13 relatos - Pablo Babini - E-Book

13 relatos E-Book

Pablo Babini

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Beschreibung

A través de las múltiples miradas de sus personajes, que habitan en un mundo que se actualiza pero que no cambia demasiado, Pablo Babini incursiona con humor, suspenso y profundidad en todo tipo de historias: dramáticas, humanas, absurdas, experienciales. Un recorrido original y atrapante, caracterizado por la diversidad de estilos y propuestas.

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Seitenzahl: 133

Veröffentlichungsjahr: 2022

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PABLO BABINI

13 relatos

Babini, Pablo 13 relatos / Pablo Babini. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-2540-6

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título.CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Índice

El local

Los recuerdos

Vecinos

Dolores de cabeza

Espejos

Pobre Mamá

Preocupado

Violencia de género

Extraterrestres

Reflexiones de café

Oportunidad

Toda comunicación tiene doble sentido

La reunión resultó como temía

Acerca del autor

A la memoria de Nora Skliar, la mujer de mi vida

El local

1

Algo le hizo pensar que detrás de ese muro de ladrillos irregulares que tapiaba el frente de una antigua casa baja, estaba el local que buscaba. Pasaba por allí todas las tardes con el colectivo, al volver del trabajo, pero nunca hasta ahora le había prestado atención. Cuando volvió a pasar, al día siguiente, pudo anotar el número de celular que figuraba en el cartel de venta.

Se sentía extrañamente ansioso, y empezó a llamar incluso antes de llegar a su casa. El teléfono sonaba pero nadie atendía. Aprovechó para analizar la escasa información con que contaba. El terreno debía tener los típicos 8,66 de ancho y una profundidad aceptable, porque estaba ubicado bastante cerca de la mitad de cuadra. Ni vestigios de la puerta de acceso, a la que uno podía adivinar justo en el centro, flanqueada por un par de ventanas, o tal vez a un costado, cerca de una de las medianeras, y en vez de ventanas un balcón francés, obviamente despojado de baranda y herrajes antes de que la casa fuera ferozmente tapiada para cerrarle el paso a eventuales ocupas. Suposiciones lógicas.

Los ladrillos pegados con desprolijidad dejaban ver, en cambio, unos pocos tramos de la pared original. Ningún relieve ni siquiera insinuado, ninguna forma (solo un cambio de tonalidad o tal vez la mezcla con un aspecto más reciente) que pudiera sugerir que allí debió haber estado la entrada.

Ahora el teléfono sonaba.

“Ustedes tienen una casa en venta, de una sola planta, en la calle Venezuela, que está completamente tapiada... Me interesaría conocer las características, porque yo estaba buscando algo así por el barrio.” Hubo una pausa, una respiración profunda y una respuesta. “Déjeme ver... Ya sé cuál dice. Sí, esa tiene casi 120 metros, ambientes grandes. ¿Usted para qué la quería?”

“Como local de venta al público y depósito.”

“Venta al público y depósito”, repitió el otro como si tuviera que pensar demasiado para comprender ese tipo de uso de un local. “Ajá”, dijo finalmente, y pareció que se decidía a explicarle algo realmente importante. “Es que... hay un problemita...”

“¿Qué problema?”, preguntó rápidamente, sin disimular su interés. Le parecía inapropiado que existiera un problema, habiendo un cartel de venta y el número de teléfono de un vendedor.

Se hizo un silencio del otro lado, y sintió una punzada que le cortó por un instante el aire. Desde su primer contacto visual con el local, había sido amor a primera vista. “Es este”, se había dicho, imaginando la disposición de los estantes, la luz, la conversación con los clientes, el éxito del negocio.

“Hay un pequeño inconveniente”, se corrigió el otro. “El propietario anterior era medio... usted me entiende... Y mandó tapiar la casa como si fuera... ¿cómo se llamaba esa película...? Como si fuera un refugio antiatómico. Y ahora es medio imposible tirar abajo esa pared, se necesitaría un obús o el disparo de un tanque, con suerte...”

“Me está cargando...”

“Por desgracia hablo en serio. Nadie podría tener más interés que yo en vendérsela. Ojo..., igual la puede comprar, no es que no esté a la venta. Lo que le tengo que advertir, porque soy una persona honesta, es que no va a poder usarla.”

Estaba perplejo, pero la curiosidad lo impulsó a continuar. La curiosidad y una especie de intuición que se apoderaba de él. “Escuchemé... Si no se puede usar, ¿para qué la pone en venta?”

“Bueno... El propietario actual, por ejemplo, la compró en estas condiciones. Como inversión.”

“¡¿Cómo inversión?!”

“Claro. Ahora la vende un poco más cara de lo que la compró, porque subió el metro cuadrado.”

“Pero, ¿cómo voy a comprar un local... una casa... así, sin verla? ¿Cómo sé que tiene la superficie que usted me dice?”, argumentó estúpidamente.

“Por eso no se preocupe. Le puedo mostrar fotos del interior, incluso un video panorámico. Y también están los planos del catastro. Hacemos todo esto con un escribano de por medio, todo legal”, tranquilizó el tipo.

“¿Y quién me dice que mañana va a aparecer un comprador?”, escuchó estupefacto su propia voz. “¿Quién me asegura que no bajará el metro cuadrado? No digo subir, pero por lo menos no bajar...”, insistió.

“Mire: cuando esto se bloqueó, el propietario original encontró un comprador que le pagó lo suficiente para cubrir perfectamente la inversión en el amurallamiento, los gastos de escritura y hasta el plus que tuvo que poner para que no le impidieran la operación. Él le podría mostrar los recibos.”

Un silencio.

“Por supuesto, como se imagina, esto tiene un precio muy especial: el 30 por ciento del valor de mercado del metro cuadrado en el momento de la venta. Usted saca 120 metros cuadrados por una plata con la que no compraría ni 40.”

“¿No puedo verlo?”, intentó débilmente, como si quisiera burlar retóricamente ese muro presuntamente inexpugnable, o tal vez para confirmar lo absurdo de una compra que sin embargo seguía cada vez mas interesado en concretar. Si le decían que sí, entonces la pared se podría derribar y la operación le resultaría una pichincha, se ilusionó.

“Verlo sí, pero de afuera.” El tipo se estaba poniendo reiterativo.

“¿No se puede subir al techo? ¿Intentar entrar por arriba?”

“El techo tiene el mismo tratamiento. Y el fondo igual, y las medianeras. Es más inviolable que la bóveda de un banco.”

“¡Era loco, ese tipo!”, se indignó.

De pronto, tuvo como una inspiración. “¿Y usted cómo sabe que esa historia es cierta? Mire si el tipo los jorobó a todos, y se mata de risa de los tontos que se creyeron el cuento...”

“Ese señor no se ríe más de nadie, porque murió hace algunos años. Y no crea que no lo intentó, el propietario actual. Vino con una cuadrilla, y hasta contrató a un especialista en violar cajas de seguridad.”

“¿Y...?”

“Y nada. Resultó cierto: no se podía abrir ni un orificio de un milímetro.”

“Perdió como loco...”, le salió decir.

“No. Si la logra vender en las condiciones en que la compró, gana plata. Incluso tuvo una oferta de una empresa constructora que quería el terreno para construir una torre, pero no se animó a mentirles sobre las características peculiares...”

2

Un odio inexplicable se apoderó de él. Tuvo una idea maldita: intentaría comprobar por sus propios medios si esa pared era tan invulnerable como le decían. Y aun suponiendo que el piso también estuviera reforzado y no se pudiera ingresar cavando por debajo, siempre quedaba la posibilidad de trabajar desde las dos casas linderas, abrir una brecha de separación y “despegar” el local, levantarlo íntegro con una de esas grúas gigantes que seguramente se alquilaban, y descargarlo en algún vaciadero especial.

Comprendió rápidamente que necesitaba socios... y convencer a los vecinos de ambos lados de que le permitieran trabajar desde las medianeras. En el Ministerio de Defensa lo iban a sacar corriendo, y aun en el supuesto de que tuviera recursos propios suficientes para alquilar un equipo de demolición tan sofisticado, capaz de levantar y trasladar esa construcción, no tenía ningún derecho de propiedad sobre ese local como para contratar a alguien. Además, ¿adónde depositaría la edificación, si eventualmente la lograba despegar? ¿Cómo trasladarla por las calles mas angostas? Para no hablar de lo que le quedaría: un terreno desnudo, no un local.

Llegó a su casa sumergido en el mutismo. Su mujer lo observó, puso una de sus caras y se olvidó de él, en forma explícita. Comieron sin mirarse.

Esa noche prácticamente no durmió. No eran todavía las seis cuando saltó de la cama, prendió la hornalla y puso la pava para el mate. Investigó en internet el precio aproximado del metro cuadrado en esa zona, y lo dividió por tres. Podía contar con ese dinero. Tenía lo suficiente para una buena seña y lo completaría con el crédito que le venía ofreciendo el banco. Ya como propietario, le encontraría alguna vuelta al asunto. O en último caso la revendería a otro interesado, que por cierto los había según el tipo del teléfono, el intermediario. De pronto le surgió una duda. ¿Ese tipo era el intermediario... o era el propietario...?

Tomó una decisión. Lo iría a ver personalmente y le sonsacaría su relación con el local. Miró la hora, seis y media apenas pasadas, demasiado temprano para llamar. Hizo tiempo afeitándose, lavándose los dientes, vistiéndose sin hacer ruido para no despertar a su mujer y postergar por el momento incómodas explicaciones, que serían, como siempre, malentendidas. Ya habría oportunidad de informarla y hacerle ver que se trataba de una operación, en el fondo, completamente segura. Porque... ¿cerraba, no? ¿Qué riesgo podía haber? La casa existía, el cartel de venta también, y el encargado de la venta.

No había terminado de vestirse cuando ella se incorporó en la cama.

“¿Ya te vas...?”, más reproche que pregunta.

“Sí, salgo ahora pero vuelvo antes”, dijo él, enigmático.

Ya vestido, la saludó con un gesto y partió.

Entró a caminar pensativo y distraído mientras esperaba que se hiciera una hora razonable para llamar. Cuando salió del ensimismamiento se dio cuenta de que estaba a metros de la casa en venta. Se acercó para observarla. Era tal cual la había visto desde el colectivo, un aspecto de casa vieja torpemente tapiada. Sin embargo, esa casa tenía algo: presencia, ubicación... Proyectaba posibilidades.

Cerca de las ocho, no aguantó más y llamó. “¡Hola...!”, sorprendidos.

“Soy yo, el interesado que le habló ayer. Estoy precisamente frente a la casa. Me gustaría que nos viéramos aquí.”

Largo silencio. “Está bien. Aunque, ya le dije...”

“Sí, sí”, cortó él. “Lo espero. ¿Cuánto tarda?”

“Deme un tiempo para prepararme y nos vemos allí.”

Había pasado una hora larga cuando el otro apareció, de traje sin corbata. Con sonrisa de vendedor y una carpeta en la mano.

“No se nota que haya sido reforzada”, dijo él para romper el hielo (y para sondearlo y confirmar sus sospechas de que no existía tal amurallamiento).

Ninguna respuesta. El otro se puso a mirar la edificación sin hacer comentarios.

“¿Trajo los planos?”, urgió él.

El tipo abrió la carpetita y sacó una hoja oficio donde había una especie de boceto incomprensible, líneas trazadas con pulso inseguro que sugerían, supuestamente, paredes interiores delimitando ambientes.

“¿Qué es esto?”, preguntó.

“¿No quería ver el plano? Ahí lo tiene.” Una respuesta inocultablemente violenta. ¿Sería violento el tipo? Un problema adicional.

Mirando alrededor, descubrió una ferretería abierta. Masculló “ya vengo” y volvió tres minutos después con una maza de tamaño respetable. Ante la mirada atónita del otro, buscó un punto en la pared y empezó a golpear.

3

La mujer se levantó despacio, aún adormilada. Fue al baño, caminó como zombi hasta la cocina y comenzó a prepararse un café. Se había jurado no dedicarle ni un mínimo pensamiento a su marido en su ausencia, ni tampoco tomarlo en cuenta cuando estuviera presente. Pero esta vez estaba intrigada. Andaba en algo... Sin duda algo estúpido y fantasioso que no llegaría a concretarse, como todos los otros proyectos que al principio le había ocultado pero que terminó compartiendo con ella en busca de ayuda tardía y desesperada, o de consuelo por el fracaso.

La diferencia con los anteriores había sido esa partida sigilosa, casi de madrugada. Analizando, se le ocurrieron varias posibilidades. La mejor, la que la ilusionaba, era que tuviera un amorío. Sabía que la única manera de sacarse de encima a un hombre era que lo atrapara otra señora. Eran cosas que se decidían entre mujeres: la que tiraba de él con mas entusiasmo (o con algún entusiasmo) se lo quedaba. Ella no sería el caso.

Otra posibilidad, y por desgracia lo mas probable, es que fuera un nuevo delirio capaz de hacerle perder otra vez el trabajo. Un trabajo que odiaba, como todos los anteriores, y de ese odio sacaba las ridículas ideas para los proyectos utópicos, absurdos, que lanzaba cada vez con mayor frecuencia.

También podía tratarse de otra cosa: un plan para recuperarla. De allí el misterio sobreactuado, la salida silenciosa... Era la que menos le gustaba de las tres, porque le exigiría un esfuerzo de diálogo para frenarlo. Y ella le había cortado la comunicación. Si estaban bárbaro así, sin hablarse, en piso compartido, tensión solo a la hora de la cena, servida por ella y consumida por los dos sin mirarse, y luego, en la cama, decirse buenas noches y darse vuelta cada uno para su lado.

Los fines de semana cambiaban algunas palabras. Ella iba a su clase de gimnasia y al café con las amigas del gym. Él, quién sabe qué haría. Lo cierto es que lo encontraba casi siempre en casa a la vuelta, seguro elucubrando pavadas.

A veces compartían un programa de tele, un noticiero, una película, atrapados sin demasiado interés por las imágenes y sonidos que surgían del aparato. Entonces tampoco hablaban, salvo comentarios mínimos o pedidos de cambiar de señal o detener el zapping.

Esos ratos frente al televisor eran un alivio para ella. Si bien era consciente de su presencia física a menos de un metro de distancia, no estaba incómoda ni necesitaba esforzarse para evitar el cruce de miradas. Lo único que le costaba en esos momentos era dejar de percibirlo. Tampoco le desagradaba que ocurriera. Imaginándolo, era como si lo reinventara. El ambiente se tornaba confortable y amistoso. Bastaba con sentirlo cerca sin verlo.

Ella creía que a él le pasaba lo mismo, que en esos momentos los dos estaban poseídos de sensaciones mal disimuladas. Ojalá regresara temprano, pensó y se arrepintió al instante.

4

¿Qué iba a hacer este loco de mierda? ¿Tirar la pared abajo? Esa no la había calculado cuando, después de meses de pasar y verla abandonada, tuvo la genial idea de “vender” la casa tapiada, que visiblemente no estaba en poder de nadie. Como una broma inocente, para divertirse un rato. Si llegaba a aparecer algún candidato, él le inventaría una historia terrorífica para disuadirlo. Una muerte violenta, fantasmas... Fue entonces cuando se le ocurrió que había una forma más categórica de frenar la operación: el cuento de la casa amurallada.

Los golpes de la maza retumbaban en toda la cuadra. Algunos vecinos se asomaban preocupados, pensando que eran ocupas que estaban tomando la vieja casa por asalto.

Ajeno a todo lo que no fuera derribar esa pared, el interesado en comprar no advirtió la llegada de la policía. Él sí los vio, y por un momento lo invadió el pánico. Si huía, lo ubicarían por su teléfono. Aparte, ¿qué explicación iba a dar? Lo de la broma les resultaría difícil de creer.

El menos corpulento de los hombres que bajaron del patrullero se aproximó por detrás al de la maza y le sostuvo el brazo para impedirle golpear. El tipo se dio vuelta asombrado. Miró a los policías, a los vecinos que comenzaban a acercarse, al otro pálido como una hoja. Si solo tuviera el título de propiedad..., pero lo único que había era ese plano improvisado que le había entregado el vendedor. Esperaba que este diera las explicaciones del caso, aunque estaba mas mudo que él.

El viaje hasta la comisaría lo hicieron en el asiento trasero del patrullero. Nadie habló, hasta que el vendedor dijo: “Quiero llamar a mi abogado”.

5

La historia le sonaba inverosímil a la policía. Un interesado en adquirir una casa que, según le había dicho un supuesto vendedor, era físicamente inaccesible, ya que había sido blindada por los cuatro costados. Eso sostenía el tipo al que habían encontrado golpeando la pared con una maza que acababa de comprar con la intención de comprobar si el muro era, efectivamente, inviolable. En cuanto al que acusaban de simular ser el vendedor, este aseguraba haberse detenido en el lugar por curiosidad, al observar, con extrañeza, la presencia de un individuo munido de un enorme martillo que al parecer utilizaba para abrir un agujero en la pared de una casa abandonada, en cuyo frente alguien había anotado un número telefónico que coincidía con el de su cliente (información proporcionada por el abogado).