3 Libros para Conocer La Ilustración - Jean-Jacques Rousseau - E-Book

3 Libros para Conocer La Ilustración E-Book

Jean Jacques Rousseau

0,0

Beschreibung

Bienvenidos a la colección 3 libros para conocer, nuestra idea es ayudar a los lectores a aprender sobre temas fascinantes a través de tres libros imprescindibles y destacados. Estas obras cuidadosamente seleccionadas pueden ser de ficción, no ficción, documentos históricos o incluso biografías. Siempre seleccionaremos para ti tres grandes obras para instigar tu mente, esta vez el tema es: La Ilustración. - ¿Qué es la ilustración? de Emmanuel Kant. - El contrato social de Jean-Jacques Rousseau. - Discurso del método de René Descartes. Este es uno de los muchos libros de la colección 3 libros para conocer. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la colección, pues estamos convencidos de que alguno de los temas te gustará.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 354

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Tabla de Contenido

Título

Introducción

Los Autores

¿Qué es la ilustración?

Discurso del método

El contrato social

About the Publisher

Introducción

Bienvenidos a la colección 3 libros para conocer, nuestra idea es ayudar a los lectores a aprender sobre temas fascinantes a través de tres libros imprescindibles y destacados. Estas obras cuidadosamente seleccionadas pueden ser de ficción, no ficción, documentos históricos o incluso biografías. Siempre seleccionaremos para ti tres grandes obras para instigar tu mente, esta vez el tema es: La Ilustración.

¿Qué es la ilustración? de Emmanuel Kant.

El contrato social de Jean-Jacques Rousseau.

Discurso del método de René Descartes.

Este es uno de los muchos libros de la colección 3 libros para conocer. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la colección, pues estamos convencidos de que alguno de los temas te gustará.

Los Autores

Jean-Jacques Rousseau (Ginebra, 28 de junio de 1712 - Ermenonville, 2 de julio de 1778) fue un polímata suizo francófono. Fue a la vez escritor, pedagogo, filósofo, músico, botánico y naturalista, y aunque fue definido como un ilustrado, presentó profundas contradicciones que lo separaron de los principales representantes de la Ilustración, ganándose por ejemplo la feroz inquina de Voltaire y siendo considerado uno de los primeros escritores del prerromanticismo.

René Descartes (31 de marzo de 1596-Estocolmo, 11 de febrero de 1650) fue un filósofo, matemático y físico francés considerado el padre de la geometría analítica y la filosofía moderna, así como uno de los protagonistas con luz propia en el umbral de la revolución científica.

Immanuel Kant (Königsberg, Prusia; 22 de abril de 1724-ibídem, 12 de febrero de 1804) fue un filósofo y científico prusiano de la Ilustración. Fue el primero y más importante representante del criticismo y precursor del idealismo alemán. Es considerado como uno de los pensadores más influyentes de la Europa moderna y de la filosofía universal. Además se trata del penúltimo pensador de la modernidad, anterior a la filosofía contemporánea que comienza en 1831 tras la muerte del pensador Hegel.

¿Qué es la ilustración?

Emmanuel Kant

––––––––

La ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad...

El mismo es culpable de ella. La minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no yace en un defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y ánimo para servirse con independencia de él, sin la conducción de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí la divisa de la ilustración.

La mayoría de los hombres, a pesar de que la naturaleza los ha librado desde tiempo atrás de conducción ajena (naturaliter maiorennes), permanecen con gusto bajo ella a lo largo de la vida, debido a la pereza y la cobardía. Por eso les es muy fácil a los otros erigirse en tutores. ¡Es tan cómodo ser menor de edad! Si tengo un libro que piensa por mí, un pastor que reemplaza mi conciencia moral, un médico que juzga acerca de mi dieta, y así sucesivamente, no necesitaré del propio esfuerzo. Con sólo poder pagar, no tengo necesidad de pensar: otro tomará mi puesto en tan fastidiosa tarea. Como la mayoría de los hombres (y entre ellos la totalidad del bello sexo) tienen por muy peligroso el paso a la mayoría de edad, fuera de ser penoso, aquellos tutores ya se han cuidado muy amablemente de tomar sobre sí semejante superintendencia. Después de haber atontado sus reses domesticadas, de modo que estas pacíficas criaturas no osan dar un solo paso fuera de las andaderas en que están metidas, les mostraron el riesgo que las amenaza si intentan marchar solas. Lo cierto es que ese riesgo no es tan grande, pues después de algunas caídas habrían aprendido a caminar; pero los ejemplos de esos accidentes por lo común producen timidez y espanto, y alejan todo ulterior intento de rehacer semejante experiencia.

Por tanto, a cada hombre individual le es difícil salir de la minoría de edad, casi convertida en naturaleza suya; inclusive, le ha cobrado afición. Por el momento es realmente incapaz de servirse del propio entendimiento, porque jamás se le deja hacer dicho ensayo. Los grillos que atan a la persistente minoría de edad están dados por reglamentos y fórmulas: instrumentos mecánicos de un uso racional, o mejor de un abuso de sus dotes naturales. Por no estar habituado a los movimientos libres, quien se desprenda de esos grillos quizá diera un inseguro salto por encima de alguna estrechísima zanja. Por eso, sólo son pocos los que, por esfuerzo del propio espíritu, logran salir de la minoría de edad y andar, sin embargo, con seguro paso.

Pero, en cambio, es posible que el público se ilustre a sí mismo, siempre que se le deje en libertad; incluso, casi es inevitable. En efecto, siempre se encontrarán algunos hombres que piensen por sí mismos, hasta entre los tutores instituidos por la confusa masa. Ellos, después de haber rechazado el yugo de la minoría de edad, ensancharán el espíritu de una estimación racional del propio valor y de la vocación que todo hombre tiene: la de pensar por sí mismo. Notemos en particular que con anterioridad los tutores habían puesto al público bajo ese yugo, estando después obligados a someterse al mismo. Tal cosa ocurre cuando algunos, por sí mismos incapaces de toda ilustración, los incitan a la sublevación: tan dañoso es inculcar prejuicios, ya que ellos terminan por vengarse de los que han sido sus autores o propagadores. Luego, el público puede alcanzar ilustración sólo lentamente. Quizá por una revolución sea posible producir la caída del despotismo personal o de alguna opresión interesada y ambiciosa; pero jamás se logrará por este camino la verdadera reforma del modo de pensar, sino que surgirán nuevos prejuicios que, como los antiguos, servirán de andaderas para la mayor parte de la masa, privada de pensamiento.

Sin embargo, para esa ilustración sólo se exige libertad y, por cierto, la más inofensiva de todas las que llevan tal nombre, a saber, la libertad de hacer un uso público de la propia razón, en cualquier dominio. Pero oigo exclamar por doquier: ¡no razones! El oficial dice: ¡no razones, adiéstrate! El financista: ¡no razones y paga! El pastor: ¡no razones, ten fe! (Un único señor dice en el mundo: ¡razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced!) Por todos lados, pues, encontramos limitaciones de la libertad. Pero ¿cuál de ellas impide la ilustración y cuáles, por el contrario, la fomentan? He aquí mi respuesta: el uso público de la razón siempre debe ser libre, y es el único que puede producir la ilustración de los hombres. El uso privado, en cambio, ha de ser con frecuencia severamente limitado, sin que se obstaculice de un modo particular el progreso de la ilustración. Entiendo por uso público de la propia razón el que alguien hace de ella, en cuanto docto, y ante la totalidad del público del mundo de lectores. Llamo uso privado al empleo de la razón que se le permite al hombre dentro de un puesto civil o de una función que se le confía. Ahora bien, en muchas ocupaciones concernientes al interés de la comunidad son necesarios ciertos mecanismos, por medio de los cuales algunos de sus miembros se tienen que comportar de modo meramente pasivo, para que, mediante cierta unanimidad artificial, el gobierno los dirija hacia fines públicos, o al menos, para que se limite la destrucción de los mismos. Como es natural, en este caso no es permitido razonar, sino que se necesita obedecer. Pero en cuanto a esta parte de la máquina, se la considera miembro de una comunidad íntegra o, incluso, de la sociedad cosmopolita; en cuanto se la estima en su calidad de docto que, mediante escritos, se dirige a un público en sentido propio, puede razonar sobre todo, sin que por ello padezcan las ocupaciones que en parte le son asignadas en cuanto miembro pasivo. Así, por ejemplo, sería muy peligroso si un oficial, que debe obedecer al superior, se pusiera a argumentar en voz alta, estando de servicio, acerca de la conveniencia o inutilidad de la orden recibida. Tiene que obedecer. Pero no se le puede prohibir con justicia hacer observaciones, en cuanto docto, acerca de los defectos del servicio militar y presentarlas ante el juicio del público. El ciudadano no se puede negar a pagar los impuestos que le son asignados, tanto que una censura impertinente a esa carga, en el momento que deba pagarla, puede ser castigada por escandalosa (pues podría ocasionar resistencias generales). Pero, sin embargo, no actuará en contra del deber de un ciudadano si, como docto, manifiesta públicamente sus ideas acerca de la inconveniencia o injusticia de tales impuestos. De la misma manera, un sacerdote está obligado a enseñar a sus catecúmenos y a su comunidad según el símbolo de la Iglesia a que sirve, puesto que ha sido admitido en ella con esa condición. Pero, como docto, tiene plena libertad, y hasta la misión, de comunicar al público sus ideas —cuidadosamente examinadas y bien intencionadas— acerca de los defectos de ese símbolo; es decir, debe exponer al público las proposiciones relativas a un mejoramiento de las instituciones, referidas a la religión y a la Iglesia. En esto no hay nada que pueda provocar en él escrúpulos de conciencia. Presentará lo que enseña en virtud de su función —en tanto conductor de la Iglesia— como algo que no ha de enseñar con arbitraria libertad, y según sus propias opiniones, porque se ha comprometido a predicar de acuerdo con prescripciones y en nombre de una autoridad ajena. Dirá: nuestra Iglesia enseña esto o aquello, para lo cual se sirve de determinados argumentos. En tal ocasión deducirá todo lo que es útil para su comunidad de proposiciones a las que él mismo no se sometería con plena convicción; pero se ha comprometido a exponerlas, porque no es absolutamente imposible que en ellas se oculte cierta verdad que, al menos, no es en todos los casos contraria a la religión íntima. Si no creyese esto último, no podría conservar su función sin sentir los reproches de su conciencia moral, y tendría que renunciar. Luego el uso que un predicador hace de su razón ante la comunidad es meramente privado, puesto que dicha comunidad sólo constituye una reunión familiar, por amplia que sea. Con respecto a la misma, el sacerdote no es libre, ni tampoco debe serlo, puesto que ejecuta una orden que le es extraña. Como docto, en cambio, que habla mediante escritos al público, propiamente dicho, es decir, al mundo, el sacerdote gozará, dentro del uso público de su razón, de una ilimitada libertad para servirse de la misma y, de ese modo, para hablar en nombre propio. En efecto, pretender que los tutores del pueblo (en cuestiones espirituales) sean también menores de edad, constituye un absurdo capaz de desembocar en la eternización de la insensatez.

Pero una sociedad eclesiástica tal, un sínodo semejante de la Iglesia, es decir, una classis de reverendos (como la llaman los holandeses) ¿no podría acaso comprometerse y jurar sobre algún símbolo invariable que llevaría así a una incesante y suprema tutela sobre cada uno de sus miembros y, mediante ellos, sobre el pueblo? ¿De ese modo no lograría eternizarse? Digo que es absolutamente imposible. Semejante contrato, que excluiría para siempre toda ulterior ilustración del género humano es, en sí mismo, sin más nulo e inexistente, aunque fuera confirmado por el poder supremo, el congreso y los más solemnes tratados de paz. Una época no se puede obligar ni juramentar para poner a la siguiente en la condición de que le sea imposible ampliar sus conocimientos (sobre todo los muy urgentes), purificarlos de errores y, en general, promover la ilustración. Sería un crimen contra la naturaleza humana, cuya destinación originaria consiste, justamente, en ese progresar. La posteridad está plenamente justificada para rechazar aquellos decretos, aceptados de modo incompetente y criminal. La piedra de toque de todo lo que se puede decidir como ley para un pueblo yace en esta cuestión: ¿un pueblo podría imponerse a sí mismo semejante ley? Eso podría ocurrir si por así decirlo, tuviese la esperanza de alcanzar, en corto y determinado tiempo, una ley mejor, capaz de introducir cierta ordenación. Pero, al mismo tiempo, cada ciudadano, principalmente los sacerdotes, en calidad de doctos, debieran tener libertad de llevar sus observaciones públicamente, es decir, por escrito, acerca de los defectos de la actual institución. Mientras tanto —hasta que la intelección de la cualidad de estos asuntos se hubiese extendido lo suficiente y estuviese confirmada, de tal modo que el acuerdo de su voces (aunque no la de todos) pudiera elevar ante el trono una propuesta para proteger las comunidades que se habían unido en una dirección modificada de la religión, según los conceptos propios de una comprensión más ilustrada, sin impedir que los que quieran permanecer fieles a la antigua lo hagan así— mientras tanto, pues, perduraría el orden establecido. Pero constituye algo absolutamente prohibido unirse por una constitución religiosa inconmovible, que públicamente no debe ser puesta en duda por nadie, aunque más no fuese durante lo que dura la vida de un hombre, y que aniquila y torna infecundo un período del progreso de la humanidad hacia su perfeccionamiento, tornándose, incluso, nociva para la posteridad. Un hombre, con respecto a su propia persona y por cierto tiempo, puede dilatar la adquisición de una ilustración que está obligado a poseer; pero renunciar a ella, con relación a la propia persona, y con mayor razón aún con referencia a la posteridad, significa violar y pisotear los sagrados derechos de la humanidad. Pero lo que un pueblo no puede decidir por sí mismo, menos lo podrá hacer un monarca en nombre del mismo. En efecto, su autoridad legisladora se debe a que reúne en la suya la voluntad de todo el pueblo. Si el monarca se inquieta para que cualquier verdadero o presunto perfeccionamiento se concilie con el orden civil, podrá permitir que los súbditos hagan por sí mismos lo que consideran necesario para la salvación de sus almas. Se trata de algo que no le concierne; en cambio, le importará mucho evitar que unos a los otros se impidan con violencia trabajar, con toda la capacidad de que son capaces, por la determinación y fomento de dicha salvación. Inclusive se agravaría su majestad si se mezclase en estas cosas, sometiendo a inspección gubernamental los escritos con que los súbditos tratan de exponer sus pensamientos con pureza, salvo que lo hiciera convencido del propio y supremo dictamen intelectual —con lo cual se prestaría al reproche Caesar non est supra grammaticos— o que rebajara su poder supremo lo suficiente como para amparar dentro del Estado el despotismo clerical de algunos tiranos, ejercido sobre los restantes súbditos.

Luego, si se nos preguntara ¿vivimos ahora en una época ilustrada? responderíamos que no, pero sí en una época de ilustración. Todavía falta mucho para que la totalidad de los hombres, en su actual condición, sean capaces o estén en posición de servirse bien y con seguridad del propio entendimiento, sin acudir a extraña conducción. Sin embargo, ahora tienen el campo abierto para trabajar libremente por el logro de esa meta, y los obstáculos para una ilustración general, o para la salida de una culpable minoría de edad, son cada vez menores. Ya tenemos claros indicios de ello. Desde este punto de vista, nuestro tiempo es la época de la ilustración o "el siglo de Federico".

Un príncipe que no encuentra indigno de sí declarar que sostiene como deber no prescribir nada a los hombres en cuestiones de religión, sino que los deja en plena libertad y que, por tanto, rechaza al altivo nombre de tolerancia, es un príncipe ilustrado, y merece que el mundo y la posteridad lo ensalce con agradecimiento. Al menos desde el gobierno, fue el primero en sacar al género humano de la minoría de edad, dejando a cada uno en libertad para que se sirva de la propia razón en todo lo que concierne a cuestiones de conciencia moral. Bajo él, dignísimos clérigos —sin perjuicio de sus deberes profesionales— pueden someter al mundo, en su calidad de doctos, libre y públicamente, los juicios y opiniones que en ciertos puntos se apartan del símbolo aceptado. Tal libertad es aún mayor entre los que no están limitados por algún deber profesional. Este espíritu de libertad se extiende también exteriormente, alcanzando incluso los lugares en que debe luchar contra los obstáculos externos de un gobierno que equivoca sus obligaciones. Tal circunstancia constituye un claro ejemplo para este último, pues tratándose de la libertad, no debe haber la menor preocupación por la paz exterior y la solidaridad de la comunidad. Los hombres salen gradualmente del estado de rusticidad por propio trabajo, siempre que no se trate de mantenerlos artificiosamente en esa condición.

He puesto el punto principal de la ilustración —es decir, del hecho por el cual el hombre sale de una minoría de edad de la que es culpable— en la cuestión religiosa, porque para las artes y las ciencias los que dominan no tienen ningún interés en representar el papel de tutores de sus súbditos. Además, la minoría de edad en cuestiones religiosas es la que ofrece mayor peligro: también es la más deshonrosa. Pero el modo de pensar de un jefe de Estado que favorece esa libertad llega todavía más lejos y comprende que, en lo referente a la legislación, no es peligroso permitir que los súbditos hagan un uso público de la propia razón y expongan públicamente al mundo los pensamientos relativos a una concepción más perfecta de esa legislación, la que puede incluir una franca crítica a la existente. También en esto damos un brillante ejemplo, pues ningún monarca se anticipó al que nosotros honramos.

Pero sólo alguien que por estar ilustrado no teme las sombras y, al mismo tiempo, dispone de un ejército numeroso y disciplinado, que les garantiza a los ciudadanos una paz interior, sólo él podrá decir algo que no es lícito en un Estado libre: ¡razonad tanto como queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced! Se muestra aquí una extraña y no esperada marcha de las cosas humanas; pero si la contemplamos en la amplitud de su trayectoria, todo es en ella paradójico. Un mayor grado de libertad civil parecería ventajoso para la libertad del espíritu del pueblo y, sin embargo, le fija límites infranqueables. Un grado menor, en cambio, le procura espacio para la extensión de todos sus poderes. Una vez que la Naturaleza, bajo esta dura cáscara, ha desarrollado la semilla que cuida con extrema ternura, es decir, la inclinación y disposición al libre pensamiento, ese hecho repercute gradualmente sobre el modo de sentir del pueblo (con lo cual éste va siendo poco a poco más capaz de una libertad de obrar) y hasta en los principios de gobierno, que encuentra como provechoso tratar al hombre conforme a su dignidad, puesto que es algo más que una máquina.

Discurso del método

René Descartes

––––––––

Prefacio

Discurso del método para conducir bien su razón y buscar la verdad en las ciencias

Si este discurso parece demasiado largo para ser leído de una vez, puede dividirse en seis partes: en la primera se hallarán diferentes consideraciones acerca de las ciencias; en la segunda las reglas principales del método que el autor ha buscado; en la tercera, algunas otras de moral que ha sacado de aquel método: en la cuarta, las razones con que prueba la existencia de Dios y del alma humana, que son los fundamentos de su metafísica; en la quinta, el orden de las cuestiones de física, que ha investigado y, en particular, la explicación del movimiento del corazón y de algunas otras dificultades que atañen a la medicina, y también la diferencia que hay entre nuestra alma y la de los animales; y en la última, las cosas que cree necesarias para llegar, en la investigación de la naturaleza más allá de donde ha llegado, y las razones que le han impulsado a escribir[1].

Primera parte

El buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo, pues cada cual piensa que posee tan buena provisión de él, que aun los más descontentadizos respecto a cualquier otra cosa, no suelen apetecer más del que ya tienen. En lo cual no es verosímil que todos se engañen, sino que más bien esto demuestra que la facultad de juzgar y distinguir lo verdadero de lo falso, que es propiamente lo que llamamos buen sentido o razón, es naturalmente igual en todos los hombres; y, por lo tanto, que la diversidad de nuestras opiniones no proviene de que unos sean más razonables que otros, sino tan sólo de que dirigimos nuestros pensamientos por derroteros diferentes y no consideramos las mismas cosas. No basta, en efecto, tener el ingenio bueno: lo principal es aplicarlo bien. Las almas más grandes son capaces de los mayores vicios, como de las mayores virtudes; y los que andan muy despacio pueden llegar mucho más lejos, si van siempre por el camino recto, que los que corren, pero se apartan de él.

Por mi parte, nunca he creído que mi ingenio fuese más perfecto que los ingenios comunes; hasta he deseado muchas veces tener el pensamiento tan rápido, o la imaginación tan nítida y distinta, o la memoria tan amplia y presente como algunos otros. Y no sé de otras cualidades sino ésas, que contribuyen a la perfección del ingenio; pues en lo que toca a la razón o al sentido, siendo, como es, la única cosa que nos hace hombres y nos distingue de los animales, quiero creer que está entera en cada uno de nosotros y seguir en esto la común opinión de los filósofos, que dicen que el más o el menos es sólo de los accidentes, mas no de las formas o naturalezas de los individuos de una misma especie.

Pero, sin temor, puedo decir que creo que fue una gran ventura para mí el haberme metido desde joven por ciertos caminos, que me han llevado a ciertas consideraciones y máximas, con las que he formado un método, en el cual paréceme que tengo un medio para aumentar gradualmente mi conocimiento y elevarlo poco a poco hasta el punto más alto a que la mediocridad de mi ingenio y la brevedad de mi vida puedan permitirle llegar. Pues tales frutos he recogido ya de ese método que aun cuando en el juicio que sobre mí mismo hago procuro siempre inclinarme del lado de la desconfianza mejor que del de la presunción, y aunque al mirar con ánimo filosófico las distintas acciones y empresas de los hombres no hallo casi ninguna que no me parezca vana e inútil, sin embargo, no deja de producir en mí una extremada satisfacción el progreso que pienso haber realizado ya en la investigación de la verdad, y concibo tales esperanzas para el porvenir[2] que si entre las ocupaciones que embargan a los hombres, puramente hombres, hay alguna que sea sólidamente buena e importante, me atrevo a creer que es la que yo he elegido por mía.

Puede ser, no obstante, que me engañe, y acaso lo que me parece oro puro y diamante fino no sea sino un poco de cobre y de vidrio. Sé cuan expuestos estamos a equivocarnos cuando de nosotros mismos se trata, y cuan sospechosos deben sernos también los juicios de los amigos que se pronuncian en nuestro favor. Pero me gustaría dar a conocer en el presente discurso los caminos que he seguido y representar en ellos mi vida como en un cuadro, para que cada cual pueda formar su juicio, y así, tomando luego conocimiento, por el rumor público, de las opiniones emitidas, sea éste un nuevo medio de instruirme, que añadiré a los que acostumbro emplear.

Mi propósito, pues, no es el de enseñar aquí el método que cada cual ha de seguir para dirigir bien su razón, sino sólo exponer el modo como yo he procurado conducir la mía[3]. Los que se meten a dar preceptos deben estimarse más hábiles que aquéllos a quienes los dan, y son muy censurables si faltan en la cosa más mínima. Pero como yo no propongo este escrito, sino a modo de historia o, si preferís, de fábula, en la que, entre ejemplos que podrán imitarse, irán acaso otros también que con razón no serán seguidos, espero que tendrá utilidad para algunos, sin ser nocivo para nadie, y que todo el mundo agradecerá mi franqueza.

Desde mi niñez fui criado en el estudio de las letras, y como me aseguraban que por medio de ellas se podía adquirir un conocimiento claro y seguro de todo cuanto es útil para la vida, sentía yo un vivísimo deseo de aprenderlas. Pero tan pronto como hube terminado el curso de los estudios, cuyo remate suele dar ingreso en el número de los hombres doctos, cambié por completo de opinión. Pues me embargaban tantas dudas y errores, que me parecía que, procurando instruirme, no había conseguido más provecho que el de descubrir cada vez más mi ignorancia. Y, sin embargo, estaba en una de las más famosas escuelas de Europa[4], en donde pensaba yo que debía haber hombres sabios, si los hay en algún lugar de la Tierra. Allí había aprendido todo lo que los demás aprendían; y no contento aún con las ciencias que nos enseñaban, recorrí cuantos libros pudieron caer en mis manos referentes a las ciencias que se consideran como las más curiosas y raras. Conocía, además, los juicios que se hacían de mi persona, y no veía que se me estimase en menos que a mis condiscípulos, entre los cuales algunos había ya destinados a ocupar los puestos que dejaran vacantes nuestros maestros. Por último, parecíame nuestro siglo tan floreciente y fértil en buenos ingenios como haya sido cualquiera de los precedentes. Por todo lo cual me tomaba la libertad de juzgar a los demás por mí mismo y de pensar que no había en el mundo doctrina alguna como la que se me había prometido anteriormente.

No dejaba por eso de estimar en mucho los ejercicios que se hacen en las escuelas. Sabía que las lenguas que en ellas se aprenden son necesarias para la inteligencia de los libros antiguos; que la gentileza de las fábulas despierta el ingenio; que las acciones memorables que cuentan las historias lo elevan, y que, leídas con discreción, ayudan a formar el juicio; que la lectura de todos los buenos libros es como una conversación con los mejores ingenios de los pasados siglos que los han compuesto, y hasta una conversación estudiada en la que no nos descubren sino lo más selecto de sus pensamientos; que la elocuencia posee fuerzas y bellezas incomparables; que la poesía tiene delicadezas y suavidades que arrebatan; que en las matemáticas hay sutilísimas invenciones que pueden ser de mucho servicio, tanto para satisfacer a los curiosos, como para facilitar las artes todas y disminuir el trabajo de los hombres; que los escritos que tratan de las costumbres encierran varias enseñanzas y exhortaciones a la virtud, todas muy útiles; que la teología enseña a ganar el cielo; que la filosofía proporciona medios para hablar con verosimilitud de todas las cosas y hacerse admirar de los menos sabios[5]; que la jurisprudencia, la medicina y demás ciencias honran y enriquecen a quienes las cultivan; y, por último, que es bien haberlas recorrido todas, aun las más supersticiosas y las más falsas, para conocer su justo valor y no dejarse engañar por ellas.

Pero creía también que ya había dedicado bastante tiempo a las lenguas e incluso a la lectura de los libros antiguos y a sus historias y a sus fábulas. Pues es casi lo mismo conversar con gentes de otros siglos que viajar. Bueno es saber algo de las costumbres de otros pueblos para juzgar las del propio con mejor acierto, y no creer que todo lo que sea contrario a nuestras modas es ridículo y opuesto a la razón, como suelen hacer los que no han visto nada. Pero el que emplea demasiado tiempo en viajar acaba por tornarse extranjero en su propio país; y al que estudia con demasiada curiosidad lo que se hacía en los siglos pretéritos ocúrrele de ordinario que permanece ignorante de lo que se practica en el presente. Además, las fábulas son causa de que imaginemos como posibles acontecimientos que no lo son; y aun las más fieles historias, supuesto que no cambien ni aumenten el valor de las cosas, para hacerlas más dignas de ser leídas omiten por lo menos, casi siempre, las circunstancias más bajas y menos ilustres, por lo cual sucede que lo restante no aparece tal como es, y que los que ajustan sus costumbres a los ejemplos que sacan de las historias se exponen a caer en las extravagancias de los paladines de nuestras novelas y concebir designios a que no alcanzan sus fuerzas.

Estimaba en mucho la elocuencia y era un enamorado de la poesía; pero pensaba que una y otra son dotes del ingenio más que frutos del erudito. Los que tienen más robusto razonar y digieren mejor sus pensamientos para hacerlos claros e inteligibles son los más capaces de llevar a los ánimos la persuasión sobre lo que proponen, aunque hablen una pésima lengua y no hayan aprendido nunca retórica; y los que imaginan las más agradables invenciones, sabiéndolas expresar con mayor ornato y suavidad, serán siempre los mejores poetas, aun cuando desconozcan el arte poético.

Gustaba, sobre todo, de las matemáticas, por la certeza y evidencia que poseen sus razones; pero aún no advertía cuál era su verdadero uso, y pensando que sólo para las artes mecánicas servían, extrañábame que, siendo sus cimientos tan firmes y sólidos, no se hubiese construido sobre ellos nada más levantado[6]. Y, en cambio, los escritos de los antiguos paganos, referentes a las costumbres, comparábalos con palacios muy soberbios y magníficos, pero construidos sobre arena y barro; levantan muy en alto las virtudes y las presentan como las cosas más estimables que hay en el mundo, pero no nos enseñan bastante a conocerlas, y muchas veces dan ese hermoso nombre a lo que no es sino insensibilidad, orgullo, desesperación o parricidio[7].

Profesaba una gran reverencia por nuestra teología y, como cualquier otro, pretendía ya ganar el cielo. Pero habiendo aprendido, como cosa muy cierta, que el camino de la salvación está abierto para los ignorantes como para los doctos, y que las verdades reveladas que allá conducen están muy por encima de nuestra inteligencia, nunca me hubiera atrevido a someterlas a la flaqueza de mis razonamientos, pensando que para acometer la empresa de examinarlas y salir con bien de ella era preciso alguna extraordinaria ayuda del cielo, y ser, por lo tanto, algo más que hombre.

Nada diré de la filosofía sino que al ver que ha sido cultivada por los más excelentes ingenios que han vivido desde hace siglos, y, sin embargo, nada hay en ella que no sea objeto de disputa, y, por consiguiente, dudoso, no tenía yo la presunción de esperar acertar mejor que los demás; y considerando cuan diversas pueden ser las opiniones tocantes a una misma materia, sostenidas todas por gentes doctas, aun cuando no puede ser verdadera más que una sola, reputaba casi por falso todo lo que no fuera más que verosímil.

Y en cuanto a las demás ciencias, ya que toman sus principios de la filosofía, pensaba yo que sobre tan endebles cimientos no podía haberse edificado nada sólido; y ni el honor ni el provecho, que prometen, eran bastante para invitarme a aprenderlas; pues no me veía, gracias a Dios, en tal condición que hubiese de hacer de la ciencia un oficio con que mejorar mi fortuna, y aunque no profesaba el desprecio de la gloria a lo cínico, sin embargo, no estimaba en mucho aquella fama, cuya adquisición sólo merced a falsos títulos puede lograrse. Y, por último, en lo que toca a las malas doctrinas, pensaba que ya conocía bastante bien su valor, para no dejarme burlar ni por las promesas de un alquimista, ni por las predicciones de un astrólogo, ni por los engaños de un mago, ni por los artificios o la presunción de los que profesan saber más de lo que saben.

Así, pues, tan pronto como estuve en edad de salir de la sujeción en que me tenían mis preceptores, abandoné del todo el estudio de las letras; y, resuelto a no buscar otra ciencia que la que pudiera hallar en mí mismo o en el gran libro del mundo, empleé el resto de mi juventud en viajar, en ver cortes y ejércitos[8], en cultivar la sociedad de gentes de condiciones y humores diversos, en recoger varias experiencias, en ponerme a mí mismo a prueba en los casos que la fortuna me deparaba, y en hacer siempre tales reflexiones sobre las cosas que se me presentaban que pudiera sacar algún provecho de ellas. Pues parecíame que podía hallar mucha más verdad en los razonamientos que cada uno hace acerca de los asuntos que le atañen, expuesto a que el suceso venga luego a castigarle, si ha juzgado mal, que en los que discurre un hombre de letras, encerrado en su despacho, acerca de especulaciones que no producen efecto alguno y que no tienen para él otras consecuencias, sino que acaso sean tanto mayor motivo para envanecerle cuanto más se aparten del sentido común, puesto que habrá tenido que gastar más ingenio y artificio en procurar hacerlas verosímiles. Y siempre sentía un deseo extremado de aprender a distinguir lo verdadero de lo falso, para ver claro en mis actos y andar seguro por esta vida.

Es cierto que, mientras me limitaba a considerar las costumbres de los otros hombres, apenas hallaba cosa segura y firme, y advertía casi tanta diversidad como antes en las opiniones de los filósofos. De suerte que el mayor provecho que obtenía era que, viendo varias cosas que, a pesar de parecernos muy extravagantes y ridículas, no dejan de ser admitidas comúnmente y aprobadas por otros grandes pueblos, aprendía a no creer con demasiada firmeza en lo que sólo el ejemplo y la costumbre me habían persuadido; y así me libraba poco a poco de muchos errores, que pueden ofuscar nuestra luz natural y tornarnos menos aptos para escuchar la voz de la razón. Mas cuando hube pasado varios años estudiando en el libro del mundo y tratando de adquirir alguna experiencia, resolvíme un día estudiar también en mí mismo y a emplear todas las fuerzas de mi ingenio en la elección de la senda que debía seguir; lo cual me salió mucho mejor, según creo, que si no me hubiese nunca alejado de mi tierra y de mis libros.

Segunda parte

Hallábanse por entonces en Alemania, adonde me llamara la ocasión de unas guerras[9] que aún no han terminado; y volviendo de la coronación del emperador[10] hacia el ejército, cogióme el comienzo del invierno en un lugar en donde, no encontrando conversación alguna que me divirtiera y no teniendo tampoco, por fortuna, cuidados ni pasiones que perturbaran mi ánimo, permanecía el día entero solo y encerrado junto a una estufa, con toda la tranquilidad necesaria para entregarme a mis pensamientos[11]. Entre los cuales, fue uno de los primeros el ocurrírseme considerar que muchas veces sucede que no hay tanta perfección en las obras compuestas de varios trozos y hechas por las manos de muchos maestros como en aquellas en que uno sólo ha trabajado. Así vemos que los edificios que un solo arquitecto ha comenzado y rematado suelen ser más hermosos y mejor ordenados que aquellos otros que varios han tratado de componer y arreglar, utilizando antiguos muros, construidos para otros fines. Esas viejas ciudades, que no fueron al principio sino aldeas, y que, con el transcurso del tiempo han llegado a ser grandes urbes, están, por lo común, muy mal trazadas y acompasadas, si las comparamos con esas otras plazas regulares que un ingeniero diseña, según su fantasía, en una llanura; y aunque considerando sus edificios uno por uno encontraremos a menudo en ellos tanto o más arte que en los de estas últimas ciudades nuevas, sin embargo, viendo cómo están arreglados, aquí uno grande, allá otro pequeño, y cómo hacen las calles curvas y desiguales, diríase que más bien es la fortuna que la voluntad de unos hombres provistos de razón la que los ha dispuesto de esa suerte. Y si se considera que, sin embargo, siempre ha habido unos oficiales encargados de cuidar de que los edificios de los particulares sirvan al ornato público, bien se reconocerá cuán difícil es hacer cumplidamente las cosas cuando se trabaja sobre lo hecho por otros. Así, también imaginaba yo que esos pueblos que fueron antaño medio salvajes y han ido civilizándose poco a poco, haciendo sus leyes conforme les iba obligando la incomodidad de los crímenes y peleas, no pueden estar tan bien constituidos como los que, desde que se juntaron, han venido observando las constituciones de algún prudente legislador[12]. Como también es muy cierto que el estado de la verdadera religión, cuyas ordenanzas Dios sólo ha instituido, debe estar incomparablemente mejor arreglado que todos los demás. Y para hablar de las otras cosas humanas, creo que si Esparta ha sido antaño muy floreciente, no fue por causa de la bondad de cada una de sus leyes en particular, que algunas eran muy extrañas y hasta contrarias a las buenas costumbres, sino porque, habiendo sido inventadas por uno solo, todas tendían al mismo fin. Y así pensé yo que las ciencias de los libros, por lo menos aquellas cuyas razones son sólo probables y carecen de demostraciones, habiéndose compuesto y aumentado poco a poco con las opiniones de varias personas diferentes, no son tan próximas a la verdad como los simples razonamientos que un hombre de buen sentido puede hacer, naturalmente, acerca de las cosas que se presentan. Y también pensaba yo que, como hemos sido todos nosotros niños antes de ser hombres y hemos tenido que dejarnos regir durante mucho tiempo por nuestros apetitos y nuestros preceptores, que muchas veces eran contrarios unos a otros, y ni unos ni otros nos aconsejaban siempre acaso lo mejor, es casi imposible que sean nuestros juicios tan puros y tan sólidos como lo fueran si, desde el momento de nacer, tuviéramos el uso pleno de nuestra razón y no hubiéramos sido nunca dirigidos más que por ésta.

Verdad es que no vemos que se derriben todas las casas de una ciudad con el único propósito de reconstruirlas de otra manera y de hacer más hermosas las calles: pero vemos que muchos particulares mandan echar abajo sus viviendas para reedificarlas, y muchas veces son forzados a ello cuando los edificios están en peligro de caerse por no ser ya muy firmes los cimientos. Ante cuyo ejemplo llegué a persuadirme de que no sería en verdad sensato que un particular se propusiera reformar un Estado cambiándolo todo desde los cimientos, y derribándolo para enderezarlo; ni aun siquiera reformar el cuerpo de las ciencias o el orden establecido en las escuelas para su enseñanza: pero que, por lo que toca a las opiniones, a que hasta entonces había dado mi crédito, no podía yo hacer nada mejor que emprender de una vez la labor de suprimirlas, para sustituirlas luego por otras mejores o por las mismas, cuando las hubiere ajustado al nivel de la razón. Y tuve firmemente por cierto que, por este medio, conseguiría dirigir mi vida mucho mejor que si me contentase con edificar sobre cimientos viejos y me apoyase solamente en los principios que había aprendido siendo joven, sin haber examinado nunca si eran o no verdaderos. Pues si bien en esta empresa veía varias dificultades, no eran, empero, de las que no tienen remedio, ni pueden compararse con las que hay en la reforma de las menores cosas que atañen a lo público. Estos grandes cuerpos políticos es muy difícil levantarlos, una vez que han sido derribados, o aun sostenerlos en pie cuando se tambalean, y sus caídas son necesariamente muy duras. Además, en lo tocante a sus imperfecciones, si las tienen —y sólo la diversidad que existe entre ellos basta para asegurar que varios las tienen—, el uso las ha suavizado mucho, sin duda, y hasta ha evitado o corregido insensiblemente no pocas entre ellas, que con la prudencia no hubieran podido remediarse tan eficazmente: y, por último, son casi siempre más soportables que lo seria el cambiarlas, como los caminos reales, que serpentean por las montañas, se hacen poco a poco tan llanos y cómodos por el mucho tránsito que es muy preferible seguirlos que no meterse en acortar, saltando por encima de las rocas y bajando hasta el fondo de las simas.

Por todo esto, no puedo en modo alguno aplaudir a esos hombres de carácter inquieto y atropellado que, sin ser llamados ni por su alcurnia ni por su fortuna al manejo de los negocios públicos, no dejan de hacer siempre, en idea, alguna reforma nueva, y si creyera que hay en este escrito la menor cosa que pudiera hacerme sospechoso de semejante insensatez, no hubiera consentido en su publicación[13]. Mis designios no han sido nunca otros que tratar de reformar mis propios pensamientos y edificar sobre un terreno que me pertenece a mí sólo. Sí, habiéndome gustado bastante mi obra, os enseño aquí el modelo, no significa esto que quiera yo aconsejar a nadie que me imite. Los que hayan recibido de Dios mejores y abundantes mercedes, tendrán, sin duda, más levantados propósitos, pero mucho me temo que éste mío no sea ya demasiado audaz para algunas personas. Ya la mera resolución de deshacerse de todas las opiniones recibidas anteriormente no es un ejemplo que todos deban seguir. Y el mundo se compone casi sólo de dos especies de ingenios, a quienes este ejemplo no conviene, en modo alguno, y son, a saber: de los que, creyéndose más hábiles de lo que son, no pueden contener la precipitación de sus juicios ni conservar la bastante paciencia para conducir ordenadamente todos sus pensamientos; por donde sucede que, si una vez se hubiesen tomado la libertad de dudar de los principios que han recibido y de apartarse del camino común, nunca podrán mantenerse en la senda que hay que seguir para ir más en derechura, y permanecerán extraviados toda su vida; y de otros que, poseyendo bastante razón o modestia para juzgar que son menos capaces de distinguir lo verdadero de lo falso que otras personas, de quienes pueden recibir instrucción, deben más bien contentarse con seguir las opiniones de esas personas que buscar por sí mismos otras mejores.