, tan inocente en todas sus expresiones ¿quién podría imagina que en ese alma ardía el fuego de una insaciable pasión lujuriosa? Mirando esos incomparables pechos ¿quién imaginaría que innumerables amantes los habían apretado con mano lasciva o con labios, y que habían soportado el peso de esos amantes cuando temblaban en las agonías y el deleite de poseerla?

La bella y amplia llanura de su vientre estaba oculta todavía por la parte superior de sus enaguas, pero las finas líneas que percibí cuando se “puso en cueros” me hicieron pensar que quizá más de una vez había sido lugar de crianza de pequeños seres, que fundidos en semejante molde serían necesariamente tan hermosos como su encantadora madre. Mirando esos senos virginales que no parecían haber sido perturbados jamás por leche reprimida, y cuyos pezones como capullos de rosa no parecían haber sido chupados por los labios color cereza de los bebés ¿quién conectaría tales encantos con los dolores, los cuidados y los deberes de la maternidad? ¡No! Como las bellas hurís del paraíso de Mahoma, debió ser creada sólo para la satisfacción del placer, y no para las consecuencias del beso amoroso. Pero las arrugas contaban otra historia diferente, y deseé examinarlas más de cerca. Sería fácil, pues estaban casi desnudas excepto una pequeña parte próxima a la ingle, y todo cuanto necesitaba hacer era levantar suavemente — para no despertarla — la parte de enagua que aún la cubría allí poniendo la prenda sobre su cintura.

¡Así lo hice con la mano temblando de excitación! Mi ninfa estaba casi tan desnuda como cuando nació. ¡Dios de dioses! ¡Qué llamarada de belleza excitante! Había descubierto el dulce vientre para mirar las arrugas, pero mi ojo fue capturado antes de levantar tanto la vista. Tal como el pájaro es cogido en el cepo que rodea al cautivador, cebo expuesto para él, así mis ojos se enmarañaron en los tufos de ese glorioso pelo, que crecía sobre la voluptuosa concha como un arbusto boscoso sombreando la grieta. Un sexo análogo en frescura, belleza y todo cuanto excita el deseo sólo pudo haber existido en la gran Madre del amor, la propia Venus. Me parecía imposible que este bello portal a los dominios del éxtasis pudiera haber sido invadido por tantos adoradores como me había llevado a creer su charla de esa mañana. Su aspecto era el de todo lo contrario. Tenía los labios grandes y llenos, y estaba situado muy bien. Qué bonitos parecían los hermosos pelos oscuros que lo cruzaban, contrastados con la blancura de la piel, cuyos pliegues doblados hacia dentro formaban esa línea profunda y perfecta. Qué perfecta selva la sombreaba, y qué divinas eran las laderas de esa colina gloriosa, el perfecto monte que guiaba el dulce descenso hacia el hondo del valle situado entre sus muslos y terminaba en la resplandeciente gruta donde el amor se complacía escondiendo su ruborizada cabeza, derramando las lágrimas calientes de su exaltado goce.

Pero ¿qué es esto? ¿Qué es esa pequeña punta color rubí que veo empezar a destacarse sobre la confluencia superior de aquellos exquisitos labios? Ella se mueve. ¡Mira! ¡Debe estar durmiendo! ¡Cierra levemente la pierna doblada en dirección a la extendida! ¡Es su clítoris extremadamente sensible, a fe mía! ¡Crece más y más! Y ¡por los dioses! Se mueve con pequeñas sacudidas, igual que un tallo excitado y rígido ¡enloquecido ante los pensamientos del deseo ardiente!

Observé el rostro tranquilo de la bella durmiente. Sus labios se movieron, y su boca se abrió levemente mostrando dientes como perlas. Su busto pareció expandirse, sus senos crecer, subiendo y bajando más deprisa que antes de este evidente sueño de amor cumplido o a punto de serlo, invadido el suave corazón de esta perfecta sacerdotisa de Venus. ¡Ah! ¡Sus pechos se mueven en efecto! Sus capullos rosados crecen, se endurecen como ávidos centinelas colgados sobre la cumbre de su propia montaña, vigilando al amoroso rufián que invadirá a esta soñadora muchacha, llevándola hacia el dulce, agudo y abrasador encuentro.

De nuevo esos muslos se cierran uno sobre el otro. ¡Cielos!, de nuevo se abren para mostrar la región del amor, excitada, inmóvil, adelantándose ¡realmente adelantándose! Ese centelleante clítoris de rubí está evidentemente intentando notar la verga viril con la cual sueña mi embrujadora. ¿Por qué no convertir el sueño en una dulce y deliciosa realidad?

No vacilo. Me desvisto rápidamente, y en un momento estoy tan desnudo como por la mañana, pero me gustaría saber si conseguiré entrar efectivamente en esta muchacha durmiente antes de que despierte y me encuentre en su esplendoroso orificio, como sucedió con mi prima Emily, mi primer amor.

Por lo cual me puse suavemente sobre el muslo más próximo y, con las rodillas entre las suyas, me sujeté sobre las manos puestas a cada lado de ella y estiré las piernas hacia atrás, manteniendo los ojos fijos en la dulce y ardiente hendidura que pretendía invadir. Bajé mi cuerpo hasta poner la cabeza y la punta de mi herramienta, palpitante y agitada, justamente frente a su mitad inferior, y una vez allí maniobré para entrar.

¡Dioses! ¡La voluptuosidad de ese momento! Podía verme penetrando ese trono del amor y el lujo. ¡Noté que el prepucio se retiraba de la temblorosa cabeza de mi miembro, y que se plegaba tras su amplio y purpúreo hombro! Miré durante un momento su rostro para ver si había percibido el hurto galante que estaba cometiendo con su joya sagrada. ¡No! Estaba dormida ¡pero con la excitación de un sueño erótico! Poco a poco empujé más hacia dentro, retirándome sólo para proporcionarle más placer. Estoy casi por completo dentro, su mata espesa y enorme esconde la última pulgada de mi lanza de mis ojos, nuestros pelos se mezclan, mis huevos la tocan ¡y ella despierta de repente!