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Nat Masterman era un ranchero fuerte y solitario que no sabía ni lo más mínimo sobre niños. Sin embargo, se acababa de convertir en el único responsable de dos gemelos de ocho meses y tenía que ir a Londres a buscarlos. Prue deseaba no haberle dicho nunca a su familia que iba a llevar a un guapísimo australiano a la boda de su hermana. ¡Tal hombre no existía! Al menos eso era lo que ella creía hasta que conoció a Nat... y decidieron ir a Londres juntos.
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Seitenzahl: 207
Veröffentlichungsjahr: 2020
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Jessica Hart
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Viaje de amor, n.º 1659 - febrero 2020
Título original: Inherited: Twins!
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1348-144-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
PRUE, completamente desesperada, apoyaba la cabeza sobre el volante cuando oyó el sonido de un vehículo y levantó bruscamente la mirada. ¡Por fin! Saltó fuera del coche y vio una camioneta que se acercaba en medio de una nube de polvo rojo.
Empezó a agitar los brazos, sin darse cuenta por el cansancio de que su coche bloqueaba el camino, y respiró aliviada al comprobar que la camioneta se detenía a un par de metros, aunque sabía perfectamente que nadie seguiría de largo en una carretera como esa viendo que alguien tiene problemas.
El conductor bajó la ventanilla y asomó la cabeza.
–Parece que te vendría bien un poco de ayuda –dijo con un tono lacónico.
Tenía un rostro agradable y tranquilo que a Prue le resultaba vagamente conocido. Intentó recordar el nombre. Nat… Nat no sé qué, fue a todo lo que pudo llegar. Era uno de los vecinos de los Granger, si se podía llamar vecino a alguien que vivía a más de cien kilómetros.
–¡Hola! –lo saludó ella dándose cuenta de lo cortante y británica que sonaba su forma de hablar en comparación con el acento australiano de él.
Prue se quitó las gafas y se inclinó para ponerse a su altura. Nat se encontró con dos ojos grises como la plata que conservaban señales de haber llorado.
–No puedo explicarte cuánto me alegro de verte –dijo ella–. Empezaba a pensar que tendría que pasar aquí la noche.
Nat apagó el motor y salió de la camioneta. Era un hombre ágil de unos treinta años y tenía la mirada reservada que estaba acostumbrada a ver entre los hombres del interior de Australia.
–Eres Prue, ¿verdad? –dijo él poniéndose el sombrero.
Ella lo miró sorprendida.
–Efectivamente.
–Soy Nat Masterman.
–¡Ah! Ya caigo –dijo ella apresuradamente–. Me acuerdo de que viniste a Cowen Creek. Me ha sorprendido que me reconocieras. No todo el mundo se fija en una cocinera.
Nat también estaba un poco desconcertado por acordarse de ella con tanta nitidez. Era esbelta, con una hermosa mata de pelo castaño y un rostro que era más pícaro que hermoso. Las otras veces no se había fijado en tantos detalles, solo había captado esos maravillosos ojos grises y la forma en que se iluminaban cuando Ross Granger le sonreía.
–Depende de lo buena que sea la cocinera –dijo amablemente–. Haces la mejor tarta de manzana que he probado.
–¿De verdad? –Prue sonrió con agradecimiento. Era agradable pensar que sabía hacer bien algo–. ¡Gracias!
La verdad era que también se había fijado en su sonrisa, recordó Nat.
–¿Qué te ha pasado, Prue?
Al recordar la situación, ella dejó de sonreír.
–Me he quedado sin gasolina –dijo sobriamente.
Nat levantó las cejas.
–¿Estás segura?
Ella asintió con la cabeza.
–La luz del indicador ha estado parpadeando durante un buen rato, pero cuando me di cuenta ya estaba demasiado lejos como para volver. Esperaba poder llegar al camino privado –dijo mientras daba una patada a una de las ruedas–, pero el motor empezó a fallar hasta que se paró –se sopló el flequillo con un gesto de cansancio–. Llevó más de dos horas aquí.
Prue vio que Nat la miraba con curiosidad y comprendió que debía de tener un aspecto espantoso. Había muchas formas de tener buen aspecto, pero quedarse tirada en medio de una carretera desértica no era una de ellas.
No habría sido tan grave si hubiese habido una sombra donde sentarse a esperar, pero en esa zona lo único que pudo hacer fue quedarse en el coche. El aire acondicionado dejó de funcionar cuando lo hizo el motor y el coche se convirtió en un horno. Estaba congestionada y los rizos le colgaban sucios y sudorosos alrededor de la cara.
Se frotó los ojos para limpiar cualquier rastro de lagrimas y se puso precipitadamente las gafas de sol, Prue no quería dar la sensación de que había pasado dos horas gimoteando patéticamente, aunque fuese verdad.
A Nat Masterman no parecía importarle mucho su aspecto. Estaba más preocupado por la situación.
–Estos cacharros tienen unos depósitos bastante grandes –dijo él mientras señalaba al coche con la cabeza.
Era un coche con tracción en las cuatro ruedas, mucho más grande que cualquier otro que hubiese conducido Prue en toda su vida.
–Debía estar casi vacío cuando salió de Cowen Creek —concluyó Nat.
–Lo sé…, tienes razón, debí haberlo comprobado antes de salir –dijo Prue–. Fue una de las primeras cosas que me dijeron los Granger cuando vine a trabajar aquí. La cuestión es que he tenido una mañana muy atareada –dijo para intentar excusar su descuido–, y de repente me di cuenta de que nos habíamos quedado sin harina, azúcar y algunas otras cosas que necesito para esta noche. Calculé que tenía el tiempo justo para ir a comprarlas y volver antes de ponerme a cocinar, así que me monté en el coche y salí disparada sin fijarme en nada más.
Prue recordó amargamente el momento en el que los destellos de una luz roja, la del indicador de la gasolina, la sacaron de los sueños en los que Ross se preguntaba cómo habrían sido capaces de sobrevivir antes de que ella llegara a Cowen Creek.
Esa noche no se iba a preguntar nada, cuando descubriera que Prue se había pasado toda la tarde tirada a mitad de camino de Mathison y que no había pudding, su plato favorito.
Prue estaba a punto de llorar.
–No puedo creerme que sea tan estúpida –dijo llena de rabia.
–Tampoco eres tan estúpida como para abandonar el coche y ponerte a andar.
La voz de Nat era tranquilizadora y Prue lo miró con agradecimiento. Quizá no fuese el tipo de hombre que hacía que le temblaran las piernas, como Ross, pero siempre le había parecido una persona agradable. No era apasionante, pero sí muy aceptable. Era la persona adecuada para rescatarla cuando estaba atrapada enmedio de ninguna parte.
Ni siquiera Ross, pensó ella. Ross habría sabido qué hacer, naturalmente, pero no habría podido evitar meterse con ella. Nat no la criticaría, ni iría corriendo a explicarle a todo el mundo lo incapaz que era de vivir en el campo. Era el tipo de hombre que solo hablaba cuando tenía algo importante que decir.
–Supongo que no tendrás algo de gasolina, ¿verdad? –preguntó Prue.
Lo preguntó con la esperanza de poder evitar el bochorno de tener que dejar el coche abandonado y que todo el mundo se enterase de su estupidez.
Nat negó con la cabeza.
–Lo siento.
Prue intento asimilar la decepción, pero no pudo.
–Bueno…
Tendría que volver y confesarlo todo. Intentó recomponerse y sonrió.
–¿Vas hacia Cowen Creek? –preguntó ella, aunque sabía que no se podía ir a otro sitio por ese camino.
Él asintió con la cabeza.
–Quería comentar algo con Bill Granger.
–¿Me llevarías?
–Claro –dijo Nat, pero había algo en la sonrisa de ella que hizo que se detuviese mientras se disponía a ir a su coche para recoger sus cosas–. A no ser que prefieras que te lleve a Mathison…
Prue se quedó parada. Lo miró preguntándose si había oído mal.
–Podrías hacer la compra mientras yo consigo una lata de gasolina –explicó Nat–. Luego te traería aquí y podrías volver a Cowen Creek con tu coche.
Hizo que sonara como lo más normal del mundo. Como si lo normal fuese que él deshiciera el camino andado y condujese otros sesenta kilómetros bajo un sol abrasador por una mujer a la que apenas conocía.
–Pero… yo creía que querías hablar con Bill –dijo Prue, incapaz de creer que el milagro que había soñado durante dos horas se hiciese realidad en forma de ganadero con un sombrero que le tapaba los ojos.
Nat se encogió de hombros.
–No hay prisa –dijo él, que tampoco podía explicarse lo impulsivo de su oferta.
Desde luego, para Nat Masterman nunca había prisa, pensó Prue con envidia. Él no sabía lo que era ponerse nervioso o dejarse llevar por el pánico. Se podía adivinar por la mirada tranquila, por la serenidad de la voz y por la forma de moverse.
–Pero significaría apartarte mucho de tu camino –dijo ella dubitativamente.
–No me importa –dijo él–, pero si prefieres que te lleve a Cowen Creek…
–¡No! –lo interrumpió Prue–. Quiero decir, si estás seguro de que no te importa, sería maravilloso que me llevaras a Mathison.
Prue sonrió de tal forma que Nat se preguntó cómo podía haber pensado que no era especialmente hermosa.
Abrió la puerta.
–¡Adentro! –dijo con un tono seco.
Prue agarró el sombrero y la lista de la compra y se sentó en el asiento del pasajero.
–¡Me has salvado la vida! –dijo ella mientras Nat daba la vuelta a la camioneta con una facilidad que le pareció muy propia de él.
Nat arqueó una ceja.
–No te habría pasado nada, mientras te hubieras quedado dentro del coche. Antes o después, los Granger habrían salido a buscarte.
–Lo sé, no me preocupaba mi seguridad.
Agradeció muchísimo el frescor del aire acondicionado después del calor que había pasado. No había entendido la importancia del aire acondicionado hasta que llegó a Australia.
–Me has salvado de tener que explicar mi estupidez. Me asustaba.
–No me imagino a ninguno de los Granger furioso contigo –dijo Nat con el tono de quien no tenía ni idea de lo que era hacer una idiotez o tener miedo.
–Lo sé. Eso es lo peor de todo. Son tan amables… –intentó explicar ella al ver la mirada desconcertada de Nat–. Se han portado muy bien conmigo. Yo siempre había querido trabajar en una explotación ganadera del interior de Australia. Conseguir el trabajo en Cowen Creek fue como un sueño. El señor y la señora Granger son fantásticos; y Ross, claro.
Intentó que sonase natural, pero la voz le salió forzada. Era inútil, pensó Prue. Solo de pensar en Ross, se le desbocaba el corazón y se quedaba sin respiración. Ni siquiera podía decir su nombre de forma natural.
Se aclaró la garganta.
–Bueno…, que me encanta estar en Cowen Creek, pero estoy segura de que piensan que soy estúpida, aunque son demasiado educados como para decírmelo.
Nat la miró. Ella tenía la mirada clavada en el infinito y el pelo detrás de las orejas dejaba ver un perfil de rasgos muy delicados. A él no le pareció estúpida. Tenía un rostro despierto, cálido, peculiar, pero no estúpido.
–¿Por qué iban a pensar eso? –preguntó él.
–Porque lo soy –dijo ella con tristeza–. Parece que no puedo hacer nada como Dios manda. Me desmayé una vez que me corté y no puedo ni mirar cuando marcan a los terneros. El otro día casi me muero cuando encontré una serpiente en la bolsa de las cebollas; a todo el mundo le pareció muy gracioso –recordó ella con un suspiro–. Dijeron que no era venenosa, pero yo no lo sabía –añadió mientras se volvía hacia Nat de forma casi beligerante. Como si él hubiese sido uno de los que se rio.
–No podías saberlo –reconoció él.
–Me gustaría saber montar bien –continuó Prue–, pero todos los caballos parecen medio salvajes y no paro de caerme.
Se sonrojó al recordar la humillación que pasó cuando Ross se reía mientras la ayudaba a levantarse.
–Parezco una inútil para todo.
–Menos para cocinar –señaló Nat–. Bill Granger me ha dicho que eres la mejor cocinera que han tenido jamás.
–Cualquiera puede cocinar –dijo Prue despectivamente–. Yo quiero hacer lo que hace todo el mundo aquí.
–¿Cómo qué?
–Como lazar un ternero, arreglar una valla o reparar una cañería de agua. Como recordar que tengo que mirar el indicador de la gasolina antes de salir –dobló en mil pedazos la lista de la compra sobre el regazo–. Soy un problema en cuanto pongo los pies fuera de la finca.
–Solo estás acostumbrándote a hacer cosas distintas.
Prue no estaba dispuesta a consolarse.
–Ya llevo tres meses aquí. ¿Cuánto tiempo necesito?
–¿Por qué te importa eso? No puedes evitar ser como eres.
–¡Ese es el problema! No quiero ser así. Nací y crecí en Londres, pero eso no debería querer decir que estoy condenada a ser una mujer de ciudad toda mi vida, ¿no? No quiero que la gente piense que soy una cursi remilgada que no sabe comportarse en el campo y que solo sirve para pelar patatas y hacer pasteles. Quiero ser…
El tipo de chica de la que se enamoraría Ross, pensó ella. Aunque era algo que no podía decirle a Nat Masterman.
–… solo quiero encajar –terminó Prue–. ¿Crees que eso es posible?
Se volvió hacia Nat y este vio aquellos ojos plateados clavados en los suyos.
Nat no apartó la mirada de la carretera.
–¿Por qué no?
–Ross cree que no –Prue bajó la mirada hacia el papel doblado–. Cree que hay que haber nacido aquí. He intentado por todos los medios demostrarle su error y vuelvo a hacer el ridículo quedándome sin gasolina. Si no llegas a aparecer tú, habría quedado como si fuese incapaz de ir a comprar unas lechugas sin tener que movilizar a todo el mundo. Ya sé que no se habrían enfadado, pero ellos están muy ocupados ahora y habría sido una molestia muy grande…
Se quedó pensando en la escena. Ross o uno de los empleados rescatándola de su estupidez. Volvió a mirar el perfil sereno de Nat.
–Por eso digo que me has salvado la vida –terminó de decir Prue.
–¿Sabes lo que le digo? Que te preocupas por nada –dijo Nat–. Tú les gustas a los Granger, y no son del tipo de personas que fingen. Los divierte tenerte con ellos y, lo que es más importante, eres una buena cocinera. Tienen empleados que los ayudan en el campo. Lo que quieren es alguien que les prepare la comida. Si ellos no quieren que seas distinta, ¿por qué te empeña tú?
–Porque Ross querría que lo fuese –lo dijo antes de que pudiera contener las palabras.
Se mordió el labio inferior y giró la cabeza hacia la ventanilla.
–¿Estás segura? –preguntó secamente Nat después de unos segundos–. Cuando os vi juntos en la boda de Ellie Walker, me dio la impresión de que a él le gustas tal como eres.
Prue volvió a girar la cabeza, sorprendida de lo que había oído.
–¿Estabas en la boda? –Prue frunció ligeramente el ceño–. No te vi.
No tenía por qué haberse fijado, pensó Nat sin resentimiento. Él no tenía ni el porte ni el encanto de Ross Granger. Él solo se había fijado en ella por el destello de sus ojos en la noche. Era como si se hubiese encendido una luz en su interior. Parecía como si brillase de felicidad. Nat recordaba haberse preguntando cómo se sentiría uno cuando una chica como esa lo miraba de la forma como ella miraba a Ross.
–Me parece que no te fijaste en nadie que no fuese Ross –dijo él con una mirada irónica.
Era verdad. Esa noche Prue solo había tenido ojos para Ross. Los otros invitados, incluso los novios, no eran otra cosa que un fondo borroso para el maravilloso hecho de estar con él. Fue una noche perfecta. Ross no hizo caso a ninguna otra chica. Bailó con ella y, al llevarla a casa, la había besado antes de llegar a la finca. Prue había estado segura de que esa noche sería el principio del resto de su vida. Ross representaba todo lo que ella había deseado siempre y, durante unos días, flotó como en una nube de sueños pensando en lo felices que vivirían juntos y en escribir a su familia para contarles que había encontrado el amor de su vida.
Lo hizo. El único problema era que Ross no parecía pensar lo mismo.
Volvió a extender la lista de la compra sobre su regazo.
–Estoy enamorada de Ross –dijo en voz baja.
Era incapaz de resistir la necesidad de hablar de él, pero no estaba segura de por qué había elegido a Nat como confidente, a no ser que fuese porque parecía firme y digno de confianza. Sus manos en el volante tenían algo que transmitían seguridad y fortaleza.
Había echado de menos alguien con quien poder hablar. La única mujer en Cowen Creek era la madre de Ross, que había sido muy amable, pero no era el tipo de persona a quien uno abría su corazón. Quizá Nat tampoco fuese la persona ideal, pero él no suspiraría ni pondría los ojos en blanco como los demás. Además, tampoco iba a cotillear. Solo con mirarlo se podía saber que para él el cotilleo, como las prisas, era para él algo de otra galaxia.
–Nunca había sentido lo mismo por nadie –continuó Prue sin mirarlo–. Me enamoré en el momento en que lo vi, como en las novelas. Estaba esperándome para recogerme del autobús de Alice Springs, y sucedió. Era como un sueño hecho realidad.
Prue miró los espejismo que se formaban con el calor, pero veía a Ross. Sus alegres ojos azules, su sonrisa devastadora, su cuerpo…
Tragó saliva solo de pensarlo.
–No es solo su aspecto físico –dijo ella–. Es gracioso y encantador, pero también tiene los pies en la tierra… No puedo explicarlo –confesó con impotencia–. Es… el único… hombre que podré desear.
Nat la miró de reojo durante un segundo. ¿Qué tenía Ross?, se preguntó. Desde luego era un tío atractivo, pero tenía que haber algo más para llevar a alguien como Prue a una situación así. Estaba claro que había perdido la cabeza, como parecía haberle ocurrido a todas las chicas del distrito menores de treinta años en algún momento de sus vidas.
–¿Cuál es el problema? –preguntó él.
Prue se quedó petrificada por la repentina pregunta. Se había olvidado de que estaba hablando con Nat.
–¿Problema?
–Me imagino que no estarías contándome esto si Ross pensara lo mismo.
–No –suspiró–. Creo que le gusto, pero que no me quiere. Para Ross lo nuestro durará lo que dure mi visado. Los Granger contratan una cocinera todos los años durante la estación seca, y Ross seguramente coquetea con todas ellas –no podía reprimir la amargura–. Solo soy una de tantas.
Nat pensó que, conociendo a Ross y a todas las chicas que habían trabajado en Cowen Creek, probablemente tuviera razón, pero que eso no era lo que quería oír Prue.
–Ross es joven –dijo poco convincentemente.
–Tiene veintisiete años, dos más que yo. No es tan joven.
–Tampoco es tan viejo. Tiene mucho tiempo por delante antes de pensar en sentar la cabeza.
–Y cuando lo haga, elegirá una chica del campo que sea una esposa útil para todo –dijo Prue con desolación.
Nat pensó que era lo más probable. Siempre le había parecido que Ross era muy realista, a pesar de todo su encanto.
–¿Es lo que dice él? –preguntó Nat con la intención de ser neutral.
–No hace falta que lo diga –se miró las manos–. Ha dejado muy claro que yo no puedo encajar en la vida de Cowen Creek. Solo soy una más con la que pasar un buen rato, no alguien con quien querría pasar el resto de su vida.
Le tembló ligeramente la voz, pero estaba decidida a no permitir que las lágrimas afloraran a sus ojos, como había sucedido cuando se paró el coche.
–No encajo, y Ross cree que nunca lo haré.
–No puedes culparlo porque se preocupe por tu adaptación –dijo Nat prudentemente–. La vida es muy difícil ahí fuera si no estás acostumbrado.
–Solo quiero la oportunidad de acostumbrarme –dijo Prue entre suspiros.
Para alivio de Nat, se acercaban al cruce donde se entraba al camino privado que estaba señalado por un neumático de tractor en el que habían pintado Cowen Creek. Cambió de marcha deseando que fuese igual de fácil cambiar de conversación.
–No hay motivo para que no lo hagas –dijo mientras miraba a ambos lados–. Al final de la temporada te comportarás como si hubieses nacido aquí, y a lo mejor Ross cambia de opinión. Solo tienes que darle tiempo.
–Pero no tengo tiempo. Tengo que volver dentro de tres semanas.
La miró sorprendido.
–¿Te ha caducado el visado?
–No, mi hermana se casa –el tono de Prue no hacía pensar que hubiese mucho motivo de celebración–. Al principio se iban a haber casado en otoño, pero Cleo decidió que sería mucho mejor para todos si lo hacía en verano, así que tendré que acortar mi viaje. Le prometí que iría.
Miró desconsoladamente por la ventanilla al imaginarse las calles grises de Londres, los edificios grises y las nubes grises. Allí el cielo era de un azul brillante e intenso y el aire, transparente como un diamante que cubriera una superficie que acababa en un horizonte lejano como el infinito. En algún lugar de ese paisaje, Ross estaría cabalgando con desparpajo y sonriendo con esa sonrisa…
–Ojalá pudiese quedarme –suspiró Prue–. No solo por Ross. Me encanta estar aquí. Supongo que siempre tuve una idea romántica del interior de Australia y que no sabía realmente lo que me esperaba. Cuando oí hablar del trabajo en Cowen Creek, tenía cierto miedo de que me pudiese decepcionar, pero me enamoré del lugar en el momento en que llegué. Fue como si me encontrara en casa –dijo lentamente con los ojos soñadores y perdidos en los recuerdos–. Era como si siempre hubiese conocido esta luz, este silencio y esta tranquilidad. Me encantan los pájaros y los árboles a lo largo de los arroyos –miró a Nat con una mezcla de desafío y de vergüenza–. Por eso me preocupa tanto no encajar y me gustaría tanto hacerlo. ¿Te parece estúpido?
–No, no me parece estúpido –giró la cabeza y le sonrió.
Era una sonrisa cálida que le iluminó la cara y que dejó perpleja a Prue al observar la transformación.
–No me parece estúpido en absoluto –repitió él–. Yo siento lo mismo por esta parte del mundo.
–¿De verdad?
Prue se giró todo lo que le permitía el cinturón de seguridad y lo miró con interés. Nunca se había fijado mucho en él, solo se había dado cuenta de la calma que transmitía, pero en ese momento en que lo estaba mirando con detenimiento, se quedó sorprendida de lo que vio.
No era guapo como podía serlo Ross. Tenía el pelo de un color castaño indefinido y los ojos marrones; en realidad, parecía tener todo marrón: la piel marrón, el reloj marrón y una manos fuertes y marrones sobre el volante. Incluso llevaba una camisa marrón.
Tenía algo. Algo que tenía más que ver con su aire de seguridad en sí mismo que con los rasgos físicos. Podría ser muy atractivo si no se quitase importancia él mismo. Lo que era indiscutible era que tenía un mentón firme y una boca que había sonreído con un efecto perturbador. Los ojos de Prue se detuvieron en ella analíticamente. Era una pena que no sonriera más a menudo, pensó al recordar la blancura de los dientes, las arrugas que se habían formado en los ojos y los hoyuelos en las mejillas. Sintió un leve, casi imperceptible escalofrío en la columna vertebral.
Nat, desconcertado por el silencio, miró para comprobar si le pasaba algo y se encontró con los ojos de ella durante un instante. No había nada en la expresión de Nat que indicara que se hubiese dado cuenta de lo detenidamente que lo había observado, pero ella si notó cierto rubor en sus propias mejillas y apartó la mirada.
–Tienes suerte –dijo Prue mientras miraba hacia otro lado, consciente de su repentina timidez–. Tú perteneces a este lugar. No tienes que volver a Londres y preguntarte si volverás a ver esta tierra alguna vez.
Nat no respondió inmediatamente. Un camión pasó junto a ellos con gran estruendo y Nat levantó la mano para saludar al conductor.
–Solo tienes que volver después de la boda –dijo él una vez que se hubo alejado el camión–. Los Granger seguirán aquí y estoy seguro de que te darán otro trabajo.