Hace tiempo que sé, especialmente a
través de sus libros y en alguna ocasión también a través de la
charla personal, de la fascinación que sobre Miguel Ángel Almodóvar
ejerce la intrahistoria, tanto en su concepción unamuniana de
decorado de la historia más visible, como en su extensión
conceptual a las gentes sin historia, a las historias de vida y al
relato de lo cotidiano. Como explicaba metafóricamente el sociólogo
norteamericano Michael Harrington, refiriéndose, en su caso, a la
pobreza en Estados Unidos, en cualquier periodo y región siempre
hay un sinfín de hechos y circunstancias que la historia oficial
relega y aparta al otro lado del camino, por el que raramente se
transita, con lo que finalmente consigue hacerlas invisibles. Pero,
en última instancia y como nos enseñó Machado en sus Proverbios
y Cantares, "el ojo que ves no es ojo porque tú lo veas, es
ojo porque te ve". Y de entre esa miríada de miradas que observan
sin ser vistas por los recovecos y aledaños de la Historia, Miguel
Ángel presta desde hace años especial y singular atención a la
gastronomía.
Faustino Cordón nos descubrió que
"cocinar hizo al hombre" porque le proporcionó las condiciones
imprescindibles para condiciones de adquirir la capacidad de
hablar; para devenir hombre. En las primeras y más decisivas fases
de la hominización, la cocina consiguió transformar
cualitativamente la actividad culinaria previa del homínido,
dependiente del azar, del apremio y la angustia del hambre y de la
inherente acción directa para conjugar ambas circunstancias, y le
permitió pasar al proyecto previo para el que resultaba
imprescindible la cooperación y cohesión del grupo, trascendiendo
lo fortuito y la interferencia entre las especies, para concluir
dando origen a la palabra y a la posibilidad de proyectar, hacia sí
y hacia los otros miembros del grupo, todo un extenso repertorio de
acciones infinitamente más complejas que las que podrían inferirse
de los datos que afloran a través de los sentidos. La palabra,
azuzada por el progreso y progresiva complejidad de la práctica
culinaria, propiciará, de un lado, el primer acervo de
conocimientos empíricos transmisibles de los pueblos primitivos, y,
de otro, una evolución de las pautas cooperativas, que irán
"complejizándose" más y más hasta transformar las hordas en
sociedades humanas.
Siguiendo esta línea argumental,
sostiene Almodóvar, en paráfrasis con el personaje central de la
novela de Antonio Tabucchi, que es difícil entender la historia de
un pueblo sin conocer su historia y devenir gastronómico, porque
los modos y maneras de cocinar, junto a los usos y costumbres
comensales, forman parte integral e intrínseca de la cultura de
todo colectivo humano, y que si en un principio cocinar hizo al
hombre, la evolución de esa práctica le fue conformando y dotándole
de identidad diferenciada en unos y otros sentidos.
Miguel Ángel Almodóvar, formado
académicamente en la sociología y en la historia del pensamiento, y
extra académicamente en multitud de aventuras de divulgación y
comunicación, apunta o expresa abiertamente en sus libros y
escritos que, como Pereira fue intuyendo progresivamente la
realidad profunda del régimen salazarista en el que vivía, por
medio de experiencias, charlas y contactos, él terminó
encontrándose con la gastronomía en unas similares circunstancias,
que le llevaron a descubrir un intramundo, que, más allá de los
matrimonios reales, las batallas y Yantares de cuando la
electricidad acabó con las mulas conquistas, los acuerdos y paces
concertadas, hablaba de unas experiencias de extraordinario interés
a la hora de entender su propia historia. De cómo se puede recorrer
la Historia transitando entre pucheros y vajillas, hartazgos y
hambrunas, mesas palaciegas y arrimo de matahambres al rescoldo, es
buena muestra su libro El hambre en España. Una historia de la
alimentación. Allí, el autor guiaba a su lector por senderos
que comenzaban en los remotos tiempos de los prehomínidos de
Atapuerca (recordando que los restos encontrados corresponden a
seis individuos que fueron comidos en el lugar y concluyendo por
tanto y con un mucho de socarronería que, al menos en España, la
historia del hambre es anterior a la historia del hombre), y
concluían en los albores de la década de los sesenta del pasado
siglo, mientras que en este nuevo ensayo que tienen en sus manos la
mirada y el análisis se centran en un periodo mucho más corto, el
que discurre entre el inicio de la segunda mitad del siglo XIX y el
comienzo de la década de los años treinta del XX. Además, me dijo
que, para la ocasión, la gastronomía iría de la mano de la
electricidad.
Lógicamente, pensé que se trataba de
especular sobre los cambios que la nueva energía había introducido
en la practica culinaria, pero inmediatamente me aclaró que no iban
por ahí los tiros, sino que lo que pretendía era iluminar el
periodo con la luz de dos hechos o circunstancias: la emergencia e
implantación de la energía eléctrica y la eclosión de una nueva
forma de entender la gastronomía, que habrían de modificar el
paisaje urbano, los hábitos ciudadanos, los usos y costumbres
sociales, y la historia en general del país y de sus gentes.
Ya muy avanzado el proyecto me habló
del pasmo de los madrileños ante la nueva luz con la que se celebró
el nacimiento de la Infanta Isabel, La Chata; de la
glotonería de Isabel II y de los fastos lumínicos con los que llegó
a la capital el agua de Lozoya, que dio carta de naturaleza al
coci o piri madrileño; de cómo se consolidó la
red telegráfica eléctrica cuando aún no se había concluido la
instalación de la red óptica; de los primeros reproches de Larra
ante el progresivo afrancesamiento culinario de sus paisanos; del
bocata de jamón con el que Amadeo de Saboya se despidió de España;
de las flaquezas golosonas de Emilio Castelar y del rigor
administrativo que Pi i Margall estableció en las comidas
funcionariales; de la singular inapetencia de Alfonso XII y de su
decisión de suprimir los yantares y conduchos reales establecidos
hacía siglos; de la primera conferencia telefónica de larga
distancia realizada en España, entre Barcelona y Gerona; del perro
Paco y sus bistecs de Fornos; del uso de la
propulsión eléctrica por Peral en su submarino; de la práctica, tan
extendida durante el "turnismo" político entre Cánovas y Sagasta,
de comprar votos a cambio de un guisote de bacalao con patatas; de
cómo el fluido eléctrico acabó con las mulas del tranvía,
modificando el paisaje de las grandes ciudades; de la penurias y
sordideces alimenticia y culinaria de nuestras guerras coloniales;
de las caras de incredulidad de los españoles ante el espectáculo
del cinematógrafo, que, representando a los Lumière, trajo a
nuestros pagos Alexandre Promio; de la forma tan diametralmente
opuesta con la que Baroja y Ganivet acogieron el alumbrado
eléctrico doméstico; de cómo Alfonso XIII compaginaba el gusto por
la pitanza castiza con su afición al cine pornográfico o
sicalíptico, que se decía entonces; de la irrupción del primer
cocinero mediático, Antonio Feito, chef de Lhardy, siete
décadas antes de que empezara a fulgir la estrella de Ferrán
Adrià.
Consideré entonces que Red Eléctrica
de España, la empresa que presido, debía de estar presente de
alguna manera en tan atractivo proyecto editorial y en poco tiempo
todo ello se ha convertido en el negro sobre blanco que ahora
tienen en sus manos y cuya lectura estoy seguro que les descubrirá
muchas cosas sorpren dentes y les hará pasar más de un buen
rato.
Luis
Atienza
Este libro cuenta cosas, sobre todo,
de electricidad y de gastronomía. Y cuenta cómo una, la energía, y
otra, el conjunto de conocimientos, prácticas y actividades
relacionadas con el yantar y el libar, se asentaron y desarrollaron
en España casi en paralelo y durante un sugerente periodo
histórico, que va desde la mitad del siglo XIX hasta el principio
de la década de los treinta del siglo XX. Así pues, electricidad y
gastronomía españolas emprenden aquí un viaje, que les hará
coincidir en multitud de fielatos, estaciones y apeaderos, y en el
que recorrerán juntas cuatro grandes tramos o etapas de un tiempo
de cambios, crisis, derrumbes y apertura de nuevos horizontes en lo
político, lo social, lo cultural, lo productivo o lo
gastronómico.
La primera de esas cuatro grandes
etapas parte de la llamada "era isabelina", con Isabel II en el
poder, que se desarrolla entre 1843 y 1868, año en el que tiene
lugar la revolución conocida como "La Gloriosa" y que apartará del
trono a la reina para dar paso a una nueva Casa Real, la de los
italianos Saboya, con Amadeo I en el trono. Rey mal recibido y
efímero, quien harto y aburrido por la, a su juicio,
ingobernabilidad de los españoles, dejó el poder a principios de
1873, para abrir el camino a la Primera República Española, que
durará casi un instante histórico, que finaliza en el golpe de
Estado del general Manuel Pavía, en enero de 1874.
En esta etapa, la electricidad
empieza a hacer sus pinitos mediante iluminaciones espectaculares,
que muestran fachadas de edificios, plazas o fuentes con una nueva
y fascinante luz. Pero pronto deja de ser un mero espectáculo y
encuentra una utilidad práctica en el telégrafo eléctrico, que se
empieza a instalar durante el reinado de Isabel II, reina golosa y
comilona donde las haya habido, cuando aún no se había terminado de
instalar la red de telegrafía óptica. Entretanto, el espectáculo
eléctrico, que lógicamente había empezado en Madrid y Barcelona,
inicia una exitosa gira por provincias, llegando a la casi
totalidad de las capitales españolas.
Respecto a la alimentación, la
cocina y la gastronomía, el periodo de referencia se inicia con un
progresivo afrancesamiento en los usos y costumbres, muy pronto
contestado por figuras de la relevancia, por ejemplo, Mariano José
de Larra, aunque durante el reinado de Isabel II (una reina en
pepitoria o una pepitoria de reina, al decir de Ramón Gómez de la
Serna), tanto en Palacio como en las casas nobles, burguesas y las
del pueblo llano, se generaliza el cocido como comida diaria.
Progresivamente, en los grandes núcleos urbanos, algunas fondas y
botillerías van siendo sustituidas por elegantes cafés y por
restaurantes de nuevo cuño, con carta, cubiertos y mantelerías
decentes, mientras que en el medio rural siguen imponiendo su ley y
su sempiterno maltrato, ventas y ventorros de mala nota. De los
primeros, son ejemplos señeros La Fonda Española y
Lhardy, en Madrid, junto al Grand Restaurant de
France o Justin, El Suizo, y El Continental,
en Barcelona.
La segunda etapa se abre paso con la
restauración borbónica y la consiguiente proclamación como rey de
Alfonso XII, y termina con su muerte, en 1885.
Es etapa en la que se consuman las
primeras aplicaciones prácticas de la electricidad en fábricas y
otros centros productivos, se inicia la electrificación del
alumbrado público, aun en competencia con el gas y el teléfono,
aunque todavía débilmente, de cuando la electricidad acabó con las
mulas empieza a sonar. Justo en el final de la etapa y a caballo
con la posterior, Isaac Peral asombra al mundo con un sumergible
movido, por primera vez en España, con energía eléctrica.
En manducaria y usos culinarios se
impone un total afrancesamiento en los menús de pompa y
circunstancia, en buena medida promovido por un rey que había
vivido sus infancia y juventud en el exilio parisino, frente al que
reaccionan personajes como Mariano Prado Figueroa, Doctor
Thebussem y José Castro Serrano, un cocinero de su
majestad. En paralelo, se publica una obra culinaria
excepcional, El Practicón, de Ángel Muro, mientras que el
monarca cambia etiquetas y protocolos, al tiempo que prohíbe los
yantares y conduchos que, desde hacía siglos, pueblos y ciudades
estaban obligadas a ofrecer a los séquitos reales. Entretanto el
perro Paco se hace un sitio en la historia de la
gastronomía como el primer can gourmet de la Historia, Peral,
profeta e introductor de la electricidad en la propulsión
submarina, vive la tan hispana experiencia de ser ignorado y
vilipendiado en su tierra, y algunos poetas se entretienen y a la
vez divierten al respetable poniendo en verso las peripecias de la
cocina, la mesa y el mantel.
La siguiente tercera etapa cubre el
tramo histórico de la regencia de la segunda esposa de Alfonso XII,
la reina María Cristina, y nos llevará hasta la mayoría de edad de
su heredero Alfonso XIII, en 1902. Durante este periodo, se
consolida el sistema político conocido como "turnismo" (establecido
ya en la época de Alfonso XII), se desarrolla la segunda y
definitiva Guerra de la Independencia de Cuba, entre 1895 y 1898,
que desembocará en la caída en cascada del imperio colonial español
y la pérdida de sus últimos bastiones: Cuba, Filipinas, Isla de
Guam y Puerto Rico, donde se arría la bandera, al decir de Ramos
Carrión, "amarilla de rabia y roja de vergüenza".
La electricidad alcanza su mayoría
de edad al constituirse empresas y sociedades de suministro de la
energía emergente. El paisaje de las grandes ciudades se modifica
sustancialmente al sustituir la electricidad a las reatas de mulas
que tiraban hasta entonces de los tranvías y aparece uno de los
inventos relacionados con la electricidad, el cinematógrafo.
En cuanto a lo culinario y
gastronómico, un pequeño sector de la sociedad disfruta de los
platos que van llegando de Europa, otro se instala en los cómodos
cafés, para debatir, tertuliar o quitarse el frío, mientras que la
inmensa mayoría pasa verdaderas penurias en el sustento, cuando no,
y muy frecuentemente, hambre pura y dura. El "turnismo" político,
basado en complejas redes de caciquismo local y comarcal, establece
el hábito de comprar votos por un plato de comida caliente,
mientras que concede y reparte a discreción títulos nobiliarios,
como respuesta solícita a un buen ágape. La institución de la
nodriza, fuente nutricia mercenaria, se generaliza hasta
extremos insospechados, como consecuencia de la profundización de
las diferencias de renta entre el campo y los núcleos
urbanos.
La cuarta y última etapa, en lo
político, se centra entre 1902 y 1931, cuando el rey es destronado
y se proclama la Segunda República Española, no sin antes haber
pasado por la experiencia de otra guerra cochambrosa, la de
Marruecos, y la dictadura de Primo de Rivera.
La electricidad se asienta
definitivamente sobre la base de redes y el paso de la corriente
continua a corriente alterna y, en paralelo, de un origen térmico a
un origen hidráulico. La luz eléctrica llega a los hogares y en
general es recibida entre el alborozo, caso de Pío Baroja, pero
también con escepticismo e, incluso, con abierta hostilidad, caso
de Ángel Ganivet, y también llega a la hostelería, con la
electrificación del restaurante madrileño Lhardy.
Y de la mano de la electricidad
llega el Metro, novedoso transporte urbano; la generalización del
teléfono, ya en plena dictadura de Primo, con la creación de la
Compañía Telefónica Nacional de España; se empieza a escuchar la
radio, y el cinema cambia a cine, con carta de plena naturaleza y
consumo popular.
El nuevo rey, notable gourmet y
cuya vida se salva gracias al tendido eléctrico del tranvía,
apuesta decidido en sus gustos por la de cuando la
electricidad acabó con las mulas cocina castiza y escribe de su
puño y letra la receta de cocido, para que el mundo sepa que este
es el plato español por excelencia, pero en las calles el pueblo
hambriento se manifiesta o hace cola en los centros de caridad,
buscando un trozo de pan o un calentito aguachirle con el que poder
engañar al estómago.
Manuel María Puga y Parga, con
pseudónimo de Picadillo, publica otro trascendente tratado
coquinario, La cocina práctica, y pocos años después
continúa la labor doña Emilia Pardo Bazán, dando a la imprenta
La cocina española antigua, con un recopilatorio que pone
por primera vez negro sobre blanco la receta de la fabada
asturiana. Casi al mismo tiempo, en la misma línea, pero con hondo
y novedoso espíritu de renovación, sale a la luz el Índice
culinario de Teodoro Bardají, y el poeta Joan SalvatPapasseit
hace versos de materia y sustancia eléctrica.
En las postrimerías de la primera
década del siglo, abren sus puertas en Madrid dos hoteles,
Ritz y Palace, que inauguran el hábito de "comer
de hotel", mientras que en Barcelona se imponen hitos de la
categoría de la Maison Dorée, Can Pinsa y
Martin o Can Marten. En esto, los vascos invaden
gastronómicamente Madrid, mientras que muchos madrileños se
arraciman en los merenderos próximos al cementerio, bajo la máxima
de que "el muerto al hoyo y el vivo al bollo". Julio Camba publica
su única e inclasificable obra, La casa de Lúculo o el arte de
comer, Dioniso Pérez, alias Post Thebussen descubre
las cocinas regionales en la Guía del buen comer español,
situándolas por encima del concepto nacional, y emerge el primer
chef mediático de nuestra historia, en la figura de Antonio Feito,
jefe de cocina de Lhardy.
El rey, empujado por el relativo
fracaso de unas elecciones municipales, se va al exilio y nada más
poner el pie en el puerto de Marsella, sin amilanarse por la
deshora del momento, se empecina en meterse entre pecho y espalda
una bullabesa. Las penas con el plato que Escoffier bautizó como
"caldo de sol", debieron ser menos.
LA FIESTA DEL
ALUMBRADO
Las exposiciones
internacionales que se suceden a lo largo de la segunda mitad del
siglo XIX van a constituirse en los grandes escaparates de la
electricidad: una novedosa energía que pronto se intuye como
alternativa al gas y destinada a sustituirlo como fuente de
alumbrado público.
El alumbrado eléctrico con
arco voltaico, que es la fabulosa atracción de la Exposición
Universal que en el año 1851 se celebra en Londres, y que encuentra
un gran eco en las revistas ilustradas de entonces, anima a un
sinfín de dignatarios y próceres de distintos países a llevar a sus
circunscripciones aquella última maravilla del progreso.
Inicialmente, pocos perciben
posibilidades de futuro de la ener gía eléctrica en sectores
productivos, pero la mayoría de los que han tenido la oportunidad
de conocer la novedosa fuente lumínica, se entusiasman de inmediato
con su potencial espectacular. Así, los munícipes de medio mundo
empiezan a usar la electricidad como elemento añadido al fasto de
cualquier acontecimiento.
En Madrid, las primeras
pruebas se llevaron a cabo en 1851, para celebrar el nacimiento de
la Infanta Isabel, La Chata.
Mediante una pila galvánica,
se iluminó la Plaza de la Armería y posteriormente el Congreso de
los Diputados.
Más tarde, el 24 de junio de
1858, a las ocho y media de la tarde, y con motivo del gran
acontecimiento que supone la llegada a la capital de agua del río
Lozoya a través del Canal de Isabel II, que viene a sustituir a las
islámicas y muy deterioradas galerías subterráneas por las que
hasta entonces circulaba, se instala una fuente iluminada en los
altos de la calle de San Bernardo. El surtidor, que según los
cronistas de la época alcanzaba la altura de treinta y un metros,
se iluminaba con fluido eléctrico, ante el pasmo de los madrileños
que se acercaban a contemplar el insólito espectáculo. María Isabel
Gea aporta estos datos sobre aquella entonces maravilla
tecnológica:
En la
construcción trabajaron 1500 presos que rebajaron así sus penas,
200 obreros libres, 400 animales de carga y 4 bombas de vapor. Se
llamó Canal de Isabel II en honor de la reina, y traía el agua del
río Lozoya hasta Madrid a lo largo de 77 kilómetros, siendo
almacenada en un depósito subterráneo construido bajo el antiguo
Campo de Guardias, en la calle de Bravo Murillo. Se cuenta que en
el momento en el que el surtidor lanzó el agua por primera vez, el
político José de Posada Herrera, que estaba junto a la reina en la
tribuna observándolo, comento: "Señora, hemos tenido la suerte de
ver un río poniéndose de pie".
Galdós, en un crónica
publicada en el diario La Prensa de Buenos Aires, evoca el
acontecimiento como la "redención del mundo"; como obra humanitaria
debida a Bravo Murillo, que permite a los madrileños, tan
aficionados al agua de calidad, paladearla a su gusto en casa,
catarla a conciencia y hasta emborracharse con ella, aunque aún
quedan nostálgicos del agua de las fuentes de Cibeles, Encarnación,
Progreso y otras. En el artículo de referencia, don Benito es claro
en sus gustos y preferencias:
Las primeras pruebas de iluminación
eléctrica que se realizaron en España tuvieron lugar en 1851, con
motivo del nacimiento de la Infanta Isabel, "La Chata". Mediante
pila galvánica, se iluminaron la Plaza de la Armería y el Congreso
de los Diputados.
La traída de agua del río Lozoya
a Madrid supuso una mejora sustancial de la calidad de vida para
los madrileños. Además, estos se vieron maravillados por el
espectáculo de un surtidor que alcanzaba una altura de más de
treinta metros y que por la noche se iluminaba con luz
eléctrica
La marca
Lozoya, digan lo que quieran algunos bebedores muy inteligentes,
pero harto apegados a lo antiguo, es la mejor de Madrid y, por
consiguiente, del mundo.
El debate parece que sigue
vivo bastantes años después, ya que en la novela Fortunata y
Jacinta, cuya acción se sitúa ya en 1875, doña Casta le
pregunta a las niñas que agua prefieren, la de Progreso o la de
Lozoya, lo que equivale a decir la de la fuente de la plaza cercana
o la que circula por las cañerías y sale por el grifo de la misma
cocina. El debate estaba zanjado de antemano y aquella agua estaba
destinada no solo a satisfacer la sed o a refrescar el gaznate,
sino a otorgar un punto diferencial a la cocina madrileña, porque,
como dice José Esteban: "...colaboró con el garbanzo zamorano para
hacer del cocido madrileño el plato nacional".
ISABELONA LA GOLOSONA
Desde su más tierna infancia,
Isabel II, a quien los madrileños bautizaron pronto como La
Isabelona, por su regordeta y oronda figura, fue muy comilona
y casi patológicamente golosa. Al poco, y como dicen Eslava Galán y
Rojano Ortega:
...la reina
niña había crecido más en arrobas que en inteligencia y era más
inclinada al arroz con leche y a las braguetas de sus guardias que
a la instrucción y al trabajo.
Apasionada del chocolate, del
que tomaba tazas sin tino, se lo hacía servir con picatostes,
mojicones, galletas, roscones (que eran su delirio), buñuelos y
toda una nutrida gama de dulcería. Pero también fue adicta al pan y
su afición hizo mella en sus súbditos, quienes, en su mayoría, no
disponían de mucho más alimento. Por este motivo, en su reinado y
según explica Eva Celada:
...se
multiplicaron las especialidades de diferentes panes, hogazas,
picado, libreta, panecillos largos o redondos, roscas, criadillas,
bollos grandes y, como postres, galletitas de todo tipo.
Dedicada a engullir como una
posesa, casi en la infancia estaba cuando fue declarada mayor de
edad, para que prestase juramento como reina, en sesión
parlamentaria de 8 de noviembre de 1843. Tenía trece años y un
mes.
EL PRIMER RESTAURANTE AL
GUSTO FRANCÉS
Tres años antes de la mayoría
de edad de la reina, abría sus puertas la Fonda Española,
en la madrileña calle de la Abada, que merece ser considerado como
el primer establecimiento que responde al concepto de restaurante
de gastronomía cuidada, impuesto y acreditado ya en la Francia
vecina. Lo regentaban dos italianos, Prote y Lopresti, que
introdujeron notables cambios en los hábitos y formas hasta
entonces al uso.
De aquel acontecimiento es
cronista nada menos que don Benito Pérez Galdós, quien, en su
novela Montes de Oca, relata lo siguiente:
...si
nuestros antiguos bodegones y hosterías conservaban la tradición
del comer castizo, bien sazonado y substancioso, los italianos,
maestros en esta como en otras artes, introdujeron las buenas
formas de servicio y un poco de aseo, o sus apariencias hipócritas,
que hasta cierto punto suplen el aseo mismo. No fue tampoco reforma
baladí el sustituir la lista verbal, recitada por el mozo, con la
lista escrita, que encabezaban los ordubres, estrambótica versión
del término "hors d'oeuvre". Lo que principalmente constituye el
mérito de los italianos es la introducción del precio fijo, la
regla económica de servir buen número de platos por el módico
estipendio de doce reales, pues con tal sistema adaptaban su
industria a la pobreza nacional, y establecían relaciones seguras
con un público casi totalmente compuesto de empleados y militares
de mezquino sueldo, de calaveras sin peculio, o de familias que
empezaban a gustar la vanidad de comer fuera de casa en días
señalados o conmemorativos.
Para dar a
cada uno lo que le corresponde con imparcial criterio histórico,
conviene indicar que no fueron Prote y Lopresti verdaderos
innovadores en materia y formas de comer, sino más bien los que
divulgaron aquel arte precioso en la vida de los pueblos. Ya
Genieys había dado a conocer las croquetas, los asados un poquito
crudos, las chuletas a la papillote y otras cosillas; pero Lopresti
popularizó estos manjares poniéndolos al alcance de los bolsillos
flacos, acreditando su saber, así como la equidad paternal de sus
precios. Al propio tiempo superaba a Genieys en los arroces a la
valenciana y milanesa, así como en el bacalao en salsa roja; era
maestro en el cordero con guisantes, en el besugo a la madrileña,
en la pepitoria, en los macarrones a la italiana, y principalmente
en los guisotes de pescado y mariscos a estilo provenzal o genovés.
En el renglón de vinos, el poco pelo de la clientela limitaba el
consumo a los tintos de Arganda o Valdepeñas para pasto, y un Jerez
familiar y baratito para los libertinos domingueros, y para los que
iban de jolgorio, con mujerío o sin él, a horas avanzadas de la
noche. En estas francachelas de un carácter confianzudo y pobretón,
no se conocía el champagne. El agua, de que algunos parroquianos
hacían considerable gasto, se anunciaba como de la Fuente del
Berro; mas era de la Academia o de la Escalinata. En el servicio de
vinajeras introdujeron los italianos cristalería fina en armaduras
elegantes, y presentaban los mondadientes en gallitos y monigotes
de porcelana.
Inferior era
el lujo en la mantelería y lienzos de mesa, de dudosa blancura los
más días del año. Por todo ello tuvo la Fonda Española un éxito tan
rápido como lisonjero, y el público invadió desde los primeros días
el modesto y lóbrego local de la calle de la Abada, recinto que aún
conservaba olor y trazas de logia masónica, piso bajo con dos rejas
a la calle y entrada por el portal. Era este ancho, con zócalo de
azulejos negros y blancos como tablero de ajedrez, bien alumbrado a
prima noche por un farolón de dos mecheros, obscuro a última hora y
expuesto a tropezones, que a veces eran graves, sin contar el
desagradable quién vive de las humedades mingitorias.
Adoptaron los dueños, porque no podía ser de otro modo si
habían de tonificar el establecimiento, el horario francés, dando
la comida fuerte por la noche, con supresión de cocido. Al
mediodía, servían almuerzos de seis y ocho reales, con huevos
fritos y uno o dos platos, y el invariable postre de pasas y
almendras con añadidura de un bollito de tahona, régimen que las
casas huéspedes han perpetuado como una institución hasta nuestros
días, y será preciso un golpe de revolución para destruirlo.
UN MARIDO SINGULAR, MUCHOS
AMANTES
Y UNA CORTE MILAGRERA
A Isabel II la casaron tres
años después de su mayoría de edad con don Francisco de Asís, a
quien ella siempre había llamado "la prima Paquita". Ocho años
mayor que ella, era un tipo blandengue, atiplado y de virilidad más
que dudosa. Se especuló con su condición de homosexual o bisexual,
aunque es punto no del todo aclarado. Lo que parece verosímil es
que hubiera nacido con algún defecto congénito (es probable que se
tratara de un problema hipogenital con hipospadias, que
consiste en que la uretra se abre ya en la cara interior del pene,
ya en el escroto) que le impedía orinar de pie, e incluso que
padeciera alguna forma de impotencia.
A lo primero alude la coplilla
popular:
Paco
Natillas
es de pasta flora
y se mea en cuclillas
como una señora.
De lo segundo se hace eco una
sátira rimada de Valle Inclán, en la que aparece una monja de la
que se hablará más adelante y una referencia sobre los gustos de su
majestad:
Sor
Patrocinio un alcalí
sorbe. Por darse consuelo
la reina zampa un buñuelo
con una copa de anís
y Don Francisco de Asís
sacando la minga muerta,
al amparo de una puerta
lloriquea y hace pis.
De lo que no cabe la menor
duda es de que fue un gran consentidor, que sacó extraordinario
provecho de las muchas infidelidades de su regia esposa, quien,
entre otros muchos, fue amante a voces del general Serrano, a quien
llamaba en público "el general bonito", del compositor Emilio
Arrieta, de Carlos Marfiori, de José María Ruiz de Arana y de Puig
y Moltó, disputándose estos dos últimos la paternidad del rey
Alfonso XII. Todo esto se desarrollaba en un escenario cortesano
que solo cabría calificar de esperpéntico.
Fue Valle Inclán quien primero
motejó como "corte de los milagros" a la barahúnda palaciega de la
reina, con, en sus propias palabras: "... sus frailes, sus
togados, su validos, sus héroes bufos y su payasos trágicos".
Allí brillaban con luz propia el padre Claret, confesor real, y sor
Patrocinio de las Llagas, asesora multidisciplinar de Isabel. Al
reverendo, pequeño, enjuto y atormentado por la sexualidad sin
freno que discurría a su alrededor, Valle, en Viva mi
dueño, lo retrata inmisericorde:
...tenía la
boca vasta y oscura, rasgada de pastosas vocales catalanas, partida
por el chirlo que diseñaba acentos de clérigo trabucaire, en
aquella jeta payesa y frailuna.
Lo de la monja surrealista,
María de los Dolores Rafaela Patrocinio Quiroga y Capodardo, la
monja de las llagas, merece capítulo aparte. A pesar de haber
sido procesada por falsaria y fingidora de milagros, con pena de
destierro en 1835, a Talavera de la Reina, regresó a Madrid pocos
años después y logró introducirse en la corte, logrando tal
influencia sobre la reina que incluso consiguió provocar la caída
del Gobierno de Narváez durante un día.
Francisco de Asís, primo y marido de
Isabel II fue popularmente tildado de homosexual y motejado de
"Paco Natillas". Los hermanos Bécquer, Valeriano y Gustavo Adolfo,
con el pseudónimo de SEM, lo dibujaron de esta guisa aludiendo a
los múltiples amantes de su regia esposa.
El ambiente palaciego del reinado se
refleja satíricamente en esta acuarela de SEM.
En la escena y de izquierda a derecha, Carlos Marfiori, la reina en
espera, Sor Patrocinio requerida por González Bravo, a quien a su
vez reclama Francisco de Asís, y el padre Claret sodomizando a su
majestad.
La monja, cuyos delirios
milagreros fueron puestos en evidencia durante una sesión de
anestesiología, practicada por el ilustre médico Argumosa Obregón
(introductor en España de la anestesia por inhalación de éter
sulfúrico y más tarde del cloroformo), insistía en poseer los
estigmas de la Pasión de Cristo, y actuaba, en palabras de Eslava
Galán, como:
...una pía
agencia de empleo que colocaba a sus recomendados en los mejores
puestos de la administración pública (haciendo con ello desleal
competencia a la reina madre).
Los madrileños le dedicaron
coplas como esta:
Tiene sobre
Isabel mucho dominio
la milagrosa monja Patrocinio.
Quien el motivo averiguar anhele
cambie la P de Patrocinio en L.
A todo esto, el pueblo llano
cantaba cosas como:
La
Isabelona
tan frescachona
y don Paquito
tan mariquito.
Los intelectuales se
embroncaban, y hacían crudo escarnio de su monarquía; los militares
preparaban pronunciamientos y asonadas y los políticos tomaban
conciencia de que era necesario dar un cambio de rumbo a un país
que navegaba a la deriva. Los hermanos Bécquer, Gustavo Adolfo y
Valeriano, bajo el pseudónimo Sem, elaboraron un conjunto
de acuarelas casi pornográficas, cuyos protagonistas eran los
personajes de esta tan peculiar "corte de los milagros". A título
de mero ejemplo, en la que hace el número 71 del catálogo de la
Biblioteca Nacional, aparece don Francisco con una tupida
cornamenta y una leyenda que dice:
Vuestra
noble faz empaña
el ñublo del deshonor,
Deshaced presto esta niebla,
Cortaos los cuernos, Señor:
Que el mundo entero os señala,
La Europa os llama cabrón,
Y “Cabrón” repite el eco
en todo el pueblo español.
Consciente de las
dificultades por las que atravesaba la monarquía española, Pío IX,
quien en su momento había manifestado serias reticencias para
apadrinar al futuro rey Alfonso XII, sabiendo como sabía que era
hijo adulterino, decidió apoyar a la muy católica Casa Real
hispana, concediendo a la reina, a principios de 1868, la Rosa
de Oro, la más alta distinción vaticana.
Parece que un cardenal de la
curia presentó sus objeciones al Papa argumentando que la
galardonada era una puttana. El bueno de Pionono, tras
meditar un instante, respondió al purpurado: "Puttana, ma
pía".
Pero la suerte está echada y
la reina debe abandonar España hacia el exilio. Toma la crucial
decisión en Lequeitio, donde veraneaba, el 30 de septiembre de
1868, pero un cortesano intenta convencerla de que aún es tiempo de
reconducir las cosas. Le pide que vuelva a Madrid, donde le
esperan, a su parecer, el laurel y la gloria. La reina le mira
conmiserativa y responde: "La gloria para los recién nacidos y el
laurel para la pepitoria".
Papa Pío IX.
Viendo las dificultades por las que atravesaba la monarquía
española concedió a la reina la Rosa de Oro; la máxima distinción
que la Santa Sede podía otorgar a una mujer. Ante un cardenal
reticente, justificó su decisión definiendo a Isabel como
"Puttana, ma pía"
PEPITORIA DE REINA Y
CLIENTA DE LHARDY
La metáfora gastronómica no
fue del todo casual, porque una de las preparaciones culinarias que
chiflaban a la reina era la gallina en pepitoria. El plato, que
constituye santo y seña de la gastronomía madrileña, es de origen
antiguo y sus referencias, en recetarios hispanoárabes y con el
nombre de ibráhimiya, se remontan al siglo XIII. En los
Siglos de Oro, XVI y XVII, aparecen distintas fórmulas en textos de
Cervantes, en los libros de cocina de Martínez Montiño y Altamiras,
y en alguna comedia, como La dama boba, de Lope, donde se
compara el plato con el amor, por lo variado de sus ingredientes,
entre los que se incluye el corazón. Así, cuando Finea dice: "¿Has
visto, Clara lo que es el amor? ¡Quien pensara tal cosa!", esta
responde: "No hay pepitoria que tenga más menudencias de manos,
tripas y pies". Pero sería Isabel II quien dotaría al plato de
categoría y casticismo, casi a partes iguales. Ramón Gómez de la
Serna, con su particular y greguerista gracejo, llegó a afirmar que
no se sabía muy bien si la egregia dama era: "... una reina en
pepitoria o una pepitoria de reina".
El culmen de sus aficiones
gastronómicas fue el arroz azafranado, del que en ocasiones
presumió de haber llegado a comer cinco platos de una sentada. Pero
también le chiflaban la paella, el cocido bien guarnecido de carne
y tocino, el bacalao con tomate, las albóndigas, las croquetas, los
embutidos, la mojama, las gachas saladas y las dulces puches, el
jamón de Trevélez, y el arroz con leche.
Extendiendo sus apetencias más
allá de lo nacional, Carlos Marfiori, hijo de un cocinero italiano
y uno de sus amantes más duraderos, la introdujo en los goces de la
pasta y de los embutidos transalpinos.
Cuando comía fuera de Palacio,
lo hacía en Lhardy, el mejor, quizá el único restaurante
que de tal podría calificarse en Madrid.
Inaugurado en 1839, treinta y
tres años de que la peseta fuera moneda oficial, introdujo en la
corte refinamientos coquinarios hasta entonces desconocidos, como
los souffles, el vol-au-vent, los
brioches, la salsa bechamel o los
croissants.
Dice José Altabella que:
...el nombre
del establecimiento vendría sugerido por el famoso Café Ardí, del
Boulevard des Italiens, de París, que más tarde se convertiría en
la Maison Dorèe. El propietario, Emilio Huguerin, toma el nombre de
su negocio y se transforma en Emilio Lhardy.
Parece que fue Prosper
Merimée, el de Carmen, quien aconsejó a don Emilio
establecerse en la capital de España, ante su constatada ausencia
total de competencia para un negocio como en el que tenía en mente,
y lo cierto es que lo hizo a lo grande y en sintonía con el gusto
del Segundo Imperio.
La fachada se construyó, y así
sigue, con madera de caoba traída expresamente de Cuba, y el
interior fue decorado por Rafael Guerrero, el padre de la mítica
actriz María Guerrero, sobre la base de dos mostradores
enfrentados, con espejo al fondo y opulenta consola, en el
entresuelo, y tres elegantísimos comedores en la planta superior:
el Salón Isabelino, el Salón Blanco y el Salón Japonés, revestidos
con lujoso papel pintado de la época.
Benito Pérez Galdós, es, con
mucho, el escritor que más pasea su pluma por Lhardy. Cita
por primera vez el establecimiento en Los Ayacuchos, de
sus Episodios Nacionales. En una carta, el personaje central,
Fernando Calpena, tras visitar al banquero José de Salamanca para
retirar algún dinero, dice:
Después de
abastecerme del precioso metal, me llevó Salamanca en su coche a la
carrera de San Jerónimo, donde se ha establecido un suizo llamado
Lhardy, que es hoy aquí el primero en las artes de comer
fino.
Inaugurado en 1839,
Lhardy fue el primer restaurante madrileño que en rigor
podía ser calificado como tal, e introdujo en la Corte
preparaciones culinarias y refinamientos gastronómicos desconocidos
hasta entonces. Lo fundó el suizo Emilio Huguerin, quien cambió su
apellido evocando el famoso café parisino Ardí.
El propio Salamanca extendió
la popularidad de Lhardy al contratar los servicios del
local para el convite del bautizo de su primogénito, Fernando
Salamanca Livermore, celebrado en la iglesia de San José en
noviembre de 1841, dos años después de su inauguración, y para
inaugurar su fastuoso palacio en el paseo de Recoletos, el 16 de
diciembre de 1858, con el siguiente menú:
POTAGES
Le potage a la Reine
Le printaniere aux querelles de volaille
HORS
D'OEUVRES
Les bouchés aux huietres
RÉLEVÉS
Les turbots sauce hollandeiseLes filets de boeuf a la jardinero
ENTRÉES
Les sautées de becasses aux champignons
Les escalopes de foiegras aux truffes
Les filets de chevreuil sauce poivrade
Punch glacé au Madere
ROTIS
Les coqs de bruyere truffes
La galantine de dindes sur socles
LEGUMES
Les truffes au vin de Champagne a la serviette
Les fonds d'artichaute á la Linnoaise
ENTREMETS DE DOUCER
La mecedoine de fruits
Les peches à la Condè
VINSMadere
Sauterne
Gran vin Chateau Latour
Chateau Lafitte
Chambertin
Champagne frappé
Consance du Cap
JokaiXeres
Chateau d’Iquerne
Pichon langueville
Lacombes Margaux
Clos Vougeot
Champagne rouge
Vin du Rhin
Málaga blanc
Galdós vuelve sobre Lhardy en
su novela Lo prohibido (1884-1885):
Comí, nos
dice, en casa del buen amigo Lhardy buen pavo trufado, buenas
salchichas y unos bisteques como ruedas de carro.
Las anécdotas empezaron a
sucederse. Un día, la reina engullía un plato de callos en el Salón
Japonés, acompañada de Josefa de Borbón, hermana de su marido, y
del marqués de Bedmar, cuando en el comedor contiguo se inició una
violenta discusión entre dos caballeros, que al poco se estaban
retando a duelo. La situación se hizo peligrosa y la policía que
vigilaba en la calle la real manduca, decidió sacar a toda prisa a
la comitiva. Isabel salió de mala gana, pero al día siguiente
volvió sobre sus pasos y nada más entrar al local le dijo al
maître: "¿Por dónde iba con los callos de ayer?".
En las habituales meriendas
de los días de caza en los montes de El Pardo, se preparaba un
"sencillo" refrigerio consistente en galantina de pavo trufado (hoy
un fiambre común, pero que entonces resultaba algo verdaderamente
exótico, ya que había que prepararlo a mano), jamón cocido, lengua
escarlata, riñonada de ternera, pollas asadas, queso Gruyère,
frutas, dulces, pan y seis botellas de vino de Burdeos. Pero cuando
la reina salía de Madrid, la intendencia alimenticia se convertía
en problema crucial. No pocas veces, el séquito se veía obligado a
comer en medio del campo y de una de estas circunstancias sacó
partido para su personal lucimiento el gobernador de Jaén, el
sábado 13 de septiembre de 1863. En el paso de Despeñaperros, por
donde debía pasar el séquito real en coches de caballos, preparó un
campamento medieval y cuando la comitiva entró en el desfiladero,
la banda de música de Martos arremetió con un pasodoble arropado
por el eco de la garganta natural. Como dice y resume Germán
Rueda:
En el paraje
se encontraron treinta tiendas para los "Reyes, Altezas y Corte".
Todos los que custodiaban las tiendas iban disfrazados de soldados
o pajes del siglo XV. Además, había un comedor para más de cien
personas en una gran tienda. Todos los carros y caballerías, junto
con el campamento, formaban un cuadro difícil de olvidar.
Aspecto actual de Lhardy que
conserva intacta la fachada exterior, de madera de caoba traída
expresamente de Cuba, y el interior decorado por Rafael Guerrero,
el padre de la mítica actriz María Guerrero, con dos mostradores
enfrentados, espejo al fondo y opulenta consola, en el entresuelo,
y tres elegantísimos comedores en la planta superior.
MENÚ DE A DOS PESETAS PARA
EL MARQUÉS DE SALAMANCA
El malagueño José María de
Salamanca y Mayol, abogado, estadista, conspirador, alcalde, juez,
hombre de negocios, banquero, contratista de obras, empresario de
teatros, director de empresas, ingeniero, agricultor, ganadero,
ministro, senador, diputado, marqués de Salamanca y conde de Los
Llanos, fue uno de los hombres más influyentes del reinado de
Isabel II de España. Hizo fabulosos negocios en el sector
ferroviario, en la banca y en la inversión bursátil, a base de
corruptelas y contando casi siempre como socios a los más poderosos
o influyentes personajes de la sociedad española en cada momento,
incluyendo a María Cristina de Borbón, madre de Isabel II y regente
durante la minoría de edad de esta.
En 1839 consiguió conquistar
el monopolio de la sal y comenzó a invertir en la Bolsa de Madrid.
En 1847, el entonces presidente del Gobierno Joaquín Pacheco le
nombró ministro de Hacienda y tras la dimisión de aquel en octubre
del mismo año, pasaría a ejercer la Presidencia del Gobierno en la
práctica, hasta que el nuevo presidente, Florencio García Goyena,
le destituyó a raíz de la apertura de una investigación
parlamentaria sobre supuestas actividades irregulares en su
ministerio. Posteriormente, la llegada al poder de Narváez le
obligó a exiliarse en Francia, donde permaneció hasta 1849. A su
regreso, consiguió agenciárselas para arrendar al Estado su
monopolio de la sal por un periodo de cinco años y la fabulosa
cantidad de 300 millones de reales.
Por aquellos días de gloria y
esplendor, un grupo de bohemios que habitualmente se reunían en el
café Suizo, y, cuando los posibles daban para ello, comían
en la recién estrenada fonda París