El sabor de la seducción - El precio de un amor - Laura Wright - E-Book
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El sabor de la seducción - El precio de un amor E-Book

Laura Wright

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Beschreibung

El sabor de la seducción Ella era para él como el fruto prohibido… Anna Sheridan merecía tener una vida perfecta… algo que, con su historial familiar, Grant Ashton nunca podría darle. Su destino era estar siempre solo. Anna nunca había sentido que criar al hijo ilegítimo de su difunta hermana fuera un sacrificio, pero negarse a sí misma el placer más absoluto sí lo era. Nunca había sentido nada tan poderoso como el deseo que Grant despertaba en ella… El precio de un amor Barbara McCauley Aquella búsqueda de la verdad podría costarle más de lo que estaba dispuesto a pagar… El millonario Trace Ashton había descubierto lo frías que podían ser algunas mujeres de la peor manera posible; su prometida había aceptado un millón de dólares por dejar de verlo. Aquella traición lo había convertido en un hombre amargado y vengativo. Por eso cuando Becca Marshall se atrevió a regresar y pretendió volver a moverse en los mismos círculos sociales que él, Trace ideó su venganza.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Nº 42 - septiembre 2014

© 2005 Harlequin Books S.A.

El sabor de la seducción

Título original: Savor the Seduction

Publicada originalmente por Silhouette® Books

© 2005 Harlequin Books S.A.

El precio de un amor

Título original: Name Your Price

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicados en español en 2006

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

I.S.B.N.: 978-84-687-4614-2

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

WINE COUNTRY COURIER

Crónica Rosa

Últimamente se ha visto a Grant Ashton acompañado por una joven. Su nombre es Anna Sheridan, y parece que se han vuelto inseparables.

Claro que es comprensible. Al fin y al cabo fue ella quien salió en su defensa para librarlo de las sospechas de haber asesinado a su padre, Spencer Ashton.

Según le dijo a la policía, Grant no pudo cometer el crimen porque esa noche estuvo con ella. Fue un gesto noble por su parte... sobre todo porque su declaración podría haberle hecho perder la custodia de su sobrino Jack, al que está criando.

El destino tiene curiosas ironías, como el haber unido al hijo mayor de Spencer Ashton y a la hermana de la que fuera su secretaria y madre de un hijo suyo no reconocido.

Pero eso no es nada en comparación con lo que viene a continuación: se dice que la hija desaparecida de Spencer, Grace, hermana melliza de Grant, y su marido, han sido localizados. A cada día que pasa esta saga familiar se pone más y más interesante.

Prólogo

En un amplio y lujoso despacho del edificio Ashton-Lattimer estaba sentado un hombre de cabello entrecano, ojos verdes y complexión atlética vestido con un traje hecho a medida.

Eran las nueve y media de la mañana y debería estar trabajando, pero su estúpida secretaria había dejado pasar a una persona non grata a su «santuario».

–Tenemos que hablar, Spencer; por eso he venido.

Spencer miró con desprecio a Alyssa Sheridan, de pie frente a él. Parecía a punto de salir llorando. Tiempo atrás la había considerado hermosa, pero a pesar del inmaculado vestido blanco que llevaba y el esmero con que había recogido su larga melena pelirroja le recordaba a un coche de segunda mano.

Sus labios se arquearon en una sonrisa cínica al tiempo que se echaba hacia atrás en su sillón de cuero negro.

–¿Qué crees que vas a conseguir con esas lágrimas de cocodrilo, Alyssa?

–Lo único que quiero es que seas el padre de este niño –le dijo ella llevándose una mano al todavía liso vientre.

–No quiero más hijos; bastante tengo ya con los que tengo.

–Pero estoy segura de que en tu corazón hay sitio para uno más.

–Yo no tengo corazón –le espetó el con frialdad.

–Spencer, por favor...

–Aquí llámame «señor Ashton» –la cortó él. Luego bajó la vista a su vientre–. ¿Y cómo sabes que ese niño es mío?

El labio inferior de Alyssa tembló.

–¿De quién podría ser si no? En mi vida no ha habido ningún otro hombre desde hace meses.

–Eso dices –masculló él desdeñoso–. Pero teniendo en cuenta la facilidad con que me dejaste entrar en tu cama... ¿por qué tendría que creer que no has hecho lo mismo con otros?

Alyssa emitió un gemido ahogado.

–¿Por qué haces esto? No lo entiendo...

–¿Qué es lo que no entiendes?

–No comprendo qué ha sido del Spencer al que yo conocía, el hombre que creía que sentía algo por mí, que quería cuidar de mí... el hombre del que me enam...

–¡Basta! –masculló él entre dientes inclinándose hacia delante–. Me parece que estás confundiendo unas cuantas noches de sexo, una pequeña distracción, con algo completamente distinto.

Alyssa se puso blanca como las paredes del despacho. Durante un buen rato se quedó callada, pero luego alzó la barbilla, y con los ojos humedecidos por nuevas lágrimas, le espetó:

–¿Y qué me dices de tu mujer? Supongo que no te importará que le cuente lo de esa... pequeña distracción.

Spencer se rió entre dientes.

–Ah, eres una chica astuta, pero me temo que mi esposa sabe perfectamente que de cuando en cuando me gusta mojar mi pluma en otros tinteros.

–¿Y le parece bien?

Spencer se irguió, como si lo ofendiese la pregunta.

–Digamos simplemente que no puede hacer nada para impedírmelo. Nadie me dice lo que puedo o no puedo hacer –le contestó. Luego, enarcando una ceja, añadió–: Nadie.

Las lágrimas le caían ya a Alyssa por las mejillas, pero lo único que preocupaba a Spencer era que cayesen sobre la delicada madera de su caro escritorio.

–Si eso era todo lo que tenías que decir ya puedes...

–Sí, tengo algo más que decir –lo cortó ella enjugándose furiosa las lágrimas con las manos–: Eres un bastardo, Spencer Ashton.

Él resopló.

–Quizá lo sea, pero si no te deshaces pronto de... eso –le respondió señalando su vientre–... dentro de unos meses tendrás que ocuparte de tu propio pequeño bastardo... y sin ninguna ayuda por mi parte.

Alyssa se llevó las manos al vientre, como si quisiera proteger de sus palabras a la vida que estaba creciendo en su interior.

–Adiós, Alyssa –le dijo Spencer bajando la vista a los papeles sobre su mesa–. Y si vuelves a venir por aquí, haré que te echen los guardas de seguridad.

No alzó la vista hasta que no oyó cerrarse la puerta con un golpe seco, pero cuando lo hizo había una sonrisa perversa en sus labios.

Capítulo Uno

Rizos pelirrojos, grandes ojos verdes, y una sonrisa adorable.

–Te quiero, mamá.

Y luego estaba eso; cuando Jack le decía eso Anna se derretía por dentro, como en ese momento, mientras lo estrechaba con cariño entre sus brazos.

En realidad Jack no era hijo suyo, sino su sobrino, el pequeño de su hermana Alyssa, pero tras la muerte de su hermana al dar a luz y después de que el padre se desentendiera por completo se había visto obligada a hacerse cargo de él.

Por supuesto Jack era demasiado pequeño para que le explicara el parentesco entre ellos, pero sabía que algún día tendría que hacerlo.

Ya se preocuparía por eso cuando llegase el momento, decidió. Hasta entonces lo cuidaría y protegería como si fuese su verdadera madre.

–¿«Teres» correr, mamá? –le preguntó el niño con ojos brillantes.

Anna sonrió. No había nada que le gustara tanto a Jack como correr... a excepción de la pizza, quizá, y desde hacía unos meses tenían la inmensa suerte de vivir en un lugar con extensos jardines donde podía hacerlo a placer.

Claro que en el fondo no era exactamente suerte, ya que el motivo que la había llevado a aceptar la hospitalidad de Caroline y Lucas Sheppard había sido que necesitaban un lugar donde refugiarse del acoso de los medios. Desde que había saltado la noticia de que Jack era hijo de Spencer Ashton no la habían dejado tranquila ni un instante. Querían que respondiese a sus preguntas, y habían llegado a extremos ridículos en sus intentos por que les concediera una entrevista.

Sí, les estaba inmensamente agradecida a Caroline y a su marido Lucas. Habían sido tan generosos con ella... igual que sus hijos, los hermanastros de Jack. Todos le habían dado su apoyo y habían colmado de atenciones al pequeño.

De hecho, sólo llevaban allí unos meses, pero para Jack Las Viñas se había convertido ya en su hogar.

–¿«Teres» correr, mamá?, ¿«teres»? –le repitió el chiquillo.

–Lo siento, cariño, pero no me encuentro muy bien –le dijo Anna. Odiaba tener que negarle nada, pero tenía el estómago revuelto desde el desayuno y se sentía muy cansada–. Pero mira, puedes jugar con tu pelota de colores. ¿La quieres?

El niño asintió con vehemencia, repitiendo «pelota, pelota, pelota», y después de tomarla se alejó corriendo.

No era difícil entender por qué al pequeño le gustaba tanto aquel sitio, con verdes extensiones para jugar, y un montón de familiares que lo adoraban. Anna sabía que no resultaría fácil para él cuando finalmente se resolviese el asesinato de Spencer y tuviesen que volver a su apartamento en San Francisco.

Para ella tampoco sería fácil porque había alguien allí a quien echaría muchísimo de menos.

A pesar del aire frío del mes de noviembre una ola de calor la invadió, y Anna se preguntó si tendría fiebre o si se debería al hombre que ocupaba sus pensamientos cada hora del día, el hombre que estaba acercándose a ella en ese momento desde la lejanía.

Alto, fuerte, de cabello castaño y fascinantes ojos verdes, Grant Ashton era capaz de hacer que se olvidase hasta de su propio nombre con sus besos y sus caricias.

Era un hombre vital y seguro de sí mismo, pero cuando se detuvo junto a Jack y le revolvió el cabello afectuosamente, Anna no pudo evitar que acudiera a su mente el revés del destino que había sufrido hacía sólo unos meses. Una chica a la que habían sobornado le había dicho a la policía que lo había visto salir del edificio de oficinas Ashton-Latimmer la noche del asesinato, y el juez que llevaba la causa había ordenado prisión preventiva para que no pudiera abandonar el país.

Grant tenía una coartada, pues había pasado toda la noche con ella, pero no quería atraer más la atención de los medios sobre ella, y le había hecho prometerle que no le diría nada a la policía. Anna, sin embargo, había sido incapaz de aguantar el remordimiento, y finalmente había roto esa promesa.

Grant dejó a Jack jugando con su pelota y echó a andar de nuevo hacia ella. A pesar de lo cansada que estaba, sintió deseos de levantarse e ir a su encuentro, pero se quedó donde estaba, sentada en el césped.

En los últimos días había estado evitándolo, y no porque no quisiese verlo, sino porque a cada día que pasaba lo que sentía por él se hacía más fuerte, y se había dicho que debía distanciarse de él si no quería acabar con el corazón roto, aunque de todos modos cuando Grant dejase California y volviese a su hogar en Nebraska su corazón lloraría de dolor.

Todo había ocurrido demasiado deprisa, y el pasar horas y horas juntos, el hacer el amor con él, el acurrucarse en sus brazos y hablar de cosas triviales, se había convertido en algo casi adictivo. Por eso tenía que distanciarse de él, porque cuando llegase el día de su marcha no quería odiarlo por dejarla, ni quería odiarse a sí misma por haber dejado que las cosas fuesen más lejos, por haberse hecho ilusiones respecto a un futuro que él nunca le había prometido.

–Hola, Grant –lo saludó, obligándose a esbozar una sonrisa cuando se detuvo frente a ella.

Grant, sin embargo, no sonrió. En sus ojos había visto ternura, deseo, preocupación, y también alegría, pero en ese momento centelleaban de irritación.

–¿Estás evitándome? –le preguntó.

Así era Grant; directo; no se andaba nunca por las ramas.

–No –mintió ella.

–¿No?

–Bueno, no exactamente.

Grant se sentó a su lado.

–¿No exactamente? –repitió enarcando una ceja.

Anna exhaló un pesado suspiro y levantó las manos para al instante dejarlas caer.

–Quería dejarte un poco de espacio, eso es todo.

–¿Espacio para qué? –inquirió él frunciendo el ceño.

–Para que puedas reconciliarte con los sentimientos encontrados que tienes hacia tu familia, porque sé que estás agobiado con todo lo que ha pasado desde el asesinato de tu padre y...

–Por favor, no lo llames así –masculló Grant.

–Perdona. Lo que quiero decir es que me pareció que necesitabas más tiempo a solas para organizar tus pensamientos.

–Pues te equivocas; no necesito tiempo para pensar en nada.

Anna resopló.

–No te creo.

–¿Por qué?, ¿porque aún sigo aquí en Napa?

–Pues sí, eso para empezar.

–Maldita sea, Anna, sabes que no puedo volver a Nebraska hasta que no se haya resuelto el asesinato de Spencer. La policía sigue vigilándome y yo necesito que este asunto se aclare y que yo quede libre de toda sospecha para poder volver a mi vida.

Anna sintió una punzada en el pecho. Sabía que ésa era la verdadera razón por la que todavía no se había ido, que no se había quedado por ella, pero el oírselo decir resultaba doloroso.

–Jack y yo tenemos que volver a la cabaña –murmuró–; es casi la hora de su siesta.

Grant escrutó su rostro en silencio.

–Tienes un aspecto horrible.

–Vaya, muchas gracias –masculló ella poniéndose de pie y subiéndose la cremallera de la sudadera hasta el cuello.

Grant se levantó también.

–¿Te encuentras mal?

Mal era decir poco. A ratos tenía un calor sofocante, pero en otros notaba unos escalofríos bastante desagradables recorriéndole la espalda, por no hablar de lo revuelto que tenía el estómago. Necesitaba echarse un rato.

–No, estoy bien –mintió–; sólo estoy un poco cansada, eso es todo.

Grant enarcó una ceja, como si no la creyese.

–Luego iré a verte.

–¿Para qué?

–¿Necesito una razón para ir a verte?

Anna suspiró.

–Escucha, Grant –le dijo armándose de paciencia–, durante estos meses que tan duros han sido para ti me he sentido feliz de haberte servido de refugio y de apoyo, pero mis sentimientos por ti son cada vez más fuertes, y... en fin, tengo miedo, la verdad.

–¿De qué Anna?, ¿de qué tienes miedo?

–De acabar con el corazón roto cuando te marches.

–Anna...

–Sé que ahora mismo, con todos los problemas que tienes, no puedes pensar en iniciar una relación seria, pero yo quiero un futuro para Jack y para mí, y tú sencillamente no estás...

No supo cómo terminar la frase. ¿No estaba qué?; ¿preparado?, ¿enamorado?

Grant la tomó suavemente por los hombros.

–Lo siento muchísimo, Anna. Ojalá pudiera darte lo que necesitas; lo que te mereces –murmuró sacudiendo tristemente la cabeza–. Dios sabe cuánto me gustaría; pero en estos momentos...

–No hace falta que lo digas –lo cortó ella–... y, francamente, no quiero escucharlo.

Grant asintió y dejó escapar un suspiro.

–No estoy seguro de sentirme cómodo siendo parte del clan Ashton. Demasiadas sorpresas; demasiados secretos...

–Lo sé.

Grant la miró a los ojos.

–Y llevo la sangre de ese bastardo en mis venas. ¿No te asusta eso un poco?

–No, por supuesto que no.

–Pues a mí sí; la sola idea me da pánico –masculló él dejando caer las manos.

–Grant, tú no te pareces en nada a él –le dijo Anna.

–No lo sé; ya no sé quién soy.

–Yo sí lo sé –contestó ella muy seria–... pero eres tú quien tiene que averiguarlo.

Grant apretó la mandíbula.

–Sin tu ayuda, ¿quieres decir?

–Eso es muy egoísta por tu parte –le espetó ella dolida.

–Supongo que sí, pero no puedo evitar ser egoísta en lo que respecta a ti –murmuró él acariciándole la mejilla–. Eres una maravillosa mujer, Anna.

–Tengo que irme –musitó ella.

–Deja que te acompañe.

–No es necesario –replicó Anna–. Además, aunque digas que no necesitas tiempo para pensar, sí creo que deberíamos darnos un respiro el uno al otro, dejar de vernos durante un tiempo –añadió. Se volvió hacia donde estaba Jack–. Vamos, cariño; volvemos a casa.

El chiquillo fue corriendo hasta ellos y Anna lo tomó de la mano.

–Adiós, Grant –se despidió de él el chiquillo mientras se alejaba con Anna en dirección a la cabaña.

–Adiós, Jack, luego te veo –le dijo Jack, y luego, en un tono muy serio, añadió–: luego os veré a los dos.

Anna fingió no haberlo oído y no se detuvo. ¿Por qué?, ¿por qué tenía que ponerle Grant las cosas tan difíciles?

Grant tiró de las riendas para que su montura se detuviera. Era una sensación maravillosa estar de nuevo a lomos de un caballo, se dijo dándole unas palmadas en el cuello al animal, mientras éste resoplaba. Había estado cabalgando por los extensos terrenos de la finca, y el azote del frío viento en el rostro le había hecho sentirse vivo y libre de nuevo.

Sin embargo, por mucho que tratara de imaginarse que estaba en sus tierras, en Nebraska, el aroma que flotaba en el aire, el aroma de las viñas, era muy diferente. No, ni con toda la imaginación habría podido abstraerse de la realidad, de que estaba en California, en la finca de Caroline, lo único que Spencer no había podido arrebatarle.

Spencer Ashton... Sólo pensar en su nombre le hacía sentir repugnancia. Aquel canalla había hecho daño a tantas personas... Y sin embargo, sorprendentemente, en medio del dolor que había sembrado y de sus mentiras, aquellos a los que les había dado la espalda se habían unido y se apoyaban unos a otros. Se rió amargamente para sus adentros, pensando en lo irónico que resultaba aquello. ¿Estaba sintiéndose agradecido hacia Spencer porque indirectamente los hubiera reunido a sus hermanastros, los hijos de Caroline y a él? ¿Estaba sintiéndose agradecido hacia él por haber hecho indirectamente que entraran Anna y Jack en su vida?

No tenía respuesta para esas preguntas. En Nebraska había llevado una vida sencilla, predecible, sin sobresaltos... Sólo en esos momentos lo apreciaba de verdad.

Sin embargo también había cosas allí, en California, que echaría en falta cuando regresase, y eran esas personas: sus hermanastros, Caroline y Lucas, también a Jack y a Anna.

Anna... Esbelta, alta, y con unos enormes ojos castaños tan profundos que a veces cuando la miraba sentía que le gustaría zambullirse en ellos y olvidarse de todo. Jamás había sentido por ninguna mujer lo que sentía por Anna, pensó mientras admiraba la puesta de sol. De hecho estaba casi seguro de que ella sentía lo mismo por él. Dios, ¿acaso no se lo había dicho?

Sin embargo Anna buscaba a un hombre que quisiera ser su marido y un padre para su pequeño, y él, el Grant Ashton al que habían mentido, al que su padre había abandonado, el Grant Ashton que había sido encarcelado por un delito que no había cometido, no se sentía preparado para comprometerse.

Además había sido testigo de demasiados casos de parejas que habían acabado odiándose, que habían dejado de quererse, que se habían traicionado por motivos egoístas... y también había visto cómo habían sufrido los hijos de esos matrimonios. De hecho su propio padre lo había abandonado, y luego su hermana había abandonado a sus hijos.

No, no quería arriesgarse a que eso le ocurriera a él; no quería que Anna y él acabasen detestándose, ni quería hacerle daño al pequeño Jack, y por eso sentía que debía volver a Nebraska, pero por otro lado la idea de dejarlos atrás se le hacía insoportable.

–No me gusta pedir favores, pero es que me encuentro fatal –le dijo Anna a Jillian, haciéndose a un lado para dejarla entrar en la cabaña.

–No te preocupes, mujer; dime en qué puedo ayudarte.

Anna, que se había envuelto en una manta, cerró la puerta y se volvió hacia ella.

–Debo haber pillado algún virus y no quiero contagiar a Jack. ¿Podrías llevártelo contigo para que pase la noche con vosotros?

–Pues claro; no hay problema –respondió Jillian–. Pero, ¿quién cuidará de ti?

–Tranquila, me las apañaré. ¿Seguro que no es molestia?

–Por supuesto que no. Rachel se va a poner como loca cuando vea a Jack. Le encanta jugar con él –replicó Jillian–. ¿Por qué no dejas que le pida a mi madre que te lleve luego algo de comer? No sé, un poco de sopa, o...

–No es necesario, de verdad; me las apañaré –insistió Anna–. Tengo restos en la nevera.

–Está bien, como quieras, pero prométeme que si te sientes peor me llamarás, ¿de acuerdo?

Anna esbozó una media sonrisa.

–Lo prometo –le dijo. Se volvió hacia Jack, que estaba sentado en la alfombra con unos juguetes–. Ven, Jack –lo llamó–. Esta noche vas a pasarla en casa de la tía Jillian.

El niño se levantó y fue con ella, pero la miró preocupado.

–No pasa nada, cariño; será sólo una noche.

–«Beno» –murmuró el niño–. Te «quero» –añadió sonriendo.

–Y yo a ti, tesoro.

Después de que Jillian y el pequeño se hubieran marchado, Anna se dejó caer en el sofá. Le dolían los músculos y tenía el estómago como si hubiese montado varias veces seguidas en una montaña rusa.

Durante lo que le parecieron horas estuvo allí echada, dándose la vuelta una y otra vez porque en ninguna postura estaba cómoda.

De pronto llamaron a la puerta, y aunque no tenía ganas de ver a nadie la preocupación la invadió al temerse que pudiera ser Jillian con Jack. Sin embargo, cuando se levantó y fue a abrir, para su sorpresa se encontró con Grant.

–Y decías que estabas bien... –masculló frunciendo el ceño al verla.

–¿Eso dije?

Grant ignoró su sarcasmo.

–¿Por qué diablos no me has llamado?

–Ya sabes por qué.

–Déjame pasar.

–No.

–Anna...

–No es nada grave, Grant; estoy segura de que no es más que un virus.

Grant enarcó una ceja.

–¿Vas a dejarme entrar o voy a tener que alzarte en volandas para pasar y llevarte a la cama?

–Estás comportándote de un modo ridículo.

–Y tú estás comportándote como una niña obstinada.

Anna finalmente se echó a un lado.

–Muy bien, pasa si quieres. No me siento con fuerzas ni para discutir –masculló–. Oh, Dios, tengo hasta náuseas... –murmuró llevándose una mano a la boca y apoyándose en la pared.

Grant cerró la puerta y la atrajo hacia sí, rodeándola con sus brazos.

–Mi pobre Anna... –susurró contra su cabello–. Lo que tú necesitas en este momento es dejar que cuiden de ti y que te mimen.

La calidez de su cuerpo y sus fuertes brazos la hacían sentirse segura, pero Anna sabía que seguir aferrándose a él sólo haría las cosas más difíciles cuando tuviesen que separarse.

–Esto no es una buena idea, Grant –murmuró, con la cabeza apoyada lánguidamente en su hombro.

–No seas tonta –replicó él–. Estando enferma como estás, te doy mi palabra de que lo único que voy a hacer es cuidar de ti, y de que mantendré las manos quietas.

La condujo al sofá y la hizo tumbarse de nuevo.

–¿Qué te notas?

–Pues tengo calor, pero también escalofríos, tengo náuseas, y me siento débil.

Grant se sentó en la mesita que había frente al sofá.

–¿Has comido alguna cosa que pudiera estar en mal estado.

–No que yo sepa. Probablemente sea la gripe.

Grant se quedó mirándola en silencio, y de pronto frunció el ceño.

–Anna...

–¿Qué?

–Quizá no sea la gripe.

–¿Qué quieres decir?

–Bueno... –comenzó a decir él tomándole la mano–... hace ya casi un mes desde la última vez que hicimos el amor, y quizá las náuseas y el que también te sientas débil...

«¡Oh, por amor de Dios!», pensó Anna. Sacudió la cabeza.

–Grant, es imposible...

–Vamos, Anna, claro que es posible.

–Te digo que no –insistió ella obstinadamente, apartando el rostro.

Como si no la hubiese oído, Grant se inclinó hacia delante y le acarició el cabello.

–¿No crees que podría ser eso, Anna?, ¿que quizá estés embarazada?

Capítulo Dos

En ese momento, al hacerle esa pregunta a Anna, su vida entera pasó ante sus ojos, sus cuarenta y tres años de vida. Desde el momento de su nacimiento hasta el presente. Recordó su niñez, sin la figura de un padre, recordó a su madre, que tan duramente había trabajado para poder sacarlos adelante, recordó a sus abuelos, que les habían dado un hogar... y recordó a su rebelde hermana, Grace, que tras la muerte de su madre se había vuelto incontrolable, había dado a luz a dos hijos, y los había abandonado, fugándose con un desconocido.

Grant bajó la vista al vientre de Anna. Siendo aún muy joven él había tenido que pasar a ser un adulto de la noche a la mañana y ejercer de padre con sus sobrinos. Se sentía orgulloso de las grandes personas en que se habían convertido, pero no estaba seguro de poder pasar por eso de nuevo; no estaba seguro de querer pasar por eso de nuevo.

–¿Grant?

Alzó la vista hacia Anna.

–Borra la tensión de tu rostro; no estoy embarazada.

–¿Cómo puedes estar tan segura?

–Siempre hemos tenido cuidado.

–Sí, pero estas cosas pasan –insistió él–. Los preservativos a veces se rompen... sobre todo cuando dos personas se dejan llevar un poco por la pasión.

–¿Sólo un poco? –repitió ella, esbozando una leve sonrisa, como si hasta hacer eso le costase un gran esfuerzo.

Grant se inclinó y le acarició el cabello.

–Estás muy pálida.

–Por favor, deja ya de hacerme cumplidos; vas a hacer que me sonroje.

Grant se rió suavemente y se inclinó un poco más para besarla en la frente, que estaba perlada de sudor.

–Vas a acabar contagiándote, ya verás.

–Pues claro que no –replicó él sonriendo y apartando un mechón pelirrojo de su rostro–. Y si me pongo enfermo, como tú ya te habrás recuperado, cuidarás tú de mí.

Nuevos escalofríos volvieron a invadir a Anna, que cerró los ojos y se subió la manta hasta la barbilla.

–Deberías echarte –dijo Grant.

–Ya estoy echada.

–Quiero decir en la cama.

–Pues sí, pero la cama está demasiado lejos y no tengo ganas de moverme.

–No está tan lejos –replicó él suavemente.

Se puso de pie y deslizó las manos por debajo de ella para alzarla en volandas.

–Escucha, Grant –le dijo Anna mientras la llevaba a la habitación–. Agradezco que quieras ayudarme; de verdad, pero sé cuidar de mí misma.

–¿Quieres parar ya con eso? –le espetó él exasperado–. Estás débil y enferma, y si estás... bueno, si estás embarazada...

–Te digo que es imposible –insistió ella una vez más.

Quizá no lo estuviera, admitió Grant para sus adentros, pero no iba a dejarla sola en el estado en que estaba.

–Tendremos que esperar un poco para saber si lo estás o no.

–Lo que quiero decir es que no tienes que preocuparte por ello; no con todo lo que tienes encima ahora mismo y...

–No estoy preocupado –la cortó él depositándola en la cama.

Sin embargo no era verdad; sí que lo estaba. Y por varias razones. Había criado a sus sobrinos Ford y Abigail y estaba orgullosísimo de ellos, pero las cosas habían cambiado mucho desde que llegara a Calfornia; él había cambiado. El rechazo de su padre hacia él, su asesinato, sus mentiras acerca del pasado, el que lo hubieran encerrado en prisión durante varias semanas... Todo aquello había trastocado su tranquila y sencilla existencia y no estaba seguro de qué futuro le esperaba, de si atraparían al asesino o si la policía seguiría intentando demostrar que era él el culpable.

Bajó la vista hacia Anna. Se había quedado dormida. Sus mejillas estaban teñidas de un ligero rubor y parecía que le costara trabajo respirar. Le subió un poco más el edredón y se quedó mirándola pensativo. A pesar de que tenía otras preocupaciones, aquélla era mucho más importante. Si Anna estuviese embarazada quedaría ligado a ella de por vida, y lo cierto era que la idea lo ilusionaba y lo aterraba a la vez.

Anna tomó a Jack en brazos y echó a correr por el callejón. Alguien estaba siguiéndola. Aminoraba el paso cuando ella lo aminoraba; lo apretaba cuando ella lo apretaba. El corazón le latía con fuerza en el pecho y su frente estaba empapada en sudor.

De pronto tropezó con algo y cayó de bruces al suelo con Jack. Una sensación de pánico se apoderó de ella. Se puso en pie, tomó de nuevo al chiquillo y empezó a correr otra vez.

Podía oler el aroma empalagoso de la colonia del hombre detrás de ella; debía estar muy cerca.

–¡Márchese! –le gritó jadeante sin volver la cabeza ni dejar de correr–. ¡Jack es mío!, ¡mío!

Al hombre le faltaba el aliento, igual que a ella, pero tampoco se detuvo.

–¡No me lo quitará!; ¡no dejaré que le ponga las manos encima!

–¡Anna!, ¿Anna, me oyes?

Anna chilló y se retorció, intentando zafarse de las manos que la tenían agarrada por los brazos.

–Anna, despierta, estás soñando.

Abrió los ojos. Estaba sentada, con el corazón desbocado y el rostro bañado en sudor. Parpadeó, tragó saliva, y al alzar la vista se encontró con los ojos verdes de Grant mirándola preocupados.

–¿Grant? –lo llamó en un susurro. Luego dejó escapar un suspiro de alivió y apoyó la cabeza en su pecho.

–¿Estabas teniendo una pesadilla? –le dijo él.

–Sí; era él otra vez.

–¿Spencer?

–Quería quitarme a Jack.

–Era sólo un sueño –la tranquilizó él acariciándole la espalda–. Ya no puede haceros daño; ni a ti ni a él.

Anna se apartó de él y se llevó una mano a la frente.

–Creo que tengo fiebre; estoy sudando.

–Lo sé –respondió él. Tomó una botella de agua de la mesilla de noche y le puso un par de comprimidos en la mano–. Ten, tómate esto.

–¿Qué son?

–¿Qué más da eso ahora?; tómatelos.

Demasiado cansada y débil para discutir, Anna hizo lo que decía. Volvió a tumbarse y a taparse, pero pronto el calor que sentía se hizo tan sofocante que se incorporó otra vez y empezó a quitarse la ropa.

–Anna, ¿qué...?

–Tengo mucho calor; mucho calor... –murmuró ella.

Sin embargo, el solo sacarse por la cabeza la camiseta le costó un horror. Le dolía todo.

–Deja que te ayude, cariño –le dijo Grant suavemente, apartando las sábanas.

A pesar de lo mal que se encontraba, Anna no pudo reprimir una sonrisa. Le encantaba que la llamara así. Sólo lo había hecho tres veces; dos cuando habían hecho el amor, y la tercera esa noche. Le gustaría que la llamase así siempre.

Grant le desabrochó el sujetador, se lo quitó, la tendió y le bajó los pantalones y las braguitas al mismo tiempo. Anna suspiró aliviada cuando sintió el aire rozar su piel, pero apenas habrían pasado diez segundos cuando empezó a tiritar.

–Ahora estoy helándome –musitó–. Oh, Grant, me duelen todos los músculos; me duele hasta el pelo.

Grant la volvió a tapar y remetió las sábanas por los lados.

–Mmm... mejor –murmuró ella, pero al poco empezaron a castañetearle los dientes–. No, vuelvo a tener frío...

Le pareció oír el ruido de una cremallera, y al abrir los ojos vio que Grant estaba desvistiéndose.

–¿Qué estás haciendo? –le preguntó.

–Voy a meterme en la cama contigo.

–Pero, Grant... no puedo; esta noche no...

–Sss... No voy a hacer nada de eso; sólo quiero darte calor –le dijo él suavemente–. Ya verás; enseguida te sentirás mejor.

Se metió en la cama y se apretó contra la espalda de Anna, la rodeó con un brazo, y pronto ella sintió cómo la envolvía su calor.

–Y ahora duérmete, cariño –le susurró Grant.

Anna se relajó, cerró los ojos, y al poco rato se quedó dormida de nuevo.

Eran las tres de la madrugada y Grant acababa de darle otros dos comprimidos de un antipirético a Anna, que se había vuelto a dormir. Estaba empezando a creer que verdaderamente lo que tenía era un virus. No era médico, pero que él supiera las embarazadas no tenían escalofríos ni fiebre.

Debería sentirse aliviado de que no estuviese embarazada, pero extrañamente no era así.

Anna se movió a su lado, murmurando algo en sueños. La besó en el cabello, cerró los ojos, e intentó volver a dormirse, pero el sueño se negaba a acudir.

Además sus manos ansiaban recorrer el cuerpo de Anna, pero no de un modo sexual, sino posesivo, y en cierto modo eso lo asustaba. Con todo no pudo resistirse. Una de sus manos, que yacía sobre el estómago de ella, se deslizó hacia su vientre y se sintió culpable, confuso, y algo avergonzado por querer algo que no debería querer. Sin embargo no apartó la mano y se durmió así, acurrucado contra su espalda y con la mano en su vientre.

Capítulo Tres

Cuando Anna se despertó, los rayos del sol entraban ya por la ventana. Se sentía mejor. No completamente bien, pero al menos la fiebre había desaparecido y ya no tenía dolores. Lo que sí tenía era un hambre tremenda.

Todavía dormido junto a ella yacía Grant. Las sábanas cubrían sólo parcialmente el cuerpo musculoso y bronceado, su cabello castaño estaba revuelto, y el rostro mostraba una sombra de barba que le daba un aire muy sexy.

Anna apretó la mejilla contra la almohada y una sonrisa afectuosa se dibujó en sus labios. Grant podía ser cabezota y siempre quería salirse con la suya, pero también era el hombre más bueno y generoso que había conocido en toda su vida.

¿Era soñar demasiado querer que dejase atrás el pasado y que se deshiciese de sus miedos para que pudiesen tener un futuro juntos?

Extendió una mano y le acarició levemente el labio inferior con el índice. Al ver que no se despertaba dejó que su dedo descendiera hacia su barbilla, que bajara después por su cuello, que se adentrara en la suave maraña de vello que alfombraba su ancho tórax...

–Si sigues acabaré olvidándome de que estás enferma –dijo la voz adormilada de Grant.

Anna alzó la vista y lo vio frotándose los ojos.

–¿Te he despertado? –le preguntó riéndose suavemente.

Grant le sonrió.

–¿A ti qué te parece?

–Lo siento.

–No es verdad; y yo tampoco lo siento.

Anna sonrió también y se miró en sus ojos verdes, deseando para sus adentros que Grant pudiese hacerle un hueco en su corazón.

–¿Cómo te encuentras? –le preguntó él acariciándole el brazo.

–Mejor.

–¿Seguro?

–¿No tengo mejor aspecto? –le picó ella con una sonrisa traviesa–. Imagino que ahora mismo ya no estoy tan pálida como estaba ayer.

–No; lo que estás es increíblemente sexy.

–¿De veras?

–De veras. Y si no salgo pronto de esta cama voy a acabar haciendo cosas que no debo.

–¿Como qué? –le preguntó ella riéndose.

Grant sonrió.

–Sabes muy bien a qué cosas me refiero.

Anna echó hacia abajo las sábanas, rodeó con una pierna la cintura de Grant y al hacerlo notó su miembro endurecerse contra su pubis.

–Creo que me hago una idea... –susurró.

El deseo oscureció los ojos de Grant, que subió una mano por el muslo de ella y le apretó la nalga.

–Estás loca, Anna.

–Lo estoy; loca por ti.

Anna le rodeó el cuello con los brazos y sus labios se posaron sobre los de él. Mientras lo besaba, lenta y suavemente, de la garganta de Grant escapó un gruñido, y sus manos se cerraron sobre sus nalgas para apretarla contra él.

Anna sintió que una ola de calor la invadía, y se movió para frotarse contra su creciente erección.

Grant comenzó a moverse también, y el beso se volvió más apasionado.

–Mmm... –murmuró Anna extasiada, notando que estaba empezando a derretirse por dentro.

Grant introdujo la lengua en su boca, explorando cada rincón al tiempo que Anna seguía frotándose contra él.

Se sentía algo mareada, probablemente porque apenas había comido nada en las últimas veinticuatro horas, pero los besos de Grant eran todo lo que necesitaba.

Mientras seguían besándose, Anna notó los fuertes latidos del corazón de Grant, y se preguntó si estaría pensando lo mismo que ella, si también querría hacer el amor.

En ese mismo instante Grant despegó sus labios de los de ella y bajó la cabeza hacia su pecho. Anna emitió un gemido ahogado cuando comenzó a dibujar círculos en torno al pezón con la lengua. El corazón le latía contra las costillas y estaba empezando a notarse húmeda de deseo entre las piernas.

Grant la hizo rodar con él para colocarse sobre ella, y deslizó una mano entre sus muslos al tiempo que se apoderaba otra vez de sus labios. Anna se puso tensa y alzó las caderas cuando empezó a tocarla allí abajo. Anna siempre se había considerado tímida en la cama y fuera de ella, pero Grant la hacía olvidarse de sus inhibiciones, la hacía liberarse como mujer.

Un largo dedo se introdujo en su interior y Anna jadeó. Sus músculos se contrajeron y sus rodillas se doblaron involuntariamente mientras Grant aprovechaba la humedad que se había formado en su vagina para hacer que su dedo se deslizara dentro y fuera de ella.

Anna alzó la vista y lo encontró mirándola, sus ojos verdes oscurecidos por el deseo. Le gustaría tanto ver algún día en ellos algo más que eso, se dijo. Sin embargo sus pensamientos se vieron interrumpidos cuando otro de los dedos de Grant se unió al primero, llegando aún más adentro. Al tiempo que sacudía sus caderas hacia delante, las manos de Anna se aferraron a las revueltas sábanas. Segundos después las primeras oleadas del orgasmo la invadieron, y profirió un intenso y largo gemido.

–Anna, cariño, me haces perder el sentido... –le susurró Grant.

Su cuerpo palpitaba aún por los coletazos del éxtasis que había alcanzado, pero Anna quería más.

–Hazme tuya –le dijo jadeante, bajando la mano por su pecho desnudo para alcanzar su pene.

–No, espera.

–¿Qué?

–En otra ocasión.

–Pero, Grant...

Él le impuso silencio con un beso mientras le apartaba la mano de su palpitante miembro.

–Anna, quería darte placer, pero no te encuentras bien y no quiero que te pongas peor, ¿de acuerdo?

–No, no estoy de acuerdo en absoluto.

Grant se incorporó, quedándose sentado sobre el colchón.

–Tenemos mucho tiempo por delante.