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¿Quién está durmiendo en mi cama? Dan Mason vivía solo en las Montoñas Rocosas y quería seguir así, sin compañía alguna. No obstante, no podía negarle su ayuda a una dama en apuros, especialmente a una belleza como aquella que había perdido la memoria a causa de un accidente. Aunque tener que compartir su diminuta cabaña con ella era una enorme tentación... Quizá Angel no supiera quién era, pero sí estaba segura de no haber conocido jamás a un tipo tan sexy como aquel lobo solitario. Por mucho que Dan hubiera construido un muro alrededor de su corazón, Angel estaba empeñada en devolverle la vida... y sabía que iba a hacer falta mucho más que un ardiente beso...
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Seitenzahl: 179
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Laura Wright
© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Lejos de casa, n.º 1269 - junio 2015
Título original: Sleeping with Beauty
Publicada originalmente por Silhouette© Books.
Publicada en español 2004
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-6296-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Prólogo
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
La princesa Catherine Olivia Ann Thorne estaba sentada recta como una vela entre su padre y su tía Fara. Estaban en la mesa presidencial y miraban a la gente de Llandaron que comía, bebía, bailaba y disfrutaba. Esa noche, con la única ausencia de Alex, el hermano mayor, celebraban el regreso de Maxim, el hermano más joven, y de su esposa Fran que habían pasado una larga luna de miel. La familia también celebraba la maravillosa noticia del embarazo de Fran.
Celebraban el amor.
La orquesta de doce músicos tocaba alegres canciones y el aroma a cordero asado y brezo creaba un ambiente de dicha en la sala de baile.
Sin embargo, Cathy sentía una pesadumbre gélida.
Miró a su hermano y a su nueva cuñada bailar muy agarrados, mirándose fijamente a los ojos y con sonrisas de intimidad.
Todo el mundo podía darse cuenta de lo mucho que se amaban. Cathy no les reprochaba tanta felicidad. En absoluto. Adoraba a su hermano y tenía un gran concepto de Fran. Solo quería sentir algo de aquella felicidad y de aquel amor.
–Catherine, hemos prolongado un mes más tu viaje por Europa Oriental.
El estómago de Cathy se encogió al oír las palabras de su padre. Había vuelto de Australia hacía tres días y su secretaria ya le había programado salir a Rusia dentro de una semana.
Además, le añadían otro mes.
–Estás pálida, Cathy, querida –comentó su anciana tía Fara con los impresionantes ojos violeta entornados por la preocupación.
El imponente hombre de pelo blanco acarició la mano enguantada de su hija.
–¿Te pasa algo?
–No, padre.
La máscara de princesa imperturbable luchaba contra la mujer inquieta y arrojada que había en lo más profundo de Cathy.
Algo había empezado a languidecer en su alma y en su corazón durante los últimos meses. La insatisfacción aumentaba con cada viaje. Naturalmente, le gustaba mucho su tarea y sobre todo las obras de caridad, pero estaba agotada.
Cathy se levantó y dejó la servilleta junto al plato que no había probado.
–Estoy muy cansada. Si me disculpa, padre, Fara...
Casi ni siquiera esperó a que ellos asintieran con la cabeza.
Salió de la habitación con una elegancia natural producto de su educación, atravesó el vestíbulo vacío y subió las escaleras con el vestido color lavanda rozándole las piernas temblorosas.
Necesitaba intimidad después de meses de viajes muy controlados, de protocolo inflexible y de atender a la prensa. El refugio silencioso, aunque temporal, de su dormitorio le parecía el paraíso.
Sin embargo, alguien la tapaba el camino hacia la habitación.
–Esa melena y esos ojazos amatista...
En el descansillo había una mujer corpulenta, encogida por la edad, con un vestido largo y recto de color rojo y púrpura y uno collares con cuentas de color naranja pálido. Cathy no sabía quién era.
–Ya le dije a tu madre que serías así de hermosa, muchacha.
Cathy se agarró a la barandilla.
–¿Conoció a mi madre?
–Sí. Conocí a la difunta reina –la mujer sonrió con un gesto cínico–. Cuando tú eras un guisante en el vientre de tu madre, le pedí a su Alteza Real que me permitiera leer tu futuro, pero ella rechazó mi regalo. Se rio de mí, eso fue lo que hizo.
El rencor de la mujer se mostró claramente, aunque con tono apaciguado. Cathy sintió una inquietud extraña.
–¿Quién es usted?
La anciana no hizo caso de la pregunta.
–A pesar de todo, les di mi regalo al rey y la reina. Sí, les dije que serías hermosa, lista y amable. Les dije que serías valiente y animada –se le oscurecieron los grandes ojos marrones–. Les dije que si no se ocupaban mucho de ti...
La mujer no terminó la frase y Cathy sintió como una zarpa que la agarraba de la espina dorsal. Sin embargo mantuvo toda la entereza de una princesa y no mostró su temor.
–Creo que debería terminar la historia.
La sonrisa amarillenta de la mujer se amplió.
–Les dije a tu padre y a tu madre, que si no se ocupaban mucho de ti te perderían.
–¿Perderme...?
–Así es.
No perdió un ápice de la compostura.
–¿De qué está hablando?
–¿Estás arriba, Cathy?
La pregunta se coló entre Cathy y la mujer y rompió el trance que parecía tenerlas cautivas. Cathy se dio la vuelta con el corazón latiéndole violentamente y vio a Fran que subía las escaleras con la melena rubia cubriéndole los hombros.
–¿Qué pasa Cathy? –los profundos ojos de su cuñada la miraban con preocupación.
–Esta mujer...
Fran estiró el cuello para mirar por encima de la cabeza de Cathy.
–¿Qué mujer?
Cathy se quedó helada con el pulso bombeando enloquecidamente la sangre. Se dio la vuelta lentamente. La mujer había desaparecido.
Cathy terminó de subir las escaleras sin decir nada y con Fran pegada a los talones. Cathy no intentó adivinar a dónde había ido aquella mujer ni si la había visto siquiera. Intentó no pensar en que a lo mejor se había vuelto loca.
Entraron en el dormitorio.
–¿Te pasa algo, Cathy?
Cathy se sentó en la cama con los hombros caídos. Sí, le pasaba algo. Estaba total y absolutamente abrumada. Se volvió hacia Fran.
–Soy una mujer de veinticinco años que rara vez ha estado sola, que rara vez a conocido la felicidad y que no ha conocido el amor. Estoy hasta las narices de vivir al dictado de otros –miró a su cuñada–. ¿Entiendes lo que significa eso, Fran?
Fran la tomó de la mano y se sentó junto a ella.
–Sí. La verdad es que sí lo sé. Yo tampoco había vivido hasta que conocí a tu hermano.
–¿Por qué crees que te pasó eso? Tenías miedo a vivir o...
–Yo creo que tenía miedo a creer que el amor también existía para mí –Fran sonrió delicadamente, como alguien que había descubierto lo contrario–. Me hicieron mucho daño y quise que eso no volviera a suceder, pero tu hermano me ofreció una segunda oportunidad.
Cathy suspiró.
–Me gustaría tener una primera oportunidad de vivir. Creo que me la merezco.
–Claro que sí.
Cathy se acordó de todos los planes y fantasías que había tenido durante siete años. ¿Tendría suficiente valor? ¿Estaría tan desesperada como para hacerse con lo que quería?
Quizá la anciana quisiera avisarle de algo y no contarle una historia del pasado. Quizá fuera un aviso de su madre y de la propia Cathy. Quizá quisiera decirle que si seguía por aquel camino de infelicidad, acabría perdiéndose.
Sintió una punzada de temor en el corazón, pero la desechó.
–Ahora eres mi hermana, Fran. ¿Puedo contar contigo?
Fran le apretó la mano.
–Solo tienes que decirme lo que quieres que haga.
–Ayúdame a hacer el equipaje.
Los mosquitos le picaban el cuello, animales que no podía ver hacían unos ruidos que ella no reconocía y el paquete de copos de avena que se había tomado hacía una hora era como una losa de cemento en el estómago.
Sin embargo, Cathy no había sido tan feliz en toda su vida.
Tres días antes, Cathy había llevado a cabo su plan trazado durante siete años y se había ido de viaje a Estados Unidos con una mochila a la espalda, algo de ropa cómoda, un pasaporte falso por el que había pagado un precio desorbitado y el acento americano que había aprendido a imitar impecablemente durante tantos años de viajes.
Fran había cumplido su palabra y le había ayudado a hacer el equipaje y a llegar al aeropuerto. Cathy no le dijo su destino para evitarle la pesada responsabilidad de tener que decir al rey a dónde había huido su hija.
Durante todo el viaje a Nueva York, Cathy había estado muy preocupada por la reacción de su padre, pero una vez en la Gran Manzana, se obligó a olvidarse de sus preocupaciones. Si dejaba a un lado su angustia por conocer el paradero de su hija, tendría que comprender que en aquel estado mental no le era muy útil, ni lo era para las personas que quería que visitara.
En Nueva York tomó otro vuelo a Dallas y desde allí un segundo a Denver. En Denver tomó un taxi a la oficina que organizaba las excursiones y disfrutó de su libertad con cada paso que daba.
Su plan se había cumplido sin contratiempos y estaba segura de que no la habían seguido.
Sonrió.
A su derecha, el sol se filtraba entre los fragantes pinos como si quisiera iluminar las pinochas que cubrían el camino por el que avanzaba. A su izquierda unas cascadas de agua resplandeciente caían por un cañón hasta un río turbulento. Por encima se elevaban majestuosamente las montañas del Colorado, que eran tan hermosas como le había contado una vieja amiga del colegio.
Era el lugar perfecto para recibir a una princesa cansada que escapaba.
La empresa de excursiones la había dejado al pie de las montañas de donde salían y ascendían distintos senderos. Tomó un camino con una mochila cargada de víveres, un bastón, un aerosol de defensa personal y un localizador de emergencia. Cada noche seguía el mapa hasta una de las pequeñas cabañas de la empresa de excursiones. Comió lo que llevaba en la mochila, durmió sobre la fina y dura colchoneta que le habían proporcionado y no se quejó en ningún momento.
Le gustaba aquella libertad, la aventura y la supervivencia.
La palabra supervivencia hizo que se parara bruscamente en medio del estrecho sendero. El instinto hizo que inclinara la cabeza hacia un lado para escuchar.
Había oído algo.
A tres metros por debajo, el agua golpeaba contra las rocas. En las alturas, los pájaros cantaban alegremente en los árboles cimbreantes.
Eso ya lo había oído antes.
Había algo más.
Antes de que pudiera distinguir el sonido, cualquier pensamiento quedó congelado dentro de su cerebro. Un caballo y su jinete aparecieron de entre la espesura del bosque Hacia ella se dirigían un caballo negro y un hombre tapado por las sombras. El tiempo pareció correr más despacio al ritmo de los cascos del animal.
A Cathy, el corazón le martilleaba el pecho mientras intentaba pensar algo. Solo podía mirar fijamente, inmóvil, mientras el caballo resoplaba y se acercaba cada vez más. Luego dio un paso atrás. Quería apartarse de su camino. Las pinochas se partían debajo de sus pies, pero pisó sobre una roca que todavía estaba húmeda por el rocío.
Cayó y la mochila rodó barranco abajo. Soltó un grito al ver las rocas y pensó en la predicción de la mujer.
«Les dije que te perderían...»
Pero el suelo se elevó para retenerla.
Una ristra de juramentos retumbó en las montañas. Dan Mason se bajó del dócil caballo y gateó hasta la mujer. Le tocó la mano, pero ella no se movió ni emitió un sonido. ¿De dónde demonios había salido? Se preguntó mirando a todos lados. Esos senderos estaban siempre solitarios. Sobre todo a las seis de la mañana, cuando un hombre intentaba escapar de los demonios de la noche anterior, del mes anterior... de los años anteriores.
Dio la vuelta a la mujer con toda la delicadeza que pudo un hombre acostumbrado a tratar con delincuentes sin escrúpulos, le apartó los largos mechones color caoba y le tocó la base de la garganta. Notó que el pulso era fuerte y estable. Se inclinó sobre ella y notó la respiración sobre la mandíbula.
Sacudió la cabeza y dejó escapar un suspiro de alivio.
Analizó su estado con los ojos de un sheriff. No parecía tener ningún hueso roto. Sí tenía, sin embargo, un moretón en la frente que iba convirtiéndose en un chichón.
Al fijarse en el rostro ovalado, los ojos empezaron a ser los de un hombre cualquiera. No podía evitarlo. Él era un canalla con necesidades y ella parecía un ángel. Tenía unos labios como el arco de cupido, una piel sedosa y un cuello largo, pero también tenía una barbilla que anunciaba un temperamento obstinado.
Bajó más la mirada. Llevaba una camiseta gris y unos vaqueros gastados y tenía unas curvas impresionantes.
Tomó aliento y se dijo que era un depravado y un idiota. Al fin y al cabo, era la típica excursionista con la típica ropa de excursionista. Salvo las botas. Eran de las mejores. No había duda de que esa mujer tenía dinero.
El río rugía entre las rocas y captó su atención. Dan apretó la mandíbula. Aquella mujer podía haber caído por encima del borde.
Se inclinó sobre ella.
–Señora, despierte.
No obtuvo otra respuesta que un delicado aroma.
–Señora, ¿puede oírme?
Ella dejó escapar un suave gemido, se movió ligeramente e hizo un gesto de dolor. Dan pensó que el dolor era buena señal, pero que reanimarla sería mejor todavía.
–Tiene que despertarse ahora mismo. Abra los ojos y míreme –le dijo con un tono más apropiado para capturar delincuentes que para aliviar a victimas.
Las pestañas parpadearon y se abrieron. Unos ojos color violeta lo miraron e hicieron que el pecho se le encogiera.
–¿Puede oírme?
Ella asintió con la cabeza.
–¿Ha venido sola?
Su rostro de ángel reflejó al aturdimiento.
–No lo sé –contestó.
–¿Se siente mareada?
–Un poco.
Dan frunció el ceño. Sabía algo de lesiones en la cabeza y eso parecía una conmoción.
–¿Le duele la cabeza?
–Sí.
La respuesta brotó como un hilo de voz, pero si él apretaba los dientes con enojo indisimulado era por su mirada y aturdimiento.
Podía ver a otra mujer, a su pareja, su novia, con el rostro demacrado y los labios separados mirando a un fugitivo de dos metros y cuerpo musculoso al que tenía que haber estado apuntando con su pistola.
¿Habría tenido ese aspecto Janice? ¿Habría estado así de asustada y desesperada?
Apretó las mandíbulas hasta casi rompérselas. ¡Por amor de Dios! Aquella noche espantosa había sido hacía cuatro años. ¿Cuántas veces iba a revivirla? Él no había estado allí para ayudarla, no podía haber estado allí, asunto zanjado. Él había estado en la cama de un hospital con una bala en el muslo.
Además, el maldito canalla estaba entre rejas, que era donde tenía que estar. Naturalmente, un poco más apaleado que la otra vez que lo habían encerrado. Algo que le había costado a Dan que lo mandaran a una cabaña en las montañas para que reflexionara sobre lo que había hecho y si todo iba según lo previsto, se arrepintiera de haberlo hecho.
Gruñó. Sus superiores tendrían que esperar bastante tiempo antes de que eso sucediera.
La mujer que tenía delante gimió y cerró los párpados. Todos los recuerdos quedaron relegados por algo más apremiante
Aquella mujer necesitaba un médico, pero ¿cómo iba a conseguirlo? Ella había perdido la mochila y él no tenía teléfono móvil.
La verdad era que él no había querido ningún contacto con el mundo exterior y aquella mujer lo estaba poniendo en un aprieto.
Había pocas alternativas. El pueblo estaba a un día a caballo.
Suspiró, la tomó en brazos, agarró las riendas de Rancon y se dirigió de vuelta hacia su cabaña.
Por su cerebro entraban y salían imágenes de laderas llenas de flores, riscos rocosos y un hombre peligrosamente atractivo con ojos oscuros y penetrantes que se mezclaban con la punzada que sentía sobre la ceja izquierda y el martilleo en lo más profundo de la cabeza.
Oyó una lamentación en la lejanía. Era un sonido femenino, pero grave y como desconcertado. Quería correr hacia ella, abrazarla y decirle algunas palabras de consuelo. ¿Pero dónde estaba?
–Tiene que despertarse.
La voz masculina rasgó la neblina que tenía en la cabeza. La punzada se hizo más aguda al intentar obedecer. Se sentía pesada y entumecida. Solo quería dormir.
–Sé que puede oírme –insistió el gruñido masculino–. Abra los ojos o va a haber problemas.
Sintió unos dedos fríos y fuertes en la base de la garganta. Tomó aire bruscamente y captó el olor a pino, cuero, sudor... virilidad...
Hizo un gran esfuerzo para abrir los ojos. A pocos centímetros había un hombre. Un hombre implacablemente guapo con un pelo negro y despeinado, unos ojos penetrantes, una mandíbula firme, una nariz rota que ya había visto... ¿cuándo...?
Tensa por el miedo clavó la mirada en aquellos ojos oscuros como chocolate derretido, chocolate caliente.
–¿Quién es usted? –dijo con voz ronca.
La mirada del hombre le recorrió descaradamente la cara. Pasó de los labios a los ojos.
–Primero dígamelo usted.
Aturdida, arrugó la frente, pero no discutió. Una sospecha alarmante se apoderaba de ella. Abrió la boca convencida de que su nombre saldría fluidamente, pero no pudo decir nada.
El espanto le retorció las entrañas y sintió una angustia que no podía definir. Empezó a temblar. Se le secó la garganta. Cerró los ojos, quiso concentrarse y tranquilizarse. Todo era absurdo. Tenía la respuesta en la punta de la lengua. Sabía quién era y de dónde había llegado.
Pasó el tiempo, pero seguía sin poder decir nada.
Abrió los párpados.
–No sé quién soy.
De los labios de Dan brotó una maldición.
Tenía que haber una explicación para todo, se dijo ella. Tan solo tenía que pensar, tomarse un tiempo y concentrarse.
–¿Somos amantes? ¿Estamos casados? –preguntó con un tono de tranquilidad que no sentía.
–No –gruñó él.
–¿Somos amigos? ¿Conocidos?
–No.
Ella miró nerviosamente alrededor. Estaba en un pequeño dormitorio que solo tenía una cama, un armario y una mecedora. El techo tenía vigas de madera y vio unas montañas imponentes a través de las grandes ventanas que había en la pared.
Era una cabaña de madera.
No le sonaba de nada.
–¿Estamos en su casa?
Dan asintió con la cabeza.
Ella se movió con inquietud bajo las sábanas.
–¿Esta es su cama?
–Sí –un brillo de peligro casi imperceptible le cruzó los ojos–. Solo tengo esta. He pensado que estaría más cómoda aquí que en el sofá.
–Se lo... agradezco.
Dan se levantó con un gesto de la cabeza.
–Seguramente necesite descansar un poco.
Ella, impulsivamente, alargó el brazo y le agarró la muñeca.
–Espere. Por favor.
Él la miró con el ceño fruncido.
–¿Qué pasa?
–Perdón –se sonrojó y le soltó la muñeca–. Solo quiero saber qué ha pasado...
–Lo sabrá luego. Ahora, descanse –se dio la vuelta y fue hacia la puerta.
–¿Puede decirme su nombre al menos?
Él se paró, pero no se dio la vuelta.
–Dan.
–Dan, ¿qué?
–Basta con Dan.
Salió de la habitación y la dejó con un millón de preguntas y sin memoria.
Cuando empezaba a oscurecer, Dan metió los troncos que había cortado esa mañana y los dejó junto a la chimenea.
El trabajo físico era su salvación. Si empezaba a pensar en el pasado o a elucubrar sobre el futuro, agarraba el hacha y se descargaba con ella. A veces también le venía bien limpiar el estiércol del establo de Rancon.
Sin embargo, esa noche no era así.
Una mujer misteriosa con ojos violetas, una voz suplicante y un acento elegante estaba durmiendo en su cama, llevaba cuatro horas haciéndolo, y la simple idea estaba volviéndole loco lenta pero irremediablemente.
Ya había desechado la posibilidad de que fuera una delincuente, una espía o algo parecido. Su naturaleza recelosa se había dirigido hacia algo mucho más peligroso: el deseo. Solo con mirarla, la sangre le hervía y se le despertaba la curiosidad; dos cosas que no sentía hacía mucho tiempo.
Dos cosas que no quería volver a sentir.
Punto final. Tendría que irse si quería conservar algo de cordura y tendría que hacerlo pronto. No quería idilios. Hacía cuatro años que había dado por terminada cualquier cosa parecida a eso.
Además, las extranjeras recién llegadas no eran lo suyo. Sobre todo, cuando no tenían memoria. Tendría familia, amigos y algún tipo empingorotado en Inglaterra o Escocia, o de donde demonios fuera, que estarían esperando a saber algo de ella.
Dan encendió el fuego en la chimenea y fue a la nevera por una cerveza. La abrió, dio un sorbo y se dejó caer en el sofá. Al día siguiente, si la mujer estaba en condiciones, la llevaría al pueblo, la dejaría en manos del médico y se volvería al silencio y la soledad; a la siempre interesante sensación de paz.
Dan se quedó parado con la cerveza a medio camino de la boca.
–No debería estar levantada.