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Via Corporis de Pura López Colomé, Premio Xavier Villaurrutia 2007, explora los malestares del cuerpo y los sentidos ocultos del lenguaje. En diálogo constante con 34 óleos de Guillermo Arreola, recreados a partir de viejas radiografías desechadas por el Hospital Siglo XXI, se ofrece un recorrido por los versos de una de las poetas mexicanas contemporáneas más representativas.
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Seitenzahl: 101
Primera edición, 2016Primera edición electrónica, 2016
Esta obra se escribió gracias al apoyo del Sistema Nacional de Creadores de Arte.
Diseño de la colección: León Muñoz Santini
Imágenes de interiores y portada: Sursum corda, de Guillermo Arreola, acrílicos sobre placas radiográficas, 43 × 35 cm
D. R. © 2016, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México
Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.
ISBN 978-607-16-4239-4 (ePub)
Hecho en México - Made in Mexico
ÍNDICE
I. Herida provocada
II. Muerte ilusoria
III. Ceguera primaveral
IV. Hemorragia interna
V. Fantasma glandular
VI. Mellizos desprendidos
VII. Pulmón de mar
VIII. Paisaje anestesiado
IX. Sordera al más allá
X. Desfallecimiento en vilo
XI. Por lamerse las heridas
XII. Membrana plasmática
XIII. En pose decadente
XIV. Proliferación a voluntad
XV. Trote de cuadrúpedo inerte
XVI. Paso natural, yugular
XVII. Piel de zapa
XVIII. Placenta previa
XIX. Telepatía crónica
XX. Silbido apenas, trino exhausto
XXI. Artritis artística
XXII. Filtros ocultos
XXIII. El paraíso infectado
XXIV. Futuro fin, o sin
XXV. El prójimo: la herida soñada
XXVI. Fuego extinto de Santelmo
XXVII. Punza la réplica, literalmente
XXVIII. Inasible, congénita mordaza
XXIX. Leteo subcutáneo
XXX. Sáurica lesión
XXXI. Sombra descuartizada
XXXII. Descalabro de guardar
XXXIII. Coma inducido
XXXIV. Pesca de altura-madrugada-hombres, arte de
XXXV. Queja
Ese cadáver
VIA CORPORIS
I. HERIDA PROVOCADA
Faisán desplumado
cuya sangre, poca,
gotea tornasolando.
El color
de la muerte.
No del.
Es la saliva también,
sustancia espesa,
con burbujas atrapadas,
una suerte aparte.
Suerte de pegamento
que resiste
eras, épocas, edades,
y resguarda fósiles.
Ahora. Entonces. Antes.
Cuántas veces
tomé la nieve entre las manos
concentrándome en el frío,
no en el blanco blanquísimo
hasta entonces nunca visto;
arrojé una bola
con todas mis fuerzas
contra un tronco
deseando que sangrara
justo así.
Y salivó en negro.
En líquido vital
del otro mundo.
Al que hemos querido ir
desde muy niños.
Por más que quiera,
no logro descifrar
en qué momento
echó marcha atrás
la cinta vertiginosa,
a la velocidad del sonido
en serio,
a la velocidad del pensar
en serio,
sin figuras de lenguaje.
Y me arrojó a mí,
nieve sin derretir,
sobre el tronco
donde anidaba
ese faisán.
Me dejó acariciarlo.
Se fue quedando quieto,
quieto, quieto, inmóvil,
abierto a la ternura.
En santa
y disecada médula.
La de esta
mente fría
y desangelada.
Desde la cual dicto una misiva a los cuatro vientos. No sé
si comenzar con querido, estimado, apreciable, adorado,
mi bien. Al discurrir, siento un polo norte o sur en la cabeza.
No un ardor. Un horror de quien con toda calma hace
de tripas corazón para establecer distancia. Hablar cara
a cara no es lo mismo. Afloran hasta de los temblores en el
labio, en el párpado, en el mentón: las traiciones orgánicas.
Mientras
que
sobre
papel
se rebobina el hilo de seda,
la desangelada, fría mente,
la disecada médula,
se deja penetrar por la ternura
de quien se va quedando quieto,
tan inmóvil
que se puede acariciar,
faisán en su nido,
hembra empollando
sin figuras expresivas
de la lengua castellana,
que fija, velocísima,
la punta de la aguja,
la mirada,
ni por asomo suena,
incapaz de olvido,
huyendo a la cueva
de las rondas infantiles,
salivando oscuramente
para seguir viva/vivo,
porque el deseo de sangre
tiene un color blanco,
frío
como lo nunca visto,
un faisán desplumado
que gotea líquido vital
tornasolando:
está muriendo,
exhalando,
disfrutando
su agonía.
Qué maravilla.
Ahora deletreo una simple carta, a vuelta de correo, sin
remitente o destinatario, desde este mundo y país dolientes,
hasta ese otro en que todo es gozo sin miembros, sin
anatomía, sin espíritu. En este texto quisiera revivirte.
Ahí
estás
clarividente
re
corriendo
la cuerda
cuyo
nudo
sutil
ciñe
la jugosa
la escondida
manzana de Adán.
Que hasta rima con faisán.
Cual frágil talón
de Aquiles
que quisiera
la fuerza de miles.
II. MUERTE ILUSORIA
Creí que transferir
era cambiar de féretro.
No trocar privilegios
de este mundo
o aquella esfera
alucinada.
Estoy perdiendo el juicio,
saliéndome de quicio,
y encantada.
Estoy viendo rostros
por todas partes,
todos me hablan;
entre otros muchos,
los de la trinidad
divina,
la divinidad
trina,
oculta tras la nube,
que emergió instantes
después o antes,
no se sabe,
pero emergió arco iris,
puro matiz diferenciado,
multiplicado,
pura matriz de seres:
mientras el azul
les entra por la pupila
y la deshace,
les entra por el tímpano
y lo pulveriza.
Azul que no es azul. Luz que sí. El primer estambre que te
cubrió los brazos. Una cobija tejida por manos de madre o
abuela. Cuánto se te esperó. Tiempo de suavidades y listones
color pastel. Ningún otro momento en la vida igualmente
aéreo, definible en y para sí, el de la nada a cambio. Qué va
nadie a imaginar lo que será el transcurso al
feto
que
va de retro
rumbo
al féretro.
Tránsfuga.
Se me figura
alguien que agradece
y cómo,
sin cadenas de despedida qué romper
sin lazos de bienvenida qué cortar
dándose a la fuga
ya sin sentirlo,
ya sin hacerlo,
ya sin sin, sin ya.
Me encantaría borrar los hechos conscientes de aquel
personaje que no estaba muerto cuando lo enterraron.
Catatónico al que no identificaron como tal. Nadie lo sabía.
Ni él. Nadie escuchó nada los días siguientes. Y eso que los
“deudos” iban a llevarle flores frescas casi a diario; había,
además, muchos jardineros, muchos espectadores de fuegos
fatuos y demás apariciones. Lustros después, tuvieron a bien
vender los terrenos de aquel cementerio y trasladar a los
habitantes a otro lado, sin importar su estado de aridez o
descomposición. Al sacar su caja, se les abrió sin querer:
quizás el aumento de los temblores durante todos esos años
habría contribuido a aflojar las cerraduras del ataúd, tanto,
tanto, que cualquiera juraría que lo hubieran querido abrir a
golpes desde dentro, con una fuerza inusitada de otro mundo.
El esqueleto presentaba, en lenguaje de suprema corte, los
brazos plegados al frente, las uñas crecidas como garras
tiesas, como de ave de rapiña enjaulada; todo indicaba que
habían rascado, hecho profundos surcos, en el revés de la tapa,
al grado, casi, de perforarla.
Poseído por el demonio,
la peor angustia imaginable,
fue despidiendo oxígeno,
despidiéndose
a bocanadas leves
hasta soltar amarras.
Así las ideas.
Rascan tras la tapa
— no la vuelan—,
hacen ruido,
arman un verdadero escándalo,
que al otro lado es
silencio.
Digno acompañamiento
de un camposanto.
Emisiones. Una mera mezcla de gases. ¿Es solipsista a fondo
el pensamiento? ¿Logra salir del encierro alguna de sus
partes? ¿Comunicarse, como se dice vulgarmente? ¿Hacerle
saber al otro —quizás querido— lo siguiente, que no es
mucho: vivamos bajo un mismo techo sin destrozarnos, o:
hemos nacido para entretejer nuestras individualidades y
llamarle a eso la gran armonía, acaso armonía sin tonos? Bajo
un mismo techo, techumbre, paladar, cubierta, tapa de una
caja, cielo raso. Sin jardín, sin serpientes que caminen
erguidas, o se terminen arrastrando. He ahí el hogar y: ¡a vivir
se ha dicho! A morir.
III. CEGUERA PRIMAVERAL
Se desprendió
sola
la córnea
de un descarado,
la ventila ustoria,
soltando las imágenes
de toda una vida
al desnudo.
Habría sido intolerable
no abrir la puerta trasera
de la cárcel,
ante el ojo centinela
a la diestra, el buen ladrón,
y el criminal,
que descree
y gime
pese a todo
a la siniestra.
Moja su propio aceite
doloroso,
padecido,
en el naipe oculto,
el de la humanidad
que se equivoca.
Al guardián,
silueta plasmada en el muro,
le tocó en suerte la fábula,
su personal epopeya,
su minúsculo heroísmo:
Tú,
el que fuiste
y no ha logrado transitar
de afuera adentro;
el que ha abandonado lejos
la sonrisa.
Él, el desdoblado,
en tránsito de adentro afuera,
se despojó de ella
porque quiso.
Se deshizo a voluntad
de la boca que no expresa,
no muda: hipócrita.
Dejó tirada
la delgadísima tela
de un transplante.
Se rasgó las vestiduras,
las facciones.
Qué tienes en la cara, qué te pasó, preguntaban: les resultaba
impensable que algo sumamente violento ocurriera de
improviso, un día cualquiera, al volver de la escuela, de una
fiesta o de algún paseo. Un animal me atacó, y se veía tan
manso (ante esta palabra siempre despierta en mí el sermón
de la montaña, las bienaventuranzas, en particular, la de los
mansos de espíritu), tan inofensivo (y la ofensa, como una
llaga de purulento agravio, invisible). Alguien me había
advertido de la zona oscura del instinto. Y yo, típicamente,
me pasé de listo. Tan sentimental. Tan “puro corazón”.
No me cabía la menor duda del poder del amor. Que es claro.
Como lo es la oscuridad.
Allá libre,
alguien
opacamente,
habla con un perro
en lengua que yo entiendo,
en lenguaje delicioso,
corporal.
A contraluz,
todavía me vienen a la mente
algunas cosas,
creo.
Una parte al menos,
que me hace menos
sin degradarme,
que disminuye
ante mis ojos
mis propios ojos.
Hubo que coserle los párpados porque, por algún motivo
incierto, se seguían abriendo solos, como si escondieran un
resorte, como si fueran de muñeca, de mentiritas. Sólo que
los globos verdes no eran de plástico. Y entre ellos y
la pupila los demás tendrían enfrente, en calidad de película
fija, la última imagen vista. Quien llevó a cabo el tru-tru,
con hilo grueso, se enteró de aquel secreto. Mas cada vez que
lo intentaba describir, se le desmoronaba como pan viejo.
IV. HEMORRAGIA INTERNA
¿Cómo saber si DESDE
el principio
fue el punto del cual
mana leche y miel,
si es precipicio,
alter ego,
surtidor, fuente
que invita al engaño?
El de las biografías
sin conciencia.
El ante todo
precursor de alfas y omegas.
En el piquete,
en la punzada,
ahí,
no en la sangre;
algo que se clava
puntiagudo
en la huella digital,
que se posa,
cual monarca
de alas
núbiles y frágiles,
naranja y negro,
ligerísima,
en y entre las sienes.
Un perpetuo dolor de cabeza. Todo el tiempo duro y dale,
cincelándote los límites de una inteligencia, que ni el nombre
merece. No disciernes ni lo más elemental. Para ganarte
la vida, tendrás que acudir a alguna actividad mecánica,
como perico repetidor que no sabe lo que dice. Golpear
teclas. Eso. Hacer copias. Eso. Tal vez, y en el mejor
de los casos, aprender un oficio para el que no se necesite
cierta destreza. Un trabajo proporcionado por un pariente,
alguien cercano a la familia, que responda por ti,
por tus errores, que sea tu aval por puro cariño.
Probablemente, podrías dedicarte a obras de caridad
para contigo mismo.
*
DESDE la espina crece
una trenza, luego guirnalda
deshecha, deshebrada,
borbotón helicoidal
borbotón al fin,
y cómo se repite
altisonante:
ad hominem
ad libitum
ad nauseam
ad maiorem gloriam
ad
se replica dentro de su propia cueva,
las oes por lo redondo
de círculos concéntricos,
círculos viciosos
de íntimos amigos.
Me tapo los oídos, los ojos, la boca,
otra vez las tres cosas
y sigo aquí,
encubierta
en esta trinchera, ésta.
La verdad de la locura
parece antonomasia
y no, de veras no,
pleonasmo,
redundancia,
anacoluto:
Aneurisma,
planta multicolor,
no psicodélica,
de cielo y sombra,
mayestática
corona
de nuestras nervaduras.
Tuyas, mías, favores de Natura.
Suerte de tira bordada
con arandela de cobre,
hace pensar y pesar a fondo
(cómo fui capaz de esa violencia),
tan crucial que sigue
no la pista
sino hasta la mínima
de sus derivaciones
sin blanco previsto,
blanco, blanco simple.
Entonces, no se hace esperar la réplica del cataclismo:
cómo fui capaz de esa violencia, de marearte dándole vueltas
y más vueltas a lo que hemos hablado hasta la saciedad.
Nunca permití que jugaras espontáneamente al ajedrez.
Según intuía, tendrías que practicar las estrategias de grandes
maestros, a ver si así. Estos intercambios entre ambos