A fuego cuento - Sul Sorgina - E-Book

A fuego cuento E-Book

Sul Sorgina

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Beschreibung

 21 recetas imposibles, increíbles, de España, de Uruguay, de Perú, de Colombia, de Cuba, de USA; de distintas ciudades de nuestro México: Hidalgo, Guerrero, Guanajuato, Baja California, Chihuahua, Ciudad de México; y con acentos de Francia, Alemania, incluso acentos judíos. Cada receta nace de la concepción de una escritora o escritor y es acompañada de un cuento o un relato que ilustra el arte culinario. 

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A FUEGO CUENTO. ANTOLOGÍA

© Gilda Consuelo Salinas Quiñones (Trópico de Escorpio) Empresa 34 B-203, Col. San Juan CDMX, 03730 www.tropicodeescorpio.com FB: Trópico de Escorpio

© Sul Sorgina, La tarta© David Estopier, Teocintle© María Eugenia Gomez Figueroa, El último jueves de noviembre© Gabriela Santana, Carolina y las semillas de girasol© Teresa Solbes de Menéndez, Nico© Rebeca Marsa, Un buen almuerzo© Ana María Chuhurra Aspesi, Creciendo en familia© Elsa Sánchez Valera, Flan de Flandes© Rosa Martha Ingelmo Cires, La huida© Cristina Harari, Toronjil de plata© Martha McPhail, Dino© Mónica Corlay, La receta secreta© David Rodolfo Areyzaga Santana, Recuperación© Rosa Martha Ingelmo Cires, El manglar© María Enriqueta Beyer de Pavón, La abuela© Verenice Ramírez Montes, Madrina de ajuar© G. Millán, El filo de la nostalgia© Rosa Paz Iparraguirre, La Niña© Adriana Guadalupe Luna Flores, Cena de Nochebuena© Toño Maldonado, Te conozco, bacalao© Gilda Salinas, Yo os declaro

Primera edición: 1ª Edición, agosto 2019 ISBN: 978-607-9281-79-3

Este libro no puede ser reproducido total o parcialmente, por ningún medio impreso, mecánico o electrónico sin el consentimiento de los autores.

Diseño editorial: Karina Flores Ilustraciones: César López

Edición electrónica: Heurística Informática, Procesos y Comunicación Objetiva

PRÓLOGO

 

De común acuerdo, los autores de esta antología hemos decidido invitar a la fiesta a Alfonso Reyes, escritor admirado que homenajeó el buen comer con su literatura y en su cocina.

Quién mejor que él para prologar nuestro libro con un fragmento de sus: Memorias de cocina y bodega.

El mole de guajolote es la pieza de resistencia en nuestra cocina, la piedra de toque del guisar y el comer, y negarse al mole casi puede considerarse como una traición a la patria. ¡Solemne túmulo del pavo, envuelto en su salsa roja-oscura, y ostentado en la bandeja blanca y azul de fábrica poblana por aquellos brazos redondos, color de cacao, de una inmensa Ceres indígena, sobre un festín silvestre de guerrilleros que lucen sombrero faldón y cinturones de balas! De menos se han hecho los mitos. El mole de guajolote se ha de comer con regocijo espumoso, y unos buenos tragos de vivo sol hacen falta para disolverlo. El hombre que ha comulgado con el guajolote —tótem sagrado de las tribus— es más valiente en el amor y en la guerra, y está dispuesto a bien morir como mandan todas las religiones y todas las filosofías. El “gayo pringajo” del mole sobre la blusa blanca tiene ya un pregusto de sangre, y los falsos y pantagruélicos bigotes del que ha apurado, a grandes bocados, la tortilla empapada en la salsa ilustre, le rasgan la boca en una como risa ritual, máscara de grande farsa feroz.

LA TARTA

Sul Sorgina

Era un viernes de otoño y probablemente nada habría sucedido si Javier hubiera llamado el sábado. En el otoño es raro encontrarme en casa los sábados: mañana de salón de belleza, tarde de setas y noche de cine con alguna amiga. La afición a las setas la heredé de papá, él fue quien me enseñó todo lo que sé y ahora… Bueno, yo ahora no puedo vivir sin mis setas.

Por eso si Javier hubiera llamado el sábado nadie hubiera contestado el teléfono. Ni siquiera me hubiera enterado de su llamada porque no hay contestador automático en casa. Pero llamó el viernes. De haber sido un viernes normal tampoco hubiera habido nadie en casa para contestar, porque yo trabajo los viernes. Pero ese 9 de octubre no era un viernes normal. Ese viernes Casilda, mi hermana, aún estaba en casa, no regresaba a Ámsterdam hasta la mañana siguiente, por eso ella atendió el teléfono.

Si no hubiera estado Casilda, nadie hubiera hablado con Javier, porque yo ni siquiera escuché el timbre. Estaba destrozada con el repentino fallecimiento de mamá. Tras la incineración llegué a casa agotada y entré a mi cuarto a descansar y a fumarme un cigarrillo. Fiel a las costumbres inculcadas por mamá, incluso después de su muerte… Solo me permitía fumar en mi cuarto, el resto de la casa debía permanecer impoluta y sin contaminar. Supongo que este tipo de saludable tiranía la sufren todos los fumadores. Con la muerte de mamá, Casilda y yo nos quedamos absolutamente huérfanas. Pero yo un poco más huérfana que Casilda porque había vivido toda mi vida con ella, mientras que mi hermana levantó el vuelo hace ya veinticinco años. Yo, a mis 55, seguía siendo la eterna “niña”.

La convivencia con mamá no siempre fue fácil, como digo: fui la eterna niña. A veces la vida no va como una espera y desde luego a mí no me salieron las cosas como yo esperaba: ni conseguí un trabajo con una remuneración suficiente para irme a vivir por mi cuenta ni me casé. Así que me quedé en casa de mis papás, lo cual ha tenido sus ventajas y sus inconvenientes. Pero he podido disfrutar de mis padres hasta el ultimísimo minuto. Sí, disfrutar de lo bueno y también de lo malo… porque cuando mamá se enfadaba, y se enfadaba siempre que las cosas no se hacían a su gusto o yo protestaba por algo, pues me soltaba aquello de:

—Bueno… ¡haberte independizado! A ver… ¿por qué no te has casado? ¿Dónde está aquel Javier con el que estuviste tantos años de novia?… Si estás en casa de tus padres tendrás que hacer las cosas como yo digo.

Y sí… ese estilo de conversaciones teníamos mamá y yo a menudo. Bueno, ella hablaba yo callaba, y con los años ella hablaba más y más callaba yo. La ancianidad no pudo con su nervio ni su fortaleza, esa fortaleza suya que yo no heredé. Por eso a mis 55 años me quedé huérfana, más huérfana que mi hermana, que voló de casa a tiempo.

Como digo, aquel viernes 9 de octubre a las 3 en punto de la tarde nadie hubiera oído el tiro riro riro del teléfono, de no ser por Casilda que estaba allí.

—¿Sí, dígame?

—Hola, buenas tardes ¿está Luisa?

—Sí, ¿de parte de quién?

—De Javier.

—… ¿Javier?… Un momento por favor.

Mi hermana a la puerta de mi dormitorio.

—Luisa te llama un tal Javier.

—¿Javier? ¿Qué Javier?

—No sé… ¿Será Javier?

Y sí, contra todo pronóstico y después de veinte años sin dar señales de vida, a Javier se le ocurrió llamar esa tarde del viernes 9 de octubre, el día de la incineración de mamá. Javier había guardado silencio durante veinte años, lo cual aclaraba la confusión que en su día me causó la contradicción entre sus palabras y sus actos.

—¿A cuántas bodas hemos ido juntos, Luisa? La próxima será ya la nuestra.

Eso me decía cada vez que asistíamos juntos a una ceremonia nupcial. Y yo me lo creí. Claro que también me creí que lo suyo era amor y que su deseo era el mío. Por eso cuando me violó la primera vez yo ni siquiera me enteré de que aquello que me estaba pasando era una violación. Aunque nunca me he metido a discutir este desagradable asunto. es fundamentalmente por las definiciones ¿sabes? Las definiciones son muy particulares y en mi opinión muchas veces inexactas y excluyentes. Solo si has tenido una experiencia como la mía sabrás de lo que estoy hablando.

Pues eso que te iba contando. La primera vez que me violó yo no sabía que me estaba violando. Después ya me forzaba siempre que él quería, para luego, a la menor oportunidad, solos o en compañía de cualquiera, hacer chistes vulgares sobre mujeres frígidas y mujeres libidinosas. Todas ellas putas con más vergüenza que valía, por lo que se veían obligadas a gritar “¡al violador!” para intentar salvar la cara. Pero a él no se la daban. Él sabía de qué pie cojeaban todas.

Y ahora, después de veinte años, Javier me llamaba para invitarme a tomar un café.

A pesar de mi conmoción interna decidí seguirle el juego y en décimas de segundo reaccioné:

—¡No hombre, no! ¿A tomar un café? ¿Después de veinte años? Te invito a cenar a mi casa mañana ¿Te parece bien las 8?

En otro par de décimas de segundo pensé cuál sería el plato principal de la cena. Tarta de setas, porque recordé lo mucho que le gustaban a Javier las setas. Así que el sábado 10 de octubre por la mañana, después de llevar a mi hermana al aeropuerto de Alicante, me fui de excursión a la montaña de Guadalest armada con mis cestas de mimbre y mis utensilios de buscadora de setas, inclusive llevé un ejemplar del libro Setas de la Península Ibérica.

Papá me había enseñado todo lo que una buena buscadora de setas debe saber y lo más importante: cómo diferenciar una seta comestible de una que no lo es. En el otoño es cuando más setas puedo hallar y en el bosque de Guadalest suelo encontrar preciados níscalos con los cuales preparar una estupenda tartita de setas. También, con un poco de suerte, podría hacerme con algunas oronjas verdes, conocidas como amanita phalloides, famosas por haber acabado con la vida de algunas figuras históricas importantes, entre ellas el emperador romano Claudio y el archiduque austriaco Carlos Francisco de Habsburgo y Neoburgo.

Entonces, como tal vez ya has adivinado, el plato principal de la cena serían dos tartitas de setas. Una de níscalos para mí y la otra de amanita phalloides para Javier.

Por supuesto fui extremadamente cuidadosa durante la recolección de las setas. Mantuve en todo momento los níscalos a buen recaudo en una cesta aparte y tapados con un paño de algodón y las amanitas en otra cesta y también tapaditas. Al llegar a casa me esmeré en la limpieza de unas y de otras, poniendo mucho cuidado en no mezclar los utensilios que iba utilizando.

Primero preparé los níscalos, unos 300 gramos que troceé. Reservé unos cuantos para colocar a modo de adorno en la superficie de la segunda tarta. Una vez lista, dejé que la tarta se horneara y me dediqué a preparar las amanitas y demás ingredientes para la tarta de Javier.

Quedé realmente orgullosa de mi trabajo de cocinera. ¡Vaya dos tartas que me salieron! A simple vista uno no podía diferenciar entre la de níscalos y la de amanitas. Claro, yo sí las sabía diferenciar porque me preocupé de añadirle unos trozos de pimiento rojo a la tarta de amanitas. A mí no me gusta el pimiento, y esa sería mi excusa ante Javier por haber cocinado dos tartas.

A las 8 en punto de ese sábado 10 de octubre lo tenía todo preparado. Los entrantes, un coctel para el aperitivo, el vino para la cena, la mesa puesta, yo perfectamente maquillada y deslumbrante con mi vestido verde botella. Mira, sin exagerar, yo es que me miraba en el espejo y me veía guapísima, arrebatadora, con un resplandor así, medio sugerente, medio diabólico.

Entonces sonó el timbre de la puerta de entrada. Había llegado mi invitado.

—¡Querida Luisa! ¡Estás divina!

—¡Javier! Tú también estás estupendo —mentí. La verdad es que el hombre tenía un aspecto deplorable, con un estómago inconmensurable y tres pelos pretenciosos en la testuz que por grasientos pretendían aparentar algo, pero aquella pretensión no hacía menos evidente la extremada calvicie.

—Así que tú tampoco te casaste. Hiciste muy bien, Luisa. Muy bien. Somos los mejores de todos nuestros amigos, tú y yo.

La velada transcurrió agradablemente a pesar de sus chistes malos, sus recuerdos un tanto absurdos del pasado, ¡como si sintiera nostalgia!, y sus machoexplicaciones de la actualidad política, social y económica, ¡como si a mí me importase su opinión! En definitiva, lo único digno de mención de aquella cena fue que a Javier le encantó su tarta de setas.

—¡Qué detalle has tenido, Luisa! ¡Te has acordado! ¡Exquisita! Me tienes que dar la receta.

Después de cenar nos sentamos en el jardín a saborear un café irlandés. Aquella noche era cálida y placentera, iluminada por las estrellas y amenizada desde el interior con la suave música en Spotify de uno de mis cantantes favoritos: Kevin Johansen, Fin de fiesta. (Ya se acabó, ya es el fin de fiesta, y nace el tan temido qué dirán. Ya sé lo que me vas a decir, que no hay que llorar, que son cosas que pasan, yo siempre lloré por no reír…)

Las horas se habían pasado volando y sin darnos cuenta el reloj marcaba la una. Javier se puso en pie y se disculpó diciendo que se había hecho demasiado tarde, en unas horas debía emprender el regreso a Madrid. Yo le noté algo incómodo y como con un brillo sudoroso en la frente y a decir verdad me pareció que su piel amarilleaba por momentos.

—¡Qué pena, Javier! Bueno, espero que me llames cuando vuelvas por aquí.

—¡Por supuesto! Nunca voy a olvidar tu fabulosa tarta de setas… Estás divina. ¿Por qué no nos hemos casado tú y yo?

Le di una sonrisa por respuesta. En realidad, yo siempre sonreí por no llorar. Nunca más he vuelto a saber de él.

TARTA DE SETAS

Una tarta (o quiche) de setas se puede preparar con la variedad de setas que prefieras o la que encuentres en el mercado. Para la base puedes utilizar la masa congelada para quiche en láminas. Yo utilizo seis láminas de masa que dejo descongelar despacio.

Ingredientes:

Masa quebrada (5 o 6 láminas cuadradas de masa congelada)

Mantequilla o papel de hornear

300 gramos de setas

250 ml de nata

5 huevos

Un puerro

Beicon al gusto

Aceite de oliva

Sal y pimienta

150 gramos de queso rallado

Preparación:

Unta un molde bajo con mantequilla o si lo prefieres, fórralo con papel de hornear.

Saca la masa del congelador y déjala descongelar dentro del molde, cuando esté blanda extiende bien la masa por el fondo del molde y por el borde alrededor. Luego pincha el fondo con un tenedor para que la masa no crezca.

Calienta el horno a 180 grados e introduce el molde con la masa. Deja dorar 8 o 10 minutos.

Corta la parte blanca del puerro en dos mitades y lávalas. Luego trocéalas en pedazos pequeños. Las hojas verdes del puerro no se utilizan en esta receta.

Prepara las setas: lávalas y córtalas en pedazos pequeños o en finas láminas.

Rocía una sartén con una cucharada de aceite de oliva y fríe en ella el puerro con una pizca de sal hasta que esté blando.

Si deseas añadir tocino o beicon, ahora es el momento de incorporarlo al puerro y dejarlo sofreír todo junto.

Saca la masa del horno.

Añade las setas al sofrito de puerro y tocino y rehógalas hasta que estén doradas.

En un cuenco grande bate los huevos y luego añade la nata. Mézclalo todo batiéndolo a mano o con una batidora.

Vierte el sofrito de setas, puerro y tocino en el cuenco con los huevos y la nata, añade sal y pimienta y revuélvelo todo bien.

Esparce la mezcla dentro del molde con la masa.

Espolvorea queso rallado por encima.

Mete la tarta en el horno caliente (200 grados centígrados) y hornea durante unos veinte minutos, hasta que la superficie esté dorada.

TEOCINTLE

David Estopier