Vínculos secretos - Vamba Sherif - E-Book

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Vamba Sherif

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Beschreibung

Esta novela, que sigue la estela de la ficción de investigadores de lo sobrenatural y explora el uso y el abuso del poder en los gobiernos disfuncionales, comienza con la llegada de William Mawolo, un extraño de la capital, a un pueblo fronterizo de alguna parte de África. Mawolo tiene la misión secreta de investigar la desaparición del cacique local, pero se ve entorpecido por la desconfianza de la población, sobre todo de Makemeh, la hija del cacique, cuya aparente indiferencia hacia la desaparición de su padre incita a Mawolo a acercarse más a ella. Como el tiempo pasa y nadie le ordena volver desde la capital, Mawolo decide ir más allá de su autoridad oficial y hacerse cargo del pueblo, pero esa decisión sólo refuerza su ego y le enfrenta más con los lugareños. En ese momento se da cuenta de que conocer los secretos del pueblo podría llevarle a la muerte.

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Vínculos secretos

Vamba Sherif

 

Un opresivo día de la estación seca, un hombre bajó de un autobús y cruzó la calle principal del pueblo fronterizo de Wologizi. Se acercó a un joven que se inclinaba sobre un depósito lleno de agua. El joven llevaba un buen rato mirando su propio reflejo, y la cara que le observaba en el agua clara lucía una sonrisa beatífica. Aunque el extraño tenía una cierta cojera, con los años había aprendido a ocultar su discapacidad astutamente con unos andares afectados y pomposos, así que el joven que oyó sus pasos y se giró por completo para ponerse frente a él asumió que era arrogante. De hecho, al joven le fascinó menos su maletín o su traje a medida de tres piezas que su forma de caminar. Era la manera de andar segura de un hombre muy consciente del efecto que tenía su apariencia en los demás.

El extraño se sentó en un banco bajo un árbol muy frondoso no lejos del joven, y dejó escapar un profundo suspiro que reveló su alegría. Wologizi cumplía con creces sus expectativas, porque al mirar al otro lado de la polvorienta calle, pudo ver a varios ancianos: dos de ellos estaban tirados en hamacas, y los demás yacían en colchonetas, dejando pasar las horas más sofocantes a la sombra de un árbol del pan. La escena le fascinó: el pueblo fronterizo dormía a merced del calor. Mientras viajaba hacia el pueblo, el extraño había jugado con la idea de rendirse, como aquellos ancianos, al letárgico hechizo del calor sin importarle nada más. Y como para confirmar ese pensamiento, una suave brisa se originó a su derecha, en la dirección del joven, y sopló hacia él pacíficamente. Cerró los ojos para saborearla en su plenitud.

—Ven aquí —llamó al joven.

El extraño lo observó recorrer la corta distancia entre ellos con gestos lánguidos. Tenía un andar notablemente felino, pero hasta que no lo tuvo frente a él no distinguió el miedo en sus ojos.

—¿Puedes mostrarme el camino a la mansión?

Así llamaban a la casa en aquella parte del país, la mansión, y el extraño lo sabía. El joven levantó una mano estilizada y señaló una casa a lo lejos. El extraño notó que la mano estaba marcada con quemaduras, que no parecían rituales, pero se levantó y prefirió ignorarlas. Más allá de una colina ocre a través de la que habían excavado la carretera principal, el extraño pudo ver la mansión posada orgullosamente sobre otra colina.

—¿Quién vive ahí? —preguntó.

El joven no contestó.

—Dime: ¿quién vive ahí? —insistió.

Aunque la identidad del habitante de la mansión era de dominio público, el joven permaneció en silencio.

—Ven, siéntate junto a mí. Dime.

El tono del extraño era tranquilizador, incluso atrayente, pero el joven siguió mirando al suelo. Quizá, pensó el extraño, la reticencia del joven se debía a su timidez.

—¿Por qué estás tan callado?

En este punto estiró el brazo para darle unas palmaditas en el hombro, un gesto que lamentó de inmediato, porque provocó una reacción que lo desconcertó. El joven reculó y echó a correr sin mirar atrás hasta que desapareció tras una cortina de polvo.

El incidente seguía perturbando al extraño incluso después de cambiar la agradable sombra por el terrible calor, y cuando se giró hacia los ancianos vio que no se habían movido de sus posiciones.

La carretera que siguió hacia la mansión estaba salpicada de casas cubiertas de polvo, desde las que a veces podía oírse alguna voz, transformada en un susurro casi sensual por el calor. Al llegar al centro del pueblo vio a un libanés, uno de los muchos que comerciaban en aquel país, de pie ante su tienda masticando una rebanada de pan con la avaricia de un niño. A su derecha vio a varios muchachos reunidos alrededor de un cartel, delante de un cine, discutiendo sobre la película: sus héroes y heroínas y las tácticas homicidas de sus villanos. Le recordó a su propia infancia. El extraño pasó por una gasolinera donde algunos hombres estaban jugando a las damas bajo su oxidado tejado. Incitados por un puñado de espectadores, los dos jugadores principales se estaban insultando y calumniando, maldiciendo y jurando con un tono de lo más exagerado, como si estuvieran enzarzados en un duelo a muerte. El primero amenazaba con derrotar al segundo, avisándole de que tendría que entregar su mujer y su propiedad al ganador y nunca jugaría a las damas de nuevo. El extraño los ignoró, pero aún podía sentir sus ojos cavando un agujero en su espalda, incluso tras doblar la esquina. Al darse la vuelta, seguro de que se toparía con uno de ellos, no vio nada más que una nube de polvo que se le acercaba rápidamente.

Pronto llegó a un cruce de caminos divergentes que seguían hacia los barrios de cabañas con techos de paja y casas de barro y ladrillos que lo rodeaban. En lugar de tomar el que iba hacia la mansión, optó por el principal, que subía por una montaña y bajaba por un valle. Quería ver el río que constituía la frontera entre su país y el otro, y cómo atendían esa frontera. Sin embargo, la subida era complicada, el calor insoportable, y pronto estuvo transpirando abundantemente. El extraño detestaba el olor de su propio sudor, que ahora era acre a pesar de la fragancia que llevaba, y más de una vez tuvo que detenerse a secarse la cara con toquecitos de un pañuelo.

Tardó casi una hora en llegar al río que estaba a los pies de la montaña. Mucho antes de verlo ya podía oírlo borbotar suavemente, como si susurrara un secreto. Al contrario de lo que esperaba, no había construcciones a ningún lado del río para indicar dónde acababa un límite y empezaba otro, ni ninguna oficina de aduanas; de hecho no había señales de vida en absoluto, excepto la llamada ocasional de un pájaro solitario o un animal. Incluso el puente sobre el río estaba descuidado. Eran unos leños que habían tirado encima, ahora viejos y desgastados. Al lado del puente, atados al tronco de un árbol gigante y cruzando el agua hasta otro igual, había cabos de cuerdas entrelazadas, formando un puente colgante, típico en aquella parte del país, que se usaba solo durante la estación lluviosa, cuando el río se desbordaba y cubría el puente principal. ¿Qué clase de pueblo fronterizo era ese sin fronteras bien definidas?

El extraño se dio la vuelta y se dirigió a la mansión. Mucho antes de llegar a ella, la casa se alzó ante él, majestuosa e imponente, contemplando Wologizi con evidente pomposidad. El edificio de tres plantas estaba aislado por todos lados, por el valle de detrás y el pueblo que se esparcía debajo, por paredes de bloques de cemento coronadas con cristales de botellas rotas. Lo primero que le llamó la atención fue la antena de radio que se alzaba por encima de la casa. Luego vio un aviso escrito claramente en la entrada, que decía: «CUIDAOS DE MI PRESENCIA». Pensó que tal vez se refería a un feroz can entrenado para abalanzarse sobre los intrusos como él, así que gritó para hacerlo salir, pero no obtuvo respuesta. Al acercarse al cartel, se dio cuenta de que al contrario que el resto de los muros, había sido repintado recientemente. La puerta estaba abierta, así que entró con cierta reticencia. A su derecha había una estación de radio a la que se acercó, escuchando en busca de cualquier señal de movimiento. No tenía puerta y la ventana estaba rota. El extraño entró y descubrió que la radio que conectaba Wologizi con el mundo exterior no funcionaba. De pronto tuvo la inconfundible sensación de estar siendo espiado, y dejó la estación de radio como aturdido. Subió las escaleras hasta la primera planta de la casa, y llegó a una espaciosa sala de estar de techo alto, manchado en las esquinas por la humedad. Todo estaba cubierto de polvo: las antes hermosas sillas y mesas con la bandera y el escudo del país tallados con precisión en ellas, los armarios de madera con una impresionante colección de jarrones y otras porcelanas chinas, y los retratos enmarcados en dorado de diversos dignatarios, todos estaban enredados en una masa de telarañas. Ni siquiera las paredes se libraban. De muchas esquinas colgaban arañas. Los cristales partidos que formaban las ventanas estaban manchados. El olor sofocante de la decadencia flotaba en el aire, penetrante y opresivo, y por un momento el extraño se quedó quieto, asimilando aquel esplendor abandonado, sobrepasado por todo aquello.

Fuera, en la parte de detrás de la casa, buscó una explicación para el estado de la mansión, pero no encontró ninguna. Había una cocina sin útiles, y al lado un pozo con un cubo encima. Donde se detuvo a contemplar una montaña que se levantaba ante él, se encontraba el comienzo de un bosque que se inclinaba hacia un valle de impenetrables matorrales. El valle se precipitaba hacia la montaña, que era meramente una de una larga cadena de colosales montes que rodeaban Wologizi.

De nuevo sintió una presencia tras él, furtiva pero persistente, como si le estuvieran espiando. Se volvió, pero solo se encontró con un anciano diminuto y esquelético con una túnica holgada tejida a mano, que movía la mandíbula con determinación mientras masticaba una nuez de cola. El anciano tenía un aspecto tenso, como receloso del extraño. El sol estaba ahora en su cenit, golpeando con salvaje intensidad a los dos hombres, el aire permanecía inmóvil, atrapado momentáneamente en el opresivo silencio de aquel lugar desierto.

—Tienen una mansión muy bonita aquí —dijo el extraño.

A esta inusual forma de presentación, el anciano al principio respondió con su silencio, pero no pudo resistirse a la encantadora sonrisa del extraño que se acercó hacia él con las manos extendidas como saludo.

—Eso dicen todos los que vienen a Wologizi.

El apretón del extraño era firme, y al cerrarse sobre su mano el anciano sintió un dolor insoportable, pero prefirió ocultarlo.

—Es imposible no verla —prosiguió el hombre, cuya voz denotaba la misma nota de espontaneidad y encanto que al principio—. Cuando bajé del autobús la vi a lo lejos y decidí acercarme a admirarla.

Solo entonces soltó la mano del anciano y se movió con rapidez al frente del recinto, donde permaneció contemplando absorto la mansión, como si la viera por primera vez.

—Parece tan fuera de lugar aquí… —dijo por fin.

—La mansión se construyó hace mucho para el presidente, que aún no ha venido a visitarla y habitarla. Hasta entonces hemos decidido dejarla vacía. De vez en cuando venimos hasta aquí arriba a limpiarle el polvo.

El anciano, mientras decía esto, observaba cada reacción del extraño, pero aparte de la cálida sonrisa en su rostro no mostró ninguna emoción.

—Desde luego es una casa digna de un presidente.

El anciano se alejó unos pasos del extraño, como si estuviera a punto de marcharse, pero de pronto se giró hacia él.

—¿Ha dicho que se bajó del autobús aquí?

—Solo iba de paso.

—¿Nunca ha estado en esta parte del país?

—Es mi primera vez aquí, anciano.

—Entonces debería haber sabido que el autobús viene en esta dirección solo una vez cada pocos días, y a veces una vez a la semana.

—¿Una vez cada pocos días? —preguntó el extraño.

El anciano asintió. Los dos estaban bajo una acacia, de cara a la antena de radio a la que los ojos del extraño se volvían a menudo, como preguntándose por su relevancia para Wologizi. En silencio, ambos hombres reflexionaron sobre el intercambio, cada uno perdido en su propio mundo, cada uno sopesando qué decir a continuación, y entonces uno de ellos dijo:

—Nada me gustaría más ahora, con este insoportable calor, que un vino de palma frío.

Fue el extraño. Esa franqueza arrancó una sonrisa al rostro del anciano, porque le confirmó lo que había estado pensando en ese mismo instante, y dijo:

—Entonces ha venido al lugar adecuado.

Ambos hombres rieron. Dejaron el sol a su espalda, fiero e implacable, mientras bajaban la colina. En la cuneta, delante de ellos, una serpiente yacía enrollada al sol, pero al sentir a los hombres, se deslizó entre la hierba, convirtiéndose en una con la vegetación. Cuando el silencio cayó en la estela de los pasos de ambos hombres, la serpiente salió de su escondite y volvió a la cuneta con languidez. Wologizi aún seguía aferrada por el calor, pero en unas cuantas horas se desharía de su influencia aturdidora y comenzaría la tarde con un frenesí de actividad.

 

Para hacer justicia al vino de palma, los dos hombres empezaron con cuatro vasijas que había en una banqueta bellamente tallada entre ellos. Estaban sentados en sillas plegables bajo un mango y bebían de una pequeña calabaza. Primero, el extraño dio un largo trago, y el anciano que le observaba pensó que iba a acabársela del tirón, pero entonces paró.

—El vino de palma es el néctar de los dioses —dijo como si fuera una revelación, y luego le pasó la calabaza al anciano, secándose la boca con un pañuelo.

El anciano asintió.

—No hay nada igual —dijo, y se acabó el resto.

Los hombres se burlaron el uno del otro sobre su pasión por el vino de palma, pero con la cuarta y última vasija aquello empezó a ponerse solemne. Los dos empezaron a evaluarse entre sí de nuevo, cada uno empeñado en emborrachar al otro. El extraño rellenó la calabaza, pero en lugar de beber se inclinó hacia el anciano como si le hiciera una reverencia, para honrarle como correspondía a un hombre de su edad. El anciano, que no podía rechazar esa deferencia, vació la calabaza de un trago, la rellenó y se la pasó al extraño. El vino era fuerte, y el anciano lo sabía, porque había salido de una de las mejores palmeras de Wologizi. El extraño vació la calabaza y se echó atrás; el anciano advirtió que sus ojos ya se habían nublado y se pasaba la lengua por las comisuras de los labios, lamiendo la espuma. Entonces se echó a reír, con una risa llena del misterio de la ebriedad. Se escoró, con todo el cuerpo balanceándose.

El anciano pensó que era el momento de hacer su pregunta, y la formuló sin darle importancia.

—¿Ha dicho que le enviaron a Wologizi?

El extraño se sentó derecho, vertió un poco de vino en la calabaza con manos temblorosas, visiblemente borracho ahora, pero se lo tomó de un trago.

—No —dijo arrastrando las palabras—, sólo estoy de paso.

Entonces le pasó la calabaza al anciano, que le dio un sorbo y se la devolvió, asombrado por su inusual resistencia al vino.

—¿Cómo dijo que se llamaba? —preguntó.

—William Soko Mawolo.

El extraño contestó con voz nítida y cortante, como si no hubiera tomado ni una gota de vino. El nombre desconcertó al anciano. Aunque le parecía familiar, también tenía algo oculto, sobre todo el primer apellido, que le resultaba desconocido. El extraño tenía una altura imponente, y la piel tan oscura que la frente tenía un brillo azulado. No se parecía a la gente de la región del bosque, cuyo color de piel era menos negro que el suyo. El anciano llegó a la conclusión de que de hecho era extranjero, quizá de más allá de las fronteras, pero por otro lado hablaba como ellos y bebía vino de palma con la misma pasión.

—Yo soy Kapu —dijo el anciano—. Pero en Wologizi todos me llaman el viejo Kapu, y le recomiendo que haga lo mismo, señor Mawolo.

—Lo haré —contestó William, y volvió su atención hacia el vino como si lo viera por primera vez.

—¿Qué hace usted todo el día, viejo Kapu?

—No quiero aburrirle con la historia de mi trabajo, señor Mawolo. Basta decir que es muy poco gratificante.

—Entonces, ¿por qué lo hace?

El viejo Kapu no respondió, sino que se echó atrás en la silla plegable y entonces, con voz lenta y calculada dijo:

—Me parece usted un ministro, señor Mawolo.

—Nada de eso, yo trabajo para mí mismo, viejo Kapu.

Tras dar otro sorbo al vino, el anciano rellenó la calabaza y se inclinó hacia delante, indicándole a William que se bebiera el resto.

—Nuestro vino es el mejor de la región.

La cuarta vasija estaba vacía, pero William insistió en que el viejo Kapu enviara a alguien a comprar más vino.

—No se preocupe, viejo Kapu, yo lo pagaré.

El anciano pidió otra vasija de vino. Mientras los dos esperaban a empezar otra ronda, la casa despertó con el regreso de la mayoría de sus miembros desde las granjas o de llevar a cabo las tareas cotidianas. Algunas mujeres estaban haciendo la comida detrás de la casa, y William podía oír a varias intercambiando insultos en broma con gran facilidad. En mitad del ajetreo volvía la mirada hacia todo el que entraba o salía de la casa, sobre todo las mujeres. Cuando alguna le saludaba, él respondía con una voz tan llena de encanto que la mujer en cuestión acababa echándose a reír.

—La vida del viejo Kapu debió de cambiar a mejor el día que te puso los ojos encima —decía él si la mujer resultaba ser una de las muchas esposas del anciano.

Si no, decía:

—Quizá me case contigo antes de marcharme, Bella.

El viejo Kapu, divertido con todo aquello, permanecía en silencio.

Las mujeres no se ofendían por el comportamiento de William, pero desaparecían en la casa entre risitas como si fueran chiquillas.

En cierto momento, una de ellas salió a pedirle al viejo Kapu dinero para comprar comida en el mercado al día siguiente. Era difícil determinar su edad, llevaba el pelo con un recogido austero y tenía los labios agrietados y unas amplias caderas desproporcionadas con su cuerpo delgado. Excepto por ellas, que eran redondeadas como calabazas, la mujer no poseía ninguna belleza concreta, William era consciente de ello. Los ropajes que envolvían su delicada figura estaban gastados, la blusa desteñida, pero permaneció ante los dos hombres consciente de la mirada del extraño, disfrutando plenamente de su atención.

—Búscate la vida —le gritó su marido con tono despectivo.

Ella pareció quedarse desconcertada ante el repentino exabrupto, y estaba a punto de marcharse cuando William cogió de su bolsillo algo de dinero y se lo puso con firmeza en la mano.

—Para la cena de mañana —dijo jocoso—. Pero no se lo digas al viejo Kapu o podría echarnos de su casa.

Ella se fue, y su risa sonaba como una campanilla.

—Las mima demasiado, señor Mawolo. ¿Qué haría yo si usted se marchara mañana y me dejara solo frente a ellas?

—Lo que hace todos los días, viejo Kapu. Estoy seguro de que después de que me vaya, se olvidarán hasta de que estuve aquí.

El vino de palma llegó mientras ambos tomaban una suntuosa cena consistente en arroz recién cosechado y carne ahumada cocinada hasta la médula en una salsa de champiñones silvestres. Los hombres regaron cada bocado con vino de palma, pero ni siquiera en ese punto les soltó la lengua, sino que había un silencio solemne que les rodeaba debido a la atención que prestaban a la comida, y que continuó mucho después de que hubieran terminado.

Más tarde el viejo Kapu se puso en la lengua una pizca de tabaco picado y se recostó en la silla, disfrutándolo plenamente.

William pensó que debía de tener setenta y tantos años. Todavía era fuerte y nervudo, inmune a la influencia del vino de palma. Se le habían caído la mayoría de los dientes, pero aún parecía joven y tenía la piel lisa y sin pelo. William pensó que los hombres así quizá no envejecían nunca y morían armados con todo el vigor de un joven de veinte años.

La noche llegó mientras William disimulaba un bostezo, cansado tras un largo día lleno de sucesos. Las luces que se encendieron al llegar la noche se apagaron unos minutos después, dejando a Wologizi sumida en una nerviosa oscuridad. Una de las muchas esposas del viejo Kapu sacó un farol de mano y lo puso en la banqueta entre ambos hombres, pero su luz no era suficiente para apartar la profunda oscuridad que los envolvía. El viejo Kapu se reacomodó en su asiento y escupió un generoso residuo de tabaco de mascar a la tierra.

—Le enseñaré su habitación —dijo.

Al levantarse, el anciano sintió un intenso dolor de espalda que le obligó a regresar a la silla. Dejó escapar un gemido:

—El dolor es como nuestro generador —dijo allí sentado—. Viene y va de repente, a veces me deja paralizado.

El viejo Kapu rechazó la oferta de ayuda de William y esperó hasta que el dolor disminuyó. Con la lámpara en la mano, llevó a su huésped a una habitación que daba a un largo pasillo que acababa al final del recinto. A la derecha de la puerta había un reloj de pie.

—Lleva años estropeado —dijo el viejo Kapu.

—Quizá pueda ayudarle con eso —contestó William.

—¿Repara cosas?

—Así me gano la vida.

La habitación estaba amueblada con una mesa cubierta de nailon, sobre la que había un quinqué que lanzaba una luz triste por la estancia, dándole un aspecto inquietante. No tenía techo ni ventanas y la mayoría de la pintura verde de las paredes estaba desconchada. Por eso, William podía oír a las mujeres charlando en las otras habitaciones.

Más tarde, una de ellas, la mujer a la que le había dado dinero aquella tarde, llamó a su puerta.

—Su baño está listo —dijo.

—¿Cómo te llamas? Olvidé preguntártelo esta tarde —dijo él con voz alegre.

—Hawah Lombeh —respondió la mujer.

William le sacaba una cabeza, y notó que ella no lograba reunir el coraje para mirarle a los ojos. Extendió la mano para tocarle la cara. Se notaba muy áspera, castigada por el trabajo duro y el sol abrasador de aquella región. La mujer se apartó aterrada.

—Dime qué hace el viejo Kapu —dijo él.

Ella negó con la cabeza. De pronto, para que no tuviera tiempo de reaccionar, William la atrajo hacia sí, y le acarició la cara arrugada hasta que ella gimió, hasta que no pudo rechazarlo más, ni a él ni a su petición.

—Es el cacique del pueblo —susurró.

Eso fue todo. Hawah Lombeh se apartó de él como enfadada, terriblemente consternada, y su figura retrocedió hacia la oscuridad del largo pasillo. Incluso cuando ya no la veía, podía oír sus pasos y cómo se chocaba con algo, sollozando mientras recobraba el equilibrio.

El baño estaba situado en el extremo más alejado de la casa, una cabaña de árboles de bambú sin puerta, pero la oscuridad le sirvió de cobertura mientras se acuclillaba en un lecho de guijarros. El agua estaba agradablemente cálida, y disfrutó de cada gota. De pronto, procedentes del edificio principal, oyó los gritos de alegría con que recibían a la luz que había vuelto. Las conversaciones que hasta entonces habían sido apagadas se volvieron vociferantes, y entre los chillidos de los niños que intentaban llamar la atención, las mujeres relataban los sucesos del día. William escuchó sus voces, cautivado por su calidez. Sonaban tan familiares, como sacadas de un pasado lejano, que le embargó una sensación de anhelo y por unos instantes deseó haber crecido en Wologizi y poder vivir allí para siempre como uno de ellos.

En noches como aquella, en un pueblo como Wologizi, de niño yacía despierto en la cama, escuchando a su tía cantar una canción en la otra habitación. Ella siempre le soltaba comentarios sobre la seriedad, más a menudo sobre, lo duro que tenía que trabajar para destacar en todo, especialmente en la escuela. Eso fue mucho antes de que su tranquila y predecible vida llegara a un brusco final.

De nuevo en su habitación, apagó la luz y se acostó, sobrio como si no hubiera tomado ni una gota de vino de palma. Escuchó las voces de las mujeres charlando, alegres a veces y otras salpicadas de tonos melancólicos, voces que eran al mismo tiempo sensuales y toscas. Pero, después de escucharlas durante más de una hora, deseó que se fueran apagando, porque la estación de radio le esperaba. William quería deslizarse fuera de la casa aquella noche e ir a la mansión con la intención de reparar la radio. Pero cada vez que intentaba marcharse, una tos o un ruido evitaban que abriera la puerta y cruzara el largo pasillo hasta el exterior. Al final se rindió y sucumbió al sueño. Sin embargo, a los pocos minutos, se despertó sobresaltado por una voz que se elevaba con un canto fúnebre singular y desgarrador que partía el silencio de la noche, largo y desolado, imbuido de una pena hondamente asentada. La canción continuó hasta altas horas y solo paró cuando por fin un gallo cantó, anunciando la llegada del primer amanecer de William en Wologizi. No había pegado ojo.