7 mejores cuentos de Soledad Acosta de Samper - Soledad Acosta de Samper - E-Book

7 mejores cuentos de Soledad Acosta de Samper E-Book

Soledad Acosta De Samper

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Beschreibung

La serie de libros "7 mejores cuentos" presenta los grandes nombres de la literatura en lengua española. En este volumen traemos a Soledad Acosta de Samper, una de las escritoras más prolíficas del siglo XIX en Colombia. En sus labores como novelista, cuentista, periodista, historiadora y editora. Soledad Acosta publicó junto a algunas de sus contemporáneas como las poetisas Agripina Samper de Ancízar y Silveria Espinoza de Rendón. Sin embargo, Acosta no solo incursionó en literatura sino también en campos propios de los varones de su época. Dedicó numerosos estudios sociales al tema de las mujeres y su papel en la sociedad, por lo que es considerada una pionera del feminismo. Este libro contiene los siguientes cuentos: - Dolores. - La parla del Valle. - Ilusión y Realidad. - Luz y Sombra. - Mi Madrina. - Un Crimen. - Manielita.

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Seitenzahl: 209

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Tabla de Contenido

Title Page

El Autor

Dolores

La Perla del Valle

Ilusión y realidade

Luz y sombra

Mi madrina

Un crimen

Manuelita

About the Publisher

El Autor

Soledad Acosta de Samper. Novelista, historiadora y periodista colombiana que desarrolló su obra dentro del romanticismo tardío y que anticipó el feminismo en la literatura de su país.

Nació el 5 de mayo de 1833, en Bogotá, Colombia. La autora fue hija única de Joaquín Acosta, militar de la lucha de Independencia, historiador, geógrafo y diplomático, y de Carolina Kemble, natural de Nueva Escocia. Su padre, personaje destacado de la escena cultural del momento, se empeñó en darle a su hija una educación que no era del común de las niñas de la época, apoyado en ello por su esposa y su herencia cultural sajona. Su esposo, José María Samper (1828-1888), poeta, novelista y destacado político, fue también propicio al desarrollo de la carrera intelectual de la autora, de manera que Acosta pudo disfrutar, aunque no sin dificultades, de un entorno familiar excepcional para el desarrollo de sus aspiraciones intelectuales.

En todo esto la ayudó sin duda el haber pasado en París varios años fundamentales en su desarrollo: allí vivió con sus padres entre los trece y los diecisiete años (1846-1850) y recibió su educación formal, después de vivir un año en Halifax (1845]), Nueva Escocia, en casa de su abuela materna. Esta experiencia la expuso a contextos diferentes al colombiano tanto en términos literarios como genéricos: le permitió crear imágenes alternativas para su propia subjetividad femenina y literaria en un país en el cual el analfabetismo en las mujeres, aún dentro de la clase alta, no era extraño (educadas básicamente para desempeñar labores de madres y esposas, y esto de manera muy elemental). Por otra parte, sus años en París sumaron el conocimiento del idioma francés al del español y el inglés, las lenguas de sus padres.

Poseedora de una cultura cosmopolita (desde 1859 hasta poco antes de morir residió en el extranjero) se mostró indiferente al modernismo; fue, por contra, una romántica tardía, poseedora de un lenguaje claro, preciso y real, aunque sin excesivo pulimento, con intenciones moralizantes.

Soledad Acosta comenzó su carrera pública en 1858 como correspondiente en París, y luego en Lima, de dos de los periódicos literarios más importantes de la época: El Mosaico y la Biblioteca de Señoritas. Desde Europa fue también correspondiente de El Comercio de Lima. En su “Revista parisina” hacía reseñas de modas y costumbres, pero también publicaba traducciones suyas y comentaba lo que acontecía en el escenario literario y musical. Había llegado a París en 1858 con su esposo (se casaron en 1855), su madre y las dos hijas que tenían entonces. Permanecieron allí hasta 1863, año en el cual pasaron a residir el Lima por algunos meses para luego regresar a Colombia, ahora con sus cuatro hijas.

De regreso en Bogotá comenzó a publicar relatos breves en periódicos literarios y novelas por entregas (la primera de ellas en El Mensajero: Dolores. Cuadros de la vida de una mujer, 1867, el mismo año de María). Su primer libro, Novelas y cuadros de la vida suramericana, aparece en 1869. Los intereses de la autora comienzan luego a moverse hacia la novela histórica con la publicación de José Antonio Galán. Episodios de la vida de los comuneros en 1870. Incursionó también en el teatro con dramas como Las víctimas de la guerra (1884) y en la última fase de su carrera emprendió su trabajo de historiadora, el cual se inaugura con la Biografía del General Joaquín París (1883). Fundó y dirigió varios periódicos a lo largo de su vida. A ella se le debe el primer periódico latinoamericano redactado exclusivamente por mujeres (La mujer, 1878-1881). Su trabajo ensayístico es también prolífico y de enorme relevancia. Buena parte de sus ensayos se encuentra recogida en su libro La mujer en la sociedad moderna (París, 1895).

A lo largo de toda su obra los temas de la patria y de la mujer se entretejen y son protagonistas: como la generalidad de los escritores de su generación, está comprometida y ocupada con el tema de la fundación de la nación a través de la escritura, entendida ésta como una labor política de primer orden. Pero a diferencia de la mayoría de ellos, le interesa también explorar la manera en que las mujeres pueden y deben involucrarse en esa fundación, no sólo como madres y esposas sino también en términos intelectuales más ambiciosos y en último término políticos.

Durante 35 años fundó revistas y periódicos (entre ellas la revista quincenal La Mujer, que vio la luz de 1878 a 1881), publicó medio centenar de narraciones y una veintena de novelas y cultivó, además, el cuadro de costumbres y el folletín. El enfoque histórico y el costumbrismo caracterizan la mayor parte de su producción literaria. Precursora del feminismo, Soledad Acosta fue uno de los personajes más notables de la cultura colombiana durante la segunda mitad del siglo XIX. Buena parte de sus novelas tienen como temática la historia colonial y republicana. Se recuerdan sus Novelas y cuadros de costumbres de la vida suramericana (1869), Los piratas de Cartagena (1885) y Un chistoso de aldea (1905). En algunas de sus obras adelantó análisis sociológicos, como en Laura (1870).

Dolores

Parte primera

La nature est un drame avec des personnages.

VÍCTOR HUGO

-¡Qué linda muchacha! -exclamó Antonio al ver pasar por la mitad de la plaza de la aldea de N*** algunas personas a caballo, que llegaban de una hacienda con el objeto de asistir a las fiestas del lugar, señaladas para el día siguiente.

Antonio González era mi condiscípulo y el amigo predilecto de mi juventud. Al despedirnos en la Universidad, graduados ambos de doctores, me ofreció visitarme en mi pueblo en la época de las fiestas parroquiales, y con tal fin había llegado el día, anterior a N***. Deseosos ambos de divertirnos, dirigíamos, con el entusiasmo de la primera juventud, que en todo halla interés, la construcción de las barreras en la plaza para las corridas de toros del siguiente día. A ese tiempo pasó, como antes dije, un grupo de gente a caballo, en medio del cual lucía, como un precioso lirio en medio de un campo, la flor más bella de aquellas comarcas, mi prima Dolores.

-Lo que más me admira -añadió Antonio, es la cutis tan blanca y el color tan suave, o como no se ven en estos climas ardientes.

Efectivamente, los negros ojos de Dolores y su cabellera de azabache hacían contraste con lo sonrosado de su tez y el carmín de sus labios.

-Es cierto lo que dice usted -exclamó mi padre que se hallaba a mi lado-, la cutis de Dolores no es natural en este clima... ¡Dios mío! -dijo con acento conmovido un momento después-, yo no había pensado en eso antes.

Antonio y yo no comprendimos la exclamación del anciano. Años después recordábamos la impresión que nos causó aquel temor vago, que nos pareció tan extraño.

Mi padre era el médico de N*** y en cualquier centro más civilizado se hubiera hecho notar por su ciencia práctica y su caridad. Al contrario de lo que generalmente sucede, él siempre había querido que yo siguiese su misma profesión, con la esperanza, decía, de que fuese un médico más ilustrado que él.

Hijo único, satisfecho con mi suerte, mimado por mi padre y muy querido por una numerosa parentela, siempre me había considerado muy feliz. Me hallaba entonces en N*** tan sólo de paso, arreglando algunos negocios para poder verificar pronto mi unión con una señorita a quien había conocido y amado en Bogotá.

Entre todos mis parientes la tía Juana, señora muy respetable y acaudalada, siempre me había preferido, cuidando y protegiendo mi niñez desde que perdí a mi madre, Dolores, hija de una hermana suya, vivía a su lado hacía algunos años, pues era huérfana de padre y madre. La tía Juana dividía su cariño entres sus dos sobrinos predilectos.

Apenas llegamos a una edad en que se piensa en esas cosas, Dolores y yo comprendimos que el deseo de la buena señora era determinar un enlace entre los dos; pero la naturaleza humana prefiere las dificultades al camino trillado, y ambos procurábamos manifestar tácitamente que nuestro mutuo cariño era solamente fraternal. Creo que el deseo de imposibilitar enteramente ese proyecto contribuyó a que sin vacilar me comprometiese a casarme en Bogotá, y cuando todavía era un estudiante sin porvenir. Considerando a Dolores como una hermana, desde que fui al colegio le escribía frecuentemente y le refería las penas y percances de mi vida de colegial, y después mis esperanzas de joven y de novio.

Esta corta reseña era indispensable para la inteligencia de mi sencilla relación.

Después de permanecer en la plaza algunos momentos más, volvimos a casa. La vivienda de mi padre estaba a alguna distancia del pueblo; pero como se anunciaban fuegos artificiales para la noche, Antonio y yo resolvimos volver al poblado poco antes de que se empezara esta diversión popular.

La luna iluminaba el paisaje. Un céfiro tibio y delicioso hacía balancear los árboles y arrancaba a las flores su perfume. Los pajarillos se despertaban con la luz de la luna y dejaban oír un tierno murmullo, mientras que el filósofo búho, siempre taciturno y disgustado se quejaba con su grito de mal agüero.

Antonio y yo teníamos que atravesar un potrero y cruzar el camino real antes de llegar a la plaza de N***. ¡Conversábamos alegremente de nuestras esperanzas y nuestra futura suerte, porque lo futuro para la juventud es siempre sinónimo de dichas y esperanzas colmadas! Antonio había elegido la carrera más ardua, pero también la más brillante, de abogado, y su claro talento y fácil elocuencia le prometían un bello porvenir. Yo pensaba, después de hacer algunos estudios prácticos con uno de los facultativos de más fama, casarme y volver a mi pueblo a gozar de la vida tranquila del campo. Forzoso es confesar que N*** no era sino una aldea grande, no obstante el enojo que a sus vecinos causaba el oírla llamar así, pues tenía sus aires de ciudad y poseía en ese tiempo jefe político jueces, cabildo y demás tren de gobierno local. Desgraciadamente ese tren y ese tono le producían infinitas molestias, como le sucedería a una pobre campesina que, enseñada a andar descalza y a usar enaguas cortas, se pusiese de repente botines de tacón, corsé y crinolina.

A medida que nos acercábamos al poblado el silencio del campo se fue cambiando en alegre bullicio: se oían cantos al compás de tiples y bandolas, gritos y risas sonoras; de vez en cuando algunos cohetes disparados en la plaza anunciaban que pronto empezarían los fuegos.- La plaza presentaba un aspecto muy alegre. En medio del cercado para los toros del siguiente día habían, puesto castillos de chusque, y formado figuras con candiles que era preciso encender sin cesar a medida que se apagaban. El polvorero del lugar era en ese momento la persona más interesante; los muchachos lo seguían, admirando su gran ciencia y escuchando con ansia y con respeto las órdenes y consejos que daba a sus subalternos sobre el modo de encender los castillos y tirar los cohetes con maestría.

Antonio y yo nos acercamos a la casa de la tía Juana que, situada en la plaza, era la mejor del pueblo. En la puerta y sentadas sobre silletas recostadas contra la pared, reían y conversaban muchas de las señoritas del lugar, mientras que las madres y señoras respetables estaban adentro discutiendo cuestiones más graves, es decir, enfermedades, víveres y criadas. Los cachacos del lugar y los de otras partes que habían ido a las fiestas, pasaban y repasaban por frente a la puerta sin atreverse a acercarse a las muchachas, que gozaban de su imperio y atractivo sin mostrar el interés con que los miraban.

Me acerqué a la falange femenina con todo el ánimo que me inspiraba el haber llegado de Bogotá, grande recomendación en las provincias, y la persuasión de ser bien recibido como pariente. Presenté mi amigo a las personas reunidas dentro y fuera de la casa, y tomando asientos salimos a conversar con las muchachas.

Poco después empezaron los fuegos: la vaca-loca, los busca-niguas y demás retozos populares pusieron en movimiento a todo el populacho, que corría con bulliciosa alegría. El humo de la pólvora oscureció la luz de la luna que un momento antes brillaba tan poéticamente. Los castillos fueron encendidos uno en pos de otro en medio de los gritos de la muchedumbre. Al cabo de algunos minutos se oyó un recio estampido acompañado de algunas luces rojas y mayor cantidad de humo sofocante: ésta era la señal de que los fuegos habían concluido, y la gente se fue dispersando en diferentes direcciones, convencidos todos de que aquellos habían estado brillantes y que se habían divertido mucho, aunque se les hubiera podido probar lo contrario al hacerles pensar en el cansancio, los pies magullados, los vestidos rotos y tal cual quemadura que algunos llevaban. Pero ¿siempre no es más bella la imaginación que la realidad?

Propuse entonces que fuéramos todos los que estábamos reunidos en casa de la tía Juana a dar una vuelta por la plaza.

La tropa femenina se formó en columna y los del sexo feo, desplegándonos en guerrilla, dábamos vuelta a su alrededor. La simpatía es inexplicable siempre: en breve Antonio y Dolores se acercaron el uno al otro y trabaron al momento una alegre conversación.

La plaza estaba cubierta de mesas de diferentes juegos de lotería, bis-bis, pasa-diez, cachimona, etc., en los que con la módica suma de un cuartillo se apuntaban todos aquellos que querían probar la suerte. En otras mesas y bajo de toldos algunos tomaban licores de toda especie: chicha de coco, guarapo, anisado, mistela y hasta brandi y vino no muy puros; mientras que otros encontraban el ideal de sus aspiraciones en suculentos guisos, ajiacos, pavos asados y lechonas rellenas con ajos y cominos. Más lejos se veían horchatas, aguas de lulos, de moras, de piña, guarruz de maíz y de arroz, que se presentaban en sus botellas tapadas con manojitos de claveles o rosas. Los bizcochuelos cubiertos con batido blanco o canela, los huevos chimbos, las frutas acarameladas, las cocadas, los panderos, las arepitas de diversas formas y todo el conjunto de golosinas que lleva compendiosamente el nombre de colación, yacían en bandejas de varios tamaños y colores, en hileras sobre manteles toscos pero limpios.

De aquí para allí discurrían grupos de gente del pueblo cantando al son de tiples, alfandoques y carrascas. Esta gente recorre toda tienda en que se encuentre guarapo y aguardiente, cantando siempre, sin cambiar nunca la cadencia lánguida y melancólica de su estribillo y sin dejar de improvisar curiosos versos. Así pasan las noches enteras, cantando y bebiendo sin cesar, pero siempre con aire grave y sin sonreírse jamás. ¡Cuán cierto es aquello de que los extremos se tocan! El nec plus ultra del hombre civilizado es procurar llegar al apogeo de la insensibilidad. El famoso lord Chesterfield aconsejaba a su hijo que cuidase de que nunca lo viesen reír; y una de las pruebas del salvajismo entre las tribus bárbaras es aquella continua gravedad, aquella insensibilidad real o aparente que las distingue.

De repente se oyó el chillido agudo y destemplado de la chirimía, que dominó todos los demás rumores.

-¡Ya empezaron las fiestas! -gritaron todos alborozados.

Efectivamente, en los pueblos no se creía en ese tiempo que pudiera haber fiestas populares si no las presidía la chirimía. Entonces la tocaba un anciano que vivía continuamente viajando de pueblo en pueblo y de fiesta en fiesta; en todas partes lo recibían con el mayor placer y lo agasajaban como al ser interesante y más indispensable.

La chirimía no es un instrumento exclusivo de América: es muy semejante en su sonido al bag-pipe de los escoceses y a la gaita de gallegos y saboyardos. No hace mucho que se descubrió en una antigua escultura parecido. Parece que Nerón se complacía en tocarlo, acaso porque esos discordes acentos armonizaban con su espíritu.

Después de haber inspeccionado las mesas de la plaza, en las cuales campeaba, la alegría popular, nos dirigimos hacia un baile, de ñapangas o cintureras. Era tal la compostura de estas gentes, que las señoras gustaban ir a verlas bailar, sin temor de que sus modales pudiesen ser tachados. Se había anunciado este baile como muy ruidoso y en extremo concurrido; así fue, que hallamos una multitud de curiosos que rodeaban la puerta o prendidos de las ventanas se asomaban a la sala. Sin embargo, al vernos llegar se hicieron a un lado, y las señoritas se situaron al pie de las ventanas y nosotros detrás de ellas.

La sala era de regular tamaño, enladrillada, blanqueada con aseo, y en las paredes se veían algunas pinturas coloreadas representando, según parecía, escenas de Guillermo Tell y de Matilde o las Cruzadas: cuatro sofás de cuero bruto y algunas silletas desiguales eran los muebles que la adornaban. En las puertas de las alcobas, a derecha o izquierda, se veían cortinas de percala roja que disimulaban la falta de puertas de madera. De trecho en trecho y prendidas de la pared habían puesto alcayatas de lata con sus correspondientes velas de sebo, a cuya incierta luz podíamos distinguir las muchachas que se habían sentado en contorno de la sala.

Las ñapangas vestían enaguas de fula azul con su arandela abajo, camisa bordada de rojo y negro, pañolón rojo o azul y sombrerito de paja fina con lazos de cinta ancha. Algunas se quitaban los sombreros para bailar y descubrían sus profusas cabelleras negras partidas en dos trenzas que caían por las espaldas terminando en lazos de cinta.

Los hombres, casi todos con pretensiones a ser los cachacos de la sociedad, fumaban y tomaban copitas de aguardiente, fraternizando con los músicos, quienes situados en la puerta interior de la sala templaban sus instrumentos.

-¡Arriba, don Basilio! -exclamaban varias voces desde la puerta, al momento que empezaban a tocar un alegre bambuco-: ¡la pareja lo aguarda!

Y todas las miradas se dirigieron a un hombre de unos cuarentas años, grueso, lampiño, de cara ancha, frente angosta y escurrida hacia atrás: su mirada torva y la costumbre de cerrar un ojo al hablar le daban un aire singularmente desagradable.

-Nos vamos a divertir esta noche si baila don Basilio -dijo Antonio.

-Cállate -le contesté-, que si te oye no te perdonará jamás; ese hombre es presuntuoso y vengativo.

-Bailo -exclamó don Basilio con aire importante-, si Julián me acompaña.

-¡Adelante, Julián! -gritaron los cachacos; y sacando a Julián de en medio de ellos lo obligaron a que diera la mano a una alegre y desenvuelta ñapanga, cuyos negros ojuelos hacían contraste con una mano de azahares que llevaba en la cabeza. Entre tanto don Basilio tiraba a otra de la mano diciéndole al oído palabras que la hicieron sonrojarse, y adelantándose con aire complacido se situó frente a ella y empezó a bailar el bambuco. La muchacha, joven y ligera, daba vueltas en torno de su pareja poniendo en ridículo el grueso talle y toscos ademanes de su galán, el cual parecía un enorme oso jugando con una gatita. Aunque afeminado y lleno de afectación, Julián formaba con la otra muchacha, un cuadro más agradable.

Pero mientras acaban de bailar, digamos quienes eran estos personajes, uno de los cuales figura en esta relación.

Basilio Flores era hijo de una pobre campesina de los alrededores de Bogotá. Su genio vivo y natural talento llamaron la atención a un rico hacendado en cuyo terreno su madre cultivaba su sementerilla de papas y maíz. El hacendado lo llevó a su casa y le enseñó a leer en sus ratos de ocio; y encantado con la facilidad que, el muchacho tenía para aprender, propuso sacar de él un buen dependiente, sobre quien pudiese, con el tiempo, descargar una parte de sus complicados negocios. Lo envió, pues, a un colegio en donde pronto hizo grandes adelantos. Tenía Basilio 18 años cuando estalló la guerra de la independencia, y el español que lo protegía creyó necesario emigrar. Antes de partir llamó al muchacho con mucho sigilo y le exigió bajo juramento que cuando se calmasen las revueltas públicas sacase una suma que había enterrado en un sitio de la casa de su habitación y que con ella lo fuese a buscar a España.

La situación del país impedía que se tuviese comunicación alguna con la madre mía, y en medio de las emociones políticas que lo rodeaban el protegido del español seguramente olvidó la recomendación de su patrón. Después de haber tomado en arrendamiento por un mes la casa del español (que había sido confiscada) por cuenta de una familia que debía llegar del campo y que nunca se vio en Bogotá, Basilio se retiró de la capital para acompañar, decía, a un pariente rico que vivía en el fondo de no sé qué provincia. Otros aseguraron que ese tío era completamente imaginario y que durante el tiempo que se eclipsó lo vieron en la choza de su madre entregado al estudio, con la esperanza de hacer una brillante entrada en la sociedad bogotana.

Cuando volvió a reinar alguna paz en el país se supo que, entre los españoles que habían salido prófugos, el patrón de Basilio, después de haber vagado por las costas de Colombia y enfermádose en las Antillas, apenas había tenido tiempo de llegar a España y morir sin dar sus últimas disposiciones. Los herederos enviaron órdenes para que realizasen las pocas fincas que no habían sido confiscadas, y se habló vagamente de una suma de consideración que el español había dejado enterrada, pero no pudieron reclamarla ni dar pruebas de su existencia.

Basilio volvió a la capital diciendo haber heredado a su incógnito pariente, y haciendo alarde de su riqueza trató de introducirse en la sociedad distinguida, pero fue rechazado con desdén.

Disgustado, pero decidido a poner todos los medios que tenía a su alcance para hacer olvidar su origen, partió para Europa y permaneció algunos años en París. Sin relaciones ni posición, se entregó a los vicios y acabó de corromper el escaso corazón con que la naturaleza lo había dotado. Alimentando su espíritu con la lectura de obras escépticas como las que entonces estaban en moda, imitaciones de los nuevos sistemas filosóficos de la moderna Alemania, el joven americano se convirtió en un materialista sin ningún sentimiento de virtud.

Resuelto a crearse una carrera brillante en su país, volvió con mil proyectos ambiciosos, y muy pronto se hicieron notar sus artículos en los periódicos de uno y otro partido. Poseía una memoria muy feliz, una instrucción regular y cierta elocuencia irónica, aunque superficial, con que se engaña fácilmente. Se firmaba B. de Miraflores, y decían que en París había pasado por barón. Hablaba francés e inglés con bastante corrección y siempre adornaba su conversación con frases y citas de autores extranjeros. Se vestía con un lujo extravagante y de mal gusto, y daba almuerzos en que desplegaba un boato charro con que alucinaba al vulgo.

Pero, desgraciadamente, si tenía memoria para algunas cosas la había perdido completamente para otras, y durante su viaje olvidó a la pobre madre, única persona que lloraba su ausencia. A su regreso de Europa no quiso verla ni dejarse visitar por ella (¡eso lo podría desacreditar!) pero fingiendo la generosidad que distingue a los nobles corazones, enviaba, por medio de un joven que le servía de factótum, una pensión mensual a «la pobre estanciera que le había servido de nodriza», según decía arqueando las cejas.

Deseando, al cabo de algunos años, faire une fin, como él decía, propuso casamiento sucesivamente a las señoritas más ricas, bellas y virtuosas de Bogotá: naturalmente todas lo desdeñaron hiriendo su amor propio, lo que le hizo recordar la famosa máxima de que: «de la calumnia siempre queda algo», y tarde o temprano se vengó de ellas.

Desalentado en sus proyectos matrimoniales entró de lleno en la política; pero aquí también lo aguardaban desengaños. Sus antecedentes poco claros, su lenguaje acervo y mordaz y sus malas costumbres lo hicieron despreciable entre los hombres de algún valer en todos los partidos. No pudiendo hacerse apreciar y admirar se hizo temible, y juró burlarse de la sociedad y vengarse de todos los que lo habían humillado. Se alió con los hombres más corrompidos de uno y otro partido y logró por medio de intrigas formarse cierta reputación entre los escritores públicos del país. Su pluma siempre estaba al servicio de los que gobernaban: con los conservadores, llamados entonces retrógrados, era partidario del orden absoluto; hablaba con elocuencia de las garantías individuales y del ejército permanente; se mostraba partidario de la pena de muerte y vilipendiaba la libertad de imprenta. Con los llamados progresistas, peroraba sobre la necesidad de la libertad del pensamiento y de la democracia pura; se enternecía al hablar de la causa sagrada del pueblo soberano y del sufragio universal; citaba a todas manos, mezclando sacrílegamente a Platón, Voltaire, Rousseau y Jesucristo. Una vez que quería halagar a los ultrarrojos lloró, en un discurso de aniversario de la independencia, la muerte prematura de la víctima de la democracia: ¡Marat!

La carrera política de nuestro héroe no podía ser completa si no agregaba un lauro más a su gloria: quería ser diputado. En las provincias del centro y del Magdalena era demasiado conocido para ser popular, y le aconsejaron que fuese a las provincias del Sur, donde podría ganarse a los electores con algunos discursos bien sentidos. Éste era el motivo que había llevado a don Basilio de Miraflores a mi pueblo, en el que se detuvo de paso al saber que se preparaban fiestas.

Julián era el tipo de cierta clase de cachacos que desgraciadamente se han hecho muy comunes en los últimos años; aumentando sus malas cualidades en cada generación y perdiendo las pocas buenas que los distinguían.

Hijo de un rico propietario de las provincias del Sur y educado en Bogotá, en cuyos colegios había permanecido siete años, no había sufrido nunca aquella heroica pobreza que forma el carácter del estudiante.