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Una belleza en su cama. En mitad de aquella tormenta y a punto de dar a luz, Isabella Spencer jamás habría imaginado que Michael Wulf, su héroe de adolescencia, aparecería para rescatarla. Ahora se encontraba en su lujosa mansión muriéndose de deseo por un hombre que había cerrado su corazón a cal y canto hacía mucho tiempo. Dar cobijo en casa a su amiga de la infancia era peligroso, y más después de que diera a luz a aquella preciosa niña que le despertó las ganas de ser padre... ¡y esposo!
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Seitenzahl: 180
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2002 Laura Wright
© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Efecto del amor, n.º 1237 - noviembre 2015
Título original: Baby & the Beast
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español 2003
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-7360-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Epílogo
La nieve caía incesante cubriendo los árboles desnudos con un manto blanco y helador.
Isabella Spencer se estiró bien el gorro de lana para que le tapara las orejas e intentó no dejarse acobardar por la gélida ventisca que le golpeaba el rostro, que era lo único que quedaba al aire por encima de la bufanda. Salió del coche a la vez que hacía un tremendo esfuerzo por apartar de su cabeza una incómoda sensación de preocupación, y se dirigió a la carretera, totalmente desierta. Estaba a dos horas de Minneapolis... y a solo treinta y cinco kilómetros de la pequeña ciudad a la que tanto deseaba volver.
Pero parecía que no era eso lo que le deparaba el destino.
Apenas acababa de empezar el mes de noviembre y sin embargo el viento de aquella fría mañana la golpeaba en la cara como una multitud de alfileres.
«Las bengalas. Utiliza las bengalas».
A duras penas consiguió avanzar por la nieve hasta poder abrir el maletero del coche. No podía dejar de maldecir al hombre del tiempo por haber errado tanto en sus previsiones, y a su teléfono móvil por haberse quedado sin batería. Y, mientras encendía las bengalas sobre la nieve, maldijo el coche que, según le había asegurado su marido, se encontraba en perfectas condiciones.
Claro que eso había ocurrido hacía siete meses, antes de que Rick la abandonara para recuperar la libertad que le había proporcionado el divorcio. Antes de haberse emborrachado aquella noche y haberse estrellado contra un poste de teléfonos en el accidente que lo mató.
El escalofrío que recorrió el cuerpo de Isabella no tenía nada que ver esa vez con el frío invernal. Su marido ya no estaba. Sabía que la había querido, pero también sabía que no deseaba al hijo que crecía dentro de ella, y cuanto antes dejara de torturarse con aquel pensamiento, mejor. Había decidido volver a Fielding, al hogar donde comenzaría una nueva vida con el nuevo año. Y desde luego no iba a permitir que se lo impidiera una tormenta de hielo.
Justo entonces notó unos pinchazos en el vientre que ya le resultaban familiares; decidió volver a refugiarse en el coche, que estaba solo a unos grados por encima de la temperatura exterior pero que al menos la protegía del viento. Isabella agradeció que funcionara la batería porque así podría poner la calefacción y entrar en calor. Eso sí, tenía que ser consciente de que solo se podría permitir disfrutar del lujo del calor durante unos segundos, ya que no sabía cuánto tiempo iba a tener que estar allí. De cualquier manera, lo que tenía muy claro era que iba a seguir luchando para que no le pasara nada a su pequeño.
«No te preocupes, cariño. No voy a dejar que te ocurra nada», susurró acariciándose el vientre mientras veía cómo se encendían las bengalas, levantando un montón de nieve y cubriendo parte del coche.
Michael Wulf echó un vistazo a través de los cristales tintados del coche que lo llevaba a casa desde el aeropuerto. Era como trasladarse en un refugio móvil que se deslizaba a través del viento que rugía con fuerza a su paso.
Solo unas horas antes había estado disfrutando del sol de Los Ángeles... del sol y de la jugosa oferta de compra que le había hecho una empresa californiana para adquirir su prototipo de software dirigido con la voz. Seguía resultándole curioso que los altos directivos de las empresas no supieran cómo tratarlo; habían oído rumores que decían que era una especie de ermitaño o de genio misterioso. Esa vez había dejado la cálida California con un estupendo trato bajo el brazo y había regresado a aquel desagradable clima. Sentía gran aprecio por Minnesota, pero a veces le resultaba muy difícil acostumbrarse a las pocas horas de sol y al frío, por mucho que le gustara la tranquilidad de los inviernos. El problema era que, en días como aquel, cuando antes de las cinco de la tarde ya era casi de noche, tenía que hacer un tremendo esfuerzo por recordar las cosas buenas.
Y fue en mitad de la tenue luz natural que vio un débil resplandor naranja sobre la nieve. A pocos metros, en el arcén de la carretera y en medio del silencio sepulcral, había algo parecido a un iglú con ventanas de coche y matrícula de Illinois.
–¿Qué demonios es eso? –preguntó Michael alarmado.
–Parece un coche abandonado –respondió el conductor sin concederle demasiada importancia.
Pero no podía pasar de largo sin asegurarse de que efectivamente estaba abandonado.
–Para.
El coche se detuvo a pocos metros del enorme bulto de nieve, y Michael salió inmediatamente sin pensar siquiera en la pierna que lo obligaba a cojear y que normalmente le ocasionaba tanto dolor; un dolor que ahora no podía notar porque estaba demasiado concentrado en ver si había alguien atrapado allá abajo.
Se le cortó la respiración al ver a través del cristal que en el asiento delantero había una mujer tapada de pies a cabeza. Parecía dormida, y Michael deseó con todas sus fuerzas que estuviera dormida y no.
–¡Hola! ¿Me oye? –le gritó golpeando la ventana, pero ella no contestó.
Abrió la puerta y le puso la mano en el cuello, bajo la bufanda. Sí, tenía pulso. Por fin se movió ligeramente y abrió los ojos, unos ojos azules que lo miraron fijamente provocándole un fuerte escalofrío. Michael tuvo la sensación de haber visto aquellos ojos antes.
–Me has encontrado –dijo ella en un susurro.
Esa voz. Sonaba ronca pero estaba seguro de que conocía aquella voz.
Un golpe de viento en la espalda le recordó que no era el momento de hacer preguntas, tenía que sacarla de allí inmediatamente y llevarla a un lugar seguro. Pero, ¿dónde? El hospital estaba a más de cincuenta kilómetros. Demasiado lejos.
–La calefacción dejó de funcionar hace... más de media hora –explicó ella muy despacio y en voz baja–. He debido de quedarme dormida.
–Ha tenido muchísima suerte –le dijo Michael mientras la ayudaba a salir del coche–. Media hora más y... –«este coche se habría convertido en una gélida tumba», prefirió no terminar la frase en alto.
El viento lo golpeó aún con más fuerza cuando se quitó el abrigó para abrigarla a ella.
–No se preocupe, enseguida se encontrará mejor –la tranquilizó con dulzura.
–Lo sé –susurró ella.
Michael la levantó en brazos y la llevó hasta su coche, donde el conductor los esperaba con la puerta abierta.
–Sube la calefacción al máximo y vamos a casa lo más rápido posible.
–Sí, señor.
Una vez estuvieron en marcha, Michael le quitó las botas y le frotó los pies casi congelados.
–Qué maravilla –dijo ella–. Aunque me hace un poco de cosquillas, es una maravilla.
Cuando sus pies hubieron entrado en calor, también le quitó los guantes y le masajeó las diminutas manos. Después la estrechó entre sus brazos y la abrazó con fuerza para intentar que le subiera la temperatura hasta la normalidad.
–¿Cuánto tiempo llevaba allí?
La mujer dejó caer la cabeza sobre su hombro y respondió con un débil susurro.
–Desde las diez de la mañana:
Cinco horas.
–Relájese, ahora está a salvo –le aseguró Michael mientras pensaba con preocupación la suerte que había tenido de sobrevivir tantas horas. Sabía que se iba a poner bien, pero el evidente bulto que se le notaba debajo del abrigo complicaba las cosas un poco más.
–¿Cuándo tiene que dar a luz?
Ella levantó la cara para mirarlo a los ojos.
–Dentro de un mes.
Michael apretó los dientes. ¿Qué idiota dejaría sola a su mujer embarazada y en mitad de aquella terrible tormenta? Bueno, seguro que no tardaría en enterarse.
Le retiró la bufanda con suavidad; con las prisas no se había detenido a observar su cara, solo aquellos ojos que le resultaban tan familiares. Lo que vio al descubrirle el rostro le provocó un escalofrío: largos rizos de pelo rubio enmarcando unas facciones suaves. Volvió a tener el pálpito de que conocía a aquella mujer, pero no lo comprendía porque apenas conocía a nadie por los alrededores y casi no iba a la ciudad.
–Gracias –murmuró ella al tiempo que volvía a reposar la cabeza en su hombro–. Gracias por rescatarme, Michael.
La última palabra lo dejó helado e hizo que su mente se pusiera a trabajar a toda prisa buscando la respuesta a aquel misterio. Y no tardó en encontrarla.
Allí a su lado, descansaba la chica... no, la mujer, la única mujer con la que tenía una deuda. Una deuda que debería haber satisfecho hacía ya mucho tiempo.
Sacó su teléfono móvil y lo acercó a su boca.
–Doctor Pinta.
El teléfono marcó automáticamente el número del médico que había tratado a tres generaciones de Fielding y al que Michael consideraba un verdadero amigo.
–Thomas, te necesito.
En la cabeza de Isabella aparecían confusas imágenes de tazas de chocolate caliente, mantas eléctricas y de su amor de juventud, como un caballero andante, rescatándola de una especie de dragón blanco que escupía hielo en lugar de fuego. Era una sensación agradable solo interrumpida por los desagradables pinchazos que sentía en las manos y en los pies.
–¿Isabella? Isabella, tienes que despertarte.
Aquella voz tan paternal la obligó a abrir los ojos y comprobar que estaba completamente vestida y cubierta por varias mantas, en una habitación que no reconocía.
Echó un vistazo a su alrededor. A su lado había un hombre de pelo gris y ojos amables que reconoció al instante. El doctor Pinta la miró con dulzura.
–Bueno, nos alegramos mucho de verte despierta. ¿Qué tal te encuentras?
De pronto se le llenó la mente de preguntas y no tardó en hacer la más importante:
–¿El bebé?
–Está bien, tranquila, y tú también estás bien –le respondió sonriendo–. Tuviste muy buena idea al encender esas bengalas.
Isabella se llevó las manos al vientre y suspiró aliviada.
–Ha faltado poco, gracias a Dios que alguien te encontró –añadió el médico mirando a su espalda.
Isabella siguió su mirada y así descubrió a un hombre sentado en una enorme silla con tapicería de terciopelo verde. Algo se estremeció dentro de ella al darse cuenta de que el caballero andante de su sueño no había sido una visión sino una realidad. Entonces empezó a recordar vagamente cómo alguien la había sacado del coche y la había llevado a otro donde se había quedado dormida apoyada en un pecho fuerte y cálido. El caballero la miró con aquellos ojos grises que destacaban en contraste con el pelo negro.
–Hola, Bella.
Solo dos hombres la habían llamado así. Su padre Emmett, que había fallecido hacía casi quince años, y el muchacho de dieciséis años que había llegado a su casa después de huir de un hogar infantil.
A pesar de haber tenido solo trece años, Isabella había sabido desde el primer momento que amaba a aquel chico de naturaleza salvaje y mente despierta. Lo amaba todo de él, incluyendo la cojera que había provocado no pocas burlas de los otros muchachos de la ciudad. Pero lo había perdido después de la muerte de su padre, cuando se marchó de Fielding porque Isabella se había ido a vivir con su tía y no lo había podido acoger también a él.
Michael Wulf.
El rebelde marginado que se había convertido en un genio incomprendido. No le había perdido la pista; incluso había llegado a considerar la posibilidad de ponerse en contacto con él cuando leyó tres años atrás que había regresado a Fielding. Pero entonces ella estaba casada y vivía en Chicago intentando salvar su matrimonio, intentando averiguar el motivo por el que su marido había perdido todo el interés por ella desde el momento que habían dado el «Si, quiero».
–Muchas gracias, Michael –le dijo con una sincera sonrisa.
–No ha sido nada.
–Nos has salvado la vida a mí y a mi bebé, a mí no me parece que no sea nada.
–Me alegro de haber estado allí.
Era obvio que seguía sin aceptar los cumplidos.
–Yo también me alegro. Pensaba que estaba soñando cuando abrí los ojos y te vi. Hace tantos años...
La mirada sombría de Michael se detuvo unos segundos en su vientre antes de contestar.
–Sí, muchos.
Tenía la voz profunda pero amable, aquello le recordó el muchacho brusco que jamás había demostrado la más mínima brusquedad con ella. Isabella sonrió al pensar que aquel era el chico al que le habría gustado dar su primer beso... y entregarle su corazón. Se había convertido en un hombre aún más guapo, pero los ojos que antes habían reflejado enfado y confusión ahora brillaban con tremenda frialdad.
Ella sabía algunas de las cosas que lo habían hecho sufrir en el pasado, pero estaba claro que lo que le había ocurrido desde que se marchó de Fielding lo había dejado aún más herido. Isabella no pudo evitar preguntarse qué le habría pasado.
–¿Hay alguien a quien podamos llamar? –le preguntó el médico poniendo su mano sobre la de ella.
–No.
–¿Y tu marido? –sugirió Michael con dureza.
Isabella retiró la mirada con una repentina sensación de agotamiento.
–Murió hace siete meses.
–Lo siento muchísimo –susurró el doctor Pinta–. ¿Y no hay nadie esperándote en Fielding?
Cuando se casó con Rick cuatro años antes, él insistió en que cortara la relación con la gente de Fielding. Aquello le había roto el corazón, pero le había hecho caso con la esperanza de que aquello ayudara a salvar su matrimonio. Desde que había decidido regresar, se preguntaba qué la esperaría al llegar allí, cómo la recibirían sus viejos amigos.
–No. Me voy a quedar en el hotel una semana más o menos, hasta que consiga volver a poner en marcha la tienda de mi padre –les explicó sin mirarlos a ninguno de los dos–. Tengo la intención de convertirla en una pastelería –por fin miró al doctor Pinta y se dio cuenta de que iba a tener que dar alguna explicación más–. Viviré en el apartamento que hay encima de la tienda. Es el sitio perfecto para el niño y para mí, o lo será cuando lo haya limpiado bien.
–Será un placer tenerte de vuelta, querida. Y será estupendo tener una pastelería en la ciudad. ¿Vas a vender esos pastelitos de canela que solías hacer? –le preguntó el doctor con una risita casi infantil a la que ella respondió asintiendo con una sonrisa.
–¿Cuándo cree que podré...?
–Creo que por el momento deberías quedarte donde estás –la interrumpió Michael antes de que pudiera terminar la pregunta.
–Estoy de acuerdo –asintió el médico justo en el momento en el que le sonó el busca–. Vaya, parece que es el día de las urgencias –dijo poniéndose en pie a toda prisa mientras terminaba de leer el mensaje–. La señora Dalton ha tenido un pequeño accidente.
–Espero que esté bien –dijo Isabella, algo confundida por todo lo ocurrido.
–Lo siento mucho, pero tengo que irme y no creo que pueda volver hoy; la casa de los Dalton está demasiado lejos.
–No te preocupes, Thomas, yo me encargo de ella –intervino Michael, y esa simple promesa hizo que a Isabella le diera un vuelco el corazón.
–No quiero causar ninguna molestia –dijo ella inmediatamente–. Yo puedo irme ahora mismo. El hotel está justo...
–No, no –interrumpió el médico–. Ahora nieva menos, pero sigue haciendo muchísimo frío. No debes moverte en tu estado.
–Te quedarás aquí –afirmó Michael amablemente–. Yo puedo dormir en la habitación de invitados.
Fue entonces cuando Isabella volvió a mirar a su alrededor y reconoció multitud de objetos: el reloj de plata que su padre le había regalado a Michael en su decimosexto cumpleaños, pinturas aborígenes decorando las paredes, un libro sobre energía solar.
Estaba en su habitación, en su cama.
Se le aceleró el pulso y notó un sudor frío recorriéndole el cuerpo. Estaba claro que la habían afectado las horas que había pasado en mitad de la tormenta, porque no era normal que tuviera la sensación de volver a experimentar todo lo que Michael Wulf solía provocar en ella cuando no era más que una adolescente enamorada. Se recordó que estaba en Fielding para empezar una nueva vida, no para volver a los sueños del pasado.
–De verdad, no puedo quedarme aquí –insistió de nuevo con voz temblorosa. No podía dormir en su cama, arropada con sus sábanas, que estaban impregnadas de su olor–. Tengo que ir al hotel, estoy esperando a los de la empresa de limpieza que van a ayudarme con la tienda...
–No te preocupes por eso, con este tiempo no van a poder llegar –le aseguró el doctor Pinta–. Lo que tienes que hacer es relajarte. Esta noche no estás en condiciones de enfrentarte a nada. Al bebé no le vendría bien –añadió al tiempo que se volvía hacia Michael–. Si necesitas algo, llámame.
–No lo dudes –respondió él.
–Ahora descansa, Isabella –dijo antes de salir de la habitación.
Se sintió inquieta al quedarse a solas en la habitación con el objeto de sus sueños de adolescencia. Iba vestido todo de negro, sencillo pero muy elegante; se acercó a la cama con una cojera más pronunciada de lo que ella recordaba. Lo cierto era que esa pequeña limitación no le restaba ninguna fuerza a su imponente aspecto.
De cerca era aún más guapo que en sus recuerdos. Ojos gris oscuro, piel aceitunada... casi le cortaba la respiración. Era obvio que su impedimento físico no había sido obstáculo para mantenerse en forma porque tenía cuerpo de gladiador.
–Te agradezco enormemente que me ofrezcas tu casa de este modo –le dijo con cierta timidez–. Te prometo que no seré ninguna molestia.
Michael apretó la mandíbula con fuerza.
–Bella, hace quince años tu padre y tú me ofrecisteis vuestra casa y me tratasteis como si fuera de la familia. Es una deuda que nunca he olvidado y que tengo intención de saldar –añadió con una tenue sonrisa que no parecía muy habitual en él–. Me alegro de que estés aquí y puedes quedarte todo el tiempo que sea necesario.
El corazón de Isabella empezó a derretirse como el hielo bajo el sol, pero se negó a dejarse llevar por la cálida sensación. Había dejado muy claro que la ayudaba sólo porque creía que se lo debía por lo que su padre había hecho por él.
–Gracias –le dijo con una tranquilidad que no sentía–. Es muy generoso por tu parte, pero no me debes nada. Solo me quedaré esta noche...
–Eso ya se verá –la interrumpió enseguida–. Todo depende de lo que diga mañana el médico.
En ese momento sintió una dolorosa punzada en el bajo vientre que se había hecho demasiado habitual en los últimos días. Estaba claro que su pequeño ya tenía ganas de ver el mundo. «Y mami también se muere de ganas de verte, pero dame un poco más de tiempo».
–Está bien, Michael –respondió, demasiado cansada para rebatirle–. Pero no quiero echarte de tu dormitorio, así que déjame que me vaya yo a la habitación de invitados, eso no me costará ningún trabajo.
–No hay ninguna necesidad –le dijo mirándola detenidamente–. Pareces estar muy a gusto en mi cama.
Isabella abrió los ojos de par en par al tiempo que notaba cómo reaccionaban sus pechos. «Una noche. Solo una noche».
–Relájate mientras yo bajo por algo de cena. ¿Qué te parece un poco de sopa?
–Perfecto –respondió, agradecida porque fuera a dejarla sola unos minutos durante los que podría recuperar el aliento.
–El ama de llaves solo viene durante la semana, así que me temo que hasta mañana tendremos que conformarnos con lo que yo cocine. ¿Necesitas algo más?
–Un poco de sol no me vendría nada mal –bromeó ella.
Antes de salir, Michael pronunció en voz alta la palabra «cortinas», y entonces Isabella observó boquiabierta cómo aparecía un ventanal que abarcaba toda la pared de enfrente de la cama. Al otro lado de esa enorme ventana se extendía el paisaje nevado, salpicado de árboles desnudos iluminados por el atardecer invernal, que era una verdadera delicia para cualquiera que apreciara el clima del medio oeste estadounidense.
Con una sola palabra, Isabella había presenciado con sus propios ojos de dónde venía toda la fama de Michael Wulf.
–Impresionante –le dijo antes de que saliera de la habitación.
–En realidad es bastante sencillo –respondió él quitándose importancia.
–No para alguien que ni siquiera sabe programar un vídeo.
–Bueno, yo no sé hacer pastelitos de canela. Eso sí que es impresionante para mí –añadió mirándola fijamente.
–Me alegro mucho de volver a verte –admitió Isabella cuando él ya estaba dándole la espalda.
–Yo también, Bella –respondió él sin volverse a mirarla.
Se quedó sola y, con la mirada perdida en el fuego de la chimenea, se preguntó por qué se sentía tan a salvo en aquel lugar. En lo que la prensa denominaba como el refugio del genio. Una casa de cristal en mitad de un terreno de quince hectáreas de bosque a varios kilómetros del pueblo más cercano