De Ciudadela a la Luna - Mario Bonavota - E-Book

De Ciudadela a la Luna E-Book

Mario Bonavota

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"Cuántas veces he oído en boca de otros: 'Mario, tenés que escribir un libro…'. Llegó la hora de cautivar al público con un sinfín de historias maravillosas. El autor, con una inagotable pasión, nos propone una exquisita variedad de cuentos que nos harán transitar diferentes emociones. El asombro, la locura, el amor y la inocencia son solo algunos de los tópicos por los que te transporta. Respetuoso de las costumbres y los códigos, Mario guarda tesoros entrañables que, con mucha generosidad, decide compartirnos. Cada cuento con su impronta y su lugar de origen, nos interpela inesperadamente. De Ciudadela a la Luna es una verdadera obra de arte; un viaje a la ternura más profunda del ser humano, una elocuente experiencia que merece ser vivida" (María Jazmín Ligato).

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De Ciudadela a la Luna

Mario Bonavota

Cuántas veces he oído en boca de otros: “Mario, tenés que escribir un libro…”. Llegó la hora de cautivar al público con un sinfín de historias maravillosas. El autor, con una inagotable pasión, nos propone una exquisita variedad de cuentos que nos harán transitar diferentes emociones. El asombro, la locura, el amor y la inocencia son solo algunos de los tópicos por los que te transporta. Respetuoso de las costumbres y los códigos, Mario guarda tesoros entrañables que, con mucha generosidad, decide compartirnos. Cada cuento con su impronta y su lugar de origen, nos interpela inesperadamente. “De Ciudadela a la luna” es una verdadera obra de arte; un viaje a la ternura más profunda del ser humano, una elocuente experiencia que merece ser vivida.

María Jazmín Ligato

Bonavota, Mario

De Ciudadela a la Luna / Mario Bonavota. - 1a ed. - Villa Sáenz Peña : Imaginante, 2023

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-631-6578-18-1

1. Narrativa Argentina. I. Título

CDD A863

Edición: Oscar Fortuna.

Diseño de tapa: Raquel Chanampa

Conversión a formato digital: Estudio eBook

© 2023, Ernesto Mario Bonavota

© De esta edición:

2023 - Editorial Imaginante.

www.editorialimaginante.com.ar

https://www.instagram.com/imaginanteditorial/

www.facebook.com/editorialimaginante

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra bajo cualquier método, incluidos reprografía, la fotocopia y el tratamiento digital, sin la previa y expresa autorización por escrito del titular del copyright.

Agradecimientos

Este libro es el resultado de un sueño que tuve desde niño: viajar de Ciudadela a la luna, y de allí a otros mundos imaginarios. Un sueño que no hubiera podido cumplir sin el amor y el aliento de las personas que más quiero.

En primer lugar, quiero agradecer a mis padres Angelita y Antonio, a mis hermanos, Estela y Oscar, que ya no están conmigo, pero que siempre me acompañan en mi corazón. Ellos fueron los que me formaron como persona y me transmitieron el amor por la lectura y la escritura. Aunque no pudieron leer mis cuentos, estoy seguro de que me hubieran apoyado y alentado. A ellos les dedico este libro con todo mi amor y mi eterna gratitud.

En segundo lugar, quiero agradecer a mis hijos Daniela y Nicolás de quienes estoy orgulloso y son sin dudas el más grande logro de mi vida. A mis sobrinos Leandro y Laura, Javier, Mauro y Andrea, Marco, Exequiel, Andrea y Raúl , que me apoyaron en este proyecto desde el principio. Ellos fueron los primeros en escuchar mis historias y en darme sus opiniones y sugerencias. A ellos les dedico este libro con todo mi cariño y respeto.

Y en tercer lugar, quiero agradecer a Jazmín, mi compañera de vida, que me ha dado su amor incondicional y su paciencia infinita. Ella fue la primera en creer en mí y en impulsarme a publicar este libro. A ella le dedico este libro con toda mi pasión y mi amor.

#1 - El galponcito del fondo

“¡¡¡Osvaldo, otra vez!!! Trajiste más de estas cosas, a ver cuándo vas a parar con esa manía de juntar basura, estoy harta de que el fondo esté lleno de chatarra, tengo que estar viendo por dónde pasar sin hacerme un tajo con estas porquerías”. Así le gritó Silvia, que estaba en el fondo de la casa tratando de tender la ropa, a Osvaldo, que estaba en la cocina intentando sacar una pieza de un viejo microondas en desuso. Él no hizo caso a los gritos de su mujer, ya estaba acostumbrado a escuchar sus quejas. Osvaldo era un hombre de unos cuarenta y cinco años, alto y flaco pero fuerte, que trabajaba en un taller de reparación de camiones a cinco cuadras de su casa. Había llegado del campo hacía más de quince años, escapando de las tareas rurales que hacía con su padre, y allí se quedó como aprendiz en el taller del pueblo; después conoció a Silvia en el club, en unos carnavales, y hacía cinco años se había casado con ella. Silvia, una maestra de primaria, era algunos años menor que él, robusta y linda de cara, con ojos claros y vivaces. Los dos se fueron a vivir a la vieja casa de los abuelos de Silvia, una casa antigua tipo chorizo en el centro del pueblo, de techos altos y en mal estado, con un terreno atrás. En el fondo, sobre la medianera de atrás, Osvaldo había levantado un galpón de madera y chapa, donde se pasaba horas cuando volvía del trabajo y también los fines de semana, tratando de reparar todo lo que encontraba con la intención de volverlo útil nuevamente y ganarse algún mango extra.

Siempre que Silvia le recriminaba que esa porquería de galpón era lo único que había hecho en la casa, Osvaldo le contestaba que de ahí iba a salir la solución para huir de ese “pueblo de mierda”, como él lo llamaba.

Ella quería tener hijos desde el principio, pero él no, decía que primero se tenían que ir del pueblo; además, le decía: “Estás rodeada de pibes todo el día, ¿para qué querés más?”. Esto enfurecía tanto a Silvia que a veces no le volvía a hablar en todo el día. Hacía tiempo que había una guerra entre ellos sobre este tema, una guerra silenciosa, fría, sin gritos ni discusiones, en la que cada uno trataba de llevar a cabo su plan sin contar con el otro. Silvia a veces “olvidaba” tomar las pastillas anticonceptivas por un par de días cuando se enteraba de que Osvaldo tenía asadito el sábado con los muchachos del taller, porque sabía que generalmente esos sábados volvía alegre, con alguna copa de más y ganas de tener sexo. Osvaldo tenía su propia táctica: nunca consumaba el acto dentro de Silvia; tenían sexo, sí, claro, pero él se las arreglaba para disimular un orgasmo y después lo consumaba en el baño, solo. Silvia se daba cuenta y se enojaba casi hasta las lágrimas, pero no lo confrontaba por la culpa que sentía por no haberse cuidado.

Durante el último mes y medio, Silvia pasaba por la casa de Facundo todos los viernes, cuando salía del colegio. Facundo era un alumnito de ella que no estaba yendo a la escuela por un problema de salud que tenía. Los riñones del chico no funcionaban bien desde su nacimiento, pero su salud se había resentido mucho más con la pérdida de su mamá. La primera etapa de la pandemia se había llevado a Graciela, una amiga de la infancia de Silvia con la que había ido al colegio, el mismo en el que ahora Silvia daba clases. Estuvieron algo distanciadas durante años, todo lo distanciadas que se puede estar en un pueblo de dos mil habitantes en el medio de La Pampa. Se saludaban, pero no pasaba de ahí. El tema fue que Graciela se había juntado con Alberto (Tito le decían los amigos), un muchacho divertido y extrovertido que hacía reír a toda la clase con sus chistes. Silvia y él habían sido novios en la adolescencia, pero él se fue a probar suerte como actor a Buenos Aires cuando tenía veinte años. No le fue muy bien, así que volvió al pueblo, a la casa de los padres, y lo único que se trajo Tito de aquella experiencia fueron algunas anécdotas difíciles de validar y un par de adicciones que lo complicaron y aún lo complicaban de vez en cuando.

Silvia nunca le perdonó a Graciela que se hubiera metido con Tito. Ella era su mejor amiga y sabía perfectamente lo que había sufrido y lo que sintió cuando Tito la dejó y se fue a la capital. Además, Silvia estaba convencida de que ellos habían tenido algo antes de que él se fuera, de otra manera, no comprendía cómo apenas llegado de Buenos Aires había empezado a salir con Graciela.

 

Pero todo aquello ya era historia para Silvia. La muerte temprana y casi inexplicable de Graciela fue el resultado de un virus desconocido combinado con una —desgraciadamente— muy conocida desidia estatal, que no proveyó al precario hospitalito del pueblo los medios necesarios para salvarle la vida a una mujer de treinta y ocho años.

Así quedaron las cosas, Tito cuidando a Facundo, viviendo en la pequeña casa que le dejaron los padres cuando decidieron irse a vivir a la ciudad de Santa Rosa con su otra hija Ana, la odontóloga. Tito tenía una relación tensa con sus padres, como resultado de los efectos secundarios de las drogas que alguna vez consumió. Ahora estaba aprendiendo a los golpes a ser papá, tenía un pequeño negocio de celulares que a duras penas le permitía vivir, en el localcito de adelante, donde antes Marta, su mamá, había tenido la peluquería.

Silvia le llevaba la tarea a Facu (le quedaba de pasada cuando volvía de la escuela) y también le explicaba algunas cosas. Era un momento esperado por el nene, ya que lo entretenía y seguramente también lo ayudaba a llenar el enorme vacío que había dejado la partida temprana de su mamá. Era como un ritual: Silvia llegaba, entraba por el negocio de Tito, se saludaban con un beso frío y tenso, como evitando el contacto entre dos pieles que tienen memoria pero no razonamiento y que alguna vez tuvieron mucho más que un beso en la mejilla; después entraban, ella abrazaba cálidamente a Facu mientras Tito ponía la pava y batía el café, Silvia le contaba qué habían hecho ese día y algunas cosas de sus compañeros. Ellos trataban de no mirarse demasiado, aunque Tito no podía evitar mirarla con ternura cuando abrazaba a su hijo ni ella podía evitar mirarlo con el rabillo de ojo cuando él ponía la pava, pensando cómo sería la vida si la hubiese elegido a ella. Ese día, charlaron de cosas sin importancia, como el clima, la falta de lluvias y el robo de la placa de bronce en la plaza, mientras Facu terminaba un problema matemático. El ritual llegó a su fin, Silvia apuró el café que ya estaba casi frío, saludó con un abrazo a Facu y le pidió que le mandara la tarea de Matemática y empezara a leer el libro de lectura porque la próxima semana iba a haber prueba de Lengua. Después, salió por el negocio y saludó a Tito, que la miró irse cuando ella estaba de espaldas, sin poder evitar recordar a esa jovencita de hermoso rostro y ojos pícaros, a quien besaba a escondidas en la peluquería de su mamá.

Silvia sintió su mirada pero no se dio vuelta, ¿para qué?, si descubrir esa mirada complicaría las cosas.

Osvaldo sabía que ella pasaba por lo de Tito a llevarle la tarea al nene; a él no le gustaba nada ese encuentro, pero con todo lo que había pasado no era políticamente correcto decir nada. Silvia hubiese puesto el grito en el cielo tratándolo de “animal insensible”, como a veces le decía. Osvaldo y Tito se conocían, nunca fueron amigos pero tenían amigos en común, por lo que compartían algún asado y partidos de truco, y los dos sabían que el otro sabía, pero de eso nunca se hablaba. Osvaldo había llegado al pueblo cuando Tito estaba en Buenos Aires, pero cuando volvió, rápidamente las lenguas del pueblo le hicieron saber al flamante novio de Silvia quién había sido Tito.

Así pasaron dos meses, repitiendo aquella rutina, ella al colegio y a lo de Facu y él al taller y al galponcito.

Una tarde de domingo lluviosa, estaba Osvaldo en el galponcito del fondo tratando de arreglar la heladera de la vecina doña Elvira, mientras Silvia estaba en la cocina mirando una película en un canal de cable. Desde hacía un par de semanas que estaba nerviosa, porque tenía que hablar con Osvaldo pero no encontraba el momento ni el cómo, y eso la tenía incomoda. De repente, la luz parpadeó violentamente, después se apagaron el televisor y la heladera… Se hizo un silencio que aturdía, en el que solo se escuchaba gotear la canilla de la pileta. Silvia gritó: “¡Osvaldo, ¿qué pasó con la luz? ¿Qué carajo hiciste ahora?!”. Salió para el fondo como una furia (no era la primera vez que una mala reparación de Osvaldo los dejaba a oscuras) y fue directo para el galpón, esquivando chatarra y mojándose, a putear a Osvaldo, que como de costumbre no le contestaba. Silvia entró al galpón casi pateando la puertita de madera, diciendo a los gritos: “¡¿No me estás escuchando?!”. Lo que vio la dejó petrificada: ahí estaba Osvaldo, en el piso, con el brazo todavía aferrado a la puerta de la vieja heladera y con espuma saliendo de su boca.

Los meses siguientes fueron de luto, el pueblo quería mucho al flaco Osvaldo, los amigos decían que, al final, el flaco, gracias al galponcito, por fin había logrado irse de ese “pueblo de mierda”, como él decía.

La panza de Silvia ya se notaba. Volvió al colegio, con sus alumnos, y todos le daban ánimo. Todos en el pueblo sabían que Silvia había perdido al marido, pero todos también sabían que el chico que estaba en su vientre no había perdido al padre.

#2 - El viejo del faro

Cada tarde, a las cinco, trepaba con dificultad los sesenta y dos escalones de la angosta y oxidada escalera caracol que lo llevaba a la sala de control; cada tarde, desde hacía más de diez años, Lautaro entraba al faro de Punta Dungeness después de saludar con un gesto casi imperceptible a Juan, el hombre que estaba sentado en la entrada del predio. El viejo siempre estaba ahí, mirando el mar. Lautaro había heredado el puesto de su tío José, hermano de su padre, a quien acompañaba al faro cuando aún era un niño. Era toda una aventura para un chico del sur de Chile, donde había poco para hacer que no fuera llevar a pastar ovejas o trabajar en la esquila; apenas si pudo ir algunos años al colegio los días que se podía, porque las condiciones climáticas en esas latitudes eran rigurosas, y el viento se convertía en un incómodo compañero inseparable con el que se debía aprender a convivir.

Lautaro había nacido con una de sus piernas más corta, lo que le ocasionaba una dificultad para caminar. Desde niño había encontrado en la lectura un medio para viajar con su mente, y así aprendió a visitar lejanos lugares y conocer culturas exóticas, aquellas que difícilmente podría llegar a ver algún día; leía todo aquello que llegaba a sus manos, diarios viejos, revistas de todo tipo y libros que encontraba perdidos en la casa de algún amigo o familiar.

Vivía con su madre, Sayen, con quien el niño compartía una pequeña casa muy humilde en la comuna de San Gregorio, en esa zona del mundo patagónico donde se mezclan Argentina y Chile formando intrincados paisajes de islas e islotes, surcados por un laberinto de aguas bravas que buscan su identidad disputándosela entre fuertes vientos y tormentas, buscando, tal vez, pertenecer al glamoroso Atlántico con sus historias europeas o al enorme y enigmático Pacífico que las llevara al Lejano Oriente.

Sayen era una mujer ya mayor, de raíces mapuches y mirada triste, que había enviudado muy joven, cuando su único hijo Lautaro era aún un niño.

La vida en el sur no era fácil, y Ramón, su marido, había ido a probar suerte a las minas de cobre al norte de Chile. Sayen solo recibió una carta de Ramón cuando llegó a la mina un mes después de haberse ido, y fue la última; la siguiente noticia fue un telegrama que enviaba la administración de la mina comunicando el lamentable accidente que se había cobrado la vida de Ramón y otros dos compañeros de trabajo. De ahí en adelante, todo fue aún más duro para Sayen, a quien el trabajo con la lana y la cocina de campaña para los trabajadores en épocas de esquila le permitieron subsistir; José, su cuñado, fue de gran ayuda en la tarea de educar a Lautaro. José era un hombre duro, de pocas palabras pero de buen corazón. La gente de esas latitudes no acostumbra hablar mucho, tal vez a causa del paisaje áspero y desolado que reina en la región, o tal vez por el clima, que hace que las personas tengan un carácter hosco y taciturno. José trabajó en el faro desde 1955; él también había heredado el puesto, pero de su padre.