7 mejores cuentos - Colombia - Soledad Acosta de Samper - E-Book

7 mejores cuentos - Colombia E-Book

Soledad Acosta De Samper

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Beschreibung

7 Mejores Cuentos - Colombia es una selección de siete cuentos de la literatura colombiana, escritos por algunos de los autores más reconocidos del país. Esta colección abarca una gran variedad de estilos y temas, desde narraciones que exploran la devoción religiosa y los retos de la vida cotidiana hasta historias de reflexión personal y tragedia conmovedora. Cada cuento ofrece una visión única de la cultura y la sociedad colombianas, revelando la riqueza y diversidad de la tradición literaria del país. Además de los cuentos, el libro incluye una selección de poemas para introducir al lector en la rica tradición de la poesía colombiana. Una lectura imprescindible para los amantes de la literatura y para aquellos interesados en descubrir los tesoros de la literatura colombiana.

Este libro contiene los siguientes cuentos:

San Antoñito, de Tomás Carrasquilla: Damián, un joven devoto, es venerado como santo por su comunidad, mientras Aguedita le guía en su camino religioso.

Luz y sombra, de Soledad Acosta de Samper: Una joven reflexiona sobre su belleza y las consecuencias de una vida de vanidad y capricho.

La protesta de la musa, de José Asunción Silva: Un poeta satírico se enfrenta a la Musa, que cuestiona el uso de su talento para ridiculizar y criticar.

Más fuerte que la muerte, de Eduardo Castillo: El solitario poeta Luis de Guevara, de inquietante encanto, deja una huella imborrable en mujeres y amigos.

El primer viernes, de José Restrepo Jaramillo: Simbad, un colegial, afronta un difícil viaje entre dos pueblos, encontrando alegrías y retos en el camino.

La Tragedia Del Minero, de Efe Gómez: Se retrata la dura vida de los mineros, que culmina en un trágico accidente que cambia una comunidad para siempre.

Mis próceres, de Waldina Dávila de Ponce: La historia del sacrificio de cinco héroes de una misma familia durante la lucha por la independencia de Colombia.

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Seitenzahl: 127

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Introducción

 

La literatura colombiana, rica y diversificada, refleja la complejidad cultural del país, que resulta de la confluencia de herencias españolas, africanas e indígenas. La geografía variada de Colombia, con regiones como la costa del Caribe, la Gran Antioquia, el Altiplano de Cundinamarca-Boyacá, la Gran Tolima y el Valle del Oeste, contribuye a la diversidad de las tradiciones literarias.

 

Los Primeros Tiempos: Conquista y Colonialismo

La literatura colombiana comenzó a formarse durante el período de la conquista y colonización española. Los primeros escritores se dedicaron a narrar las conquistas, con crónicas que describían las nuevas tierras y las aventuras de los conquistadores. Gonzalo Jiménez de Quesada es un ejemplo notable, conocido por sus diarios de conquista. Otros cronistas importantes incluyen a Juan de Castellanos, autor de "Elegías de varones ilustres de Indias", un extenso poema sobre los héroes de las Indias, y Pedro Simón, quien escribió sobre la conquista española en la obra "Noticias historiales de las conquistas de Tierra Firme en las Indias Occidentales".

 

Literatura Colonial

Durante el período colonial, la literatura colombiana comenzó a diversificarse. Hernando Domínguez Camargo es un ejemplo de escritor barroco, influenciado por Luis de Góngora. Su obra "Poema épico para San Ignacio de Loyola" es una de las más reconocidas de ese período. Lucas Fernández de Piedrahita también se destacó con "Historia General de las Conquistas del Nuevo Reino de Granada".

 

Independencia y Romanticismo

La lucha por la independencia influyó fuertemente en la literatura del país. Escritores como Francisco Antonio Zea y Antonio Nariño utilizaron sus obras para apoyar el movimiento de liberación. La era post-independencia vio el ascenso del romanticismo, con figuras como Jorge Isaacs, autor de la novela "María", una obra fundamental del movimiento romántico colombiano.

 

Costumbrismo y Modernismo

A finales del siglo XIX y principios del siglo XX, la literatura costumbrista ganó destaque. Este movimiento literario se centraba en la representación de la vida cotidiana y las costumbres locales. Rafael Pombo es una figura importante de ese período, conocido por sus historias infantiles y poemas. Tomás Carrasquilla también se destacó con sus descripciones vívidas de la vida rural.

El modernismo, que surgió a finales del siglo XIX, trajo una nueva sensibilidad estética, caracterizada por la búsqueda de belleza e innovación. José Asunción Silva, con sus "Nocturnos", y José María Vargas Vila, crítico feroz del imperialismo y la iglesia, fueron los principales exponentes del modernismo en Colombia.

 

El Boom Latinoamericano y el Realismo Mágico

A partir de la década de 1950, la literatura colombiana ganó proyección internacional con el boom latinoamericano. Gabriel García Márquez es la figura central de este movimiento. Su novela "Cien años de soledad" es una obra maestra del realismo mágico, un estilo literario que mezcla lo real con lo fantástico de manera natural y cotidiana. Este período también vio la emergencia de escritores como Álvaro Mutis y Fernando Vallejo.

 

Nadaísmo y Generación Desencantada

Los años 1960 y 1970 estuvieron marcados por el nadaísmo, un movimiento vanguardista que reflejaba el nihilismo y la revuelta contra el orden establecido. Gonzalo Arango fue el líder de este movimiento. La generación desencantada, que emergió en la década de 1970, incluyó poetas como Juan Manuel Roca y María Mercedes Carranza, cuyas obras reflejan el escepticismo político y un lenguaje coloquial que critica la realidad urbana.

 

Literatura Contemporánea

En las últimas décadas, la literatura colombiana ha continuado evolucionando, abordando temas urbanos y sociales con nuevas voces. Autores contemporáneos como Héctor Abad Faciolince, Laura Restrepo y Santiago Gamboa exploran la complejidad de la vida moderna en Colombia. La poesía también sigue fuerte, con poetas como Lucía Estrada y Andrea Cote ganando reconocimiento internacional.

 

Literatura Infantil

La literatura infantil en Colombia también tiene una rica tradición, con Rafael Pombo siendo una figura central. Sus rimas y cuentos son ampliamente conocidos y utilizados en la educación básica. Más recientemente, autores como Jairo Aníbal Niño e Irene Vasco han explorado nuevos temas, incluyendo el conflicto y el miedo, reflejando la realidad vivida por muchos niños colombianos.

 

Conclusión

La literatura colombiana es un reflejo vibrante y diversificado de la historia y cultura del país. Desde las crónicas de la conquista hasta las voces contemporáneas, ofrece un rico tapiz de narrativas que capturan la esencia de Colombia. "Los 7 mejores cuentos de Colombia" pretende ser una introducción a esta riqueza literaria, invitando al lector a explorar las profundidades de la imaginación y la realidad colombianas.

San Antoñito

Tomás Carrasquilla

 

Aguedita Paz era una criatura entregada a Dios y a su santo servicio. Monja fracasada por estar ya pasadita de edad cuando le vinieron los hervores monásticos, quiso hacer de su casa un simulacro de convento, en el sentido decorativo de la palabra; de su vida algo como un apostolado, y toda, toda ella se dio a los asuntos de iglesia y sacristía, a la conquista de almas a la mayor honra y gloria de Dios, mucho a aconsejar a quien lo hubiese o no menester, ya que no tanto a eso de socorrer pobres y visitar enfermos.

De su casita para la iglesia y de la iglesia para su casita se le iban un día, y otro y otro, entre gestiones y santas intriguillas de fábrica, componendas de altares, remontas y zurcidos de la indumentaria eclesiástica, toilette de santos, barrer y exornar todo paraje que se relacionase con el culto.

En tales devaneos y campañas llegó a engranarse en íntimas relaciones y compañerismo con Damiancito Rada, mocosuelo muy pobre, muy devoto, y monaguillo mayor en procesiones y ceremonias, en quien vino a cifrar la buena señora un cariño tierno a la vez que extravagante, harto raro por cierto en gentes célibes y devotas. Damiancito era su brazo derecho y su paño de lágrimas: él la ayudaba en barridos y sacudidas, en el lavatorio y lustre de candelabros e incensarios; él se pintaba solo para manejar albas y doblar corporales y demás trapos eucarísticos; a su cargo estaba el acarreo de flores, musgos y forrajes para el altar, y era primer ayudante y asesor en los grandes días de repicar recio, cuando se derretía por esos altares mucha cera y esperma, y se colgaban por esos muros y palamentas tantas coronas de flores, tantísimos paramentones de colorines.

Sobre tan buenas partes era Damiancito sumamente rezandero y edificante, comulgador insigne, aplicado como él solo dentro y fuera de la escuela, de carácter sumiso, dulzarrón y recatado, enemigo de los juegos estruendosos de la chiquillería, y muy dado a enfrascarse en La monja santa, Práctica de amor a Jesucristo y en otros libros no menos piadosos y embelecadores.

Prendas tan peregrinas como edificantes, fueron poderosas a que Aguedita, merced a sus videncias e inspiraciones, llegase a adivinar en Damián Rada no un curita de misa y olla, sino un doctor de la Iglesia, mitrado cuando menos, que en tiempos no muy lejanos había de refulgir cual astro de sabiduría y santidad, para honra y glorificación de Dios.

Lo malo de la cosa era la pobreza e infelicidad de los padres del predestinado y la no mucha abundancia de su protectora. Mas no era ella para renunciar a tan sublimes ideales: esa miseria era la red con que el Patas quería estorbar el vuelo de aquella alma que había de remontarse serena, serena como una palomita, hasta su Dios. ¡Pues no! ¡No lograría el Patas sus intentos! Y discurriendo, discurriendo, cómo rompería la diabólica maraña, diose a adiestrar a Damiancito en tejidos de red y crochet; y tan inteligente resultó el discípulo, que al cabo de pocos meses puso en cantarilla un ropón con muchas ramazones y arabescos que eran un primor, labrado por las delicadas manos de Damián.

Catorce pesos, billete sobre billete, resultaron de la invención.

Tras esta vino otra, y luego la tercera, las cuales le produjeron obra de tres condores. Tales ganancias abriéronle a Aguedita tamaña agalla. Fuese al cura y le pidió permiso para hacer un bazar a beneficio de Damián. Concedióselo el párroco, y armada de tal concesión y de su mucha elocuencia y seducciones, encontró apoyo en todo el señorío del pueblo. El éxito fue un sueño que casi trastornó a la buena señora, con ser que era muy cuerda: ¡sesenta y tres pesos!

El prestigio de tal dineral; la fama de las virtudes de Damián, que ya por ese entonces llenaba los ámbitos de la parroquia; la fealdad casi ascética y decididamente eclesiástica del beneficiado formáronle aureola, especialmente entre el mujerío y gentes piadosas. “El curita de Aguedita” llamábalo todo el mundo, y en mucho tiempo no se habló de otra cosa que de sus virtudes, austeridades y penitencias. El curita ayunaba témporas y cuaresmas antes que su Santa Madre Iglesia se lo ordenase, pues apenas entraba por los quince; y no así, atracándose con el mediodía y comiendo a cada rato como se estila hogaño, sino con una frugalidad eminentemente franciscana; y se dieron veces en que el ayuno fuera al traspaso cerrado. El curita de Aguedita se iba por esas mangas en busca de las soledades, para hablar con su Dios y echarle unos párrafos de Imitación de Cristo, obra que a estas andanzas y aislamientos siempre llevaba consigo. Unas leñadoras contaban haberle visto metido entre una barranca, arrodillado y compungido, dándose golpes de pecho con una mano de moler. Quién aseguraba que en un paraje muy remoto y umbrío había hecho una cruz de sauce y que en ella se crucificaba horas enteras a cuero pelado; y nadie lo dudaba, pues Damián volvía siempre ojeroso, macilento, de los éxtasis y crucifixiones. En fin, que Damiancito vino a ser el santo de la parroquia, el pararrayos que libraba a tanta gente mala de las cóleras divinas. A las señoras limosneras se les hizo preciso que su óbolo pasara por las manos de Damián, y todas a una le pedían que las metiese en parte en sus santas oraciones.

Y como el perfume de las virtudes y el olor de santidad siempre tuvieron tanta magia, Damián, con ser un bicho raquítico, arrugado y enteco, aviejado y paliducho de rostro, muy rodillijunto y patiabierto, muy contraído de pecho y maletón, con una figurilla que más parecía de feto que de muchacho, resultó hasta bonito e interesante. Ya no fue curita: fue “San Antoñito”. San Antoñito le nombraban y por San Antoñito entendía. “¡Tan queridito!” -decían las señoras cuando lo veían salir de la iglesia, con su paso tan menudito, sus codos tan remendados, su par de parches en las posas, pero tan aseadito y decoroso. “¡Tan bello ese modo de rezar con sus ojos cerrados! ¡La unción de esa criatura es una cosa que edifica! Esa sonrisa de humildad y mansedumbre. ¡Si hasta en el caminado se le ve la santidad!”.

Una vez adquiridos los dineros no se durmió Aguedita en las pajas. Avistose con los padres del muchacho, arreglole el ajuar; comulgó con él en una misa que habían mandado a la Santísima Trinidad para el buen éxito de la empresa; diole los últimos perfiles y consejos, y una mañana muy fría de enero viose salir a San Antoñito de panceburro nuevo, caballero en la mulita vieja de señó Arciniegas, casi perdido entre los zamarros del mayordomo de Fábrica, escoltado por un rescatante que le llevaba la maleta y a quien venía consignado. Aguedita, muy emparentada con varias señoras acaudaladas de Medellín, había gestionado de antemano a fin de recomendar a su protegido; así fue que cuando este llegó a la casa de asistencia y hospedaje de las señoras Del Pino, halló campo abierto y viento favorable.

La seducción del santo influyó al punto, y las señoras Del Pino, doña Pacha y Fulgencita, quedaron luego a cuál más pagada de su recomendado. El maestro Arenas, el sastre del Seminario, fue llamado inmediatamente para que le tomase las medidas al presunto seminarista y le hiciese una sotana y un manteo a todo esmero y baratura, y un terno de lanilla carmelita para las grandes ocasiones y trasiegos callejeros. Ellas le consiguieron la banda, el tricornio y los zapatos; y doña Pacha se apersonó en el Seminario para recomendar ante el rector a Damián. Pero, ¡oh desgracia!, no pudo conseguir la beca: todas estaban comprometidas y sobraba la mar de candidatos. No por eso amilanose doña Pacha: a su vuelta del Seminario entró a la Catedral e imploró los auxilios del Espíritu Santo para que la iluminase en conflicto semejante. Y la iluminó. Fue el caso que se le ocurrió avistarse con doña Rebeca Hinestrosa de Gardeazábal, dama viuda, riquísima y piadosa, a quien pintó la necesidad y de quien recabó almuerzo y comida para el santico. Felicísima, radiante, voló doña Pacha a su casa, y en un dos por tres habilitó de celdilla para el seminarista un cuartucho de trebejos que había por allá junto a la puerta falsa; y aunque pobres, se propuso darle ropa limpia, alumbrado, merienda y desayuno.

Juan de Dios Barco, uno de los huéspedes, el más mimado de las señoras por su acendrado cristianismo, así en el Apostolado de la Oración y malilla en los asuntos de san Vicente, regalole al muchacho algo de su ropa en muy buen estado y un par de botines que le vinieron holgadillos y un tanto sacados y movedizos de jarrete. Juancho le consiguió con mucha rebaja los textos y útiles en la Librería Católica y cátame a Periquito hecho fraile.

No habían transcurrido tres meses y ya Damiancito era dueño del corazón de sus patronas y propietario en el de los pupilos y en el de cuanto huésped arrimaba a aquella casa de asistencia tan popular en Medellín. Eso era un contagio.

Lo que más encantaba a las señoras era aquella parejura de genio; aquella sonrisa, mueca celeste, que ni aun en el sueño despintaba a Damiancito; aquella cosa allá, indefinible, de ángel raquítico y enfermizo, que hasta a esos dientes podridos y disparejos daba un destello de algo ebúrneo, nacarino; aquel filtrarse la luz del alma por los ojos, por los poros de ese muchacho tan feo al par que tan hermoso. A tanto alcanzó el hombre, que a las señoras se les hizo un ser necesario. Gradualmente, merced a instancias que a las patronas les brotaban desde la fibra más cariñosa del alma, Damiancito se fue quedando, ya a almorzar, ya a comer en casa; y llegó día en que se le envió recado a la señora de Gardeazábal que ellas se quedaban definitivamente con el encanto.

—Lo que más me pela del muchachito -decía doña Pacha- es ese poco metimiento, esa moderación con nosotras y con los mayores. ¿No te has fijado, Fulgencia, que si no le hablamos él no es capaz de dirigirnos la palabra por su cuenta?

—¡No digás eso, Pacha! ¡ Esa aplicación de ese niño! ¡Y ese juicio que parece de viejo! ¡Y esa vocación para el sacerdocio! ¡Y esa modestia: ni siquiera por curiosidad ha alzado a ver a Candelaria!

Era la tal una muchacha criada por las señoras en mucho recato, señorío y temor de Dios. Sin sacarla de su esfera y condición mimábanla cual a propia hija; y como no era mal parecida y en casas como aquella nunca faltan asechanzas, las señoras, si bien miraban a la chica como un vergel cerrado, no la perdían de vista ni un instante.

Informada doña Pacha de las habilidades del pupilo como franjista y tejedor púsolo a la obra, y pronto varias señoras ricas y encopetadas le encargaron antimacasares y cubiertas de muebles. Corrida la noticia por las réclames de Fulgencia, se le pidió un cubrecama para una novia… ¡Oh! ¡En aquello sí vieron las señoras los dedos un ángel! Sobre aquella red sutil e inmaculada, cual telaraña de la gloria, albeaban con sus pétalos ideales manojos de azucenas, y volaban como almas de vírgenes unas mariposas aseñoradas, de una gravedad coqueta y desconocida. No tuvo que intervenir la lavandera: de los dedos milagrosos salió aquel ampo de pureza a velar el lecho de la desposada.