Yakutia - Mario Bonavota - E-Book

Yakutia E-Book

Mario Bonavota

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"Yakutia no se limita a la geografía. En esta nueva edición, Mario Bonavota nos sorprende con nuevos horizontes que nos invitan a explorar territorios desconocidos y a la vez cotidianos. Ya lo demostró en De Ciudadela a la Luna, su anterior trabajo. Allí nos relató historias que jugaron con la infancia a través de una narrativa que empatizó con los lectores. Así como esa infancia no se limitó a la edad, Yakutia no se limita a las fronteras políticas, es algo más amplio. En esta edición de cuentos, el escritor argentino nos comparte metáforas, karma, esoterismo y ciencia histórica de modo atrapante. Un arco de contenido donde hay archivos y futuro, con una prosa delicada, cercana, y como las amistades sinceras, contundente. Por eso, esta precisa pluma, se lee en compañía. Es para nuestros días y nuestras noches. Yakutia sorprende, nos detiene, nos encuentra" (Ezequiel Medina).   "Bonavota no es que simplemente escribe, sino que transcribe (...) El libro es el resultado de años contando estas historias" (Infobae).

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Yakutia

Mario Bonavota

Yakutia no se limita a la geografía. En esta nueva edición Mario Bonavota nos sorprende con nuevos horizontes que nos invitan a explorar territorios desconocidos y a la vez cotidianos. Ya lo demostró en De Ciudadela a la Luna, su anterior trabajo. Allí nos relató historias que jugaron con la infancia a través de una narrativa que empatizó con los lectores. Así como esa infancia no se limitó a la edad, Yakutia no se limita a las fronteras políticas, es algo más amplio. En esa edición de cuentos, el escritor argentino nos comparte metáforas, karma, esoterismo y ciencia histórica de modo atrapante. Un arco de contenido donde hay archivos y futuro, con una prosa delicada, cercana, y con las amistades sinceras, contundente. Por eso, esta preciosa pluma, se lee en compañía. Es para nuestros días y nuestras noches. Yakutia sobrende, nos detiene, nos encuentra.

Ezequiel Medina

"Bonavata no es que simplemente escribe, sino que transcribe (...) El libro es el resultado de años contando estas historias."

INFOBAE

Bonavota, Mario

Yakutia / Mario Bonavota. - 1a ed. - Villa Sáenz Peña : Imaginante, 2024

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-631-6578-17-4

1. Cuentos contemporáneos. 2. Narrativa Argentina. I. Título.

CDD A863

Edición: Oscar Fortuna.

Diseño de tapa: Raquel Chanampa

Conversión a formato digital: Estudio eBook

© 2023, Mario Bonavota

© De esta edición:

2023 - Editorial Imaginante.

www.editorialimaginante.com.ar

https://www.instagram.com/imaginanteditorial/

www.facebook.com/editorialimaginante

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra bajo cualquier método, incluidos reprografía, la fotocopia y el tratamiento digital, sin la previa y expresa autorización por escrito del titular del copyright.

# 1- Gatos negros

“Pero de aquel día y hora nadie sabe, ni siquiera los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino solo el Padre”(Mateo 24:36), esto vociferaba con gestos ampulosos aquel hombre de aspecto descuidado. Él estaba parado en Elcano y Guzmán, tenía una pequeña biblia que apretaba fuertemente en su mano derecha, la cabellera larga y enmarañada, como larga y descuidada era su barba; vestía harapos, pantalones rotos, una camisa que alguna vez fue blanca y ahora era un collage de ocres y un saco negro enorme, brilloso por la mugre; casi todo coincidía, su aspecto y su vestuario estaban en sintonía, lo que no cuadraba era su voz, clara y engolada, como de barítono, no parecía salir de la misma persona.

Era una tarde de invierno, un domingo gris, apenas había dejado de llover, no era el mejor momento para caminar por Chacarita, yo lo hacía cansinamente, ensimismado en mis pensamientos, mis recuerdos… , aquel “profeta” estaba a metros de la puerta de entrada del cementerio, miré hacia todos lados y no vi a nadie más. Él daba su sermón de espaldas a la avenida, mirando el viejo paredón de la necrópolis, como si justo allí hubiera una congregación atenta de fieles escuchándolo, pero nadie que yo pudiera ver lo escuchaba, indudablemente no veíamos lo mismo, el hombre hacía un paneo de su tribuna, moviendo la cabeza y su biblia alzada, de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, estaba tan compenetrado en su discurso que no había notado mi presencia; yo, en cambio, lo escuchaba con atención, su voz era un imán invisible que me atraía, tan clara, potente y sin vacilaciones, se me ocurrió pensar que tal vez el hombre sería un actor profesional haciendo un número dramático, que aparecerían de un momento a otro cámaras, asistentes y un director aplaudiendo el trabajo, pero no fue así, él y yo éramos los únicos asistentes a la obra, yo me sentía como alguien que sin pagar su entrada, fisgonea a los actores escondidos tras bambalinas, no me movía, algo magnético me tenía atrapado escuchando, aunque nos separaban escasos tres metros, yo intentaba no llamar su atención. Un hombre anciano bajó del colectivo 111, frente al puesto de flores, abrió el paraguas y se dirigió hacia nosotros, yo no había notado que garuara nuevamente, pasó sin mirarnos, yo hice un gesto con la cabeza, como un cortés “buenas tardes”, pero el anciano no contestó, me ignoró, nos ignoró en realidad, aunque el profeta vernáculo hacía tronar más su vozarrón y levantaba en alto la pequeña biblia de bordes dorados, el hombre ni siquiera giró la cabeza, caminó algunos pasos más y entró en el cementerio.

Allí seguíamos, solamente él, yo y la invisible muchedumbre que lo escuchaba, en determinado momento de su vehemente predica, giró, clavó sobre mí su mirada punzante, y señalándome con el índice de la mano que sostenía la biblia me gritó: “Y el que cree en el Hijo tiene vida eterna, y recibirá de su plenitud. Pero el que no cree en el Hijo no recibirá de su plenitud, porque la ira de Dios está sobre él (Juan 3:36)”. Quedé perplejo, ese dardo verbal no era retórico, esa amenaza bíblica estaba directamente dirigida a mí, pero “por qué”, me dije, si yo estaba convencido de no haberlo disturbado, es más, si hasta creía que no reparaba en mi presencia. Así quedó el profeta, señalándome, con la mirada fija, no pestañaba, yo, por otra parte, estaba incómodo, no sabía qué hacer, ¿debía contestar? Me pregunté, considerando que la postura inquisidora de aquel sujeto no cambiaba, me parecía casi irreal tener que discutir mi fe con un loco que hablaba solo contra el paredón del cementerio, mi carácter se adueñó de mi voluntad como tantas otras veces y conteste: —Mi fe está sana, señor, mucho más que su cordura por lo que veo, usted no me conoce, ni yo a usted, no aplica conmigo su parábola.

—No se mienta a sí mismo, usted no cree, quisiera creer, pero no puede, por eso está así —me dijo, bajando el tono de su voz, como tratando que los demás no escuchen.—¿Así cómo? —pregunte algo molesto, ahora era yo el que subía el tono.

—Vagando, penando —me contestó imprimiendo en su rostro un gesto de pena, no supe qué decir, opté por el silencio; además sentí ridículo enredarme en una discusión con un pobre hombre que hablaba solo en la calle, pero su mirada fija me perturbaba, busqué inconscientemente no mirarlo, que nuestras miradas no se cruzaran, no sé, sería tal vez la falta de pestañeo lo que la hacía más penetrante, o quizás me incomodaba no saber qué contestar; como sea, con la huida, mis ojos fueron a dar al portón abierto del cementerio, y allí los vi, estaban sentados como pequeñas esfinges, casi mimetizados con el negro mármol de una bóveda, cuatro gatos negros, sí, cuatro, ni uno ni dos, cuatro, todos negros, sentados sobre sus patas traseras, con los ojos verdosos entrecerrados, como haciendo foco, mirándome, jamás había visto algo así, estoy seguro de que todos vimos alguna vez un gato negro, eso es común, pero cuatro, uno al lado del otro y mirándome… jamás.

Mi sensación de incomodidad se acrecentó, quería irme, pero no podía, como en una pesadilla, en la que uno trata desesperadamente de correr, pero no puede, está inmóvil, hace un esfuerzo enorme por mover las piernas, pero estas siguen ahí, como adheridas al suelo por un pegamento denso y viscoso, esa sensación angustiante de intuir que algo malo está por pasar y no poder moverse, asfixiante…

—No tenga miedo… las almas habitan en animales antes de liberarse, sobre todo, en gatos, ellos las reciben, para terminar el proceso de aprendizaje, los egipcios ya lo sabían, es por eso que para ellos eran sagrados —me dijo el profeta con su voz engolada.

¿Pero cómo supo de los gatos?, no había forma alguna de que los haya visto, siempre estuvo de espaldas a la puerta, además, aunque haya girado la cabeza sin que yo lo notara, el ángulo no le hubiese permitido la visión; presa del miedo, contesté sin pensar, casi como un acto desesperado de defensa:

—Cállese, déjeme en paz, siga con lo suyo, dele su sermón barato a ese público imaginario e inexistente.

Sonrió y meneó la cabeza, dejando ver su boca abierta, solo dos dientes brillaros sobre sus encías rojas, trocó de golpe la risa por un gesto adusto y clavando su mirada en mí, dijo: —Pobre de aquel que piense que solo existe lo que sus ojos pueden ver, ¿acaso piensa que el mundo está habitado solamente por aquellas personas, animales, plantas o insectos que puede usted ver?, claro que no, ¿verdad?, abra de una vez los ojos del alma, señor, el tiempo se acaba…

Quise contestar, mas ya no pude, mi cuerpo empezó a escapar de mi dominio, la vista se volvió borrosa, la figura del profeta se desvanecía. Sentía derretirme sobre mis pies, cada segundo que luchaba en vano para escapar, mi cuerpo se desmoronaba sobre sí mismo, como una implosión en cámara lenta, conforme me achicaba, la figura del profeta crecía, otra vez asfixiante… dejé de luchar, no tenía caso, sentí un alivio al hacerlo, me invadió repentinamente la paz que sienten aquellos que se entregan a los brazos del destino, que no luchan por cambiarlo. Poco a poco, fui recobrando el control de mi cuerpo, se sentía más ligero, pero curiosamente a la vez más fuerte, mi vista comenzó a aclararse, también estaba distinta, había menos percepción de colores, pero más precisión, y allí estaba el profeta, ahora se veía enorme, como un gigante, sin embargo, no sentía temor. El miedo había desaparecido, me sentía seguro, poderoso. Detrás del él, como mezclados con la figura del paredón, podía distinguir su público, ahora podía ver a quienes escuchaban al profeta, eran cientos, mujeres, hombres, incluso niños, no sentí temor alguno, ahora podía moverme, irme de allí. Empecé a caminar, mis pasos eran livianos y gráciles, nos miramos fijamente con el profeta, su mirada ya no me intimidaba, él me saludó con un elegante gesto, yo solo asentí con la cabeza, luego entré lentamente al cementerio, me senté frente a la bóveda y entrecerré los ojos contemplando la entrada, el anciano que antes había entrado ya se iba, pero esta vez no me ignoró, claro, es natural, quién dejaría de mirar a cinco gatos negros…

# 2- Las vueltas de la vida

El hombre carga con su pasado, cíclicamente lo asaltan los recuerdos, las culpas, sus rencores y sus miedos, se va convirtiendo en un prisionero de su propia historia, la cual no puede cambiar ni borrar; hasta que un día casi sin quererlo empieza a olvidar, tal vez como un mecanismo de supervivencia simplemente olvida…

Era una tarde fría y lluviosa en la ciudad; Miguel apretaba el paraguas en su mano derecha, tratando de que el viento y la llovizna no echaran por tierra todo el trabajo que le había costado quedar un poco más presentable, hacía mucho tiempo ya que el espejo y él habían dejado de ser amigos. Le costaba mucho aceptar que la imagen que este le devolvía fuese la suya, desde lo consciente sabía que sí, pero algo en su interior negaba que ese hombre entrado en años, con poco e indomable cabello y algunas arrugas, fuese el mismo que estaba mirando el espejo. Había estado más de media hora tratando de amigarse con eso, se peinó tal vez una decena de veces, se cambió otras tantas, cuando por fin terminó, no fue porque estuviese conforme, sino porque se había dado por vencido:

—Ya está, Miguelito —se decía condescendiente—, esto no lo arreglas más, te pongas lo que te pongas, a vos solo se te ocurre volver al ruedo a esta altura.

Miguel quería volver a empezar, no se conformaba con los diez lustros de encuentros y desencuentros con el amor, pensaba que todavía podía vivir algo distinto, algo que no hubiera vivido antes.

Cuando comienza a acercarse la vejez, se toman todos los componentes del amor que conocemos, la pasión, el sexo, los celos, la ternura, los desencuentros y se los pasa por el alambique de la experiencia, que los condensa en una sola palabra, compañía…

Es lo que en definitiva buscamos siempre, solo que cuando somos más jóvenes no lo tenemos tan claro, el mandato de nuestra propia existencia lo cubre todo, desata pasiones tormentosas, nos llena de inseguridades y de miedos, nos hace posesivos, temerosos de perder algo, ese algo que, en definitiva, nunca fue nuestro.

Ahora sí, todo estaba más claro para Miguel, la edad lo había despojado ya de las pasiones juveniles, la palabra pareja había cobrado para él otro significado. Hoy, pareja quería decir mates compartidos, una serie en la tele, la caminata de domingo por la mañana, o simplemente demorar un cafecito en el bar de un cine, debatiendo el argumento de alguna película europea.

Se sentía nervioso, algo inseguro, conforme se acercaba al lugar del encuentro, más dudaba, la idea de meterse en una aplicación de citas fue de Juan Manuel, su sobrino, que en una visita de domingo se lo propuso:

—Dale, tío, no tenés que estar solo, te garantizo que hay un montón de mujeres que les encantaría tu compañía —le dijo Juan, mientras trataba de instalar la aplicación en el viejo ordenador de Miguel.

—Estás loco, Juan, yo estoy fenómeno solo; no me jodas, quién se va a fijar en mí, ¿me viste bien?, estoy pelado y panzón, con estos atributos y poca guita, no parezco un buen partido para nadie, tendrás que poner una foto tuya para que alguna mujer se interese.

—No te creas, tío, hay para todos los gustos en el ciberespacio, ya vas a ver, le hacemos algunos retoquecitos a esta foto y te dejo como un galán maduro.

—Ja, ja, ja, galán maduro, no me hagas reír, Juancito, yo no fui un galán ni cuando estaba verde, imagínate ahora, que más que maduro estoy pasado —le contestó Miguel mientras preparaba el mate.

—Ya está tío, se viene una prueba piloto y te enseño a usarlo.

—Ayyy, nene, me metes en cada brete, desde chiquito fuiste quilombero.

—Vas a ver que no te vas a arrepentir —le dijo Juan, que de momento se veía mucho más entusiasmado que el propio Miguel.

Las semanas que siguieron fueron de mucha actividad, Miguel no podía creer cuántas mujeres, ya maduras, estaban en el circuito de búsqueda, claro que el rango etario seleccionado por Juan había sido amplio, además de generoso para con su tío, el muchacho había fijado una edad mínima veinte años menor a la de Miguel, con una máxima de diez años menor al postulante, esto surgió cuando el muchacho preguntó: —¿Qué edad te parece que busquemos, tío?

—No tengo idea, Juancito, la que vos digas, eso sí, fijate por favor que no parezca mi hija o mi nieta, no quisiera hacer un papelón, tampoco muy mayor, para viejo ya estoy yo.

Le costaba mucho elegir, para su sorpresa habían sido varias las mujeres que se fijaron en él, esta vez tenía para elegir:

—Jamás en mi vida pude elegir, nunca tuve un catálogo de personas frente a mí, ¿no sé si esto es bueno? No estoy seguro de que uno pueda elegir a otro ser humano en una vidriera como si fuese un pantalón o un saco; te confieso, Juancito, que lo que me pone más nervioso, es ser yo también parte de esa vidriera, me incomoda pensar que detrás de la pantalla haya cientos o miles de ojos mirándome, buscando defectos y virtudes en unas fotos. Pareciera que la otra persona es una mercadería a la que tal vez pueda acceder, siempre y cuando la mercadería en cuestión entienda que lo que uno ofrece es lo suficientemente bueno para ella o él; o sea, para resumir, Juan, creo que si a mí me gusta mucho alguien, seguramente no sería correspondido, a menos que su autoestima este lo suficientemente dañada como para aceptar a este vejestorio y, si así fuese, estaríamos frente a otro problema.

Esto decía el larguísimo mensaje de audio que le había mandado Miguel a su sobrino, como una suerte de SOS, para que este venga en su rescate:

—Tranquilo, tío, no te enrosques —contestó Juan. —Mañana paso por tu casa y te doy una mano, solo fíjate quién te gusta, que yo te digo cómo seguimos.

—Bueno. —Pensó Miguel—. Será que habrá que relajarse, dejarse llevar, no darle tanta vuelta en la cabeza, tal vez sea como dice el pibe, “la edad no cuenta, todo lo que no te pasó en una vida, te puede pasar en un minuto”.

Y allí estaban los dos, tío y sobrino frente al monitor:

—¿Qué te parece esta señora, tío, querés que le demos like?

—No sé, mucho no me gusta, ¿yo le gusto a ella? —preguntó Miguel, intrigado.

—No lo sabemos, para saberlo los dos tienen que coincidir —le explicó el joven pacientemente.

Mira, te digo la verdad, a mí la que me gusta es esta, la tal Beatriz —dijo Miguel, señalando la pantalla un poco avergonzado.

—Muy bien tío… ¡hermosa mujer, se la ve delicada, muy interesante.

—Sí, preciosa… —dijo Miguel sonrojado, esto de estar eligiendo mujeres con su sobrino no le resultaba del todo cómodo—. Lo que no creo es que ella se fije en mí, Juancito.

—No lo sabes, probemos —le respondió el muchacho y le dio like.

—¿Y ahora qué hay que hacer? —pregunto ansioso.

—Nada tío, ahora hay que esperar, mañana nos fijamos si hubo alguna respuesta.

Sería una noche larga, le costaba conciliar el sueño, no podía dejar de pensar qué pasaría si esa mujer de ojos color miel con rostro simétrico y armonioso también se fijase en él, qué le diría, cómo iniciaría una conversación, estaba tan oxidado en las artes de la seducción, nunca fue su fuerte.

Miguel había trabajado los últimos treinta y cinco años para una exportadora de cereales, en un cargo jerárquico en la administración; taciturno y reservado, nada hace pensar hoy que este Miguel fuese el mismo que en su juventud había militado para montoneros, se unió a ellos cuando estudiaba en la universidad, llevado por un compañero.

La mística que envolvía al movimiento, la rebeldía propia de la juventud, su poco carácter y la ganas de pertenecer formaron el coctel ideal para meterlo de lleno más de una vez en situaciones peligrosas.

La fortuna estuvo de su lado, y por suerte para él esa etapa había quedado atrás, sin grandes daños colaterales. Después se recibió de contador y se casó; entró en la compañía y la vida lo fue llevando, nació Ema su hija (que vive hace más de dos años en Australia con su marido), se separó y volvió a casarse con una compañera de trabajo, su segundo intento tampoco prosperó, ahora llevaba ya más de cuatro años separado y no lo volvió a intentar.

A las dos de la madrugada, después de dar vueltas horas en la cama, decidió levantarse, fue derecho a la computadora, la ansiedad lo devoraba; sin embargo, no la prendió enseguida, se quedó un buen rato frente al aparato, pensando si realmente quería saber el resultado de la búsqueda.

Decidido lo prendió, el inicio de Windows en la vieja máquina se le hizo eterno, cuando por fin entró a la aplicación, se sentía como un adolescente, estaba ansioso por saber si alguien había hecho el tan famoso match con él, con sorpresa descubrió que dos personas estaban interesadas en el galán maduro, como le decía Juan. Contra todo su pronóstico, una de ellas era Beatriz; pensó en llamar a Juan en ese momento, pero eran las dos y media de la madrugada, el llamado a esa hora lo asustaría; además, pensó que podía despertarse Marta, su hermana y que tendría que dar alguna explicación por el llamado: —No, ni loco, no quiero que se entere nadie más, mañana lo llamo y vemos cómo sigo.

Con mucha naturalidad, el muchacho mandó el primer mensaje a Beatriz, ella contestó algunas horas después con amabilidad. Después de eso, Miguel y Beatriz iniciaron una conversación, primero mediante la aplicación, luego cuando tomaron más confianza siguió animadamente por WhatsApp. Los mensajes de texto iban y venían cargados de preguntas y expectativas, se estaban conociendo, pisaban con cuidado cuando la pregunta entraba en el terreno de la intimidad, seguramente si hubiesen tenido menos edad, toda esta charla previa no hubiese existido.

Fue Beatriz la que se animó y sugirió los mensajes de audio:

—Qué te parece si nos conocemos las voces, Miguel, así avanzamos un poco más —le dijo en un mensaje que finalizaba con un emoticón de carita sonrojada.

Tras dos semanas de chats y audios, donde se contaban también su vida diaria, ya los dos más descontracturados, divertidos, hablando de la vida misma, sin la impostación que requiere la seducción inicial, fue cuando Miguel le dijo:

—Bueno, Beatriz, qué te parece si nos vemos personalmente, así avanzamos otro poquito.

El mensaje terminaba con un emoticón de carita sonriente. Hubo algunas horas de silencio que preocuparon a Miguel: —¿Me habré apurado? —Se preguntó Miguel frente al silencio no común de Beatriz.

Al otro día, un mensaje de ella decía:

—No te enojes, Miguel, dame unos días, estoy un poco complicada con un asunto, te prometo que pronto nos vemos.

—Perfecto, tranquila —contestó Miguel—, cuando me avises, estoy.

La comunicación con Beatriz se había detenido, Miguel tenía que esperar una señal, la pelota había quedado del lado de ella y no quería parecer pesado. En la mañana del viernes llegó el mensaje, habían pasado dos días eternos para él:

—Hola, Miguel, ¡buen día! Te pido disculpas por estar desaparecida estos días, si te parece bien y podés, nos encontramos hoy a la tarde en la confitería de Cabildo y Monroe. ¿Qué te parece a las cinco?

—Hola, Beatriz, claro no hay problema, a las cinco estoy ahí.

Miguel empujó la puerta de la confitería con el hombro, mientras trataba de cerrar trabajosamente el paraguas que el viento sacudía a voluntad, logró entrar, se pasó la mano izquierda por la cabeza tratando de acomodar su cabello, no quería pensar en qué estado se vería después de caminar seis cuadras con ese ventarrón en la espalda, se alineó el saco y levantó la vista, para buscar dónde sentarse, recorrió el salón con la mirada y allí la vio, sentada en una mesa al fondo, no esperaba encontrarla todavía, faltaban algo más de diez minutos para las cinco, se puso nervioso, era la hora de la verdad, se conocerían personalmente. Conforme se acercaba y más bonita le parecía, más bajaba su autoestima: —No voy a gustarle. —Pensaba—. Se va a decepcionar cuando me vea.

Ella, en cambio, lo esperaba con una sonrisa luminosa y franca, lo había visto al entrar luchar para cerrar el paraguas y acomodarse el pelo, sintió ternura de ver ese hombre ya mayor intentando arreglarse para la cita.

—Hola, Beatriz, bueno, ¡qué lindo! ¡Por fin nos conocemos personalmente! —dijo Miguel acercándose para besarla en la mejilla e intentando sonar distendido.

—Mucho gusto, Miguel —contestó sonriendo contenta—, disculpame que no me levanté, es que estoy media apretada contra esta columna.

—No te preocupes —dijo él, haciendo una seña con la mano—. Yo ya mismo me siento, ¿pediste algo ya?

—No, no, nada, llegué un ratito antes que vos.

Miguel no prestó atención a lo último que ella dijo, pensaba en lo agradable que se había sentido el contacto con su rostro, su calor, su tono de voz se escuchaba mucho más dulce que en los audios:

—¿Qué tomás?

—Un té con leche, por favor.

—Yo voy con un cortado —dijo Miguel, llamaron al mozo e hicieron su pedido. Estuvieron hablando animadamente más de una hora, él le contó un poco de su vida, su trabajo, sus dos matrimonios y su hija Ema; Beatriz, en cambio, fue más reservada, le contó que era soltera, que había vivido muchos años en el exterior y que trabajaba para el cuerpo diplomático como traductora.

La charla era amena, por momentos divertida, ambos mostraban modales y un fino sentido del humor, tanto el café como el té se repitieron; incluso hasta compartieron una porción de budín de limón, Miguel hizo una pausa en el relato de una anécdota laboral divertida, miró a Beatriz y le dijo:

—Quiero invitarte a cenar esta noche, por favor, no me digas que no.

Ella hizo una pausa y bajando la vista le dijo: —No nos apuremos, Miguel, primero quisiera mostrarte algo, hay una cosa que debes saber antes de seguir adelante.

—¿Mostrarme? —preguntó Miguel un poco sorprendido—. Me estás asustando, Beatriz —dijo sonriendo, como tratando de quitar tensión al momento.

Ella apoyó las palmas de ambas manos sobre la mesa y se puso de pie lentamente; Miguel se quedó sentado, expectante, observó que ella era más alta de lo que suponía, llevaba puesto un fino pantalón beige oscuro tipo Palazzo, una camisa en color natural y un bello saco de lana con detalles negros.