Victoria - Knut Hamsun - E-Book

Victoria E-Book

Knut Hamsun

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Beschreibung

La crítica mundial la considera Victoria como el mayor exponente del talento de Knut Hamsun en su madurez, la obra en la que alcanza la perfección de la forma y en la que el análisis psicológico penetra en mayor extensión y con mayor profundidad en los actos de los protagonistas.Hamsun relata una historia de amor que podría no tener mayor trascendencia si no fuera porque, como él mismo dice, lo importante reside en los «secretos movimientos que se realizan inadvertidos en lugares apartados de la mente»; por eso su estilo nos envuelve y no podemos dejar de leer sus páginas.-

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Knut Hamsun

Victoria

Traducción de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo

Saga

Victoria

 

Original title: Victoria

 

Original language: Norwegian

 

Copyright © 1898, 2022 Knut Hamsun and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726488982

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

I

El hijo del molinero iba pensando mientras caminaba. Era un muchacho alto de catorce años, curtido por el sol y el viento, y con la cabeza llena de toda clase de ideas.

De mayor quería fabricar cerillas. Sería maravillosamente peligroso, podría llegar a tener tanto azufre en los dedos que nadie querría darle la mano para saludarlo. Gozaría de gran respeto entre sus compañeros por su siniestro ofi cio.

Iba buscando a sus pájaros por el bosque. Los conocía a todos, sabía dónde se encontraban sus nidos, entendía sus trinos y les respondía con diversos gritos. Más de una vez les había dado bolas de harina del molino de su padre.

Todos los árboles que bordeaban el sendero le eran familiares. En la primavera les extraía la savia y en el invierno era para ellos como un pequeño padre, les quitaba la nieve para ayudarlos a que sus ramas se enderezaran. En la cantera de granito abandonada ninguna piedra le era extraña, había grabado letras y signos en ellas y las había levantado, organizándolas como una congregación en torno a su pastor. Toda clase de cosas extraordinarias tenían lugar en esa vieja cantera de granito.

Se desvió del camino y llegó a la laguna. El molino estaba en marcha, y un inmenso y ensordecedor ruido lo envolvió. Tenía la costumbre de ir por ahí hablando en voz alta consigo mismo; para él era como si cada rizo de espuma le hablara de su pequeña vida propia, y, junto a la esclusa, el agua caía en vertical como un resplandeciente tejido puesto a secar. En la laguna, bajo la cascada, nadaban los peces; había ido allí muchas veces con su caña.

De mayor quería ser buzo. Eso era lo que quería ser, descender hasta las profundidades del mar desde la cubierta de un barco y llegar a reinos desconocidos, donde se mecían grandes y extraños bosques y en cuyo fondo habría un palacio hecho de coral. Y la princesa le haría señas con la mano desde una ventana diciéndole: ¡Entra!

Entonces oye su nombre tras él; es su padre que le grita: Johannes.

Ha llegado un mensaje para ti del Castillo ¡Tienes que llevar a los jóvenes en la barca hasta la isla!

Se alejó rápidamente. Al hijo del molinero le había sonreído de nuevo la suerte.

 

En el verde paisaje, «la casa solariega» parecía un pequeño castillo, por no decir un increíble palacio en medio de la soledad. La casa en sí era un edifi cio de madera pintada de blanco, con muchas ventanas arqueadas en las paredes y en el tejado. Y en su torre redonda ondeaba una bandera cuando había huéspedes en la casa. La gente la llamaba «el Castillo». Más allá estaba la bahía y al otro lado se extendían grandes bosques; muy a lo lejos se divisaban algunas pequeñas casas de campesinos.

Johannes acudió al muelle y acomodó a los jóvenes en la barca. Ya los conocía, eran los hijos del «castellano» y sus amigos de la ciudad. Todos llevaban botas altas para andar por el agua, pero a Victoria, que solo llevaba unos pequeños zapatos bajos y que encima no tenía más de diez años, hubo que llevarla en brazos cuando atracaron en la isla.

¿Te llevo yo?, preguntó Johannes.

¡Permíteme a mí!, dijo Otto, el joven de la ciudad, que tenía la edad de hacer la confi rmación, cogiéndola en brazos.

Johannes se quedó mirando cómo el otro la llevaba hasta la orilla y oyó que ella le daba las gracias. Otto dijo a Johannes:

Bueno, supongo que tú te ocuparás de la barca… por cierto, ¿cómo se llama este?

Johannes, contestó Victoria. Sí, él se ocupará de la barca.

Él se quedó allí. Los demás se fueron hacia el interior de la isla con cestas en las manos en busca de huevos. Permaneció un rato pensando; le hubiera gustado mucho acompañar a los jóvenes, podrían haber arrastrado la barca hasta la tierra. ¿Demasiado pesada? No era demasiado pesada. Dio un puñetazo en la barca y la arrastró un poco.

Oyó risas y charlas procedentes del grupo que se alejaba. Bueno, adiós y hasta luego. Pero podrían habérselo llevado con ellos. Podría haberlos conducido a nidos que solo él conocía, extraños agujeros escondidos en las rocas, habitados por aves de rapiña con pelos en el pico. Una vez también había visto un armiño.

Empujó de nuevo la barca hasta el agua y remó hasta la otra parte de la isla. Llevaba remando un buen rato cuando oyó que lo llamaban:

Vuelve donde estabas. Estás asustando a los pájaros.

Solo quería enseñaros dónde vive el armiño, contestó. Aguardó unos instantes. Y después podríamos ir a ahumar el nido de las víboras. He traído cerillas.

No obtuvo respuesta. Dio la vuelta y remó hasta donde habían atracado. Sacó la barca del agua.

Cuando fuera mayor compraría al sultán una isla y prohibiría la entrada en ella. Un cañonero protegería sus costas. Su señoría, vendrían a comunicarle los esclavos, un barco ha naufragado con la tormenta, está embarrancado en el arrecife, los jóvenes que se encuentran a bordo van a morir. ¡Dejad que mueran!, contesta él. Su señoría, están pidiendo ayuda a gritos, aún podemos salvarlos, y hay entre ellos una mujer vestida de blanco. ¡Salvadlos!, les ordenó con voz de trueno. Vuelve a ver a los hijos del castellano después de muchos años y Victoria se postra a sus pies para agradecerle el salvamento. No hay de qué, contesta él, solo he cumplido con mi deber; pueden ustedes andar libremente por mis tierras. Y permite que se abran al grupo las puertas del palacio, les sirve comida en fuentes de oro, y trescientas esclavas negras cantan y bailan durante toda la noche. Pero cuando los hijos del castellano se disponen a partir, Victoria no es capaz, se postra ante él sollozando que lo ama perdidamente. Deje que me quede aquí, mi señor, no me rechace, conviértame en una de sus esclavas…

Johannes se apresura hacia el interior de la isla, helado hasta la médula de emoción. Sí, de acuerdo, salvaría a los hijos del castellano. Quién sabe, tal vez se hayan perdido ya en la isla. Tal vez Victoria haya quedado atrapada entre dos piedras sin poder salir. Todo lo que él tendría que hacer sería extender un brazo y liberarla.

Pero los jóvenes lo miraron sorprendidos cuando lo vieron llegar. ¿Había abandonado la barca?

Te hago responsable de la barca, dijo Otto.

¿Queréis que os enseñe dónde crecen las frambuesas?, preguntó Johannes.

El grupo callaba. Victoria aceptó enseguida la oferta.

¿Dónde?

Pero el señorito de la ciudad se repuso enseguida y dijo:

No podemos perder el tiempo en eso ahora.

Johannes insistió:

También sé dónde encontrar conchas.

Nuevo silencio.

¿Hay perlas dentro?, preguntó Otto.

¡Imaginaos que las hubiera!, exclamó Victoria.

Johannes contestó que eso no lo sabía; pero las conchas se encontraban muy lejos, dentro de la arena blanca, había que ir en la barca y bucear para encontrarlas.

La idea fue rechazada entre risas, y Otto sentenció: Buen buzo estás tú hecho.

Johannes empezó a respirar con difi cultad.

Si queréis, puedo subir a aquella montaña y hacer rodar una inmensa piedra dentro del mar, dijo.

¿Por qué?

Por nada. Así podríais verlo.

Tampoco esa propuesta fue aceptada, y Johannes calló avergonzado. Luego se puso a buscar huevos alejado de los demás, en otra parte de la isla.

Cuando estuvieron todos reunidos de nuevo junto a la barca, Johannes tenía muchos más huevos que el resto, y los llevaba con mucho cuidado en la gorra.

¿Cómo puede ser que hayas encontrado tantos?, preguntó el señorito de la ciudad.

Sé dónde están los nidos, contestó Johannes satisfecho. Los pongo con los tuyos, Victoria.

¡Para!, gritó Otto. ¿Por qué?

Todos lo miraron. Otto señaló la gorra y preguntó:

¿Quién nos asegura que esa gorra está limpia?

Johannes no contestó. Su alegría se había desvanecido en un instante. Empezó a alejarse hacia el interior de la isla con los huevos.

¿Qué le pasa?, ¿Adónde va? pregunta Otto impaciente.

¿Adónde vas, Johannes?, grita Victoria, corriendo tras él.

Él se detiene y contesta en voz baja: A devolver los huevos a sus nidos.

Permanecieron unos instantes mirándose el uno al otro.

Esta tarde subiré a la cantera, dijo.

Ella no contestó.

Podría enseñarte la cueva.

Sí, pero me da mucho miedo, contestó la muchacha.

Dijiste que era muy oscura.

Entonces Johannes sonrió a pesar de su gran tristeza y dijo con valentía:

Sí, pero yo estaré contigo.

 

Durante toda su vida había jugado en la vieja cantera de granito.

La gente le oía hablar y trajinar allí arriba, a pesar de que estaba solo; a veces hacía que era pastor y celebraba misa.

El lugar había sido abandonado hacía mucho tiempo, el musgo crecía en las piedras, y todas las marcas de los antiguos barrenos estaban casi borradas. Pero el hijo del molinero había ordenado y decorado con mucho arte el interior de la cueva secreta, y allí vivía como jefe de la banda de ladrones más valiente del mundo.

Agita una campanilla de plata. Un hombrecillo entra de un salto, un enano con un broche de diamantes en el gorro. Es el criado. Se postra a sus pies. ¡Cuando llegue la princesa Victoria, tráela aquí!, dice Johannes en voz muy alta. El enano se postra de nuevo antes de desaparecer. Johannes se tumba en el mullido diván y se pone a pensar. La haría sentarse allí y luego le ofrecería maravillosos manjares en fuentes de oro y plata; un resplandeciente fuego iluminaría las paredes; al fondo de la cueva, detrás del pesado cortinaje de brocado de oro, prepararían el lecho de Victoria, guardado por doce caballeros… Johannes se levanta, sale agachado de la cueva y escucha. Un crujido de hojas y ramas se oye en el sendero.

¡Victoria!, grita.

Sí, contesta ella.

Va a su encuentro.

Creo que no me atrevo, dice ella.

Él se encoge de hombros y dice:

Yo acabo de estar. Vengo de allí ahora.

Entran en la cueva. Él le señala un asiento en una piedra y dice:

En esta piedra se sentaba el monstruo gigante.

¡Ay, ay, no digas nada más, no me lo cuentes! ¿No tenías miedo?

No.

Me dijiste que solo tenía un ojo; pero son los trolls los que solo tienen un ojo.

Johannes vaciló.

Tenía dos ojos, pero estaba ciego de uno. Él me lo dijo.

¿Qué más te dijo? ¡No, no lo digas!

Me preguntó si quería entrar a su servicio.

Supongo que no aceptarías, ¿a que no? Dios te proteja.

No, no le dije que no. No directamente.

¿Estás loco? ¿Quieres que te encierre en la montaña?

Bueno, no lo sé. También en la tierra hay maldad.

Silencio.

Desde que llegaron los muchachos de la ciudad solo estás con ellos, dice él.

Nuevo silencio.

Johannes insiste:

Pero yo tengo más fuerza para sacarte de la barca y llevarte en brazos que ninguno de ellos. Estoy seguro de que soy capaz de tenerte en brazos durante una hora. Mira.

La cogió en brazos y la levantó. Ella se agarró a su nuca.

Bueno, ya no tienes que aguantar más tiempo.

Volvió a dejarla en el suelo. Ella dijo:

Sí, pero también Otto es fuerte. Incluso ha peleado con gente mayor.

Johannes pregunta, incrédulo:

¿Con gente mayor?

Sí, en la ciudad.

Silencio. Johannes se queda pensando.

Bueno, bueno, entonces no hay nada más que decir. Ya sé lo que voy a hacer.

¿Qué vas a hacer?

Entraré al servicio del monstruo gigante.

¡Estás loco, oyes!, grita Victoria.

Pues sí, todo me da igual. Lo haré.

Victoria piensa en posibles soluciones.

A lo mejor ya no vuelve.

Johannes contesta:

Volverá.

¿Aquí?, se apresura a preguntar Victoria.

Sí.

Victoria se levanta y va hacia la salida.

Ven, salgamos de aquí.

No hay prisa, dice Johannes, que también se ha puesto pálido. Porque no vendrá hasta la noche. A las doce.

Victoria se tranquiliza y quiere volver a sentarse. Pero a Johannes le resulta difícil vencer el malestar que él mismo ha provocado; la cueva le parece ahora demasiado peligrosa y dice:

Si insistes en salir, tengo allí fuera una piedra con tu nombre grabado. Puedo enseñártela.

 

Salen agachados de la cueva y encuentran la piedra. Victoria se siente orgullosa y feliz al verla. Johannes se emociona, a punto de llorar dice:

Cuando la veas en mi ausencia, piensa en mí de vez en cuando. Dedícame un pensamiento amable.

Sí, sí, contesta Victoria. Pero volverás, ¿no?

Eso solo Dios lo sabe. No, no creo que vuelva.

Empezaron a andar hacia su casa. Johannes está a punto de llorar.

Bueno, adiós, dice Victoria.

Aún no, puedo acompañarte un trecho más.

¿Cómo puede ella decirle adiós así, de pronto? Le hace sentirse amargado y airado en su alma herida. Se detiene en seco y grita con rabia: Pero te diré una cosa, Victoria, y es que no encontrarás a nadie que te hubiera tratado tan bien como yo. Te lo advierto.

Sí, pero Otto también es bueno, objeta ella.

Sí, sí, elígelo a él.

Dan unos pasos en silencio.

Yo estaré muy bien. No te preocupes. Porque aún no sabes la paga que voy a recibir.

No. ¿Cuál será tu paga?

La mitad del reino. Eso por un lado.

¡Vaya, vaya!

Y además la princesa.

Victoria se detuvo.

No es verdad, ¿a que no?

Pues sí, eso afi rmó.

Silencio. Victoria dice, como para sus adentros:

Me pregunto qué aspecto tiene ella.

Dios mío, es más hermosa que ningún otro ser de la tierra. Eso ya se sabe.

Victoria se retrae.

¿Entonces la quieres?, pregunta.

Sí, contesta él. Supongo que sí. Y al ver a Victoria tan emocionada, añade: Pero puede que vuelva algún día. Que suba a darme una vuelta por el mundo.

Está bien, pero entonces no la traigas a ella, suplicó Victoria. ¿Para qué va a venir ella por aquí?

Está bien, puedo venir solo.

¿Lo prometes?

Sí, lo prometo. Aunque, por cierto, ¿a ti qué más te da todo esto? No creo que te importe mucho.

No digas eso, contesta Victoria. Estoy segura de que ella no te quiere tanto como yo.

Un cálido regocijo recorre temblando el joven corazón de Johannes. Podría habérselo tragado la tierra de alegría y vergüenza por las palabras de Victoria. No se atrevió a mirarla, sus ojos se apartaron de ella. Luego cogió una ramita del suelo, mordisqueó la corteza y se dio golpecitos en la mano con ella. Al fi nal, para disimular su turbación, se puso a silbar.

Bueno, tengo que irme ya a casa, dice.

De acuerdo, adiós, dice ella y le da la mano.

II

El hijo del molinero se marchó. Estuvo fuera mucho tiempo, estudió y aprendió muchas cosas, creció, se hizo grande y fuerte y le salió pelusilla sobre el labio. La ciudad estaba lejos y el viaje era caro, así que el ahorrativo molinero tuvo a su hijo en la ciudad, tanto en verano como en invierno, durante muchos años. El joven se pasaba el día leyendo.

Ya se había hecho un hombre, tenía dieciocho o veinte años.

Una tarde de primavera desembarcó del vapor. En el Castillo ondeaba la bandera en honor al hijo, que también volvía por vacaciones en el mismo barco; un coche de caballos esperaba al joven en el muelle. Johannes saludó a los castellanos y a Victoria. ¡Qué grande y alta estaba! Ella no le devolvió el saludo.

Johannes volvió a quitarse la gorra y la oyó preguntar a su hermano:

Oye, Ditlef, ¿quién es ese que me saluda?

Su hermano contestó:

Es Johannes, Johannes el molinero.

Ella lo volvió a mirar, pero a él le dio vergüenza saludar más veces. El coche se marchó.

Johannes se encaminó hacia su casa.

¡Dios, qué curiosa y qué pequeña era! No podía entrar erguido por la puerta. Los padres le dieron la bienvenida con una copita. Se emocionó profundamente, todo le resultaba muy enternecedor, el padre y la madre lo recibieron con mucho cariño, entrañables y con el pelo cano, dándole la mano y la bienvenida.

Esa misma tarde fue a dar un paseo mirándolo todo, el molino, la cantera y el lugar donde solía pescar, escuchando con melancolía los pájaros conocidos que ya estaban construyendo sus nidos en los árboles, y fue a ver también el gran hormiguero del bosque. Las hormigas habían desaparecido, el hormiguero se había extinguido. Escarbó, pero no quedaba ya ningún resto de vida. En su paseo se dio cuenta de que habían talado una buena extensión del bosque del castellano.

¿Reconoces esto? le preguntó su padre en broma. ¿Te has vuelto a encontrar con tus viejos tordos?

No reconozco todo. Han talado el bosque.

El bosque es del castellano, respondió su padre. Nosotros no debemos contar sus árboles. Cualquiera puede tener necesidad de dinero, el castellano precisa mucho.

Pasaron los días, días apacibles, gratos, maravillosos ratos a solas con dulces recuerdos de infancia, una llamada de vuelta a la tierra y al cielo, al aire y a las montañas.