Viaje a Nadsgar II. El beso de la Leónida - Alejandro Barrero Santiago - E-Book

Viaje a Nadsgar II. El beso de la Leónida E-Book

Alejandro Barrero Santiago

0,0

Beschreibung

"Y ahora que nuestro mundo agoniza, ahora que las tinieblas de las que él nos libró regresan, ahora que sólo él puede ayudarnos… Ahora es cuando, en cada morada, en cada sucia taberna escondida en algún recóndito rincón, en cada puesto de guardia, en cada torre de magos, en cada reino… en todos los lugares se habla de lo mismo. Caminantes, herreros, generales, campesinos, buhoneros, senadores, mercaderes, bandoleros, condes, traficantes, reyes, hechiceros, mensajeros… Todos. Todos ellos claman a voz en grito el regreso de Espada Negra."

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 958

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Cubierta y diseño editorial: Éride, Diseño Gráfico

Dirección editorial: Ángel Jiménez

Imagen cubierta: Alejandro Barrero

Viaje a Nadsgar II.

El beso de la leónida

© Alejandro Barrero

© Éride ediciones, 2022

Espronceda, 5

28003 Madrid

ISBN: 978-84-19485-11-3

Edición eBook: Vintalis, S.L.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos,

www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Alejandro Barrero nació en Valladolid en 1993. Es actualmente profesor de Educación Secundaria y Primaria. Gran lector, sus lecturas favoritas siempre fueron las fantásticas y con frecuencia soñó escribir el libro que a él le gustaría leer. Comenzó a escribir a los doce años, elaborando sus primeros borradores.

Con diecisiete años termina Con el Diablo no se juega, dos años más tarde acaba su continuación, El besode la leónida, y finalmente en 2014 escribe su primera novela erótica: Te querré toda la vida. Además de la escritura, Alejandro disfruta de otras aficiones: es cinturón negro 2º Dan de judo y gran amante de la música, en especial de la guitarra. Ambas han conformado el carácter idóneo para la creación de sus novelas.

ALEJANDRO BARRERO

Viaje a Nadsgar II

El beso de la leónida

*Anexo al final con el Lenguaje Arcano y los nombres de los personajes

Mapa del Reino De Vinorg

Querido lector:

Debido a la cantidad de personajes que encontrarás en esta novela, en el anexo del final, hallarás un pequeño diccionario,que también te ayudará a refrescar la memoria a medida que vayan apareciendo personajes de la primera parte de la saga.

Este anexo, junto al mapa, hará que tu experiencia con esta novela sea mucho más gratificante.

Espero de corazón que disfrutes y no puedas parar de leer.

ALEJANDRO BARRERO SANTIAGO

Prólogo. El regreso

Cuatro años después de la toma de Roquel por Espada Negra.

Cortur se detuvo ante las puertas de gruesa madera que lucían dos aldabas doradas con forma de puños cerrados en torno a dos esferas. Después de dar vueltas y vueltas desorientado por los pasillos del palacio, al fin daba con la maldita habitación en la que les había dado por reunirse a la duquesa y su corte. Sin ninguna duda, para una convocatoria de ese calibre lo ideal hubiera sido reunirse en alguna de las amplias salas destinadas al Consejo de Nobles o en las salas del senado de Sifva. Pero no. La duquesa había insistido en hacer de esa reunión algo «más informal y menos serio», y había decretado que la misma tuviera lugar en su propio palacio de Eslugón, en Riadas del Este. Posiblemente, la verdadera razón no era otra que lograr, para ella, una reunión «más cómoda y sin necesidad de desplazarse».

Se alisó nervioso los cabellos antes de decidirse a entrar. Ya habían tenido muchas reuniones formales acerca de ese asunto y la de ahora solo era una más a sumar a la larga lista. Cortur ya se las conocía bien: mucha gente de título, o por lo menos de la burguesía —desconocida para él en su mayoría—, sentada en torno a una mesa escuchando a los mismos tres o cuatro de siempre soltar la perorata habitual. Ya se tenía sabidas muchas de las frases allí proferidas con frecuencia, del estilo: «el reino se va al garete», «no hay nada que podamos hacer», «la próxima reunión será…». El cuento de siempre. Pero esta vez no sería igual. Al fin, tras aquella interminable búsqueda que había durado cuatro años, habían encontrado al hombre al que buscaban. De todos modos, si la reunión se hacía aburrida, como las anteriores, él sacaría a relucir su información. Cortur, al que rara vez alguien tenía en cuenta en tan importantes reuniones, capitán bajo el mando directo del corregidor de Ûngper, esta vez traía consigo nuevas que esperaba que revolucionasen a los reunidos.

Cortur entró airoso en la enorme sala, sin llamar. Tras un seco y reverberante saludo a media voz que llamó la atención de los convidados, avanzó raudo hacia ellos.

El resto de personas allí reunidas le dedicaron una rápida mirada por unos segundos antes de volver a centrarse en la discusión que el capitán había interrumpido. El corregidor Gruge Matura retomó la palabra, volviendo a dar vueltas por la sala nerviosamente.

—Ese zopenco descabezado… ¡Dijo que no iba a poner un pie en Nadsgar y parece ser que no hay dios que le haga cambiar de opinión! Su puta madre… Si ya sabía yo que no daría su brazo a torcer, que lo mejor era traerlo atado de pies y manos.

Se hizo un pequeño silencio en la sala, en el que todos meditaron por un momento las palabras del corregidor.

—Tantos años buscándole sin tregua para que al final, una vez que lo hemos hallado, escondido en el otro confín del mundo, nos diga lisa y llanamente, con toda cachaza(1), que él se queda donde está —mientras el senador Parelo hablaba, seguía con la mirada las incesantes vueltas del corregidor Matura, quien parecía tener afán de terminar erosionando el pavimento—. Cuatro años perdidos en una búsqueda con éxito… con éxito, pero inútil.

Damas y caballeros aquí congregados, deberíamos olvidar ya el asunto del viaje a Nadsgar. Solo él podía encabezar esta arriesgada travesía.

—Y sin él todo se va a la mierda —continuó Gruge, girando sobre sus talones para iniciar otra erosiva vuelta—.

¿Es que ya no tiene nada en su cucurbitácea(2) cabeza hueca por lo que seguir viviendo? Algo habrá para convencerle de que venga.

—¿Algo como qué? —Trillo, el sacerdote, miró fijamente por la ventana, hablando de espaldas al resto—. Ese hombre no quiere nada que podamos ofrecerle. Ya sabéis: ni oro, ni tierras, ni sangre.

—Ni tampoco golfas —el sacerdote, quien desde luego no pretendía acabar de esa manera su enumeración, se giró hacia el corregidor Matura, quien entre vuelta y vuelta parecía haber recargado energía para seguir hablando—.

Nada de nada. Ya le podemos ofrecer todo por lo que cualquier hombre de este mundo estaría dispuesto a vender a su propia madre, que él seguirá en sus trece.

—Es un tanto melancólico —comentó el Coronel Cimitarra mientras jugueteaba con un pequeño estilete sobre una enorme mesa de caoba—. Él tiene todo, pero a la vez no tiene nada. ¿Tierras, oro, poder? Si quisiera, él mismo podría conseguirlo en un abrir y cerrar de ojos. Siempre hizo cuanto se propuso, y nada se pudo interponer en su camino. Hay veces en que me gustaría usar el poder de la Espada del Diablo y volver atrás en el tiempo. Para enmendar nuestro error. Sí. Porque también fue nuestro error. Por… nuestra culpa, ella murió… No me extraña que no quiera volver a saber nada de todo esto. Pero bueno, la historia es inmutable. De nada nos serviría volver al pasado, aunque pudiéramos.

El Coronel Cimitarra iba a continuar hablando cuando ella se incorporó. Durante toda la conversación, había permanecido sentada a la mesa, y tan solo pareció estar en alma presente cuando el capitán Cortur irrumpió en la sala. Vestía una larga túnica morada, llena de adornos dorados, bien ceñida a su esbelto cuerpo. Sus cabellos castaños estaban cuidadosamente recogidos por una redecilla dorada que le daba un aspecto menos rígido y más cercano, aunque no podía contrarrestar la dureza de su mirada. Una mirada que pronto hizo que todos los ojos de la sala se posaran en ella.

—Como bien sabréis todos —la duquesa hizo una pequeña pausa para terminar de captar toda la atención de los presentes—, el hombre desapareció, pero su leyenda continúa. Desde Angra hasta los reinos de Riarda, cada día está más viva su historia.

Todos asintieron lentamente, compartiendo la opinión de la duquesa. Ella tomó aire profundamente antes de continuar hablando.

—Pues sabed que al hombre al que tratamos de hacer regresar a la fuerza no es uno cualquiera. No. Él ha sido capaz de las hazañas más inauditas —la duquesa bajó levemente el tono para crear una envolvente atmósfera en el que todos prestaban atención a cada palabra que brotaba de sus labios—. Se formó en el monasterio de Roquel bajo la tutela del Cruzado, el noveno de los erkans; ha retado y vencido a caballeros de los cuatro reinos; acabó con los Xcx; raptó a la princesa Elora en Migdala; viajó sobre el legendario dirigible Apoteosis, libró la ciudad de Cania de isgos(3), ha matado a condes altaneros y ha asesinado a reyes indolentes; ha muerto y ha vuelto a nuestro adusto mundo con la fuerza de los titanes; ha recorrido caminos y sendas que otros ni siquiera conocen; en la oscuridad de la noche, ha acabado con criaturas que otros no se atreven siquiera a mentar a plena luz del día; se movió entre el presente y el pasado a voluntad… Un héroe para algunos, una abominación para otros; pero para todos un mismo nombre: Espada Negra, el décimo de los erkans.

La duquesa pasó una dura mirada por todos los presentes.

—Y ahora que nuestro mundo agoniza, ahora que las tinieblas de las que él nos libró regresan, ahora que solo él puede ayudarnos… Ahora es cuando, en cada morada, en cada sucia taberna escondida en algún recóndito rincón, en cada puesto de guardia, en cada torre de magos, en cada reino… en todos los lugares se habla de lo mismo. Caminantes, herreros, generales, campesinos, buhoneros, senadores, mercaderes, bandoleros, condes, traficantes, reyes, hechiceros, mensajeros… Todos. Todos ellos claman a voz en grito el regreso de Espada Negra.

Todos guardaron largo y tendido silencio. El Coronel Cimitarra dejó de juguetear con su estilete; Trillo, el sacerdote, no volvió su atención a la ventana como gustaba de hacer; el senador Parelo clavó su mirada en el suelo, meditando sobre las palabras de la duquesa; e incluso el corregidor Gruge Matura se estacionó, quieto de una vez, sobre un mullido sillón. Hasta los que apenas habían tomado parte en la conversación, como Teodoro de Fedre, siempre sentado junto a la duquesa, parecieron guardar un intencionado silencio.

Cortur se removió en su sitio. Sabía que no era momento para intervenir, que tan solo la duquesa se podía permitir ese lujo. Aun así, él sabía algo que el resto desconocía. Algo que le había hecho llegar tan tarde a la reunión. Algo que, de alguna manera, podría ayudar a los propósitos del mundo conocido. Hizo un ademán de levantarse de su sitio. Una hermosa hechicera, ataviada con un agresivo vestido rojo amaranto, clavó en él unos intensos ojos púrpuras que le hicieron palidecer inconscientemente. Librándose por un momento de la influencia de la hechicera, se incorporó. Al levantarse, el tintineo de su faldón de cota de malla atrajo toda la atención. Ya estaba hecho. De nada servía ahora volverse a sentar, ocultándose tras una floja expresión de misericordia.

La represiva mirada de la duquesa pronto le hizo adquirir la floja expresión de misericordia que desde un primer momento trataba de evitar.

—Su excelencia —se atrevió a empezar, tratando de adquirir una expresión más severa—, me temo que tengo información que tal vez, espero que, quizás, si mis fuentes no me fallan… —enmudeció por un momento al darse cuenta de la ausencia de contenido en sus palabras, reflejada en el ligero alzar de cejas en el rostro de la duquesa.

Paró un segundo y tragó saliva antes de continuar—. Adriana de Morina, lo que yo os pretendía transmitir es que creo conocer una manera de hacer que el erkan regrese.

Pudo apreciar por el rabillo del ojo cómo un par de nobles se mofaban por lo bajo. En cambio, la duquesa no debió encontrar nada divertido en sus palabras. Por lo visto, tampoco encontró divertida la larga pausa que hizo el capitán, y despegó los labios con lentitud.

—Capitán Cortur, te escuchamos atentamente —le apremió, con educación pero áspera—. Toda reunión tiene un límite. Espero que tu información nos resulte, de algún modo, útil.

—Sí, capitán, ilumínenos con la valiosa información que dice poseer —comentó irónico Gruge Matura—. ¿De qué se trata? ¿Piensa ofrecerle algo que él no tenga? ¿Un vestido de seda?

—Corregidor —la duquesa cortó fría como un cuchillo las pequeñas risas ocasionadas por la broma de Gruge—, estoy prácticamente convencida de que la idea del capitán será más productiva, si no más coherente, que vuestra aportación de traer al erkan atado de pies y manos.

—Sí, mi señora —se calló al instante Gruge.

—Ahora, si no hay más especulaciones sobre el tema que el capitán trata de exponernos, preferiría ir directamente a la parte en la que él habla y nosotros escuchamos. ¿Bien, capitán?

Cortur asintió, dispuesto a soltar todo lo que sabía, palabra por palabra. La duquesa Adriana, tan inteligente como bella, era capaz de hacerse obedecer solo con una mirada. Apretó los puños con nerviosismo y comenzó a hablar lentamente, para no titubear.

—Bien es cierto que el erkan no regresará ni por todo el oro del mundo —algunos le respondieron con cara de obviedad—. Pero hay algo que hemos olvidado. Él, antes, luchaba incondicionalmente junto a nosotros sin problema. Entonces pensé yo: ¿qué ocurrió para que todo acabara?

Nadie respondió inmediatamente. Un escalofrío y un mar de dudas avasallaron a Cortur por un momento.

Por fortuna, sus palabras habían sido tomadas en serio, y Parelo no tardó en intervenir tímidamente.

—La muerte de ella… —murmuró el senador.

—Creo que lo voy entendiendo… —el sacerdote Trillo se mesó el bigote lentamente—. Solo hay algo que el erkan ansía y por lo que regresará. Algo que perdió para siempre, algo que le daría fuerzas para ir al confín del mundo…

Todos enmudecieron lentamente al comprender. Adriana de Morina fue la primera en susurrar suavemente la respuesta a la pregunta que tantos quebraderos les había ocasionado.

—…El beso de la leónida.

1. Aldea en las montañas

Cuatro años antes de que aquella reunión aconteciese.

Zarŕe terminó de hacer un quiebro mientras su espada silbaba en el aire en una maniobra meramente de alarde, en señal de que aquello era una lenta muestra de lo que era capaz de hacer cuando se diera el caso.

—Guarda ya esa espada, mendrugo. Estamos en un castillo, no es momento de florituras —le ordenó otro de los hombres que se hallaban allí presentes, antes de dirigirse de nuevo a aquel que les había reunido en una oscura sala de piedra a aquellas horas del mediodía, en la que todos solían echar tranquilamente la siesta—. Entonces, archimago, debemos matar a un hombre para vos, ¿cierto?

El archimago de mortecina piel y ojos grandes y oscuros asintió lentamente con una fea sonrisa.

—Normalmente, vuestro hombre pulula por Kellville o, si no, por un monasterio en el culo del reino, en las Nevadas. Debemos interceptarle en el bosque de Nord Calium. Ese hombre no lleva ni criados, ni siervos, ni lacayos.

Tampoco escolta, guardia o guardaespaldas. Para encontrarle, no tendremos que viajar días y noches hacia ningún palacete, alcázar o palacio. Solo tendremos que esperar en medio de Nord Calium… ¿Es así, noble Cobra?

El archimago se quitó un húmedo mechón de pelo rojo ceniza de la frente y asintió de nuevo, sin quitar aquella siniestra sonrisa.

—Y luego, tras matar al atún —continuó Zarŕe, quien ya había dejado de juguetear con la espada—, no nos tendremos que ver obligados a escondernos en algún sucio rincón durante las próximas dos estaciones, porque nadie nos va a buscar ni a perseguir. Ni cazarrecompensas, ni cazadores, ni guardias, ni nada. Nadie querrá venganza ni ningún lanza-hechizos nos lanzará maldición alguna. Nadie echará de menos a vuestro hombre… Por hablar un poco más claro, señor, ¿nuestro trabajo es cargarnos a un garrulo de pueblo corriente y moliente que no significa nada para nadie?

Esta vez, Cobra ni asintió ni negó; se mantuvo en silencio, sin borrar aquella sonrisa. Zarŕe miró al resto de sus compañeros, que aguardaban de pie tras él, en silencio e inmóviles, como de costumbre. Ya estaban tan habituados a su oficio como a la luz del sol. Pero a ellos, a Las Serpientes de Acarria, no se les contrataba nunca para nada fácil. «No», pensó Zarŕe, «aquí hay gato encerrado».

—Y para matar a ese simple garrulo, noble Cobra, ¿no contratáis a ningún matón de pueblo? ¿A ningún maleante barato? ¿Nos contratáis a nosotros, a Las Serpientes? ¿Por cien monedas de oro y otras setenta y cinco de plata?

—Ese es vuestro arancel habitual, ¿no es cierto? —cuando habló, al archimago pareció borrársele lentamente la sonrisa de la cara—. Y las setenta y cinco, por si hubierais de llenar el buche.

—No es así, señor Cobra, porque nosotros somos Las Serpientes de Acarria. Nosotros no nos encargamos de acabar con garrulos vulgares. Eso es trabajo para bandoleros de poca monta. De todos modos, consejero Cobra, si de verdad queréis la cabeza de vuestro garrulo trinchada en una pica, os va a costar el doble: doscientas de oro. Doscientas de oro bien brillantes, que tengan bien claro el signo de la ceca de Vinorg y que no estén recortadas. Y vos sabéis por qué este precio. En este trabajo hay fullería(4). No tenemos ni idea de cuál será la trampa, pero pagaréis por ella.

Tendréis a vuestro garrulo en forma de cadáver si son doscientas, no menos. En cuanto al embeleco(5), ya nos las apañaremos nosotros a golpe de porra y hacha. ¿Qué decís, noble archimago?

Se hizo un incómodo silencio en la sala. Por un momento, Zarŕe estuvo a punto de darse media vuelta con los suyos y volver por donde había venido. Sin embargo, el archimago volvió a sonreír de aquella tétrica manera.

—Acepto vuestra nueva tarifa, Serpientes. Tendréis las doscientas bien doradas y brillantes, sin recortar y con la ceca de Vinorg bien clarita y reluciente. Y también se mantienen en pie las setenta y cinco de plata por si hubiera alguna necesidad aparte por el camino. Ahora, partid.

Zarŕe trató de controlar su asombro. Se llevó el puño cerrado al pecho, se inclinó solemnemente y salió junto a los suyos por la puerta. No pensaba conseguir sacar al consejero real más de ciento veinte; como mucho ciento cincuenta. Ahora se daba cuenta de que había valorado demasiado poco aquel trabajo para el oro que en realidad valía.

El sol arrojó sus primeros rayos de luz sobre el monasterio. El monasterio de Roquel se elevaba imperioso sobre la cima de una rocosa y escarpada montaña. El edificio era de piedra y de dos pisos, y contaba con tres torres que se erguían en sus esquinas, mientras que la esquina restante terminaba en un edificio no muy alto: los establos. A unos cuantos metros del monasterio se distinguía otro enorme edificio de piedra, que complementaba al primero, y que si bien le restaba esplendor, le convertía en un conjunto más que respetable.

Los enormes portones de madera con remaches metálicos aún estaban cerrados. En los siguientes minutos, el monasterio cobraría vida. Pero no solo el monasterio, sino también la aldea circundante que se había erigido en torno a él. Como si se hubieran puesto de acuerdo para levantarse al unísono, los aldeanos comenzaban a hacer vida en las calles poco a poco. Los animales eran dirigidos por sus pastores hacia fuera de los dominios del monasterio. Las lecheras portaban grandes jarros sobre sus cabezas; un herrero sacaba soñoliento todas sus herramientas para preparar su taller en plena calle; en una casa de grandes puertas abiertas se podía ver cómo un panadero y sus hijos amasaban el pan y cómo el molinero montaba en su jaca para volver a su molino.

Por fin, los pesados portones del monasterio se abrieron lentamente. Sobre el gran umbral, enmarcado en un arco de piedra, decoraba los portones una estatua de un hombre semidesnudo con tres grandes pares de alas a la espalda. La estatua tenía los ojos vendados, un arco que apuntaba al cielo cargado con una flecha y una pequeña inscripción al pie que rezaba algo en otra lengua. Algo que seguramente el somnoliento monje que se encontraba justo bajo la estatua, en el umbral de la puerta del monasterio, comprendería sin problemas. El monje dejó cuidadosamente los portones abiertos, dando a entender que oficialmente el monasterio se encontraba accesible para todos desde ese momento, y se volvió hacia el sol, estirándose mientras recibía la luz matutina.

Interrumpiendo sus estiramientos y bostezos, un joven adepto salió a su encuentro, formulando la frase de cortesía.

— Oruc Aester. Prior, necesito hablar con vos con urgencia —el prior, demasiado ocupado en estirar el cuerpo por completo sin olvidarse de ningún músculo, ignoró al adepto—. Señor Indro OĆurum, necesito hablar con vos… ¿Prior? ¿Me estáis escuchando?

El prior cesó tranquilamente de repantigarse y miró fijamente al joven monje. El adepto le devolvió la mirada, nervioso. Indro OĆurum era un hombre complaciente y justo y, aunque nunca había intercambiado con él más de dos palabras seguidas y de cortesía, sabía que era un buen hombre. Físicamente, el prior era de estatura media y algo —por no decir bastante— rellenito. Al contrario que el resto de monjes, él no llevaba la cabeza completamente afeitada, y dejaba que su pelo de un color castaño anaranjado, especialmente abundante en los lados y en la parte posterior de la cabeza y mucho más escaso en el resto del cráneo, cayera liso en la medida de lo posible. Al igual que el resto de cenobitas, en su frente lucía un tatuaje de un ojo orlado de gotas: el ojo de Apolo.

Indro OĆurum se alisó lentamente las solapas de su hábito, dejando ver los detalles rojo escarlata de estas, antes de dirigirse por fin al adepto.

—Dicen que la paciencia es una virtud, ¿qué opinas de ello, joven monje?

—Bueno… sin duda hay mucha sabiduría en esa frase —contestó el joven, un tanto descolocado por la pregunta—. Sin embargo, lo que me trae ante vos es algo bien distinto a frases sabias, prior.

—Por lo que veo, una virtud que brilla por su ausencia en los adeptos —Indro OĆurum sonrió cálidamente mientras el adepto se preguntaba si había obrado, de algún modo, de una manera indebida—. Supongo que ambos tenemos aún un día por delante.

—Sí, señor, un largo día.

—¿Largo? ¿Quién dijo largo? —comentó el prior con soberbia tranquilidad—. Si disfrutas de la plenitud de la mañana y recibes la energía de la tarde, tras haber descansado por la noche, las jornadas se te pasarán voladas… Es algo que se va notando con la edad.

—Sí, prior —trató de apremiarle discretamente el novicio, para quien el día sí era un interminable calvario de rezos, plegarias, fregar platos, limpiar caballos y complacer al resto de monjes—. Empero, de lo que yo os quería hablar, maestro Indro OĆurum, es algo que se ha de contar rápido para que vos meditéis en ello con la plenitud de la mañana, la tarde y la noche… y para que yo pueda llegar a tiempo a los establos.

—Bien, bien —pareció terminar por ceder el prior—. Cuéntame, hijo, qué es eso tan importante.

—Veréis vos, señor prior: la cuestión trata sobre un rufián de poca monta que vino a la aldea esta madrugada.

Cuando llamó, o más bien aporreó, según aseguraba el pescadero, las puertas del monasterio, nadie acudió a abrirle; así que se fue cagando leches a la taberna —el novicio se percató de la desaprobación del lenguaje soez por parte del prior, así que rápidamente trató de encarrilar la situación—. Esas fueron las palabras exactas que me transmitió el pescadero. El caso es, señor prior, que el rufián se puso pesado y no debió dejar de armar jaleo hasta que pudo ver a un monje.

—¿Tú eras el monje al que finalmente vio?

—Sí, señor. Hoy, antes de que el sol saliera, oraba al dios Apolo junto a otros en el templo. De camino, el pescadero nos abordó, alegando que un hideputa no le dejaba dormir la mona.

—¿Más palabras exactas del pescadero?

—Sí, señor —trató de enmendar su descuido el novicio—. El caso es que ya sabéis que el pescadero vive a escasos metros de la taberna y el hide… el rufián no le dejaba descansar con tanto alborozo. Entonces Cur-Saret me pidió que le acompañara. El rufián ese… no veáis qué mal tipo, señor prior, vestía como un pordiosero y portaba…

—No juzgarás un alma por la apariencia de un cuerpo —le recordó Indro OĆurum—. Olvida los embarazosos detalles y ve a lo importante.

—Sí, señor. A decir verdad, el hombre tampoco era muy educado, no cesó de repetir que quería veros a vos en persona, incluso amenazó con apartarme de un empujón e irrumpir directamente en el monasterio, ¡y me llamó calvorota!

—Bien, muchacho, eso es todo cuanto tenía que oír. Ahora mismo acudiré a ver qué se le ofrece a nuestro invitado.

—Señor, os interesará saber que…

—Joven monje, me temo que la plenitud de la mañana te está desbordando; corre a tus labores, no vaya a ser que al final sea verdad que las jornadas se hagan cortas.

El muchacho se llevó la mano al corazón y, tras murmurar una educada despedida en la lengua madre, desapareció corriendo en dirección a los establos.

Indro OĆurum le contempló por unos momentos, apostándose consigo mismo a que alguno de los alocados huaraches(6) del novicio terminaría por salir despedido en la carrera. Cuando el muchacho se perdió en la lejanía, el monje puso rumbo a la taberna de la aldea.

Aunque bien había reprendido al joven por juzgar el alma del hombre que le aguardaba, sabía que no debía estar desprevenido con un sujeto como ese. «Si el pájaro se pone pesado», pensó Indro OĆurum, «llamaré a Apmajuju o a Fábulo, y veremos si sigue con ganas de hostigar».

Tiró otra pequeña piedra con desgana hacia la pared. La china botó en el suelo de piedra y se elevó para chocar contra una mohosa losa del muro. Tras rebotar, entró en un pequeño cuenco de madera que había en el suelo, acabando junto a otro puñado de piedras que en él yacían. Otra piedra más siguió la trayectoria de la primera, para acabar en el interior del cuenco. El reo, en vista de que se le habían acabado los guijarros, se levantó pesadamente del suelo y cruzó su pequeña celda para recoger los que había en el cuenco. Una vez los tuvo en su poder, volvió a su sitio, apalancado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared contraria a la de la escudilla de madera.

De nuevo el hombre arrojó una piedra contra el suelo y, como no podía ser de otro modo, tras elevarse y chocar contra la pared, entró de lleno en el cuenco.

—¿Vas a parar de hacer eso de una maldita vez?

—¿Se te ocurre algo mejor?

Ante el silencio de su compañero de celda, el hombre continuó lanzando guijarros en la misma trayectoria. Al cabo de un rato, el segundo, tras escuchar siete nuevas piedras aterrizar acompasadamente en la escudilla, se decidió a hablar de nuevo.

—¿Crees que vendrán a por nosotros?

—Lo creo.

—¿Crees que nos sacarán de aquí?

—También lo creo.

El hombre que estaba sentado volvió a lanzar un nuevo guijarro. El otro, aferrado a los barrotes y contemplando con nostalgia el exterior, se giró hacia su compañero.

—¿Y si no viniesen, Tork? ¿Qué será de nosotros?

—Vendrán.

—¿Y por qué no han venido ya? Llevamos varios meses aquí encerrados; unos… ah, ya perdí la cuenta.

Por primera vez en un largo rato, el hombre de rizado pelo anaranjado que estaba sentado dejó de arrojar cantos al cuenco. Alzó la cabeza y buscó los ojos de su compañero de celda. Una vez los encontró, se dispuso a hablar.

—No sé por qué no han venido ya, Menoto. No sé por qué no vinieron hace cinco meses ni por qué no vinieron el día después de la batalla. Simplemente no lo sé. Imagino que las noticias tardan en llegar. Sí, ya lo supongo, no hace falta que lo digas. Las noticias no tardan casi medio año en llegar. Y menos a Kellville, que está tan solo a unos días de camino. Esos canallas han tenido que hacer algo para evitar que nadie sepa de nuestra desdicha.

Pero mantén la esperanza. No envejeceremos aquí. Mi padre vendrá a buscarnos.

—Tu padre está muerto —una voz proveniente de la celda contigua interrumpió su conversación.

Menoto pudo comprobar, mirando a través de los barrotes de la mejor manera que podía, que las manos de Sirón y Jako estaban aferradas a los barrotes de la mazmorra vecina. Así como estaban dispuestas las celdas, una a continuación de otra, les era imposible verse entre ellos; tan solo podían ver las manos que asomaban—. Tienes que ir haciéndote a la idea, Tork. De lo contrario, habría venido hace mucho y nos habría sacado de estos calabozos.

—¡Cállate! —bramó Tork, incorporándose de sopetón, irguiéndose en toda su estatura—. ¡Mi padre no está muerto! ¿Me oyes? ¡Vive! ¡Algo se lo habrá impedido, y eso es todo! ¡Nada más!

Tork Belgarf se aferró a los barrotes junto a Menoto, tratando de encararse con Sirón; pero por mucho que apretujase su cara contra el metal no podía ver más que las manos de los otros. Finalmente, desistió y se separó de los barrotes mientras se pasaba la mano por su descuidada barba anaranjada, secándose la humedad del hierro.

—Eres un cabrón, Sirón —dijo Tork lo suficientemente alto para que lo escucharan con claridad desde la celda contigua—. Un cabrón malnacido. Debería dejarte aquí cuando vengan a buscarnos.

—No vendrán, Tork —el tono de Sirón no era ni de burla ni de enfado, era más bien melancólico—. Hazte a la idea. Nadie va a venir a por nosotros. Estamos jodidos, Tork, muy jodidos.

Tork no respondió. No. No iba a continuar con esa bobada. ¿Qué se había creído Sirón? Cuando menos se lo esperasen, su padre, Slawer Belgarf, vendría con un ejército de sicarios y mercenarios a sacarles de allí. Y entonces Sirón tendría que bajar la cabeza y darse con un canto en los dientes por la vergüenza.

—Aunque viniesen, Tork —esta vez, era la voz de Jako la que provenía de la celda contigua—, ¿cómo iba a encontrarnos? No estamos ni siquiera dentro de Roquel. Estamos en Nord Calium, bajo tierra. Nadie se imaginaría que debajo de un pozo medio cubierto por la vegetación hay unas mazmorras. ¿Aún sigues escuchando, Tork? Y aunque nos pudiesen encontrar… ¿qué harían con él? ¿Qué haría con el erkan?

—¡Silencio en la jaula!

El carcelero se acercó a las rejas y dio unos secos golpes con los nudillos en ellas. Los presos callaron mientras resonaba el guantelete metálico contra los barrotes.

—Apestoso traidor —le bufó Menoto—. Si hubieras tenido un poco de honor y dignidad habrías preferido la muerte antes que doblegarte ante el enemigo.

—¿Doblegarme? ¿Enemigo? —se jactó el guardia—. Me parece que andas muy desencaminado. Yo no me he doblegado; me he adaptado a las circunstancias. Y el erkan y los suyos no son mi enemigo. Mi enemigo es aquel que me perjudica. Desde que el erkan llegó, esta aldea ha sido un remanso de paz. No os extrañéis porque prefiramos vivir bajo las órdenes del erkan, antes que haber muerto por un cobarde que huyó corriendo a guarecerse en el monasterio en el momento en que se olió la pelea… Tork.

El mentado se giró como un resorte y se pegó contra los barrotes, mirando desafiante y con furia al carcelero.

—Cuando salga… cuando salga te retorceré el pescuezo.

—Sería lo más probable —el guardia se pasó la mano por el cuello y le devolvió la mirada—. Si algún día sales.

Cuando el prior llegó a la taberna, lo que acontecía en su interior no era propio para nada del solitario y tranquilo ambiente de una posada por la mañana. Avanzando entre la gente con precaución, llegó al origen del bullicio que allí había formado. En una alargada mesa de madera, de aspecto húmedo, posiblemente por la multitud de bebidas que habría absorbido a lo largo de los meses, se encontraba el rufián del que le había hablado el novicio. Le reconoció al instante. Era un hombre de pelo negro como el carbón que lucía una descuidada barba de varios días.

Como bien había descrito el monje, vestía con ropa llena de mugre, de rotos y jirones. A la espalda, el rufián lucía un extraño báculo acabado en una esfera brillante.

Sentado enfrente del rufián, otro hombre mantenía una acalorada discusión con él. Este segundo era delgado y mayor que el otro y, a decir verdad, cualquiera que se fijase un poco más allá de su apariencia, que dejaba ver algunos rasgos seniles como su grisáceo pelo, podría decir que seguía en forma. Su rostro era anguloso y curtido, presidido por una nariz fina y recta, pero lo que más llamaba la atención de él era una tremenda cicatriz que le iba desde el ojo derecho a la parte izquierda de la barbilla, pasando por debajo de la nariz.

—Desde la batalla que aquí tuvo lugar hace dos estaciones, esta aldea ha estado tranquila y en paz —el hombre de la cicatriz hablaba pausadamente, aunque la aspereza de su tono podría lijar una tachuela sin problemas—. Aquí nadie molesta a nadie. No hay guardias porque aquí no nos hacen falta. No he visto morir gente para que llegue el primer descabezado muerto de hambre a molestar.

—¿Morir gente? —se zahirió(7) el tipo del báculo, lo que pareció enojar sobremanera al otro—. No me vengas con jácaras(8). ¿Acaso tú no sabes mantener una conversación sin tener que sacar otros temas, como las pobres mujeres que mueren, sus menesterosos hijos que quedan huérfanos, los pordioseros tuertos que además tienen la viruela, y los expuestos seres en vías de extinción? ¡Falta viento para hacer sonar ese añafil(9)! Si quieres discutir, hazlo usando tus propios argumentos, no metas en la conversación otros temas que no nos incumben y que no hacen más que hacer sentir culpable al otro por motivos adyacentes que nada tienen que ver. Me mantengo en mi anterior petición: quiero ver al prior de Roquel, y le quiero ver ahora. Tengo un mensaje para él. ¿Lo entiendes?

¿No? Probaré a decírtelo a tu manera, con temas adyacentes. ¡No he ignorado a mendigos ciegos y leprosos, huérfanos de padre y madre, que pedían limosna en las calles, para que ahora me vengas con que no puedo ver al prior! ¡Pobres caracoles de la sierra septentrional de Angra… se extinguirán por completo como no me llevéis ante el prior!

Se armó un gran revuelo en la taberna tras las ofensivas palabras del forastero. El otro hombre, que había llegado a desenvainar su espada hasta la mitad sin lograr achantarle, había vuelto a guardar su arma ceremonialmente.

—¿Algún lanza-hechizos, verdad? —preguntó, ya más tranquilo—. De ahí esa confianza tan distintiva. Ese sentimiento de estar continuamente protegido tras un muro mágico y poder despotricar tranquilo. Todos sois iguales. Os creéis superiores, intocables. Creéis que el mundo es vuestro… Pero siempre hay algún desliz, algún descuido, y termináis catando el hierro. Y luego ya no es momento para hechizos de sanación, no. Luego vienen la hemorragia y los sudores. Con ello, es difícil formular un hechizo. Y más aún si os rematan segándoos esa cabeza de chorlito. ¿De qué se trata? ¿Brujo? ¿Hechicero? ¿Mago? ¿Chamán? ¿Druida, quizás? Ya os responderé yo. Dudo que se trate de chamán o druida; ellos se quedan en sus bosques sin joder al resto de los mortales, incluso son útiles de vez en cuando. Luego, los magos son más amables, aparte de que se pasan la vida enfrascados en sus libros y encerrados en sus torres. Por último, los brujos llevan armas de filo, no báculos, y suelen meterse en sus propios asuntos. No nos queda otra que hechiceros. Altaneros, ostentosos, abusivos, siempre metiendo las narices donde no les llaman y haciendo experimentos. Siempre haciendo alarde de sus poderes. ¿Qué es lo siguiente? ¿Nos amenazarás con convertir esta mesa en una quimera en apenas unos segundos? ¿O será un simple chasquido de dedos lo que haga arder toda la taberna antes de que nadie diga «bacalao»?

—Lo siguiente es que todo el mundo se va de la taberna y vuelve a sus ocupaciones —Indro OĆurum emergió de entre la muchedumbre allí formada—. Nos quedaremos solos el forastero y yo. Y el tabernero, por supuesto.

¿Habéis oído todos? Que ni el pan se gana solo, ni el dinero crece en los bolsillos. Fábulo, tú también. No; él y yo solos. Sí. Si hay problemas, te llamaré.

Lentamente, todos fueron saliendo de la abarrotada sala. Fábulo fue el último en abandonar la taberna. Se detuvo en el umbral por un momento, mirando desafiante al forastero, como esperando alguna bravata. Sin embargo, el desconocido le devolvió la mirada sin acompañarla de ningún gesto obsceno o matiz lacerante.

Contrariado, Fábulo hizo ondear su capote añil al darse la vuelta y terminar por desaparecer.

Indro OĆurum midió por un momento al truhan. Este, consciente de que el prior estaba decidiendo el grado de cortesía y de confianza que debía otorgarle al comenzar a hablar, aguardó en silencio. Lentamente, Indro OĆurum ocupó el sitio que había libre frente al hombre, donde momentos antes había estado Fábulo.

—Por lo visto, no habéis empezado con muy buen pie en Roquel —empezó lentamente el prior—. Sed bienvenido de todos modos, siempre y cuando vuestra estancia no vaya a causar más alborotos. Tengo entendido que tenéis un mensaje para mí.

—Gracias por concederme esta cita, señor prior —el tono de voz del forastero era bastante diferente al que había usado durante la discusión con Fábulo—. Ciertamente, a estas alturas lo raro sería que aún no supieseis que traigo nuevas para vos, y más después de todo el jaleo. En lo que al mensaje concierne, sabed que es de suma importancia, lo que espero que justifique estas prisas por transmitíroslo.

—Eso espero, don…

—Disculpad, aún no os he dicho mi nombre. Todos me conocen como Samoguna Medani, de los Claros Reales.

Y vos sois Indro OĆurum, prior del monasterio de Roquel —el prior asintió con la cabeza—. Ahora que ya sabemos todos quiénes somos con certeza, vayamos al mensaje. Aquí me presento en nombre del joven y apuesto conde de Oquién, Nevetille de Cicea.

Las palabras del hechicero eran alegres y claras, como si un pregonero o un maestro circense exhibiese a alguien realmente importante. Ante los ojos del tranquilo Indro OĆurum, unos pequeños y casi imperceptibles rayos azules recorrieron el rostro del mago. La apariencia del rostro del que el novicio describió como un rufián comenzó a cambiar. Donde hubo una descuidada barba de varios días, al momento no hubo otra cosa que un cutis notablemente bien cuidado. De aquella maraña de barba tan solo quedó un fino y alargado bigote, cuyos extremos acababan en punta, probablemente obra de algún hechizo estético. Sus ojos, aparentemente apagados, fulguraron con un nuevo brillo negro, también obra de algún hechizo. Sus desordenados cabellos parecieron alisarse y caer lacios en un distinguido peinado a lo paje. Por último, los leves rayos azules abandonaron su rostro para recorrer sus vestiduras. Estas, al igual que antes su semblante, comenzaron a cambiar. Primero adquirieron un tono más claro y brillante, que acabó por convertirse en un llamativo morado. Donde hubo rotos, ahora había distintos y caprichosos adornos blancos en formas de lazos y dobleces.

El prior contempló estupefacto al nuevo hombre que tenía ante él. Nada quedaba del rufián que hacía unos momentos cambiaba opiniones acaloradamente con Fábulo. Contempló asombrado las nuevas y elegantes vestiduras del hechicero. Samoguna Medani advirtió su mirada.

—Estos adornos se llevan mucho en los Claros Reales. La última moda, podría decirse. ¿Ocurre algo, señor prior? ¡Ah, sí! Imagino que no os esperabais este… cambio. No os preocupéis si me habéis llegado a confundir con un rufián —Indro OĆurum, aún sin palabras, se preguntó si el hechicero era capaz de leerle la mente—; eso prueba que mi tapujo era eficaz. No podía viajar de un lado para otro así de acicalado sin temer por los asaltadores de caminos. Como bien dijo antes vuestro amigo de la cicatriz, siempre puede haber algún desliz; y ni toda la magia del mundo me impediría catar el hierro.

—Muy… muy sagaz por vuestra parte —recuperó el habla el prior, tratando de aparentar normalidad—. Sin embargo, mentasteis que proveníais de los Claros Reales, mas vuestras nuevas vienen desde aquí, desde Oquién. ¿He de suponer que sois algún tipo mensajero errante?

—La procedencia es lo de menos, mi buen prior —el hechicero sonrió, mostrando unos dientes relucientes, mientras se tocaba una punta del afilado bigote con distinción—. Volvamos al mensaje; no sin motivo revolucioné vuestra apacible aldea. El asunto es serio. La cuestión es que, de algún modo que no nos concierne, han llegado a mis oídos ciertos rumores. Rumores acerca de que algo grande y escamoso aterrizó en esta aldea hace dos estaciones.

—No os andéis con rodeos, hechicero. Las cartas sobre la mesa.

—¿Queréis que sea más claro, prior? ¿Qué tal si os pregunto por algo grande y escamoso, que además escupe fuego, vuela, y que traía a un erkan sobre su grupa?

—Lo mismo da —Indro OĆurum se pasó una regordeta mano por el rostro—. ¿Qué es lo que quiere el conde de ese algo grande y escamoso?

—Veo que finalmente no tenéis tantos problemas con los rodeos —el hechicero sonrió—. De todos modos, para evitaros el tener que dar tantas vueltas hablando, lo diré en plata: quiere su cabeza.

—¿Y os ha mandado a vos a cortársela? —el prior frunció el ceño y se echó hacia delante sobre la mesa—.

¿Aun sabiendo que, aparte del hierro, podéis catar también el puño cerrado de un monje en vuestra cara?

—Tranquilidad, prior —rio el encantador—. No me ha enviado a mí a segarle la cabeza al dragón. De hecho, estoy aquí meramente para comprobar su existencia. Pero no temáis, vuestro «pequeño» secreto estará a salvo. Al menos de momento. Le diré al conde que no hay rastro alguno del reptil, y que tan solo son habladurías paganas. De todos modos, el conde no es, ni mucho menos, estúpido. No pasará mucho tiempo hasta que manden a otros aquí a indagar. Y esos otros no serán ni tan gentiles ni tan pacíficos. Aún tenéis tiempo para largar al reptil de aquí. Un mes, si tenéis mucha suerte. El excelentísimo conde no es famoso por su paciencia, sino más bien por su cabezonería. Si en su real mollera se ha asentado la idea de que aquí hay un dragón, no se quedará tranquilo en su castillo hasta que no demuestre lo contrario.

—Gracias por vuestra ayuda… —Indro OĆurum se recostó en la silla—. Como bien habéis hecho vos previamente, os hablaré en plata: ¿qué queréis a cambio? No tenemos mucho que ofrecer, como os podréis imaginar de una aldea regentada por un monasterio.

—No quiero nada —el hechicero se quitó una mota de polvo de las hombreras de su gabán y se incorporó lentamente—. Estoy saldando una vieja deuda, no más… Y aún dudo si podré saldarla del todo algún día. Gracias por su atención, prior. Espero que nos volvamos a ver y en mejores condiciones para ambos, si cabe.

Antes de que Indro OĆurum hubiera podido articular palabra, un calambre azulado recorrió el cuerpo de Samoguna Medani. El rufián de desastrado aspecto y descuidada barba de tres días se encaminó hacia la puerta. El prior se levantó con rapidez en pos de él.

—Esperad un momento. No os vayáis.

Haciendo caso omiso de sus palabras, el hechicero tomó la puerta de la taberna y salió al exterior. Corriendo torpemente, Indro OĆurum le siguió y agarró el pomo de la puerta para salir fuera.

Al salir, el panorama que se encontró no era ni mucho menos el esperado. Un buen cúmulo de personas, entre las que se hallaba Fábulo, disimularon mirando hacia otro lado y andando en varias direcciones. El prior tomó por el hombro al viejo soldado.

—Fábulo, no disimules, sé que estabais oyendo la conversación. ¿Dónde ha ido?

—Lo siento, Indro OĆurum —el hombre echó hacia atrás su capote, que se había quedado trabado en su hombro—, tampoco pudimos oír nada. ¿Que dónde ha ido quién?

—¿Quién va a ser? ¡El hechicero!

—De aquí no ha salido nadie, solamente tú.

—¿Cómo puede ser posible? ¡Yo mismo le he visto salir hace apenas unos segundos!

—Brujería —respondió a su pregunta Fábulo con desprecio—. No ha podido tratarse de otra cosa.

La hermosa muchacha se desprendió de la cinta que ataba su melena, dejándola volar al viento. Sus cabellos ondulados del color de la miel ondearon con suavidad mientras ella rebuscaba un cepillo en su talega. Una vez lo hubo encontrado, comenzó a cepillarse el pelo, a pesar de que bien se veía que no era en absoluto necesario cepillar un cabello tan sedoso.

Sumida en sus pensamientos y sin dejar de cepillarse, se contempló en las aguas del río Nür, a cuyas orillas estaba sentada. Unos ojos difíciles de describir con palabras, grandes y llamativos, de un intenso color verde solo comparable al brillante verde de los ojos de los gatos nocturnos, le devolvieron la mirada. La joven alzó una fina y estilizada ceja mientras dejaba caer su flequillo de tal modo que le tapase casi por completo el ojo derecho, concentrada en colocarse el cabello para que no le dificultase demasiado la vista. Sin darse cuenta, había comenzado a cantar. Cantaba en un idioma desconocido para la mayoría, y ya olvidado para los que lo habían estudiado. Un idioma extraño y con un suave y rasgado acento nórdico.

Cuando consideró que el flequillo quedaba lo suficientemente cómodo a la par que bonito y natural, se quedó mirando fijamente en el río el reflejo del colgante que pendía de su cuello. El collar simulaba una cadena dorada de la que colgaba un precioso adorno plateado en el que estaba grabado un dragón. Tomó el adorno con delicadeza y suspiró.

De pronto, algo la sacó de sus profundas cavilaciones. Algo que cualquier humano habría sido incapaz de percibir valiéndose tan solo de sus propias capacidades. Se levantó. La joven era delgada y esbelta, de complexión delicada. Sus pies descalzos, junto con el blanco y casi transparente vestido que flameaba al viento y su larga melena, le daban el aspecto de ser la libertad personificada. Alerta, alzó la cabeza hacia el cálido sol de la tarde y arrugó la nariz, haciendo que los azules tatuajes de sus mejillas se torcieran con gracia.

Como si lo hubiera esperado desde el primer momento, la joven no se inmutó cuando el enorme dragón verde y dorado, de escamas que reflejaban con furia la luz del sol, apareció de entre las copas de los árboles. El dragón, haciendo vibrar el aire a cada batir de alas, aterrizó con elegancia en mitad del río Nür, cuya profundidad en aquel tramo apenas le llegaba a la cruz.

Por un momento, la enorme criatura pareció disfrutar de la fresca corriente. Acto seguido, clavó sus gigantescos ojos de color esmeralda partidos por unas finas y verticales pupilas negras sobre la joven. Esta, sin miedo, hizo una reverencia al imponente ser.

—Saludos, Mely —se dirigió a ella la criatura sin mover los labios ni menear el hocico. El dragón se comunicaba telepáticamente con ella y, a pesar de la ferocidad de su voz, acorde con su aspecto, se podía apreciar un claro tono de cariño en sus palabras—. Él tiene un pequeño asunto para ti. Aquí, en Oquién. Para ser más exactos, en el castillo del conde Nevetille de Cicea. Escucha con atención.

A las afueras de Nord Calium, no muy lejos de la desviación hacia Kellville, la figura de un hombre se materializó en el aire surgiendo mágicamente de entre la bruma. El rufián de desmelenada cabellera y barba de tres días caminó con naturalidad por el sendero que conducía a Kellville, como si no acabase de aparecer allí mismo de la nada.

De repente, el hombre se detuvo y, sin denotar mucha práctica, se llevó la mano a la espalda descolgándose un alargado báculo de madera acabado en una esfera brillante. Desconfiado, miró en derredor; mas la densa bruma no le permitió vislumbrar más lejos que a donde alcanzaba su báculo extendido. Comenzó a dar una lenta vuelta sobre sí mismo, apuntando con la esfera del báculo hacia el exterior.

Pasados unos momentos se detuvo en seco, mirando fijamente a un punto. Sujetó con decisión su báculo y la esfera de este despidió una suave luz blanquecina. Algo pareció moverse entre la bruma. Una figura humana.

—Veo que vuelves a usar tu antiguo nombre, Samoguna —la figura se detuvo en un punto en el que tan solo podía distinguirse su difuminado contorno—. Me alegra.

—Tú… —el hechicero se quedó quieto, como tratando de reconocer la voz que le hablaba, sin dejar de apuntar a la silueta con su báculo—. ¿Cómo…? ¿Cómo me has encontrado?

—También me alegra que hayas decidido dejar tu antiguo oficio —prosiguió la figura sin responder a su pregunta—. Sinceramente, era contraproducente. Ahora que el dinero no es una meta para ti, ya no te hace falta engañar al Estado sin pagar los impuestos, ni estafar dinero a los que requerían tus servicios como mago ambulante.

Veo, además, que estás más a gusto con la hechicería que usando la magia blanca y elemental. Cómo no, me alegro.

—Aún me quedan años para tratar de pagarte todo lo que hiciste por mí…

—Ya lo estás haciendo, Samoguna —la figura se rio—. ¿Quién te iba a decir que de servir a un Xcx ibas a acabar sirviendo a un demonio?

—Esto es diferente. Lo hago por gusto. Porque siento y sé que debo hacerlo. Porque no dormiré tranquilo hasta que no salde mi deuda.

—No tengas prisa, Samoguna —la voz pareció distorsionarse por un instante—. El tiempo va colocando todo en su lugar. Ya habrá momento de saldar aquello.

—Tú… no estás aquí presente; es una ilusión, ¿no es cierto?

—Cierto. Muy cierto —la figura permaneció inmóvil—. La información que le has brindado al prior de Roquel era trascendental. No me pasará desapercibida. Te aconsejo que, una vez hayas hablado con el conde, procures no hacer ondear tu capa demasiado por Oquién. Y menos aún por Cicea. Puede que tenga que correr sangre para lavar la insana curiosidad del conde. La justa. Pero correrá. Te deseo un buen viaje, Samoguna. Que nos volvamos a ver y que lo hagamos sanos en tiempos en los que reine la paz. Ve con los dioses.

—Lo mismo espero —el hechicero, quien ya había bajado su amenazador báculo hacía un rato, se inclinó ante la figura, que ya comenzaba a volatilizarse—. Que las estrellas guíen tu camino, Árator de Kellville.

2. La forja de un mito

—Busco a Mefrán Lavera.

La curtida mujer me contempló por unos instantes como si acabase de caer del cielo. Era una señora bajita y regordeta que lucía un delantal blanco salpicado de sangre y vísceras. Si quieres ser carnicera, debes despedirte de estar presentable a lo largo de la jornada y acostumbrarte a la sangre sobre el mandil. Miré por un momento una mancha particularmente grande en la que parecía haber algunos pegotes de algo.

Había pasado medio año ya desde que tomé Roquel. Medio año desde que la aldea pertenecía a Espada Negra.

Medio año desde que la Espada del Diablo nos devolvió al tiempo presente. Medio año desde que aquel nigromante me incinerase en un espacio intertemporal.

Ahora, yo, Árator de Kellville, volvía cada dos semanas al pueblo en el que me crie. Siempre buscando lo mismo. Siempre sin éxito. Pero por algún motivo, ese día parecía ser diferente. Mi idea de encontrar a Lavera me daba la impresión de ser más que acertada.

Recorrí con la mirada las transitadas calles de Kellville. Aún recordaba cómo hacía cinco años, cuando aún era un muchacho de catorce, tuve que huir de allí por culpa de un asesino, Slawer Belgarf. No lo hubiese logrado sin la ayuda de Fábulo; por aquel entonces, un bardo de lo más normal del mundo. Así fue cómo acabé viviendo en el monasterio de Roquel cuando era, en aquellos tiempos, un solitario y apartado monasterio de peregrinaje. Allí pasé tres cálidos años de mi vida, formándome clandestinamente junto a mi mentor, Moifás OĆurum. Aprendí a leer y a escribir, a guiarme por las estrellas, a rastrear, a cabalgar, la anatomía humana, matemáticas, filosofía, religión… Pero, sin lugar a dudas, lo más importante de mi formación fue mi adiestramiento como guerrero. Pronto descubrí que mi inicial fervor por aprender a luchar se había convertido en un aliciente más que suficiente. Aprendí a combatir con multitud de tipos de armas, desde espadas hasta hachas, pasando por toda clase de artefactos arrojadizos, bastones, porras, armas de asta, mandobles, arcos… No tardé en decantarme por el uso de las dos espadas. Siempre dos. Se me enseñó «una para atacar y otra para defender». Para defender ya estaban los escudos, lo mío era «las dos para atacar sin descanso».

Sin embargo, mi adiestramiento como guerrero no llegó a ser tan importante como mi aprendizaje como mago.

Gracias al libro que cayó en mis manos, el Tratado Arcano, descubrí mi sensibilidad mágica, y Moifás OĆurum comenzó con mi educación en la magia. Aprendí a usar los elementos. Era capaz de lanzar una llamarada que brotaba de las yemas de mis dedos, de hacer crecer una semilla de la palma de mi mano, de cambiar la dirección del viento por un corto espacio de tiempo, de mover objetos a distancia o de crear pequeñas olas en el lago que había cerca del monasterio. Aunque por aquel momento me parecía digno de admirar, más adelante constaté que aún me quedaba mucho por aprender. Mucho más de lo que yo podía llegar a imaginar…

Desgraciadamente, mi estancia en el monasterio de Roquel no duró mucho más. Forzado a escapar de nuevo por un asesino, llamado Xcx, que trabajaba para un misterioso hombre conocido como Anok Suteck, hui del monasterio junto a mi inseparable amigo Apmajuju y mi dragón, Nife. Sí. En ese momento ya habían acontecido muchas cosas. Yo sabía que era un erkan y quiénes eran mis padres. Nife había roto el cascarón y ya tenía algunos meses. Moifás OĆurum se había retirado a vivir a Las Nevadas en una cueva y Cur Volco se había convertido en Volco OĆurum, el nuevo prior de Roquel. El capitán Tork Belgarf había llegado con sus soldados al monasterio y yo había pasado de ser un soldado bajo su mando a convertirme en un pequeño héroe que salvó a sus hombres de que los devorase un dragón de los hielos. También había llegado ella al monasterio, con su extraño y atractivo aspecto y su eterna canción… Fue el día de mi huida cuando aquel desdichado dardo la alcanzó y perdió la memoria.

Ahí comenzó una nueva vida para mí. Ahora que mi maestro había muerto a manos de Xcx y que no podía regresar al monasterio, Apmajuju, Nife y yo no teníamos cadenas que nos atasen a ninguna parte. Ese fue el comienzo de mi largo viaje. En sus últimos suspiros, Moifás OĆurum me había pedido que buscase a un hombre: a Rodek Maulo. Fue siguiendo su pista como acabamos en Cordville, donde conocimos a Falsio Temb y donde nuestro viejo amigo Untric se unió a nosotros. Ahora éramos cuatro: Apmajuju, Untric, Nife y yo. Ahí comenzaron nuestras aventuras. Alguien había asesinado a Rodek Maulo, y las pocas pistas que teníamos se reducían a un extraño olor a menta fresca y al desconocido paradero de Mely, quien parecía ser una pieza clave en todo aquello.

Viajamos andando, a caballo, en barca y en dirigible a los Lares del Errante, a los Claros Reales, a los Prados de Turuán, a Cacils, a Adrudo y, finalmente, tras tener que atravesar varios días las Colinas Doradas, a Oquién, de vuelta al monasterio. Durante nuestro largo viaje corrimos grandes peligros y desvelamos extraños misterios, hicimos tan buenos amigos como tan férreos enemigos y perdimos y ganamos compañeros de viaje. Cuando llegamos a Roquel éramos seis; mas cuando la batalla acabó solo quedábamos cinco. Melchor, o más bien Merlín, dio su vida por ayudarnos… Entonces yo ya sabía muchas cosas, como que Moifás era en realidad mi abuelo, o que…

—¡Ari! —una aguda y pueril voz me sacó de mis pensamientos mientras una mano tiraba de las mangas de mi gabán hacia abajo—. ¡Despierta! Que ya hace un buen rato que la señora se ha ido. No me extraña, te ha contestado y te has quedado mirando a la nada, como si tuvieras la cabeza vacía.

Miré a la niña que me reprochaba mi estado de meditación. Ella me devolvió la mirada con sus ojos zarcos como el mar. Conocí a Tara en el puerto de Acarria, cuando buscábamos un dirigible que nos llevase de regreso a Oquién. La verdad sea dicha, la forma de conocernos no fue muy agradable. Junto a otros pillastres, aquella cría me robó mi saco de monedas y me hizo perseguirla por media ciudad. Si no hubiera sido por Mely, seguramente se me habría terminado escapando. Horas más tarde, cuando apenas quedaban unos minutos para que nuestro dirigible zapase, la rescaté de las alcantarillas de la ciudad, donde estaba punto de ser forzada por unos truhanes del desierto de Möl. Desde aquel día, Tara no se había separado de mi lado y yo me había jurado también no despegarme de ella.

Me fijé mejor en sus grandes ojos azules. Eran muy bonitos, incluso para una niña de nueve años. A su edad, ya había visto muchas más cosas de las que cualquier adulto querría. No todos podían decir que habían sobrevivido a lo mismo que ella. Todo ello hacía que me recordara profundamente a mí cuando era pequeño.

Sin querer, evoqué amargos recuerdos de cuando estuve escondido bajo la cama de mi antigua casa, en Kellville. Estaba solo en el mundo y en peligro. Aquel día fue cuando conocí a Nife; bueno, cuando aún no había roto el cascarón. Eso me dio un motivo por el que seguir adelante. Me acordé del miedo que me atenazó al cruzar Nord Calium en dirección a Roquel, cuando la manada de lobos me atacó. Por fortuna, ahí conocí a Moifás OĆurum. Gracias a él me convertí en lo que soy. Jamás pude agradecerle todo lo que hizo por mí.

—Ari, ¿me estás escuchando? ¿En qué piensas?

—En nada, Tara —le sonreí pícaramente mientras la revolvía la negra y lisa melena que a Mely tanto le había costado peinar antes de salir de Roquel—. ¿Te has enterado bien de lo que ha dicho la señora?

—¡Pues sí! Si no llega a ser por mí, ahora estarías perdido y sin saber dónde encontrar a ese amigo tuyo.

—Claro, por supuesto —le di la razón de tal manera que el sarcasmo se pudiese mascar—. ¡Menos mal que me acompaña la ínclita(10) Tara, famosa en todo el mundo conocido por su gran sabiduría y su capacidad de no distraerse mientras las carniceras hablan!

—¡No te burles! —la delgada y morena niña me zarandeó levemente—. ¡Y no te rías!

—¿Cómo podéis insinuar que me burlo de vos, doña Tara? ¡Yo, que arriesgaría mi vida por salvaguardar vuestra dignidad!

Finalmente, ella tampoco pudo contener la risa y me tomó de la mano, siguiendo el camino que le había indicado la carnicera. Volví a mis pensamientos.

«Yo tuve la suerte de conocer a Moifás OĆurum», pensé, «la enorme suerte de conocer a mi abuelo, quien me guio y protegió».

Pero no. Para Tara no sería diferente. Ella también había tenido la ocasión de conocer a alguien que la protegiera. Yo sería su Moifás OĆurum. Nunca, nunca dejaría que nada le pasara. Jamás me separaría de su lado.

Llegamos a la plaza mayor, en cuyo centro se hallaba un gran árbol centenario rodeado por un banco de piedra en forma de aro. Ya habíamos pasado otros días por allí, pero esta vez las calles estaban llenas de mercaderes y buhoneros que voceaban alegremente sus productos.

Tara abrió mucho los ojos, sonriendo levemente, mientras miraba en derredor. Adiviné que aquel panorama le recordaba al gran mercado de Acarria, donde nació y se crio. Sin embargo, a pesar de todos los puestos que llenaban la plaza, ese grupo de mercaderes no tenían ni punto de comparación con el famoso mercado de Acarria, al lado del puerto aéreo. Aquel mercado sí que era enorme, y en él se vendían todo tipo de aparatos y criaturas en cada puesto: en algunos se podían ver dragones enanos que rugían en sus jaulas; cobras de llamativos colores con la capacidad de transformarse en pulseras al enroscarse en el brazo de su dueño; pegasos en miniatura que relinchaban mirando a los transeúntes pasar; espejos que podían mostrar una escena de tu pasado; fumaderas de tabacos de diversos sabores; plumas de ganso que jamás agotaban su tinta al escribir; calaveras parlantes capaces de responder a preguntas de «sí o no»; escobas encantadas que barrían solas; multitud de libros; amuletos protectores; inciensos; genios menores; ropas que cambiaban de color según el estado de ánimo…

—Ari, ¿estás bien? —de nuevo, Tara me sacó de mis cavilaciones—. Hemos cruzado la plaza y no has prestado atención a un solo puesto. Te has vuelto a quedar pensando en tus asuntos, como antes. ¡Ni siquiera me estabas escuchando!

—Tienes razón, Tara —en mi mente se disipó la imagen del gran mercado de Acarria y volví a verme en la plaza mayor de Kellville, rodeado por comerciantes con mercancías normales, corrientes y molientes—. Estaba recordando el mercado de Acarria.

—Yo también me he acordado… —en el tono de voz de la niña pude apreciar un cierto anhelo—. Pero esto no

es nada comparado con el gran mercado de Acarria, ¿verdad, Ari? ¿Volveremos algún día?

—¿Ya tienes ganas de desvalijar a las pobres gentes de Acarria? —Tara sonrió con granujería mientras caminábamos—. Sí, supongo que algún día volveremos. De momento, nuestro sitio está aquí, en Roquel. Ya se me había olvidado lo que era pertenecer a un lugar.

—Yo también echo de menos el viajar por todo el reino sin ataduras… ¡Oh! Mira, debe ser aquí donde nos envió la carnicera… Mmm… Sí. Una casa grande… puertas de color verde pistacho… tres pisos… Sí, sí, aquí es.

—¿Estás segura? —miré desconfiado a la lujosa casa frente a la que nos habíamos detenido—. Preguntemos a otra persona.

—No, no. Te digo que es aquí. Confía en mí. Si hubieras estado atento a las indicaciones de la señora tendrías derecho a discernir(11).

—¿Discernir? ¿No será a disentir(12)?

—Tú me has entendido. Es aquí, te lo digo yo.