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Pasaron juntos una noche de pasión... y por la mañana ella desapareció Bobby Callahan no había podido olvidar a Jane Hefner y cuando la encontró prometió no volver a dejarla marchar. Pero entonces descubrió quién era en realidad. Jane pertenecía a la familia real de Al-Nayhal... los mismos que le habían robado a Bobby su tierra y habían arruinado su modo de vida. Ahora por fin tenía la manera perfecta de vengarse: seduciendo a Jane. Pero cuanto más la conocía, más difícil le resultaba cumplir la promesa de vengarse.
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Seitenzahl: 201
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2005 Laura Wright. Todos los derechos reservados.
MÁS FUERTE QUE LA VENGANZA, Nº 1428 - mayo 2012
Título original: Her Royal Bed
Publicada originalmente por Silhouette® Books
Publicada en español en 2005
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0102-8
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
Jane Hefner esbozó una fácil sonrisa a su cara al entrar en el vestíbulo de la hacienda Rolley, sobre cuyo suelo de mármol blanco repiqueteaban sus tacones.
Un mes antes, el gran complejo texano de los Turnbolt habría hecho vacilar ligeramente su paso, por lo general tan firme. Pero eso hubiera sido un mes antes, cuando Jane era aún una chica normal y corriente, que vivía en un modesto dúplex, en una calle tranquila de un aún más tranquilo pueblecito costero de California y trabajaba de cocinera en un pequeño y coqueto restaurante a cambio de un salario exiguo, salario que, con un poco de suerte, le permitiría abrir algún día su propia casa de comidas a pie de playa.
Un mes antes, cuando todavía era simplemente Jane Hefner, y no Jane Hefner Al-Nayhal, la princesa, desaparecida hacía mucho tiempo, de un pequeño pero riquísimo país llamado Emand.
Con sólo un mes de adiestramiento en protocolo y buenos modales a sus espaldas, Jane se abrió paso entre la multitud que, reunida en el salón revestido de paneles de caoba de los Turnbolt, comía canapés y tomaba lo que su madre solía llamar «bebidas fuertes».
La hacienda Rolley era un lugar muy hermoso: un enorme caserón construido al estilo de un pabellón de caza, erigido sobre un promontorio de más de trescientos metros de altura que se asomaba a las mil seiscientas hectáreas de terreno virgen de la finca. Situada a apenas media hora de Paradise, Texas, la hacienda, con su apacible serenidad, su agreste belleza y su fauna autóctona, parecía hallarse a años luz de la gran ciudad. Jane sabía por su hermano que sus propietarios, Mary Beth y Hal Turnbolt, habían comprado la finca cinco años antes y habían transformado rápidamente aquel tranquilo paraje en un moderno complejo de ocio provisto de tres casas de huéspedes, un lago, un mirador, un establo para exhibiciones, un auditorio cubierto y un helipuerto.
Jane encontró un sitio relativamente tranquilo junto a la chimenea de ladrillo y se sentó. El suave calor del fuego caldeaba su espalda, que llevaba desnuda debido al escote bajo de su vestido de seda verde esmeralda. Dios, qué a gusto se estaba sola.
Aunque fuera sólo por unas horas. Adoraba a sus hermanos recién descubiertos y a Rita, su cuñada, pero durante aquellas cuatro semanas sólo en la cama había podido librarse de la conversación y los deberes regios; e, incluso en la cama, sus sueños parecían tan ajetreados como su vida cotidiana.
–¿Unos gambones?
Jane levantó la mirada hacia el simpático camarero y sonrió al recordar por qué estaba en la fiesta de los Turnbolt: había ido allí con el propósito de probar la comida tex-mex y de observar el servicio de una fiesta de la alta sociedad de Dallas. Tenía que contratar personal y crear una carta. Quedaban sólo tres semanas para la fiesta de Bienvenida al Mundo de la pequeña Daya Al-Nayhal, y estaba decidida a dejar boquiabiertos a Sakir y Rita.
Tomó un gambón a la plancha y miró un pequeño cuenco de salsa intacta que había en la bandeja.
–¿Qué es eso?
–Eh –el joven se mordió el labio y miró de Jane a la salsa y viceversa–. Es cilantro. Una salsa cremosa, creo.
«¿Cree?»
Jame hizo una mueca. Si aquel chico trabajara en su cocina, le habría echado una buena bronca. Pero ella ya no tenía cocina propia.
–¿Quiere probarla? –la pregunta tenía cierta nota de preocupación, como si el camarero no hubiese probado la salsa y no estuviera seguro de la frescura de sus principales ingredientes.
–Gracias –dijo Jane, y se puso en el plato media docena de gambones.
La salsa estaba divina, cremosa y especiada, y realzaba el sabor de las gambas. Mientras observaba alejarse al camarero uniformado, que a continuación se acercó con su bandeja plateada a una pareja entrada en años, Jane meneó la cabeza. Sentía lástima por el cocinero cuya deliciosa salsa iba a pasar desapercibida gracias a la torpeza de un camarero que no sólo olvidaba ofrecérsela a los invitados, sino que además parecía desconfiar de ingredientes cuyo nombre ni siquiera conocía.
Jane se acabó un gambón y se preguntó si la búsqueda de personal para el catering de la fiesta resultaría ser más difícil de lo que esperaba. A juzgar por lo que había visto la semana anterior, tal vez tuviera que empezar a preocuparse. Tres fiestas en siete días, y sólo había visto un camarero que le hubiera causado buena impresión. No había duda: tenía que concentrar todo su tiempo y energía en la búsqueda, sin distraerse con otras cosas. El problema era que últimamente se distraía sin cesar. Le hacía feliz, desde luego, ofrecerse a preparar el banquete para aquella celebración familiar, pero no sentía la efusión de orgullo y determinación que solía experimentar cuando era chef.
Se sintió desanimada mientras a su alrededor el ruido del salón descendía hasta convertirse en un estruendo amortiguado. Levantó la mirada y vio a una mujer de cerca de setenta años, con los ojos oscuros y la nariz muy larga y picuda, de pie sobre un podio improvisado, detrás del cual, a ambos lados de ella, había colgadas dos pinturas al óleo de estilo abstracto y valor incalculable. Era su anfitriona, Mary Beth Turnbolt. Aquella mujer miró a la multitud como si deseara fervientemente apretar un botón invisible que apagara el volumen de la fiesta. Pero se las apañó igualmente levantando las manos y frunciendo sus finos labios.
–Señoras y caballeros –comenzó a decir con voz áspera, pero sorprendentemente cordial–, quisiera darles las gracias por venir esta noche. Es maravilloso ver que tantos amigos apoyan esta causa. Como la mayoría ya sabrán, Jesse, el hijo de Beatrice, nuestra gobernanta, padece síndrome de Down, y Hal y yo estamos tan interesados como sus padres en invertir en la investigación y el tratamiento de dicha dolencia.
Jane vio que Mary Beth se giraba y sonreía a una mujer rubia, de carrillos redondos y sonrojados como manzanas, que había sentada en un sofá. Junto a ella permanecía sentado un hombre que le apretaba la mano con fuerza, y que sólo podía ser su marido.
Jane sintió una oleada de emoción al darse cuenta de la importancia de la velada.
–Esta noche tenemos un invitado especial –continuó Mary Beth, atrayendo de nuevo la mirada de Jane hacia el podio–. Él rara vez viene a este tipo de eventos, aunque todas intentamos persuadirle de lo contrario.
Un reguero de suaves risas de mujer siguió a este comentario, y Jane frunció las cejas, confundida.
Mary Beth compuso una sonrisa grande y dentuda.
–Por favor, demos la bienvenida a uno de mis más queridos amigos, y al hombre que ha entrenado a nuestros nueve caballos, Bobby Callahan.
Jane siguió las miradas de los invitados a medida que los ojos de todos ellos volaban hacia la puerta. No tardó mucho tiempo en ver a qué se debían todas aquellas risillas y bisbiseos. Se olvidó de pronto de los tres gambones que le quedaban, cubiertos de aquella salsa tan deliciosa, y fijó la mirada en el hombre que atravesó el gentío y subió al podio. Tenía poco más de treinta años, medía al menos un metro noventa, era musculoso y ancho de pecho, y llevaba un esmoquin negro que apenas podía contenerle.
A Jane empezó a latirle el corazón con fuerza, y el suave calorcillo del fuego le pareció de pronto el incendio de un bosque.
Lo observó mientras subía al podio, ajustaba el micrófono para ponerlo a su altura y colocaba a continuación sus grandes manos a ambos lados del atril.
–Primero de todo, quiero darles las gracias a Mary Beth y Hal por dar esta fiesta para ayudar a los niños con síndrome de Down y al rancho KC. Y quiero darles las gracias por invitarme aquí esta noche y permitir que me dirija a todos ustedes. Sobre todo, sabiendo lo parlanchín que puedo ser –hizo una pausa y esbozó una arrogante sonrisa. Jane se levantó y, a pesar de que le temblaban extrañamente las piernas, se acercó al podio abriéndose paso entre la gente–. Mi padre solía decir –prosiguió Bobby Callahan con un acento texano tan fuerte como el resto de su persona–, que si algo no parece merecer un esfuerzo, es seguramente porque no lo merece. Esas palabras se me quedaron grabadas y me han hecho concentrarme en las cosas importantes de la vida –inhaló profundamente y luego siguió hablando con voz poderosa–. Muchos de ustedes saben que mi hermana Kimmy murió hace hoy un mes. Ella fue la inspiración del rancho KC, y lo más importante de mi vida, y la echo de menos cada minuto que pasa. Pero su recuerdo me da fuerzas para levantarme por las mañanas. Sí, Kimmy tenía síndrome de Down, pero nunca permitió que eso la detuviera. Era muy dura, y muy mandona. Pero era mi mejor amiga y mi inspiración –su voz se tornó contenida, y su sonrisa se desvaneció. Miró a su alrededor y saludó con una inclinación de cabeza a varias personas antes de tomar de nuevo la palabra–. Algunos de ustedes conocen el rancho KC, los programas de guardería que ofrecemos para los niños pequeños, los cursos de equitación asistida de después del colegio, y los campamentos de verano para niños con problemas de desarrollo, discapacidades auditivas, visuales, de aprendizaje o físicas. Algunos de ustedes han sido muy generosos durante estos años, y otros tal vez lo sean a partir de esta noche.
Una risa colectiva cundió por el salón, aunque sofocada por el respeto. Bobby Callahan era un seductor nato: atraía la atención de los hombres con su humor y su hablar desenfadado, y la de las mujeres con sus palabras honorables y la lealtad y el amor que demostraba por su difunta hermana.
–Creo, y estoy seguro de que mi padre habría sentido lo mismo, que el rancho KC merece el esfuerzo –su mandíbula se tensó cuando inclinó la cabeza en un gesto de asentimiento–. Espero que ustedes también lo crean. Que disfruten de la velada.
El salón estalló en aplausos, y Jane notó que algunas mujeres se enjugaban los ojos, intentando impedir que se les corriera el rímel de cincuenta dólares. Pero Jane no mantuvo la mirada fija en la multitud por mucho tiempo. Poniéndose de puntillas, se esforzó por ver dónde se había metido Bobby Callahan y si estaba con alguien.
No podía quitarse de la cabeza su discurso, aquellas palabras que se habían clavado en la herida abierta de su alma, una herida que no había sanado desde que su madre le dijera, muchos años atrás, que iba a quedarse ciega. Era extraño. Mucha gente había intentado hablar con Jane sobre su madre, sobre sus sentimientos y temores. Pero Jane siempre había sofocado sus emociones. Nunca tenía tiempo ni fuerzas para hurgar en su corazón. Esa noche, sin embargo, por algún extraño motivo, Bobby Callahan había desenterrado todas aquellas emociones ocultas desde hacía largo tiempo.
Con el pulso acelerado, Jane vio que Bobby estaba estrechando las manos de algunas personas junto a la barra, y que a continuación agarraba dos cervezas y salía del salón. Esperó a ver si alguien lo seguía, y, al ver que no era así, se puso en marcha.
–¿Costillas glaseadas al oporto? –una chica de poco más de veinte años, con un bronceado de muerte y unos ojos muy grandes y verdes, algo más claros que los de Jane, le ofreció una bandeja–. Van de maravilla con el merlot seco que estamos sirviendo esta noche.
Jane sacudió la cabeza, distraída.
–No, gracias.
La camarera era perfecta, tanto en apariencia como en actitud y profesionalidad, y, de haber estado en sus casillas, Jane le habría pedido su nombre y su número de teléfono para la fiesta de Bienvenida al Mundo de Daya. Pero, a pesar de que un momento antes había jurado concentrarse, su resolución se había evaporado al subir Bobby Callahan al estrado.
Normalmente no se interesaba tanto por un hombre. Normalmente miraba a los hombres como una consideración para el futuro, como posibles maridos, como futuros padres de los tres hijos que quería tener algún día. Normalmente no abandonaba una fiesta para ir detrás de un vaquero alto, moreno y altruista. Pero esa noche la empujó a salir del salón una fuerza desconocida cuyo nombre prefería ignorar.
Diez minutos después, tras algunas discretas pesquisas, encontró a Bobby. Un piso más arriba, al fondo de un largo corredor, una amplia terraza embaldosada se proyectaba hacia los terrenos de la finca. Una brisa suave aunque extrañamente fresca para ser principios de otoño agitaba los árboles que había más allá, e hizo que Jane se rodeara con los brazos para darse calor.
El hombre cuyas palabras habían parecido tan sentidas y animadas abajo, estaba ahora de espaldas a ella, apoyado contra la balaustrada, disfrutando del silencio del paisaje mientras bebía una cerveza. Como si fuera una espía, Jane salió a la terraza y se escondió tras una planta enorme. No sabía qué hacer, así que se limitó a mirar a Bobby durante cinco minutos, mientras él se bebía las dos cervezas con la mirada fija en la oscuridad.
Se le durmió el pie derecho y empezaron a dolerle las rodillas de estar allí agazapada. Por fin se preguntó qué demonios pretendía. ¿Qué había sido de su sensatez y de su sentido práctico?
Miró tras ella. Si alguien la veía así, sería el hazmerreír de todo Paradise, Texas, y de los condados de los alrededores, y a demás avergonzaría a su hermano y a su cuñada.
Lo que tenía que hacer era levantarse, salir sigilosamente de detrás de la maceta y volver a la fiesta. Si tan desesperada estaba por conocer a Bobby Callahan, había por lo menos cinco maneras más sensatas de conseguirlo.
–Mi padre solía decir –dijo una voz profunda y viril–: nunca te acerques a un toro por delante, ni a un caballo por detrás –se dio la vuelta y miró la maceta como si pudiera ver a través de ella–. Ni a un tonto desde cualquier dirección. ¿Cuál de las tres cosas te parezco? –Jane se quedó fría y sin aliento mientras una hoja le hacía cosquillas en la espalda–. Si tienes algo que decir, cariño, te sugiero que salgas de detrás de esas matas y lo digas.
Jane rompió a sudar por la base del cráneo, allí donde su pelo castaño oscuro estaba recogido en un pulcro moño. El sudor comenzó a correrle por el cuello, hasta el corpiño del vestido. ¿Qué debía hacer ahora? ¿Huir despavorida? ¿Fingir que no estaba allí? ¿Y si él se acercaba a la planta, apartaba las hojas y la pillaba allí sentada, como un enorme bicho?
Cerró los ojos, respiró hondo e intentó aquietar los latidos de su corazón. Pero la técnica de yoga no funcionó, y se obligó a levantarse. Avergonzada hasta la médula de los huesos, separó el verde follaje y se apartó de la planta. Sacudió la cabeza y logró decir con voz dócil:
–Lo siento.
Enseguida descubrió que Bobby Callahan tenía el don de calibrar a una persona con solo mirarla de la cabeza a los pies.
–¿Quién es usted? –preguntó.
–Jane –contestó ella al tiempo que se sacudía una mota de polvo del vestido.
Él levantó una ceja.
–¿Sólo Jane?
–¿No sería más fácil así? –dijo ella con ironía–. ¿Para los dos?
–Tal vez, pero no me gusta estar en desventaja cuando hablo con alguien –él sonrió al ver su expresión confundida–. ¿Sabe cómo me llamo? ¿El nombre y el apellido?
–Sí.
–Está bien, entonces –cruzó sus fuertes brazos sobre el pecho–. Suéltelo de una vez.
–Jane Hefner.
Un gruñido malhumorado surgió de la garganta de Bobby.
–¿Hefner?
Ella movió la cabeza de un lado a otro.
–No se haga ilusiones. No tengo nada que ver con el dueño de la revista del conejito.
Él se echó a reír: una risa suave y baja que reverberó en la piel de Jane.
–Se lo preguntan a menudo, ¿eh?
–No sabe cuánto.
Durante el mes anterior, a Jane se le había pasado por la cabeza una o dos veces cambiarse el apellido por el de Al-Nayhal, pero hacía demasiado tiempo que se llamaba Hefner. Y, a fin de cuentas, era el apellido de su madre.
–Y, dígame una cosa, Jane Hefner, ¿tiene por costumbre espiar a la gente?
–No –afirmó ella, muy seria. Él, sin embargo, no pareció muy convencido.
–Me parece que no la creo –dijo.
–Es cierto. De hecho, ésta es la primera vez –aquellas palabras salieron de su boca en un santiamén, pero aun así Jane confió en poder retirarlas, porque Bobby levantó las cejas en un gesto sugerente y su sonrisa se hizo más amplia.
–La primera vez, ¿eh? ¿Y qué tal he estado?
Ella dejó escapar un gruñido.
–Esta situación se hace más humillante con cada segundo que pasa.
–¿Significa eso que no volverá a hacerlo?
–Desde luego que no.
–¿Abandona el espionaje?
Ella asintió con la cabeza.
–Creo que será lo mejor. Está claro que no sé afrontar las consecuencias.
–¿Y cuáles son esas consecuencias? ¿Una confrontación verbal o quizás un suave interrogatorio?
–¿Suave? –preguntó ella con un deje de humor en la voz.
–Oh, vamos –dijo Bobby, cuyos ojos refulgían con un peligroso fuego azulado–. Uno tiene el derecho… no, la obligación… de averiguar por qué le están espiando. Aunque quien le espíe sea una mujer preciosa.
Era insoportablemente atractivo y tenía un aire rudo, experimentado y melancólico. Jane se quedó allí parada, mirándolo con osadía mientras se preguntaba qué se sentiría al tocarlo, al pasar los dedos por su cara, por aquella mandíbula tenaz y aquella cicatriz de su labio superior. Se preguntaba si sería rudo con una mujer en la cama, o pausado y minucioso. Se preguntaba si permitió que alguien lo consolara cuando lloraba la muerte de su hermana.
Aquellos pensamientos tan extraños la inquietaban, hacían que el corazón le martilleara en el pecho y que su vientre se volviera cálido y líquido, como si se hubiera tragado una taza de miel.
–Bueno, ¿quería algo? –preguntó él, sacándola de su ensimismamiento al tiempo que una leve sonrisa jugueteaba en sus labios.
–No –se apresuró a contestar ella, y luego reculó y sacudió la cabeza–. Bueno, eso no es cierto –¿cómo podía expresarlo?–. Estaba… interesada en usted.
–¿Estaba?
–Lo estoy –contestó ella sin pensárselo dos veces.
–¿Ah, sí? –Bobby sonrió lánguidamente y se recostó contra la barandilla.
–Lo que ha dicho esta noche… –comenzó a decir Jane mientras se acercaba cautelosamente a él–. Lo que ha dicho… sobre su hermana, y sobre sus sentimientos hacia ella… me ha conmovido.
La expresión de Bobby cambió al instante. Donde antes había una sonrisa fácil y arrogante, surgió una línea fina y oscura.
–Así que no soy yo quien realmente le interesa. Ha venido a buscarme por lástima.
–No –contestó ella enseguida, sorprendida porque la hubiera malinterpretado hasta ese punto, y se preguntó qué la impelía a proseguir aquella conversación.
Él bebió un sorbo de cerveza y luego masculló con aspereza:
–El perro tristón, ¿no?
–No se trata sólo de eso.
–Cariño, ya me ha pasado otras veces, y no me interesa la compasión de nadie.
–Se equivoca por completo, señor Callahan…
–Lo dudo –la interrumpió él.
–No pretendía ofrecerle mi compasión.
–¿Y qué me ofrece entonces, Jane Hefner?
Aquella pregunta la sobresaltó. Y también la expresión de Bobby. Una expresión de desnuda pasión, aunque Jane no sabía si ello se debía a la ira o a la curiosidad sexual.
Se quedó de pie, con las piernas temblorosas, y escuchó cómo le retumbaba el corazón en el pecho. ¿Qué quería de aquel hombre? ¿Hablar? ¿Intercambiar penosas historias y esperanzas de futuro? ¿No era eso una osadía, tratándose de un desconocido?
Una punzada de deseo la atravesó desde el vientre a los pechos. Sintió un momento de locura al darse cuenta de que deseaba que Bobby Callahan la tocara y la rodeaba con sus brazos. Lo miró a los ojos y dijo en tono de disculpa:
–Me siento como una idiota. Estas cosas son nuevas para mí. Como le decía, no suelo seguir a los hombres, espiarles u ofrecerles…
–Otra vez habla de ofrecer –dijo Bobby con la mirada fija en ella, sus ojos de un azul casi tormentoso–. ¿Qué es lo que ofrece, querida?
Jane vio como en un destello una imagen en la que aparecían sus cuerpos unidos, y la rechazó. De momento.
–Sólo pensaba que tal vez le apeteciera hablar.
Él la miró con extrañeza. Sus profundas ojeras sugerían largas noches de insomnio. ¿Era la pena lo que lo mantenía despierto, o el cuerpo suave de una mujer?
–Yo sé lo que se siente al perder a alguien –dijo Jane en voz baja. No había perdido a su madre físicamente, pero sí en cierto modo. Ya no podían hacer las mismas cosas, compartir las cosas de antes–. Sé lo que es tener en la familia a un discapacitado.
Él no dijo nada al principio; se limitó a mirarla con fijeza… o quizá a traspasarla con la mirada, Jane no estaba segura. Luego sacudió la cabeza y masculló:
–No me apetece hablar, señorita Hefner. Gracias, pero no.
–Señor Callahan…
–No busco un alma gemela, ni tampoco piedad.
–Sigue usted equivocándose…
Él se apartó de la pared y recorrió los escasos pasos que los separaban.
–¿Quiere una cerveza?
–No.
–¿Y un whisky?
Ella sacudió la cabeza e intentó refrenar su pulso, a pesar de que el olor y la cercanía de Bobby habían hecho que el corazón se le subiera a la garganta.
–No.
Él se encogió de hombros y de pronto la agarró y la atrajo hacia sí.
–Entonces, supongo que valdrá por esto.
Jane no tuvo tiempo ni de pensar antes de que Bobby Callahan bajara la cabeza y la besara. Cuando sus labios se tocaron, sintió que su vientre se tensaba y que sus rodillas cedían. Su beso no era lento, ni tierno. Era todo pasión y fuegos artificiales, voraz como un lobo y exigente.
Por primera vez desde hacía un mes, Jane sintió que su mente volaba. La pasión de Bobby, su ira, su miedo, fuera lo que fuese lo que la había atraído hacia él esa noche, se fundieron en su piel, marcándola a fuego.
Él se acercó aún más. Era muy alto, y aunque Jane medía un metro setenta, tuvo que ponerse de puntillas para pegarse a él. Al hacerlo, Bobby profirió un gruñido y la besó con mayor pasión, espoleado sin duda por su interés. Agarrándola por la cintura y la espalda, ladeó la cabeza y le introdujo la lengua en la boca.
Cuando se apartó, su mirada era feroz, pero vulnerable.
–A menos que puedas darme algo más, nena, esto se acabó.
Jadeante, con el cuerpo caliente y electrizado, Jane intentó recurrir a su sensatez, pero no la encontró. Se había evaporado por completo en un cielo de deseos. Bobby Callahan la había besado con tal pasión y ferocidad que parecía querer devorarla. Era como si le hubiera ofrecido la oportunidad de convertirse en un halcón por una noche y volar sin miedo alguno ni razón. A Jane le temblaban los muslos.
Nunca se había ofrecido a un hombre. Al menos, así. Sin ataduras, temerariamente.
Se tragó su inquietud, le puso una mano en el cuello y le obligó a bajar la cabeza. Pero antes de tocar su boca, Bobby preguntó:
–¿Estás segura?
–Sí –contestó ella, jadeante.
–Porque esto será mucho más que un beso.
–Cuento con ello.
Él miró un instante la puerta que había tras ella.
–No podemos hacerlo aquí.
A decir verdad, a ella no le importaba dónde acabaran. En la terraza, en un cuarto de baño o contra los azulejos de una ducha. Deseaba a aquel desconocido. Se sentía inundada por una cruda desesperación que gobernaba sus actos. Era una locura, pero quería fundirse con la única persona que había tocado inadvertidamente su alma, el lugar al que no había permitido que nadie accediese durante años.
–Ven conmigo.
Él la sacó prácticamente en volandas de la terraza y la condujo por el pasillo mientras devoraba su boca y mordisqueaba sus labios con delectación. Varias veces la empujó contra la pared y la besó al tiempo que abría con el muslo las piernas de Jane y se restregaba contra el centro palpitante de su cuerpo. El tiempo pareció ralentizarse mientras caminaban a trompicones hacia el lugar al que Bobby se dirigía. Al cabo de un rato, Jane oyó el suave chasquido de una puerta al abrirse. La habitación estaba a oscuras; sólo el leve resplandor de la luna entraba por la ventana abierta. Ella ignoraba si estaban en un dormitorio o en un despacho, y no le importaba. Bobby estaba besándola otra vez.
Oyó que él cerraba la puerta con el pie.