Viaje al pulmón del mundo - Gerardo Treviño - E-Book

Viaje al pulmón del mundo E-Book

Gerardo Treviño

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Beschreibung

Este libro narra sucesos reales. En diciembre del 2018, un grupo de voluntarios decide emprender una expedición hacia el interior de la selva amazónica. Siete millones de kilómetros cuadrados llenos de misterios, secretos y leyendas. Con no más de una pluma y su libreta, el autor busca el significado de la existencia vislumbrando el escalofriante destino de un pueblo cuyos sueños únicamente serán leídos en estas hojas. En este diario se redacta la crónica julioverniana que promete el hallazgo de uno de los tesoros más grandes del milenio. Encuéntralo, resuelve el acertijo y sigue la aventura en este Viaje al Pulmón del Mundo #VPM

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Un especial agradecimiento

a mis padres y hermanas. A la asociación

Travelers With Cause por su inmensa labor,

a Roberta, Adrián, Jimena, Raúl, Rafa, Tere

y Mariana por acompañarme en el lodo y en las

estrellas; a doña María, don Poro, doña Valda,

Eriadne, Emiliano, Yslla Kawane, Sandriane,

«Piraña», «Escorpión», la propia Valquiria…

pues sin ellos, el viaje carecería de sentido.

ÍNDICE

PORTADA

CONTRAPORTADA

AGRADECIMIENTOS

VIAJE AL PULMÓN DEL MUNDO

PÁGINA LEGAL

AUTOR

PUBLICIDAD LID EDITORIAL

Inscritos en mi memoria se ubican recuerdos de infancia: océanos de incuantificable información sobre civilizaciones antiguas, guerras mundiales, leyendas, dioses de antaño y excursiones pioneras impulsadas por la valentía y el arrojo. Eran las noches húmedas, relampagueantes y sin sueño en que mi padre solía recostarse en mi cama y tomaba libros del antiguo Egipto para leerme páginas enteras.

Con su voz cálida suavizaba mi inquietud narrando sucesos prehistóricos; transportándome a los veleros del Mar Rojo, al norte del desierto oriental, mientras miraba por binóculos el valle del Nilo y el oasis de Farafra. Volaba hacia los sepulcros monumentales de los reyes egipcios, las estatuas gemelas de Lúxor, la gran bestia Esfinge amarillada, rodeada de arenas interminables.

Las cavernas alumbradas con fogatas, repletas de sombras danzantes, tintas enmarcadas y leyendas antiguas alertaban una parte de mi cerebro que ansiaba encontrar tesoros sepultados en criptas antiquísimas y escuchar de nuevo tantas lenguas extintas que murieron con las civilizaciones que les dieron origen.

Desde aquellas noches lluviosas en las que flotaba sobre majestuosas pirámides, supe que el mundo era una creación incomprensible. Reconocí el esfuerzo de los esclavos que ofrendaban su vida por pan y agua a merced de los rayos violentos del sol, agobiados por la transportación de bloques gigantes de piedra. Me interesé por la fe ciega, motivadora e impetuosa de las mentes de civiles reprimidos por el reinado en turno. En mí se materializó —valga la paradoja— un espíritu aventurero que me impulsaba a descifrar los secretos de la Tierra, las creaciones de los humanos que, por su enorme esfuerzo, nos continúan sorprendiendo.

Este libro narrará mi primer intento de emular a los antiguos excursionistas que ponían en peligro sus vidas por hallar los misterios del universo. Aquellos viajeros auténticos que se transportaban en cuerpo y alma a las ubicaciones más riesgosas del planeta para descubrir algunos jirones del pasado, antes ocultos, sobre una repisa con polvo y telarañas. Aquellos valientes viajeros que caminaban con no más que agua, una brújula, un mapa, una antorcha y la fe esperanzadora de poder revelar el secreto de las sombras agazapadas en las cavernas, debajo de construcciones colosales.

Aun cuando se afirma que ya todo se ha descubierto, que ya no hay nada más por hacer, dentro de mí sé que existen millones de secretos por revelar e historias que contar. Cada humano alumbra un universo dentro de sí, cada uno es un cronista a punto de darse a conocer, un juglar que a la menor provocación se abandonará al canto, a disgusto con el silencio. Para el humano el olvido es mortal.

A pesar de habitar en un mundo tecnólogo con rascacielos erigidos sobre hierro y cemento, se debe recordar que antes estas tierras desérticas eran labradas por otras almas: eran el hogar de pueblos deseosos de una recompensa en el más allá, virtuosos por necesidad y nómadas por destino.

Pueblos errantes que caminaban juntos para alcanzar la libertad.

6 de septiembre de 2008

Las lluvias septembrinas del año bisiesto azotaban la ciudad regiomontana: parteras de estruendosos relámpagos que levantaban a cualquier ser vivo circundante. Tendido bocarriba, miraba pensativo el techo de mi recámara adornado con estrellas fosforescentes que brillaban en la oscuridad.

Inquieto por el clima y por las historias que había contado mi padre antes de abandonar el cuarto, imaginaba qué sería de mí si hubiera nacido en el periodo clásico (500 - 336 a. C.) en la antigua Grecia, donde al cumplir siete años los niños eran enviados a campamentos militares para convertirse en guerreros invencibles al servicio del pueblo. Me preguntaba qué hubiera sacrificado para alabar a los dioses griegos, domiciliados en la cima de la Acrópolis atenea. Me parecía absurdo el sacrificio de una vida para alimentar el fuego de una guerra, para incitar la conquista de territorios que no pertenecían a los invasores.

Me parecía absurdo que la gente arriesgara su vida por un trozo de pan, por un botín de oro y perlas o por un día de paz con su familia. Me enfurecía saber que muchos reinados esclavizaban a los ciudadanos para crear esculturas ególatras de sí mismos; la gente pasaba hambre, sed y calor por una persona que no los representaba. Fue hasta 508 a. C. que se introdujo la democracia en Atenas, sin embargo, el pueblo aún seguía sometido por tradiciones insensatas e insalubres.

Desde la comodidad de mi recámara, imaginaba las condiciones incómodas a las que se enfrentaron mis antepasados y decía para mí: qué debo hacer para que esto no vuelva a ocurrir. Un pequeño humano de poco conocimiento que aún tenía mucho que explorar sobre la Tierra.

_______________

Conforme pasaron los años me eduqué de distintas maneras para solucionar hipotéticamente los conflictos que atormentaron a los ciudadanos de antiguas civilizaciones. Guerras, hambrunas y desacuerdos que no son ajenos a la actualidad; si acaso han disminuido en alcance territorial y duración, jamás cesaron.

Interesado por salvaguardar la vida de todos los humanos, me informé sobre las crisis que acechan al mundo del siglo XXI: disputas entre países por territorios mal administrados, como el conflicto israelí-palestino; desacuerdos diplomáticos entre hegemonías globales; caídas económicas de sociedades emergentes, como las distantes Rusia, Argentina, Sudáfrica y Turquía, además de otras problemáticas que siguen presentes.

Pero en este macroanálisis escarbé hasta llegar, a lo que considero, el origen de todo. El núcleo, la raíz o el nacimiento del conflicto es la falta de educación. Podrá parecer un argumento sobrexplotado o inclusive una propuesta ya muy recurrente, pero jamás se le debe restar importancia a la adquisición de conocimiento. Creo firmemente que el conocimiento del pasado, de los valores humanos y de los derechos son los cimientos para el fortalecimiento de una nación.

Nunca me había interesado por el servicio a la comunidad, pero me propuse a mí mismo encontrar el rumbo que señalaba la brújula. Rumbo que me encaminaría posteriormente a hallar una misión en esta vida.

Tras largas horas de reflexión continua noté que la herramienta más valiosa para enmendar al mundo es la historia. Recordar la lucha de la humanidad a través de grandes civilizaciones que en algún punto se derrumbaron por la guerra. Recordar pueblos unidos que fueron explotados por regímenes despóticos y reyes que valoraban más la riqueza acumulada que la propia existencia. Conmemorar a humanos cuyos derechos fueron violentados por tradición o supervivencia. Al recordar, estaría consciente sobre lo actual y lo futuro para solucionar y enmendar. Con la historia y una brújula para comprender el ahora, lo único restante era encaminarme hacia mi misión: dedicarme a servir a todo nómada que, junto a mí, camina hacia la libertad.

8 de diciembre de 2018

Desde la tranquilidad del hogar llamábamos a los animales con lámparas. Buscábamos la respuesta en la provocación de dos focos de luz parpadeantes. «Escorpión» trajo consigo una linterna mientras explicaba en vocablos ajenos que iríamos por jacarés en la oscuridad. Caminamos alertas a los sonidos de la jungla y nos trepamos sobre el vehículo acuático que sería manejado por un hombre descalzo, armado solo con un remo y una lanza.

En medio de un río burbujeante de vida desconocida, debajo de un sinfín de estrellas, pensaba en el riesgo que conllevaría esto. Una canoa que crujía bajo nuestro peso, y solo remos para guiarnos por la profundidad del pantano. Interpretábamos en carne propia la exposición a estos animales que en algunas películas se presentan como antagonistas voraces, capaces de tragarte el cuerpo entero sin tomarse la molestia de masticar. Los temibles cocodrilos nos esperaban en las entrañas del río Arari. Sostenía mi teléfono celular como lámpara encendida con el fin de observar lo que se escondía debajo de las aguas turbias del río, pero el intento fue en vano: el curso ocultaba cualquier bestia que nadara por la corriente amazónica. Tal vez esperaba ansioso por una falla en la selección natural darwiniana…

Mi corazón comienza a palpitar e intento desviar el hecho de que una caída al agua en este momento llamaría la atención de pirañas con eficaz dentadura. En cambio, enfoco la mirada en el cielo: un cielo real, sin obstrucción química, abundante de constelaciones, trazadas por un camino de estrellas resplandecientes. Las miro y me sonríen. Y la paz se manifiesta, puedo respirar al fin. Me concentro en sobrevivir e ideo estrategias de escape… solo en caso de algún ataque.

«Escorpión» rema hacia aquellos focos parpadeantes que, confundidos con luciérnagas, revelan la presencia de sujetos majestuosos de colores miméticos con la vegetación. En silencio se detiene la canoa y nuestro valiente guía espera por alguna señal de movimiento. El agua salpica entonces y mi cuerpo se congela por completo a pesar del calor húmedo, casi sofocante, del Amazonas.

Se para en la punta de la canoa y echa el tridente al agua con una velocidad animal. «Escorpión» ha atrapado un jacaré. Aterrorizado, me deslizo hacia atrás, levantando mis botas de combate. Nuestro valeroso amigo se ríe y comprendemos que no hay nada que temer. Pone al cocodrilo sobre la canoa y nos muestra la vida salvaje del río Arari.

De pronto la madera del bote se torna rojiza.

29 de septiembre de 2018

Pedí un vehículo que me llevara a la casa de Roberta, ya que allí sucedería el primer encuentro con los demás participantes del programa. En la penumbra el viento azotaba los escombros del asfalto, invadiendo temporalmente mi visión, hasta que se acercó un carro a la parada y me subí rápidamente. Intentando evitar los males exteriores, terminé desconcertado al ingresar al vehículo.

Los asientos estaban rasgados y el aroma era desagradable; se había impregnado de tabaco y alcohol. El conductor me saludó cansado, su mirada enfocada en el móvil postrado sobre la ventanilla posterior.

—¿Para Santa Catarina? —preguntó con un acento norteño inconfundible.

—¡Sí, rumbo a Santa Catarina! —asentí entusiasmado, intentando recibir un trato similar.

El trato de entusiasmo murió en el intento, lo que me llevó a especular sobre la noche que había tenido el pobre hombre. Ser un conductor en esta ciudad cuesta trabajo, pues no solo conlleva tomar el volante y seguir el navegador, sino soportar conversaciones incómodas, actitudes prepotentes y destrozos por eventual ebriedad de los pasajeros.

La ronda vespertina del conductor había sido larga, pensé. Durante todo el viaje no me dirigió la palabra, pero ninguno de los dos pretendía entablar conversación, cada uno estaba inmerso en sus pensamientos.

Las calles pronto se tornaron dificultosas hasta que ya no había calle sino tierra, como si fuera el Porfiriato y apenas llegara el ferrocarril. Las casas eran humildes, de cemento malhecho y con entradas incompletas. Comencé a asustarme un poco, miré el navegador para confirmar que el destino era correcto y que me dirigía hacia la ubicación que me había compartido Roberta.

—¿Está seguro de que así marca el GPS? —interrogué nervioso.

—Supongo que es un atajo, no se preocupe —me respondió el cochero del norte.

Al poco tiempo comenzaron a surgir conglomeraciones de departamentos y me tranquilicé un poco. La línea marcada por la aplicación del celular se empezó a acortar y por fin llegamos al sitio de la junta. Le agradecí al conductor y me bajé del vehículo compadeciéndome por las rondas que habría de tomar después de mí.

La entrada del lugar era un estacionamiento. Estaba perdido en aquel laberinto desconcertante cuando, de pronto, vi a un guardia rondando por el edificio.

—¡Disculpe! Vengo a una junta con Roberta, ¿sabe por dónde se entra al edificio?

El guardia me indicó la entrada señalando unos elevadores al costado del estacionamiento. Entré y noté que había un espejo. Me peiné un poco y arreglé mi atuendo; aunque me hubiese impregnado de aquel olor nauseabundo en el vehículo debía causar una buena primera impresión en mis futuros acompañantes. Lamentablemente no había mucho que arreglar: vestía una sudadera cómoda que tenía plasmado el símbolo de la ONU y unos shorts oscuros. Satisfecho con mi apariencia, presioné el botón que me subió al piso de Roberta.

Al abrirse las puertas del elevador, caminé por un pasillo largo hasta llegar a un sitio de habitaciones gemelas con paredes de vidrio. Noté que aún no había llegado nadie, así que envié un mensaje al grupo de los viajeros potenciales que irían al Amazonas. Recibí una respuesta casi inmediata de Roberta y, en cuestión de minutos, se apareció por una de las habitaciones.

Al parecer, la vista me había confundido, pues ya había gente dentro de la sala de juntas. Saludé a todos los presentes y tomé una silla. Me ubiqué tímidamente en una esquina y miré el teléfono para aparentar distracción; la verdad era que nadie me había enviado mensaje, pero eso no lo sabrían los demás.

Pronto, mientras otras personas comenzaban a ingresar al salón, nos acomodaron en un círculo mediano y algo disparejo debido a la presencia de sillones y bancos para sustituir las sillas faltantes.

La mayoría de los que me acompañaban ya se conocían. Sin embargo, también había lobos solitarios como yo con quienes intenté entablar una small talk. Estas pláticas cesaron y comenzaron las presentaciones ante el grupo.

—Hola, mi nombre es Gerardo, tengo 18 años y estudio Economía en el Tecnológico de Monterrey.

Los demás integrantes también mencionaron sus nombres, edades, ocupaciones y la institución educativa a la que pertenecían. Observé que muchos provenían de una misma universidad, ajena a la mía. Esa institución, de orientación católica, es conocida especialmente porque sus estudiantes suelen realizar misiones y voluntariados para evangelizar, por lo tanto, muchos de los ahí presentes ya tenían experiencia en el ámbito del servicio. Por el contrario, yo jamás me había involucrado en recorridos de ese tipo, pues consideraba que dedicarse a rezar podría restarle importancia a otro tipo de proyectos… Ergo, era yo quizás el más inexperto de todos, considerando que esta sería mi primera experiencia intentando ayudar a los demás.

Al finalizar las presentaciones, nos compartieron puntos primordiales de la historia de la asociación y de su trayectoria; posteriormente nos organizaron en grupos, según el viaje que realizaríamos. Roberta, la líder del equipo, nos explicó las bases del recorrido. Nos enfocaríamos en tres áreas: emprendimiento, empoderamiento y salud para aterrizar todas nuestras acciones en un valle de impacto sostenido. Señaló el costo y el destino, sin aludir a los peligros que habríamos de enfrentar. No la culpo, la primera junta lógicamente sería para motivar, no para amedrentar.

Inicialmente, el grupo de viajeros estaba integrado por más de diez personas. Sin embargo, este número se reduciría en el futuro.

3 de noviembre de 2018

Pronto, vacunas. A contrarreloj: el tiempo pasaba rápido y las motivaciones indelebles ante la lluvia anecdótica. Había llegado ya a la oficina principal del edificio, una sala fría con ornamentación cálida, pregunté intranquilo:

—Vengo a ponerme la vacuna de la fiebre amarilla, ¿sabe en qué piso es?

Me indicaron donde quedaba el piso de vacunación y ahí nos reunimos todos los integrantes del viaje. La prosopografía de mis acompañantes me fue difícil de asimilar, aunado a la perfecta disimilitud que traería al juego la combinación de estas ocho personalidades.

La embajadora primordial del recorrido, Roberta, tenía una sonrisa reluciente, refinada por la práctica. Todo, desde sus cabellos rubios y brillantes, su carácter generoso y a veces atolondrado, su estructura atlética y habilidosa, aportaba a la creación de una mujer preparada y positiva. Pero sus ojos claros, eternamente despiertos, contrarrestaban el aire de despreocupación que el resto de sus facciones transmitía.

Adrián no se quedaba atrás en aquella vibración ambiciosa que Roberta propagaba. De aspecto un poco mayor, alto, de cabello oscuro e indomable, siempre con ideas creativas, parecía el más ingenioso del grupo. Nuestros planes usualmente colindaban, lo que me llevó a forjar un lazo de entendimiento con él que no tenía con otros del equipo. Aunque esta explosión de conocimiento podría percibirse como disparatada, Adrián lograba expresarse apropiadamente… en la mayoría de los casos.

Pronto una capitalina decidió unírsenos: Jimena. Por su formación de ingeniera, traería un interruptor distinto para la iluminación del grupo. Desde el inicio se mostró muy prudente y acertada, siempre entusiasta, desde las primeras videollamadas. Tenía la piel bronceada y una cara expresiva, boca firme y ojos oscuros e intensos. En su infancia Jimena había sido vecina de Roberta y, desde entonces, tenían un lazo de amistad.

Raúl era ya viejo conocido de Roberta y había vivido muchas experiencias con ella. Era fornido, de piel rosada, frente amplia, un cabello rapado hirsuto y nariz chata. Aunque a veces permanecía callado por tiempos prolongados, su evidente seriedad era interrumpida por unas carcajadas únicas en momentos impredecibles. Su gran experiencia y sabiduría nos sorprendería a muchos en momentos importantes.

Rafa, el quinto integrante, era de una edad similar a la mía. Su diálogo era siempre simpático y burlón; encarnaba la definición de temerario en todo su esplendor. A pesar de esto, Rafa también tenía ideas inteligentes y mostraba ser quien sabía más sobre la supervivencia. Había comentado, antes de iniciar el viaje, que era alérgico a tomar pastillas, cosa que tendríamos que hacer con frecuencia como prevención de la malaria; por esa razón, percibí cierta incertidumbre en cuanto a si verdaderamente se comprometería a realizar el viaje.

Finalmente estaba un par difícil de separar. Tere y Scarlett, amigas ya por mucho tiempo, se complementaban durante las juntas puesto que tenían personalidades ciertamente dispares. Ambas de corta estatura y de apariencia distinta: Tere con el pelo café, teñido rubio y Scarlett con cabello oscuro. Aquel dúo parecía un combo explosivo con ocurrencias especiales y muy bromistas, pero al contrario de Tere, Scarlett mostraba más seriedad al momento de diseñar los planes que llevaríamos a cabo. Aportarían al grupo una mezcla interesante de alianza y amistad.

Y luego estaba yo, un simple humano deambulando por las oportunidades que ofrece la vida, quien jamás había tenido experiencia alguna en algo como esto. Solo alguien que, con una epifanía alta en volumen, había encontrado cierta filantropía espiritual en la procuración del bien de poblaciones latentes que solo conocía en imágenes y lecturas. Pero supe, desde el momento en el que vi la publicación de aquellas selvas exuberantes, que algo me esperaba en el fondo de tan espeso boscaje. ¿Una llave? ¿Algún tesoro? Tendría que descubrirlo por mi cuenta.

22 de noviembre de 2018

El jueves 22 de noviembre de 2018 sonó la alarma de mi despertador. Tomé el teléfono celular y me estremecí al observar las noticias matutinas. En Cable News Network narraban lo que recientemente le había acontecido a un desafortunado misionero estadunidense: mientras predicaba en un archipiélago desconocido en el sudeste de India, fue asesinado por una tribu indígena que desconocía el mundo exterior. Su sangre fue tomada por hombres primitivos que quizás creían en fuerzas malignas y cometieron algún acto apotropaico.

Este mártir tomó un riesgo que yo habría de acometer en menos de un mes. Sabía, desde hacía tiempo, que más de cuatrocientas tribus indígenas habitaban en la selva amazónica y que de estas, al menos cincuenta, nunca habían tenido contacto con el mundo exterior.

Los comentarios de mi hermana y de mi familia estallaban de pronto en mi cabeza como proyectiles lanzados con la tira elástica de una hulera. «Ten mucho cuidado, Gera… Dicen que en el Amazonas hay especies muy peligrosas… Te puede dar malaria». Según las páginas web más populares para turistas, el equipaje ligero es indispensable, pues no es un destino de lujo, más cuando se realiza un viaje a una localidad de escasos recursos.

La humedad es un enemigo mortal. En la selva amazónica la lluvia es abundante y perenne. El sol es omnipresente. Los viajeros comparten incontables historias sobre el sentimiento desagradable de atravesar grandes distancias con los pies húmedos o inclusive historias sobre sanguijuelas que se encuentran en zonas pantanosas, indicando la necesidad de botas y zapatos cerrados.

Queda estrictamente prohibido nadar en el río, pues allí habitan especies sumamente peligrosas, incluyendo caimanes, lagartos, pirañas, anguilas eléctricas, delfines rosados que parecen ser inofensivos, pescados con dientes afilados, serpientes acuáticas, ranas venenosas y más.