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Novelas y cuadros de la vida sur-americana de Soledad Acosta de Samper es una obra que ofrece una visión detallada de la sociedad latinoamericana del siglo XIX, abordando temas como el papel de la mujer, las tensiones políticas y las transformaciones sociales. A través de una prosa elegante y observaciones agudas, Acosta de Samper retrata la vida cotidiana, las costumbres y los conflictos de una época marcada por la construcción de identidades nacionales y la lucha por el progreso. Su mirada crítica y su interés por la historia y la educación convierten esta obra en un testimonio valioso de su tiempo. Desde su publicación, Novelas y cuadros de la vida sur-americana ha sido reconocida por su contribución a la literatura colombiana y latinoamericana, especialmente por su enfoque en la mujer y su rol en la sociedad. La combinación de narraciones realistas con reflexiones históricas y sociales ha consolidado su legado como una de las escritoras más influyentes de su época. Su obra sigue siendo objeto de estudio y revalorización, destacándose por su profundidad y compromiso con la realidad de su tiempo. La relevancia de esta colección radica en su capacidad de capturar las complejidades de la vida en América del Sur, explorando la intersección entre lo personal y lo político. Novelas y cuadros de la vida sur-americana invita a una reflexión sobre el pasado y su influencia en el presente, ofreciendo una visión rica y matizada de la sociedad decimonónica y su evolución
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Seitenzahl: 580
Veröffentlichungsjahr: 2025
Soledad Acosta de Samper
NOVELAS Y CUADROS DE LA VIDA SUR-AMERICANA
Novelas y cuadros de la vida sur-americana
Dolores (Cuadros de la vida de una mujer)
Parte primera
Parte segunda
Parte tercera
Teresa la Limeña (Páginas de la vida de una peruana)
El corazón de la mujer (Ensayos psicológicos)
I – Matilde
II – Manuelita
III – Mercedes
IV – Juanita
V – Margarita
VI – Isabel
La Perla del Valle
Ilusión y realidad
Luz y sombra
Tipos sociales
Mi madrina
Un crimen
Soledad Acosta de Samper
1833 – 1913
Soledad Acosta de Samper fue una escritora, historiadora y periodista colombiana, reconocida como una de las figuras más importantes de la literatura y el pensamiento intelectual en el siglo XIX en Hispanoamérica. Su obra abarcó múltiples géneros, incluyendo la novela, el ensayo, la biografía y la historiografía, con un fuerte enfoque en la educación de la mujer, la historia de Colombia y la identidad nacional.
Infancia y Educación
Soledad Acosta nació en Bogotá en una familia ilustrada. Su padre, Joaquín Acosta, fue un militar e historiador que influyó profundamente en su interés por la historia y la literatura. Durante su juventud, vivió en Europa, donde recibió una educación refinada y entró en contacto con corrientes intelectuales que marcarían su pensamiento. De regreso a Colombia, se casó con el periodista y político José María Samper, con quien compartió ideales liberales y una visión progresista sobre la sociedad.
Carrera y Contribuciones
A lo largo de su vida, Acosta de Samper escribió más de 40 novelas, además de artículos periodísticos, ensayos y estudios históricos. Entre sus obras más destacadas se encuentran La mujer en la sociedad moderna (1895), donde aboga por la educación femenina, y Biografías de hombres ilustres o notables (1878), en la que resalta la contribución de figuras clave en la historia de Colombia.
Su labor en el periodismo fue igualmente relevante: fundó y dirigió revistas como La Mujer y La Familia, en las que promovió el acceso de las mujeres a la educación y la cultura. Sus escritos reflejan una visión adelantada a su época, en la que la mujer debía desempeñar un papel activo en la construcción de la nación.
Impacto y Legado
Soledad Acosta de Samper es considerada una pionera del feminismo en Colombia. A través de su obra, defendió la educación de la mujer como una herramienta fundamental para el progreso del país. Su trabajo en la historiografía también fue innovador, pues buscó rescatar la memoria de figuras históricas colombianas desde una perspectiva rigurosa y bien documentada.
A pesar de que durante su vida no recibió el reconocimiento que merecía, hoy se la valora como una de las intelectuales más influyentes de su tiempo. Su legado ha sido reivindicado en estudios contemporáneos que destacan su papel en la consolidación de la literatura y la historiografía en Colombia.
Soledad Acosta de Samper falleció en 1913 en Bogotá. Aunque su obra fue olvidada durante gran parte del siglo XX, el interés por su trabajo ha resurgido en las últimas décadas, con reediciones y estudios que resaltan su importancia en la literatura y el pensamiento colombiano.
Su visión sobre la educación, la historia y el papel de la mujer sigue siendo relevante, y su nombre se mantiene como una referencia fundamental en la literatura y el feminismo en América Latina.
Sobre la obra
Novelas y cuadros de la vida sur-americana de Soledad Acosta de Samper es una obra que ofrece una visión detallada de la sociedad latinoamericana del siglo XIX, abordando temas como el papel de la mujer, las tensiones políticas y las transformaciones sociales. A través de una prosa elegante y observaciones agudas, Acosta de Samper retrata la vida cotidiana, las costumbres y los conflictos de una época marcada por la construcción de identidades nacionales y la lucha por el progreso. Su mirada crítica y su interés por la historia y la educación convierten esta obra en un testimonio valioso de su tiempo.
Desde su publicación, Novelas y cuadros de la vida sur-americana ha sido reconocida por su contribución a la literatura colombiana y latinoamericana, especialmente por su enfoque en la mujer y su rol en la sociedad. La combinación de narraciones realistas con reflexiones históricas y sociales ha consolidado su legado como una de las escritoras más influyentes de su época. Su obra sigue siendo objeto de estudio y revalorización, destacándose por su profundidad y compromiso con la realidad de su tiempo.
La relevancia de esta colección radica en su capacidad de capturar las complejidades de la vida en América del Sur, explorando la intersección entre lo personal y lo político. Novelas y cuadros de la vida sur-americana invita a una reflexión sobre el pasado y su influencia en el presente, ofreciendo una visión rica y matizada de la sociedad decimonónica y su evolución.
A la memoria de mi padre, el general Joaquín Acosta
Dos palabras al lector
Debo una explicación a cuantos favorezcan con su benévola acogida este libro, respecto de los motivos que han determinado su publicación.
La esposa que Dios me ha dado y a quien con suma gratitud he consagrado mi amor, mi estimación y mi ternura, jamás se ha envanecido con sus escritos literarios, que considera como meros ensayos; y no obstante la publicidad dada a sus producciones, tanto en Colombia como en el Perú, y la benevolencia con que el público la ha estimulado en aquellas repúblicas, ha estado muy lejos de aspirar a los honores de otra publicidad más durable que la del periodismo. La idea de hacer una edición, en libro, de las novelas y los cuadros que mi esposa ha dado a la prensa, haciéndose conocer sucesivamente bajo los seudónimos de Bertilda, Andina y Aldebarán, nació de mí exclusivamente; y hasta he tenido que luchar con la sincera modestia de tan querido autor para obtener su consentimiento.
¿Por qué lo he solicitado con empeño? Los motivos son de sencilla explicación. Hija única de uno de los hombres más útiles y eminentes que ha producido mi patria, del general Joaquín Acosta, notable en Colombia como militar y hombre de estado, como sabio y escritor y aún como profesor, mi esposa ha deseado ardientemente hacerse lo más digna posible del nombre que lleva, no sólo como madre de familia sino también como hija de la noble patria colombiana; y ya que su sexo no le permitía prestar otro género de servicios a esa patria, buscó en la literatura, desde hace más de catorce años, un medio de cooperación y actividad.
He querido, por mi parte, que mi esposa contribuya con sus esfuerzos, siquiera sean humildes, a la obra común de la literatura que nuestra joven república está formando, a fin de mantener, de algún modo, la tradición del patriotismo de su padre; y he deseado que, si algún mérito pueden hallar mis conciudadanos, en los escritos de mi esposa, puedan estos servir a mis hijas como un nuevo título a la consideración de los que no han olvidado ni olvidarán el nombre del general Acosta.
Tan legítimos deseos justificarán, así lo espero, la presente. Ésta contiene, junto con seis cuadros hasta ahora inéditos, una pequeña parte de los escritos que la imprenta ha dado a luz bajo los tres seudónimos mencionados y las iniciales S. A. S.; pero he creído que sólo debía insertar en este libro cuadros homogéneos, prescindiendo de gran número de artículos literarios y bibliográficos, y de todos los trabajos relativos a viajes y otros objetivos.
¡Quieran los amigos de la literatura, entre los pueblos hermanos que hablan la lengua de Cervantes y Moratín, acoger con benevolencia los escritos de una Colombina, que no cree merecer aplausos y solamente solicita estímulos!
París, octubre 5 de 1869.
JOSÉ M. SAMPER
La nature est un drame avec des personnages.
VÍCTOR HUGO
— ¡Qué linda muchacha! — exclamó Antonio al ver pasar por la mitad de la plaza de la aldea de N*** algunas personas a caballo, que llegaban de una hacienda con el objeto de asistir a las fiestas del lugar, señaladas para el día siguiente.
Antonio González era mi condiscípulo y el amigo predilecto de mi juventud. Al despedirnos en la Universidad, graduados ambos de doctores, me ofreció visitarme en mi pueblo en la época de las fiestas parroquiales, y con tal fin había llegado el día, anterior a N***. Deseosos ambos de divertirnos, dirigíamos, con el entusiasmo de la primera juventud, que en todo halla interés, la construcción de las barreras en la plaza para las corridas de toros del siguiente día. A ese tiempo pasó, como antes dije, un grupo de gente a caballo, en medio del cual lucía, como un precioso lirio en medio de un campo, la flor más bella de aquellas comarcas, mi prima Dolores.
— Lo que más me admira — añadió Antonio, es la cutis tan blanca y el color tan suave, o como no se ven en estos climas ardientes.
Efectivamente, los negros ojos de Dolores y su cabellera de azabache hacían contraste con lo sonrosado de su tez y el carmín de sus labios.
— Es cierto lo que dice usted — exclamó mi padre que se hallaba a mi lado —, la cutis de Dolores no es natural en este clima... ¡Dios mío! — dijo con acento conmovido un momento después —, yo no había pensado en eso antes.
Antonio y yo no comprendimos la exclamación del anciano. Años después recordábamos la impresión que nos causó aquel temor vago, que nos pareció tan extraño.
Mi padre era el médico de N*** y en cualquier centro más civilizado se hubiera hecho notar por su ciencia práctica y su caridad. Al contrario de lo que generalmente sucede, él siempre había querido que yo siguiese su misma profesión, con la esperanza, decía, de que fuese un médico más ilustrado que él.
Hijo único, satisfecho con mi suerte, mimado por mi padre y muy querido por una numerosa parentela, siempre me había considerado muy feliz. Me hallaba entonces en N*** tan sólo de paso, arreglando algunos negocios para poder verificar pronto mi unión con una señorita a quien había conocido y amado en Bogotá.
Entre todos mis parientes la tía Juana, señora muy respetable y acaudalada, siempre me había preferido, cuidando y protegiendo mi niñez desde que perdí a mi madre, Dolores, hija de una hermana suya, vivía a su lado hacía algunos años, pues era huérfana de padre y madre. La tía Juana dividía su cariño entres sus dos sobrinos predilectos.
Apenas llegamos a una edad en que se piensa en esas cosas, Dolores y yo comprendimos que el deseo de la buena señora era determinar un enlace entre los dos; pero la naturaleza humana prefiere las dificultades al camino trillado, y ambos procurábamos manifestar tácitamente que nuestro mutuo cariño era solamente fraternal. Creo que el deseo de imposibilitar enteramente ese proyecto contribuyó a que sin vacilar me comprometiese a casarme en Bogotá, y cuando todavía era un estudiante sin porvenir. Considerando a Dolores como una hermana, desde que fui al colegio le escribía frecuentemente y le refería las penas y percances de mi vida de colegial, y después mis esperanzas de joven y de novio.
Esta corta reseña era indispensable para la inteligencia de mi sencilla relación.
Después de permanecer en la plaza algunos momentos más, volvimos a casa. La vivienda de mi padre estaba a alguna distancia del pueblo; pero como se anunciaban fuegos artificiales para la noche, Antonio y yo resolvimos volver al poblado poco antes de que se empezara esta diversión popular.
La luna iluminaba el paisaje. Un céfiro tibio y delicioso hacía balancear los árboles y arrancaba a las flores su perfume. Los pajarillos se despertaban con la luz de la luna y dejaban oír un tierno murmullo, mientras que el filósofo búho, siempre taciturno y disgustado se quejaba con su grito de mal agüero.
Antonio y yo teníamos que atravesar un potrero y cruzar el camino real antes de llegar a la plaza de N***. ¡Conversábamos alegremente de nuestras esperanzas y nuestra futura suerte, porque lo futuro para la juventud es siempre sinónimo de dichas y esperanzas colmadas! Antonio había elegido la carrera más ardua, pero también la más brillante, de abogado, y su claro talento y fácil elocuencia le prometían un bello porvenir. Yo pensaba, después de hacer algunos estudios prácticos con uno de los facultativos de más fama, casarme y volver a mi pueblo a gozar de la vida tranquila del campo. Forzoso es confesar que N*** no era sino una aldea grande, no obstante el enojo que a sus vecinos causaba el oírla llamar así, pues tenía sus aires de ciudad y poseía en ese tiempo jefe político jueces, cabildo y demás tren de gobierno local. Desgraciadamente ese tren y ese tono le producían infinitas molestias, como le sucedería a una pobre campesina que, enseñada a andar descalza y a usar enaguas cortas, se pusiese de repente botines de tacón, corsé y crinolina.
A medida que nos acercábamos al poblado el silencio del campo se fue cambiando en alegre bullicio: se oían cantos al compás de tiples y bandolas, gritos y risas sonoras; de vez en cuando algunos cohetes disparados en la plaza anunciaban que pronto empezarían los fuegos.- La plaza presentaba un aspecto muy alegre. En medio del cercado para los toros del siguiente día habían, puesto castillos de chusque, y formado figuras con candiles que era preciso encender sin cesar a medida que se apagaban. El polvorero del lugar era en ese momento la persona más interesante; los muchachos lo seguían, admirando su gran ciencia y escuchando con ansia y con respeto las órdenes y consejos que daba a sus subalternos sobre el modo de encender los castillos y tirar los cohetes con maestría.
Antonio y yo nos acercamos a la casa de la tía Juana que, situada en la plaza, era la mejor del pueblo. En la puerta y sentadas sobre silletas recostadas contra la pared, reían y conversaban muchas de las señoritas del lugar, mientras que las madres y señoras respetables estaban adentro discutiendo cuestiones más graves, es decir, enfermedades, víveres y criadas. Los cachacos del lugar y los de otras partes que habían ido a las fiestas, pasaban y repasaban por frente a la puerta sin atreverse a acercarse a las muchachas, que gozaban de su imperio y atractivo sin mostrar el interés con que los miraban.
Me acerqué a la falange femenina con todo el ánimo que me inspiraba el haber llegado de Bogotá, grande recomendación en las provincias, y la persuasión de ser bien recibido como pariente. Presenté mi amigo a las personas reunidas dentro y fuera de la casa, y tomando asientos salimos a conversar con las muchachas.
Poco después empezaron los fuegos: la vaca— loca, los busca-niguas y demás retozos populares pusieron en movimiento a todo el populacho, que corría con bulliciosa alegría. El humo de la pólvora oscureció la luz de la luna que un momento antes brillaba tan poéticamente. Los castillos fueron encendidos uno en pos de otro en medio de los gritos de la muchedumbre. Al cabo de algunos minutos se oyó un recio estampido acompañado de algunas luces rojas y mayor cantidad de humo sofocante: ésta era la señal de que los fuegos habían concluido, y la gente se fue dispersando en diferentes direcciones, convencidos todos de que aquellos habían estado brillantes y que se habían divertido mucho, aunque se les hubiera podido probar lo contrario al hacerles pensar en el cansancio, los pies magullados, los vestidos rotos y tal cual quemadura que algunos llevaban. Pero ¿siempre no es más bella la imaginación que la realidad?
Propuse entonces que fuéramos todos los que estábamos reunidos en casa de la tía Juana a dar una vuelta por la plaza.
La tropa femenina se formó en columna y los del sexo feo, desplegándonos en guerrilla, dábamos vuelta a su alrededor. La simpatía es inexplicable siempre: en breve Antonio y Dolores se acercaron el uno al otro y trabaron al momento una alegre conversación.
La plaza estaba cubierta de mesas de diferentes juegos de lotería, bis-bis, pasa-diez, cachimona, etc., en los que con la módica suma de un cuartillo se apuntaban todos aquellos que querían probar la suerte. En otras mesas y bajo de toldos algunos tomaban licores de toda especie: chicha de coco, guarapo, anisado, mistela y hasta brandi y vino no muy puros; mientras que otros encontraban el ideal de sus aspiraciones en suculentos guisos, ajiacos, pavos asados y lechonas rellenas con ajos y cominos. Más lejos se veían horchatas, aguas de lulos, de moras, de piña, guarruz de maíz y de arroz, que se presentaban en sus botellas tapadas con manojitos de claveles o rosas. Los bizcochuelos cubiertos con batido blanco o canela, los huevos chimbos, las frutas acarameladas, las cocadas, los panderos, las arepitas de diversas formas y todo el conjunto de golosinas que lleva compendiosamente el nombre de colación, yacían en bandejas de varios tamaños y colores, en hileras sobre manteles toscos pero limpios.
De aquí para allí discurrían grupos de gente del pueblo cantando al son de tiples, alfandoques y carrascas. Esta gente recorre toda tienda en que se encuentre guarapo y aguardiente, cantando siempre, sin cambiar nunca la cadencia lánguida y melancólica de su estribillo y sin dejar de improvisar curiosos versos. Así pasan las noches enteras, cantando y bebiendo sin cesar, pero siempre con aire grave y sin sonreírse jamás. ¡Cuán cierto es aquello de que los extremos se tocan! El nec plus ultra del hombre civilizado es procurar llegar al apogeo de la insensibilidad. El famoso lord Chesterfield aconsejaba a su hijo que cuidase de que nunca lo viesen reír; y una de las pruebas del salvajismo entre las tribus bárbaras es aquella continua gravedad, aquella insensibilidad real o aparente que las distingue.
De repente se oyó el chillido agudo y destemplado de la chirimía, que dominó todos los demás rumores.
— ¡Ya empezaron las fiestas! -gritaron todos alborozados.
Efectivamente, en los pueblos no se creía en ese tiempo que pudiera haber fiestas populares si no las presidía la chirimía. Entonces la tocaba un anciano que vivía continuamente viajando de pueblo en pueblo y de fiesta en fiesta; en todas partes lo recibían con el mayor placer y lo agasajaban como al ser interesante y más indispensable.
La chirimía no es un instrumento exclusivo de América: es muy semejante en su sonido al bag-pipe de los escoceses y a la gaita de gallegos y saboyardos. No hace mucho que se descubrió en una antigua escultura parecido. Parece que Nerón se complacía en tocarlo, acaso porque esos discordes acentos armonizaban con su espíritu.
Después de haber inspeccionado las mesas de la plaza, en las cuales campeaba, la alegría popular, nos dirigimos hacia un baile, de ñapangas o cintureras. Era tal la compostura de estas gentes, que las señoras gustaban ir a verlas bailar, sin temor de que sus modales pudiesen ser tachados. Se había anunciado este baile como muy ruidoso y en extremo concurrido; así fue, que hallamos una multitud de curiosos que rodeaban la puerta o prendidos de las ventanas se asomaban a la sala. Sin embargo, al vernos llegar se hicieron a un lado, y las señoritas se situaron al pie de las ventanas y nosotros detrás de ellas.
La sala era de regular tamaño, enladrillada, blanqueada con aseo, y en las paredes se veían algunas pinturas coloreadas representando, según parecía, escenas de Guillermo Tell y de Matilde o las Cruzadas: cuatro sofás de cuero bruto y algunas silletas desiguales eran los muebles que la adornaban. En las puertas de las alcobas, a derecha o izquierda, se veían cortinas de percala roja que disimulaban la falta de puertas de madera. De trecho en trecho y prendidas de la pared habían puesto alcayatas de lata con sus correspondientes velas de sebo, a cuya incierta luz podíamos distinguir las muchachas que se habían sentado en contorno de la sala.
Las ñapangas vestían enaguas de fula azul con su arandela abajo, camisa bordada de rojo y negro, pañolón rojo o azul y sombrerito de paja fina con lazos de cinta ancha. Algunas se quitaban los sombreros para bailar y descubrían sus profusas cabelleras negras partidas en dos trenzas que caían por las espaldas terminando en lazos de cinta.
Los hombres, casi todos con pretensiones a ser los cachacos de la sociedad, fumaban y tomaban copitas de aguardiente, fraternizando con los músicos, quienes situados en la puerta interior de la sala templaban sus instrumentos.
— ¡Arriba, don Basilio! -exclamaban varias voces desde la puerta, al momento que empezaban a tocar un alegre bambuco—: ¡la pareja lo aguarda!
Y todas las miradas se dirigieron a un hombre de unos cuarentas años, grueso, lampiño, de cara ancha, frente angosta y escurrida hacia atrás: su mirada torva y la costumbre de cerrar un ojo al hablar le daban un aire singularmente desagradable.
— Nos vamos a divertir esta noche si baila don Basilio — dijo Antonio.
— Cállate — le contesté —, que si te oye no te perdonará jamás; ese hombre es presuntuoso y vengativo.
— Bailo — exclamó don Basilio con aire importante —, si Julián me acompaña.
— ¡Adelante, Julián! -gritaron los cachacos; y sacando a Julián de en medio de ellos lo obligaron a que diera la mano a una alegre y desenvuelta ñapanga, cuyos negros ojuelos hacían contraste con una mano de azahares que llevaba en la cabeza. Entre tanto don Basilio tiraba a otra de la mano diciéndole al oído palabras que la hicieron sonrojarse, y adelantándose con aire complacido se situó frente a ella y empezó a bailar el bambuco. La muchacha, joven y ligera, daba vueltas en torno de su pareja poniendo en ridículo el grueso talle y toscos ademanes de su galán, el cual parecía un enorme oso jugando con una gatita. Aunque afeminado y lleno de afectación, Julián formaba con la otra muchacha, un cuadro más agradable.
Pero mientras acaban de bailar, digamos quienes eran estos personajes, uno de los cuales figura en esta relación.
Basilio Flores era hijo de una pobre campesina de los alrededores de Bogotá. Su genio vivo y natural talento llamaron la atención a un rico hacendado en cuyo terreno su madre cultivaba su sementerilla de papas y maíz. El hacendado lo llevó a su casa y le enseñó a leer en sus ratos de ocio; y encantado con la facilidad que, el muchacho tenía para aprender, propuso sacar de él un buen dependiente, sobre quien pudiese, con el tiempo, descargar una parte de sus complicados negocios. Lo envió, pues, a un colegio en donde pronto hizo grandes adelantos. Tenía Basilio 18 años cuando estalló la guerra de la independencia, y el español que lo protegía creyó necesario emigrar. Antes de partir llamó al muchacho con mucho sigilo y le exigió bajo juramento que cuando se calmasen las revueltas públicas sacase una suma que había enterrado en un sitio de la casa de su habitación y que con ella lo fuese a buscar a España.
La situación del país impedía que se tuviese comunicación alguna con la madre mía, y en medio de las emociones políticas que lo rodeaban el protegido del español seguramente olvidó la recomendación de su patrón. Después de haber tomado en arrendamiento por un mes la casa del español (que había sido confiscada) por cuenta de una familia que debía llegar del campo y que nunca se vio en Bogotá, Basilio se retiró de la capital para acompañar, decía, a un pariente rico que vivía en el fondo de no sé qué provincia. Otros aseguraron que ese tío era completamente imaginario y que durante el tiempo que se eclipsó lo vieron en la choza de su madre entregado al estudio, con la esperanza de hacer una brillante entrada en la sociedad bogotana.
Cuando volvió a reinar alguna paz en el país se supo que, entre los españoles que habían salido prófugos, el patrón de Basilio, después de haber vagado por las costas de Colombia y enfermádose en las Antillas, apenas había tenido tiempo de llegar a España y morir sin dar sus últimas disposiciones. Los herederos enviaron órdenes para que realizasen las pocas fincas que no habían sido confiscadas, y se habló vagamente de una suma de consideración que el español había dejado enterrada, pero no pudieron reclamarla ni dar pruebas de su existencia.
Basilio volvió a la capital diciendo haber heredado a su incógnito pariente, y haciendo alarde de su riqueza trató de introducirse en la sociedad distinguida, pero fue rechazado con desdén.
Disgustado, pero decidido a poner todos los medios que tenía a su alcance para hacer olvidar su origen, partió para Europa y permaneció algunos años en París. Sin relaciones ni posición, se entregó a los vicios y acabó de corromper el escaso corazón con que la naturaleza lo había dotado. Alimentando su espíritu con la lectura de obras escépticas como las que entonces estaban en moda, imitaciones de los nuevos sistemas filosóficos de la moderna Alemania, el joven americano se convirtió en un materialista sin ningún sentimiento de virtud.
Resuelto a crearse una carrera brillante en su país, volvió con mil proyectos ambiciosos, y muy pronto se hicieron notar sus artículos en los periódicos de uno y otro partido. Poseía una memoria muy feliz, una instrucción regular y cierta elocuencia irónica, aunque superficial, con que se engaña fácilmente. Se firmaba B. de Miraflores, y decían que en París había pasado por barón. Hablaba francés e inglés con bastante corrección y siempre adornaba su conversación con frases y citas de autores extranjeros. Se vestía con un lujo extravagante y de mal gusto, y daba almuerzos en que desplegaba un boato charro con que alucinaba al vulgo.
Pero, desgraciadamente, si tenía memoria para algunas cosas la había perdido completamente para otras, y durante su viaje olvidó a la pobre madre, única persona que lloraba su ausencia. A su regreso de Europa no quiso verla ni dejarse visitar por ella (¡eso lo podría desacreditar!) pero fingiendo la generosidad que distingue a los nobles corazones, enviaba, por medio de un joven que le servía de factótum, una pensión mensual a "la pobre estanciera que le había servido de nodriza", según decía arqueando las cejas.
Deseando, al cabo de algunos años, faire une fin, como él decía, propuso casamiento sucesivamente a las señoritas más ricas, bellas y virtuosas de Bogotá: naturalmente todas lo desdeñaron hiriendo su amor propio, lo que le hizo recordar la famosa máxima de que: "de la calumnia siempre queda algo", y tarde o temprano se vengó de ellas.
Desalentado en sus proyectos matrimoniales entró de lleno en la política; pero aquí también lo aguardaban desengaños. Sus antecedentes poco claros, su lenguaje acervo y mordaz y sus malas costumbres lo hicieron despreciable entre los hombres de algún valer en todos los partidos. No pudiendo hacerse apreciar y admirar se hizo temible, y juró burlarse de la sociedad y vengarse de todos los que lo habían humillado. Se alió con los hombres más corrompidos de uno y otro partido y logró por medio de intrigas formarse cierta reputación entre los escritores públicos del país. Su pluma siempre estaba al servicio de los que gobernaban: con los conservadores, llamados entonces retrógrados, era partidario del orden absoluto; hablaba con elocuencia de las garantías individuales y del ejército permanente; se mostraba partidario de la pena de muerte y vilipendiaba la libertad de imprenta. Con los llamados progresistas, peroraba sobre la necesidad de la libertad del pensamiento y de la democracia pura; se enternecía al hablar de la causa sagrada del pueblo soberano y del sufragio universal; citaba a todas manos, mezclando sacrílegamente a Platón, Voltaire, Rousseau y Jesucristo. Una vez que quería halagar a los ultrarrojos lloró, en un discurso de aniversario de la independencia, la muerte prematura de la víctima de la democracia: ¡Marat!
La carrera política de nuestro héroe no podía ser completa si no agregaba un lauro más a su gloria: quería ser diputado. En las provincias del centro y del Magdalena era demasiado conocido para ser popular, y le aconsejaron que fuese a las provincias del Sur, donde podría ganarse a los electores con algunos discursos bien sentidos. Éste era el motivo que había llevado a don Basilio de Miraflores a mi pueblo, en el que se detuvo de paso al saber que se preparaban fiestas.
Julián era el tipo de cierta clase de cachacos que desgraciadamente se han hecho muy comunes en los últimos años; aumentando sus malas cualidades en cada generación y perdiendo las pocas buenas que los distinguían.
Hijo de un rico propietario de las provincias del Sur y educado en Bogotá, en cuyos colegios había permanecido siete años, no había sufrido nunca aquella heroica pobreza que forma el carácter del estudiante.
Su tez blanca y rosada, su talle flexible y su mirada lánguida le habían granjeado la admiración de las señoritas de Bogotá, mientras que la riqueza conocida y la posición que ocupaba su familia le habían ganado el corazón de las madres de familia. Durante los siete años de colegio y los dos más en que permaneció repasando lo que había estudiado, como escribía a sus padres, aprendió a hablar algo en francés y tal cual frase en latín: de historia, sabía la de las novelas de Dumas; muy poco de filosofía y menos de geografía; tenía bonita letra con mala ortografía; pero en cambio, según él, era profundo en el arte de gobernar a los pueblos, y sabía con perfección fabricar por mayor versos frenéticos y horripilantes, es decir, puntos suspensivos, exclamaciones aisladas y puntos de admiración con intermedios de apóstrofes e interjecciones elocuentes. Tocaba guitarra y aun piano por nota, bailaba todas las danzas conocidas y hablaba con gravedad del tedio de su existencia, de la pérdida de sus ilusiones y de su adolorido corazón; pero al ver la frescura de su fisonomía y la alegría de su aspecto, se comprendía que su salud no había sufrido con tamañas desgracias y tantas pérdidas irreparables.
A los nueve años de esta holganza sobrevino una orden de su padre para que volviera a sus penates. Salió de la capital lleno de dolor, jurando volver pronto y dejando su corazón empeñado como una preciosa prenda en tres casas diferentes: en poder de una linda señorita, en el de una hermosa dama de alta categoría, que gastaba los últimos arreboles de su vida en coqueteos, y en una pequeña trastienda del barrio de las Nieves, en donde sus almibaradas palabras habían hecho la desgracia de una pobre muchacha hija de un artesano. La señorita lo olvidó muy pronto; la hermosa dama encontró algún figurín de modas ambulante en quien pensar; pero la infeliz hija del pueblo lloró hasta el fin de sus días la loca confianza de su juventud.
Inspirado por el baile y la ruidosa música, don Basilio recordó los tiempos de su mocedad y adornó los últimos compases del bambuco con varios saltos en tosca imitación del cancán de los famosos bailes de "Mabille" y "Valentino".
— ¡Bravo! — dijo don Basilio levantando la copa y poniendo los ojos en el techo —, ¡oh! París ¿quién puede olvidar las delicias de tus lucidos bailes?
Tan alegres fantasías, deleites tan halagüeños, ¿dónde fueron?
En ese momento los instrumentos tocaron un vals del país y todos jóvenes se apresuraron a sacar parejas entre las ñapangas más agraciadas. Algunos usaban ruana y todos bailaban con el sombrero puesto y el cigarro en la boca.
Las señoritas que acompañábamos miraban en silencio aquella escena, y se sentían naturalmente vejadas y chocadas al ver que los jóvenes que las visitaban eran tratados de igual a igual por aquellas mujeres.
— Vámonos -dijeron, y se quitaron de las ventanas.
Antonio y yo acompañamos a las señoras hasta sus respectivas casas y volvimos a tomar el camino de nuestra habitación.
El corazón tiene a veces presentimientos que no podemos explicarnos. No sé por qué la suerte de Dolores me preocupaba aquella noche: recordaba mil causas que debían hacerla feliz, y con todo no podía desechar una aprehensión sin motivo que me molestaba sin comprenderla. Antonio, por su parte, sentía los primeros síntomas de una gran pasión: las tempestades que se desarrollan en el corazón siempre se anuncian por un sentimiento de melancolía dolorosa. La dulzura del sentimiento no inspira sino cuando uno ha perdido ya el poder de voluntad y ama sin reflexionar.
Antonio sufría; yo me sentía triste, y ambos volvimos a casa en silencio.
En los días siguientes concurrimos a los encierros y corridas de toros y los bailes por la noche. Antonio se mostraba completamente subyugado por los encantos de Dolores, y cada vez que nos hallábamos juntos no se cansaba de elogiarme sus gracias y hermosura. Recuerdo que una vez casi se enfadó conmigo porque le cité riendo aquel proverbio latino: "No es la naturaleza lo que hace bella a la mujer, sino nuestro amor".
Dolores recibía los homenajes de Antonio con su buen humor e inagotable alegría. Ella no podía estar nunca triste y perseguía con alegres chanzas a los que se mostraban melancólicos. Mi amigo correspondía a su genio vivo, contestándole con mil chistes y agudezas propias del cachaco bogotano. El amor entre estos dos jóvenes era bello, puro y risueño como un día de primavera. En donde quiera que se reunían comunicaban su innata alegría a cuantos los rodeaban. No he visto nunca; dos personas más adecuadas para amarse y saber apreciar sus mutuas cualidades. No hay duda que es un grave error el que encierra aquel axioma de que los contrastes simpatizan. Eso puede dar cierto brillo, animación y variedad a un sentimiento fugaz, a una inclinación pasajera; pero entre personas que aman verdaderamente es preciso una completa armonía, armonía en sentimientos, en educación, en posición social y en el fondo de las ideas. La tranquilidad moral es el resultado de la armonía, y ese debe ser el principal objeto del matrimonio, en lo que debe consistir su bello ideal.
Don Basilio pronto descubrió que Dolores, además de ser bella y virtuosa, poesía una dote regular, e inmediatamente puso sitio ante aquella nueva fortaleza; creyó que no sería mal negocio encontrar en su viaje una diputación y una novia. El caudal de su difunto tío empezaba a desaparecer muy de veras y no quería ver llegar la vejez unida a la pobreza. Le confió a Julián su propósito diciendo:
— Una sencilla villageoise es una conquista fácil de obtener... Además es bella, y la podré presentar en Bogotá sin bochorno; y añadía con su acostumbrada fatuidad, citando a un autor francés:
Elle a d'assez beaux yeux... pour des yeux de province.
Un día le presentó a Dolores una composición rimada que le dedicaba, en la cual declaraba su ardiente amor en versos glaciales: tenía tantas citas que casi no se encontraba una palabra original; mezclaba la mitología con la historia antigua invocando a Venus y a Lucrecia, a Minerva y a Virginia, y acababa diciendo: "que, guiado por el destino, había montado en el Pegaso para caer a sus pies". A instancias de la tía Juana, Dolores nos mostró a Antonio y a mí la sonora composición, y naturalmente no escaseamos nuestras burlas.
Después de haber permanecido algunos días en N*** don Basilio siguió su marcha en busca de popularidad, bien persuadido de que allí no podría conseguir nada, si los provocaba, unos nones como los que él estaba enseñando a recibir. Fácil nos era ver que partía furioso con Antonio y yo, pues, no habíamos ocultado nuestras burlas, y que se prometía hacérnoslas pagar algún día.
Las fiestas se habían concluido. Cada cual de los que habían ido a ellas fueron dejando el lugar de uno en uno.
El día antes del de la partida de Antonio promoví un paseo en que debían reunirse las principales personas que se hallaban todavía en el pueblo. A algunas horas N*** corre un caudaloso río sombreado por altísimos árboles, y muy cerca de él se halla la casa de un trapiche que ofrece recursos y lugar en que dejar las cabalgaduras. Ése es el sitio predilecto de los que organizan los paseos de todas las inmediaciones.
A las siete de la mañana, como veinte personas aguardábamos a la puerta de la casa de tía Juana a que saliera Dolores. Pronto se presentó ésta montada en un brioso caballo, con su traje largo, sombrerito redondo, velillo al viento, la mirada brillante y ademán gracioso. Después de atravesar bulliciosamente las calles tomamos un angosto camino orillando potreros, y allí se fueron formando grupos según las simpatías de cada uno. Yo dejé que Antonio buscase él algo de Dolores, acordándome de que no sé qué autor ha dicho que el tiempo más a propósito para una declaración es cuando uno anda a caballo. Y efectivamente, la animación del paseo, el aire libre que sopla en torno, la facultad de apurar o detener el caballo, de atraerse o adelantarse sin aparente motivo, de hablar o callar de repente, volver la cabeza o buscar la mirada de su compañera, todo esto da ánimo y presenta fácilmente ocasiones de aislarse aún en medio de una numerosa concurrencia. Sin embargo, Antonio callaba ese día, y la fisonomía de ambos se velaba por momentos con una dulce melancolía; acaso porque pensaban que debían separarse aquella tarde.
Acompañamos a las señoras hasta la orilla del río, y mientras que ellas se bañaban, nos reunimos en un trapiche conversando y riendo alegremente. Antonio no recobró, sin embargo, animación hasta que nos volvimos a reunir todos con la parte femenina de la concurrencia en el punto en que se había preparado el almuerzo. El campo estaba bellísimo: la fragancia de las flores, el susurro de los insectos, el murmurante río que bajaba entre lucientes piedras a nuestro lado, el rumor del viento entre las hojas de los árboles que se balanceaban sobre nuestras cabezas, y toda aquella vida y movimiento de la naturaleza tropical, nos hacían gozar y convidaban al reposo y a la dicha perezosa del vivir... Antonio y Dolores se habían alejado insensiblemente de los demás y se sentaron al pie, de una gran piedra cubierta de amarillento musgo. Dolores tiraba, al río con distracción los pétalos de un ramo de flores que llevaba en la mano; y mientras que el agua salpicaba la dorada arena a sus pies, ambos miraban con interés la suerte de aquellas florecillas en la espumosa corriente. Algunas bajaban lentamente y se detenían muy pronto sobre la blanda orilla: otras, arrastradas con ímpetu por el agua, se engolfaban de improviso en un remolino y desaparecían al punto: otras salían al principio con rapidez y alegremente, pero al llegar a una concavidad formada por las piedras, tropezaban allí y no pudiendo salir, se impregnaban de agua y se consumían poco a poco; por último, las más afortunadas se unían en grupos y salían a la mitad del río, descendiendo por medio de la corriente sin encontrar alguno.
— ¿Ven ustedes la filosofía de ese espectáculo? — dijo acercándome de improviso a los dos.
Antonio y Dolores se estremecieron como si se los hubiera interrumpido; y en efecto, ellos se comunicaban sus pensamientos con una mirada y se hablaban en su mismo silencio.
— ¿Qué filosofía? -preguntaron.
— La que encierra esa flor que Dolores tira a la corriente. Ella es la imagen de la Providencia y cada uno de esos pétalos lo es de una vida humana. ¿Cuál suerte preferirías tú, Dolores? La de las que pronto se retiran a la playa sin haber tenido emociones; la de las que se precipitan a la corriente y se pierden en un remolino...
— ¿Yo?... no sé. Pero las que me causan pena son aquellas que se encuentran encerradas en un sitio aislado y sin esperanza de salir... Mira — añadió —, cómo se van hundiendo poco a poco y como a pesar suyo.
— Yo, decididamente, señor filósofo — dijo Antonio fijando la mirada en la de Dolores —, prefiero la suerte de las que bajan de dos en dos por la corriente de la vida.
Las mejillas de mi prima se cubrieron de carmín y levantándose turbada se unió a los demás grupos de amigas.
Las risas y conversaciones, los cantos y la armonía de los tiples y bandolas, el baile en el patio del trapiche y el buen humor general, nada de esto pudo animar a Dolores. Estaba contenta, dichosa tal vez por momentos, pero se veía en su frente una sombra y cierta modulación dolorosa suavizaba el timbre de su voz. Antonio estaba en aquella situación en que los enamorados se vuelven taciturnos y atolondrados, sin poder hacer otra cosa que contemplar el objeto amado, sin poder atender sino a lo que ella dice, ni admirar a otra persona u objeto; estado de ánimo sumamente fastidioso para todos, menos para la que inspira y comprende tal situación.
Volvimos al pueblo por la noche: estaba muy oscura no obstante que las estrellas lucían en el despejado cielo. Al atravesar un riachuelo en un punto peligroso se creyó necesario que cada hombre fuese al lado de una señora. El caballo de Dolores se asustó al resbalar en las piedras, y si Antonio no la hubiese sostenido con un brazo y afirmádola nuevamente en el galápago, al brincar el caballo la habría hecho caer al agua. Cuando Antonio se encontró nuevamente en tierra, seguramente se le conoció el susto y la emoción que había sentido en aquel lance, y su voz temblaba al contestar a mi pregunta. Entonces comprendí cuán verdadera y tiernamente amaba a Dolores. El amor sincero no es egoísta; y nunca es más cobarde el corazón que cuando la persona amada está en peligro, aunque éste parezca insignificante para los demás.
¡Media hora después se separaron, tal vez para siempre, aquellos dos seres que habían nacido para amarse tan profundamente!
Luego a solas me confió Antonio que no había podido hablar a Dolores de su amor, que siendo tan vehemente y elevado, no había hallado palabras con que expresarlo. Me rogó que le dijera a mi prima en nombre suyo que no había pedido su mano formalmente porque su posición no se lo permitía aún; pero teniendo esperanzas de ser correspondido me pedía la suplicara que no lo olvidase.
El mismo día que partió Antonio para Bogotá, la tía Juana volvió a su hacienda con Dolores. Yo había visto la despedida de Dolores y Antonio, y aunque ella tenía la sonrisa en los labrios comprendí que necesitaría algún consuelo. Así, al domingo siguiente me dirigí muy temprano a la hacienda, llamada Primavera, situada en una llanura al pie de altos cerros cubiertos de bosques y vestida principalmente de ganados y extensos cacaotales.
Cuando llegué, mi tía estaba ausente y la casa completamente silenciosa. Me desmonté y entregando mi caballo a un sirviente, atravesé el patio que antecedía a la casa y me dirigí al retrete de Dolores en el cual me dijeron se encontraba.
El sitio favorito de mi prima era un ancho corredor hacia la puerta de atrás de la casa y con vista sobre una semi-huerta, semi-jardín compuesto de altos árboles de mango, de preciosos naranjos y limoneros, pomarosos y granados, por cuyos troncos trepaban y se apoyaban los jazmines estrellados, los variados convólvulos, las mosquetas y los nervios. Debajo de una enramada de granadillo y jazmín estaba la alberca, cuyas aguas murmuradoras se unían a los armoniosos cantos de muchos pájaros. La pajarera de Dolores era afamada en los alrededores: en una gran jaula que ocupaba todo el ángulo del corredor había reunido muchos pájaros de diversos climas que se habían enseñado a vivir unidos y en paz. Allí cantaban las armoniosas mirlas blancas y negras, el alegre toche y el artístico turpial, los azucareros ruidosos y el azulejo y el cardenal. En medio de sus flores y pájaros, Dolores pasaba el día cosiendo, leyendo, y cantando con ellos. Desde lejos se oía el rumor de la pajarera y la dulce voz de su ama.
Ese día todo estaba en silencio. El calor era sofocante, y la naturaleza parecía agobiada y abochornada por los rayos de un sol de fuego que reinaba sólo en un cielo despejado. Los pájaros callaban y sólo se oía el ruido del chorro de la alberca que corría sin cesar bajo su enramada de flores. Desde lejos vi a Dolores vestida de blanco y llevando por único adorno su hermoso pelo de matiz oscuro. Recostada sobre un cojín al pie del asiento en que había estado sentada, apoyaba la cabeza sobre el brazo doblado, mientras que la otra manecita blanca y rosada caía inerte a su lado. Detúveme a contemplarla creyéndola dormida, pero había oído el ruido de mis espuelas al acercarme, y se levantó de repente, tratando de ocultar las lágrimas que se le escapaban y cogiendo al mismo tiempo un papel que tenía sobre su mesita de costura.
— ¿Qué es esto prima? — le pregunté señalándole el papel, después de haberla saludado.
— Estaba escribiendo y...
— ¿A quién?
— A nadie.
— Cómo, ¿Antonio ya logró...?
— No, Pedro -me contestó con dignidad —; él no me pidió tal cosa, ni yo lo haría.
— Dolores — le dije tomando entre mis manos la suya fría y temblorosa- ¿no te juró Antonio que te amaba locamente, como me lo dijo mil veces? ¡Confiésame que te suplicó que le guardaras tu fe!
— No; me hizo comprender que me prefería tal vez, pero nunca me dijo más.
— ¿Y esa carta?
— ¡No es carta!
— Misiva, pues -dije riéndome —, epístola, billete, como quieras llamarla.
— ¿No quieres creerme? Toma el papel; haces que te muestre lo que sólo escribía para mí.
Y me presentó un papel en que actuaba de escribir unos preciosos versos, que mostraban un profundo sentimiento poético y cierto espíritu de melancolía vaga que no le conocía. Era un tierno adiós a su tranquila y feliz niñez y una invocación a su juventud que se le aparecía de repente como una revelación. Su corazón se había conmovido por primera vez, y ese estremecimiento la hacía comprender que la vida del sufrimiento había empezado.
Avergonzada y conmovida bajaba los ojos a medida que yo leía. Su tez blanca y rosada resaltaba aun con mayor frescura en contraste con su albo vestido y cabello destrenzado. Un temor vago me asaltó a mí también, como a mi padre, al notar el particular colorido de su tez; pero esa impresión fue olvidada nuevamente para recordarla después.
Pasé el día en casa de mi tía, cumplí la recomendación de Antonio y me persuadí de que ella lo amaba también. Debía volver a Bogotá en esos días: estaba impaciente y deseaba tener la dicha de ver otra vez a mi novia después de mes y medio de ausencia.
Al tiempo de despedirme quisieron acompañarme hasta cierto punto del camino para que Dolores me mostrara un lindo sitio al pie de la serranía, que ella había descubierto algunos días antes en uno de sus paseos.
Dolores se manifestaba muy risueña y festiva. El amor que la animaba formaba como una aureola en torno suyo. ¿Qué importa la ausencia si hay seguridad de amar y ser amado? Al llegar a una angosta vereda que había hecho abrir por en medio del monte, tomó la delantera. Yo la seguía, admirando su esbelto talle y su gracia y serenidad para manejar un brioso potro que sólo con ella se había mostrado obediente y dócil.
Pocos momentos después llegamos a un sitio más abierto: un riachuelo cristalino bajaba saltando por escalones de piedras y reposaba en aquel lugar entre un bello lecho de musgos y de temblantes y variados helechos. Altísimos árboles se alzaban a un lado del riachuelo, impidiendo con su tupida sombra que otros arbustos creciesen a su lado. Varios troncos viejos y piedras envueltas en verde lana cubrían el suelo, alfombrado por una suave arena dorada. Empezaba a caer el sol y la sombra de aquel sitio producía un delicioso fresco. Bandadas de pájaros vistosos, entre los que charlaban numerosos loros y pericos, llegaban a posarse en las altas copas de los árboles, dorados por los últimos rayos del sol.
Nos desmontamos, y sacando mi tía algunos dulces y un coco curiosamente engastado en bruñida plata, nos invitó a que tomásemos un refrigerio campestre.
— ¿Qué bello sería pasar su vida aquí, no es cierto? — exclamó Dolores.
— ¿Sola? — contestó sonriéndome.
No replicó sino con solo una mirada tierna que se dirigía a mi amigo ausente, y continuó conversación alegremente. ¡Pobre niña!..., pero feliz todavía en su ignorancia de lo porvenir.
La douleur est une limière nous éclaire la vie.
BALZAC
Dos meses después de haber llegado a Bogotá recibí de Dolores su primera carta, la que he conservado con otras muchas como recuerdos de mi prima, cuyo claro talento fue ignorado de todos menos de mí.
"Querido primo", me decía: "aguardaba recibir noticia de tu llegada para escribirte, y después, cuando quise hacerlo, los acontecimientos que han tenido lugar en casa y en mi vida, me lo habían impedido... No sabía si debería confiarte el horrible secreto que he descubierto; pero el corazón necesita desahogarse, y sé bien que eres no solamente mi hermano sino un amigo muy querido que simpatiza con mis penas. No hace mucho que leía que 'lo que hace las amistades indisolubles y duplica su encanto, es aquel sentimiento que falta al amor: la seguridad'. ¡Oh! la amistad es lo único que puede ahora consolarme, ya que otro sentimiento me será prohibido... No hace mucho, ¿te acuerdas? veía el mundo bello, alegre, encantador; todo me sonreía... pero ahora, ¡gran Dios!... ¡un terremoto ha cubierto de ruinas el sitio en que se levantaba el templo de mis esperanzas!
Perdóname, Pedro, esta palabrería con que procuro retardar la confesión de mis penas: esto sólo te demuestra el terror que me causa ver escrito lo que casi no me atrevo a pensar.
Pero, ¡valor! empezaré.
Algunos días después de tu partida me dirigía una tarde a la pieza de mi tía, cuando al pasar por el corredor del patio de entrada, oí que un viejo arrendatario que vivió en los confines de la hacienda preguntaba por ella. Llevaba una carta en la mano, y al saber que era para mi tía la tomé y me preparaba a entregársela, cuando al notar que el viejo Simón la había llevado dio un grito diciendo:
— ¡Tira esa carta, Dolores, tírala!
Yo hice instintivamente lo que me mandaba y la dejé caer. Mi tía hizo entonces que me lavara las manos, y mandando llevar un brasero, no tomó la carta en sus manos sino después de haberla hecho fumigar.
Yo estaba tan admirada al ver aquella escena, que casi no acertaba a preguntar la causa de los súbitos temores de mi tía; al fin la cosa me pareció hasta chistosa y exclamé riéndome:
— ¿Está envenenado ese papel, tía? ¿El viejo Simón tendrá sus rasgos a lo Borgia, como en la historia que leíamos el otro día?
— No te burles, hija mía -me contestó con seriedad—: el veneno que puede contener ese papel es más horrible que todos los que han inventado los hombres.
Al decir estas palabras, acabó de leer la carta y tirándola al brasero, la vio consumirse lentamente.
— Es preciso que me explique usted este misterio...
— En esto no creas que hay misterio romántico -me dijo con acento triste, interrumpiéndome. ¿No sabes que en las inmediaciones de N*** hay lazarinos? Uno de esos desgraciados me ha enviado esa carta.
— ¿Y quién es?
— ¡Quién! un infeliz a quien he mandado algunos socorros y vive en una choza arruinada no lejos de la de Simón.
— ¡Pobrecito! ¡Y vive solo como todos ellos! Solo, en medio del monte, sin que nadie le hable ni se le acerque jamás. Vivirá y morirá aislado sin sentir una mano amiga... ¡Dios mío! ¡qué horrible suerte, qué crueldad!
Y se me apretaba el corazón con indecible angustia.
— La sociedad es muy bárbara, tía -añadí —; rechaza de su seno al desgraciado...
— Así es -me contestó —, ¿pero que remedio? Se dice que esa espantosa enfermedad se comunica con la mayor facilidad. ¿No es mejor en tal caso que sufra uno solo en vez de muchos? Por mi parte, Dolores, te confieso que el aspecto de un lazarino me espanta y querría más bien morir que acercármelo.
— ¿Y cómo conoció usted a ese infeliz? ¿Por qué lo protege, tía? Mucho me ha interesado: el sobrescrito de la carta estaba muy bien puesto... y aún me parece que la letra no me es enteramente desconocida.
— ¿Por qué lo protejo, me preguntas? ¿No se ha de procurar siempre aliviar a los que sufren?
Mi tía cortó la conversación bruscamente. Aunque en los subsiguientes días no hablamos del episodio de la carta, esto me había impresionado mucho. El invierno entró con toda la fuerza que tú sabes se desencadenan las lluvias en estos climas. Estábamos completamente solas en la hacienda: nadie se atrevía a atravesar los ríos crecidos y los caminos inundados para venirnos a visitar. A veces me despertaba en medio de la noche al ruido de una fuerte tempestad, y al oír caer la lluvia, el trueno rasgar el aire y mugir el viento contra las ventanas bien cerradas, y sintiéndome abrigada en mi pieza y rodeada de tantas comodidades, mi espíritu se trasportaba a las chozas solitarias de esos parias de nuestra sociedad: los lazarinos. Veía con la imaginación a esos infelices, presas de terribles sufrimientos, en medio de las montañas y de la intemperie, y solos, siempre solos...
Una noche había leído hasta muy tarde, estudiando francés en los libros que me dejaste: procuraba aprender y adelantar en mis estudios, educar mi espíritu e instruirme para ser menos ignorante; el roce con algunas personas de la capital me había hecho comprender últimamente cuán indispensable es saber. Me acosté pues tarde, y empezaba a dormitar cuando creí oír pasos en el patio exterior y como el cuchicheo de dos voces que hablaban bajo. Mi perro favorito, que pasa la noche en mi cuarto, se levantó de repente y se salió por la ventana abierta al corredor, y un momento después oí que se abalanzaba sobre alguien en el patio. La voz de mi tía lo hizo retirarse. ¡Cosa extraña! ¡Mi tía que se recogía a las ocho, andaba por los corredores de la casa a media noche! Me levanté resuelta a indagar esto y entreabrí la puerta que daba al corredor extremo. Entonces oí una voz de hombre que decía por lo bajo: '¡Adiós, Juana!' Esta voz me causó grande estremecimiento: creí soñar...
— Aguárdese un momento — contestó mi tía —, voy a traerle el retrato que mandé hacer para usted por un pintor quiteño que por casualidad estuvo aquí ahora días.
Al decir esto sentí que la tía Juana entró a su cuarto, y aprovechándome de la oscuridad, salí al corredor prontamente y me situé en un ángulo desde donde, agazapada, pude ver un bulto que aguardaba inmóvil en medio del patio.
El temor y la vaga aprehensión que había sentido al oír la voz del desconocido desaparecieron al ver que no era una fantasma, un sueño de mi imaginación. ¡Sin embargo, no podía comprender que la tía Juana tuviera citas a media noche y regalara su retrato!... Era cierto que poco antes le rogué que se hiciese retratar por un pintor de paso que hizo el mío también. Un momento después volvió, y apoyándose sobre la baranda del corredor dijo, atando a una cuerda un paquete envuelto:
— No está tan parecida como yo quisiera -y cuando el bulto se acercó, añadió —; va también la 'Imitación de Cristo', de Dolores, que se la cambié por una nueva.
— No sabe usted cuánto provecho me hará esto — exclamó con voz conmovida el desconocido —... ¡Oh, pobre hija mía!... ¡su retrato!...
Esa voz, ese acento me heló la sangre, y por un momento no sé lo que pasó por mí. Una idea increíble, un terror horrible me dejó como anonadada. Me puse en pie, fría, temblando.
— Váyase pronto, Jerónimo — contestó mi tía —, he oído un ruido del lado del cuarto de Dolores y...
Nada más oí. Había conocido la voz de mi padre y mi tía lo nombró. ¡Mi padre, que yo creía muerto hacía seis años! No reflexioné en el misterio de aquella aparición, y bajando las gradas del corredor que caían al patio corrí hacia el bulto, y acercándome le eché los brazos al cuello. Al ver mi acción, tanto mi tía como mi padre, pues él era, dieron un grito de horror: éste último se separó de mí con desesperación, su cubrió la cara con la ruana en que estaba envuelto y quiso huir; yo pugnaba por seguirlo, y mi tía que había bajado detrás de mí me detuvo.
— ¡Dolores -gritaba ésta —, Dolores, no te acerques, por Dios!... ¡está lazarino!
— ¿Lazarino? ¡qué me importa! Mi padre no ha muerto y quiero abrazarlo.
No te puedes figurar la escena que hubo entonces... Al fin mi tía logró que mi padre se fuera, y llamando a las sirvientas me llevó por fuerza a mi cuarto; y allí quitándome los vestidos que tenía los hizo tirar al patio para ser quemados al día siguiente.
No consentí que mi tía me dejase hasta que no me refiriera la causa de este acontecimiento y me hiciera saber inmediatamente por qué se hallaba mi padre oculto y en aquel estado... Conversamos largo tiempo y no me quedé sola sino cuando empezaban a entrar los primeros rayos de la aurora por la ventana abierta. Me levanté entonces y recostándome contra la ventana contemplé el bello paisaje que se extendía a mis ojos. En el horizonte se veía la cadena de altos y azulosos cerros, y más cerca colinas cubiertas de verde grama sobre las que pacían las vacas y retozaban los potros y caballos; los bosquecillos de arbustos y los árboles frente de la casa se balanceaban a impulso de las auras y entre sus ramas ya empezaban a cantar los pajarillos. A un lado la corraleja llena de mugientes torneros, cuyo aliento sano se unía al aroma de las flores que trepaban por el balcón... ¡El día, el paisaje, los rumores campestres eran bellos y admirables!... pero yo veía todo triste y sin animación. La faz de mi vida ha cambiado; ya nada puede ser risueño para mí. ¡Mi padre vive, pero vive sufriendo!
¿No es cierto, Pedro, que el lázaro es una enfermedad horrorosa? Al saber cuál es la herencia que me aguarda, todos tratarían de retirarse de mi lado y procurarían descubrir en mí los síntomas precursores; ¡estaría condenada a vivir aislada! Mi padre que me amaba con ternura no quiso que esa mancha empañase mi frente, y por eso resolvió desaparecer. Ha vivido escondido en los más recónditos rincones de la provincia y hace apenas un año que mi tía y tu padre saben dónde se halla... ¿Pero, yo, podré vivir contenta lejos de mi desgraciado padre? Sería justo que engañase a los demás ocultando la enfermedad a que la suerte puede condenarme? Mi padre me ha hecho saber de ningún modo permitirá que se sepa que él existe... En tu última carta me dices que Antonio tiene esperanzas de alcanzar más pronto de lo que creía una posición que le permita pedir mi mano. Ya es tarde, primo mío: es preciso que renuncie a esa idea... ¡que me olvide! Mi desdicha no debe encadenarlo. No le digas nunca la causa, pero hazle perder la esperanza. Me creerá variable, ingrata... ¿pero qué puedo hacer? Este sacrificio es grande, muy grande, pero no tiene remedio.
Adiós. Escríbele palabras de consuelo a la que sufre tanto.
Dolores"
Al cabo de algunos días recibí esta otra carta:
"Me escribes, querido amigo, y tus palabras han sido para mí un verdadero consuelo: ¡gracias, oh, mil gracias! Me preguntas con interés los pormenores de la desaparición de mi padre y cómo vivió tanto tiempo oculto, sin que nadie adivinase ni pudiese sospechar que vivía.
He reunido todo lo que acerca de este particular he podido descubrir, y procuraré explicarte las cosas como pasaron.