A la luz de las lucernas - Juan Luis del Valle Pliego - E-Book

A la luz de las lucernas E-Book

Juan Luis del Valle Pliego

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Beschreibung

Un hombre desembarca en el puerto de Ostia. Se trata de un esclavo. Forma parte de un lote prohibitivo que acaba de adquirir su señor, uno de los hombres más poderosos de su tiempo. Por su empeño de preceptor y consejero estará en contacto con el poder y sus oscuras intrigas. A través de sus ojos y de sus escritos conoceremos la ciudad eterna, el mundo romano más allá de Roma y también la guerra en la frontera del Imperio. En una trama paralela, veremos cómo el entorno del preceptor asiste a una serie de fenómenos inexplicables que petrifican y sacan de lo cotidiano a los supersticiosos testigos. El desenlace de la novela, en la que el autor defiende que apenas hemos cambiado en dos mil años, deja una puerta abierta a todo lo que nos queda por saber de esa apasionante ciencia que llamamos Historia.

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Cubierta y diseño editorial: Éride, Diseño Gráfico

Edición eBook: diciembre 2023

A la luz de las lucernas

© Juan Luis del Valle Pliego

© Éride ediciones, 2023

Éride ediciones Espronceda, 5 28003 Madrid

ISBN: 978-84-10051-00-3

Diseño y preimpresión: Éride, Diseño Gráfico

eBook producido por Vintalis

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Juan Luis del Valle Pliego nació en Madrid en 1964.

Durante más de treinta años trabajó en una empresa vinculada al sector bancario. Desde muy joven encontró en la escritura una manera de expresarse y de evadirse a un tiempo. Ser declarado ganador de un modesto certamen le permitió, además de recibir por vez primera algo de dinero por hacer algo con lo que disfrutaba, asistir a un curso de relato breve en la desaparecida «Escuela de Letras».

Autor de numerosos cuentos inéditos, durante 2018 y 2019 completó el ciclo de Escritura Creativa y Relato en la «Escuela de Escritores». En 2018 fue declarado primer finalista del certamen «Afrodita y Eros» con el relato «La Bacante». En 2019, Éride Ediciones publicó su novela «Si haces lo que se te dice», una narración en forma de diario en la que intenta reflejar los cambios habidos en el mundo laboral durante las últimas décadas.

En agosto de 2021, Éride Ediciones publicó «Relatos Cotidianos de un Año Inesperado», un conjunto de narraciones protagonizadas por multitud de personajes y con un elemento condicionante: el Covid19, que hace mostrarse a los personajes tal como son. Ahora, la misma editorial publica su novela «A la luz de las lucernas», ambientada en el Alto Imperio Romano y protagonizada por un esclavo, un hombre sin importancia, que gracias a la posición que ocupa, preceptor de los hijos de uno de los hombres más poderosos de su tiempo, nos mostrará su fascinante época a través de su testimonio.

A Mari Jose y a María, que, como Eos, la aurora,alejan de mí las tinieblas;

a todos los que aportan sus lucernas

y hacen que el camino sea menos tenebroso.

PRÓLOGO

La recopilación de epístolas y crónicas que estás a punto de leer pertenecen a un hombre que ni siquiera se posee a sí mismo. Es un esclavo, si bien no uno cualquiera. No se dejará la vida en las minas. Tampoco será un ídolo de masas al estilo de los aurigas del circo, una profesión de riesgo, pero que aseguraba, en caso de sobrevivir, un futuro razonablemente bueno.

El perfil de nuestro protagonista es el de un griego con una marcada formación filosófica. De origen humilde, acaba en Roma al servicio de una de las familias cuyo pater familias domina el mundo. Adquirido por su señor como preceptor de sus hijos, acabará ejerciendo de consejero para el hombre que le mandó comprar. Vivirá en directo, si bien desde la penumbra de su modesta posición, los momentos cumbre que viva su señor. Los conoceremos, a él y a su entorno, a través de las epístolas que nuestro protagonista envía, y a través de sus crónicas y apuntes. Aún hoy, el Papa en Roma cada domingo de Pascua y cada día de Navidad imparte la bendición «urbi et orbi», «para la ciudad y para el mundo». Las epístolas están ambientadas en tres ambientes bien diferentes. El de la urbe, la ciudad, eminentemente romano; el del orbe, el resto del mundo romano que no es Roma, y el del limes, la frontera, donde la guerra será un personaje nada desdeñable de la historia. Nuestro humilde protagonista guarda copias de todas sus cartas como minucioso archivero que es.

Aunque no escribe para la posteridad, gracias a su previsión y a la de alguno de sus descendientes, algunas cartas han conseguido superar la barrera del tiempo para hacernos llegar una visión de su mundo y de algún que otro misterio. Disfrútalas.

I. Urbe

LA CIUDAD ETERNA

Roma se ve desde millas de distancia, pero su presencia se intuye mucho antes. Si se viene del norte, una vez se deja atrás Pisa, ya en la vía Cassia, el tráfico se intensifica y no baja en su frecuencia hasta la urbe.

Lo mismo pasa si se avanza desde el sur; Desde Neapolis hasta Roma, la vía Apia es una aglomeración continua de gentes y bestias que van y vienen.

Cada día a Roma llegan mercancías de todo el mundo; por Ostia, trigo de Egipto y Numidia; animales salvajes de Asia y África; aceite de oliva, vino y garum de Hispania; especias y sedas del ignoto Oriente, esclavos desde todo el orbe y por las vías, además de por mar, gentes de todos los rincones del imperio deseosos de prosperar, o de conocer la urbe, aquello que en su ser deben considerar lo más maravilloso del orbe. Estos son los menos, pero resultan perseverantes y su ilusión les rebosa, como a los niños, por todos los poros de su cuerpo. Durante años anhelan la llegada del día en que, dejando su tierra, allá en cualquier rincón del Imperio se calcen las caligas para recorrer las calzadas que unen a Roma con el orbe y hacer realidad su sueño.

Muchos sufren la mayor decepción de su vida. Es verdad que el ornato del Imperio es difícilmente superable, ahora que ha adoptado los modos de las cortes orientales; sus edificios públicos inmensos y majestuosos y los espectáculos que se ofrecen en los teatros no se igualan en sitio alguno, pero Roma, la ciudad eterna, es agobiante; lo es por la estrechez de muchas de sus calles y por la ingente cantidad de humanidad que circula por ellas. Lo es por la cantidad de gentes que se aglomera en sus mercados dando voces, con la misma animosidad que las abejas en un panal. Roma huele a todo lo que suelta olor en el orbe, sea bueno o malo.

En fin, el que visita Roma por cumplir un sueño, si no tiene la suerte de ser huésped en una de las villas que disponen de todo tipo de comodidades, acabará harto, seguramente, al tercer día. Harto y timado o víctima de un robo, pues a poco que se sea incauto, lo que no se lleven los trileros se lo acabarán llevando los rateros que viven de aligerar de peso al poco precavido.

OSTIA

Quienes no conozcan lo que es vivir en la urbe no pueden hacerse una idea de la suerte que tienen. Los que viven en ciudades como Atenas saben de lo que hablo. Y los que frecuentan el Falero o el Pireo en día de embarque o de amarre conocen lo que es el ajetreo. Pero nada de eso puede compararse a lo que se siente al llegar a Ostia por primera vez. A Ostia llegan cada día multitud de naves. Con aceite, garum, vino y azogue de la Bética. Repletas de trigo, de Egipto. Con estaño de Britania, o transportando bestias vivas que irán a parar al vivarium(1) hasta su exhibición en el anfiteatro. Y, también, cada jornada, parte de Ostia una flota que se desparrama por el Mediterráneo llevando diversos cargamentos o buscando más aprovisionamiento. Hacia Asia, hacia África. Incluso más allá de las columnas de Hércules. De modo que la vía Ostiense es la más frecuentada, sin duda, de todas las que a Roma llegan. Por sus veinte millas circulan todos los días gentes variopintas. Nubios, con la piel como el tizón. Gotones de piel rosa y pelo rojo.

Gentes en apariencia sin interés.

Tu padre llegó tras una travesía tranquila, sin tempestades ni piratas, formando parte insignificante de la comitiva que se encamina a la casa del que ya es su señor. Sobrino del emperador, mi señor es un militar brillante, un digno hijo de su padre. Sus campañas han permitido el rescate de las águilas que se perdieron en el desastre de Teutoburgo. Si todo va bien, el año próximo los limes se levantarán en la ribera del río Albis. Me acompañan a la casa de mi señor unos bienes por los que seguramente él ha pagado todavía mucho más que por mí. Hay varias prendas para la esposa de mi señor de un tejido extraordinario que proviene del Oriente, así como varios rollos de papiro, copias de los originales que se guardan en Alejandría.

Según he podido ver, se trata de mapas antiguos y documentos relativos a prodigios que tuvieron lugar en la antigüedad. Junto a ellos viaja un cofre que, según el esclavo cuya única misión consiste en custodiar el tesoro que allí se oculta, guarda un prodigioso mecanismo capaz de calcular, según parece, cómo será el desplazamiento de los astros por el cielo. Al menos, mi señor parece interesado en algo más allá del circo y del anfiteatro.

Desembarcamos con las estrellas, de modo que hicimos noche en una de las posadas que acogen a los bienes que compran gentes del nivel de mi señor. Al alba, partimos sin agobios hacia la urbe. Por suerte, en contra de lo que temía, el viaje fue muy tranquilo y ajeno al frenético tráfico que esperaba encontrar.

No tuvimos que vérnoslas con mercaderes mal encarados, ni con brabucones barriobajeros. Un carro transportó todos los bienes valiosos de mi señor, incluyéndome a mí, hasta la residencia que durante algún tiempo será mi morada. Esa que se ve al llegar como un pegotito junto al palacio. No, es broma. Mi cuarto está en un ala del edificio principal. Tu padre disfruta de cierta intimidad. Incluso de luz propia.

Lucernas, papiro y material de escritura nunca me faltarán. Fui recibido por el jefe de los esclavos. Me dejó pronto a mi aire. Pensé que debía considerarme una mercancía delicada, aunque después me di cuenta de que consagraba toda su atención a asegurarse de que el artefacto que custodiaba aquel esclavo en su cofre estaba como debía. El caso es que tuve tiempo de colocar mis cuatro trastos y de descansar toda la noche.

Cuídate, hija mía. Puede que esta misiva no llegue nunca a ser leída por tus ojos. Cuídate de igual manera.

A LA LUZ DE LAS LUCERNAS

Cuando escribo estas líneas me alumbra un magnífico candelabro de bronce en forma de sátiro con cinco lucernas. Adivina de donde sale la quinta. Las necesito durante un buen rato. Desde que el señor regresó nunca descanso antes de la segunda vigilia. Y mediada la cuarta ya estoy preparado para comenzar la jornada. Empiezo con los niños. Están bien educados. Son curiosos y lógicos. Eso me hace esforzarme más. A cambio puedo llevarlos conmigo a la basílica Julia cuando su padre me encarga copias de mapas y documentos. Obedecen sin rechistar. Tendrías que haber visto sus caritas en la gran sala de papiros. La niña es la más perspicaz. Entendió a la primera como Eratóstenes determinó el diámetro de la Tierra.

Hasta ahora nunca nos han tenido que llamar la atención. Al contrario. Hasta el cascarrabias de Jenofonte desenterró la nariz de los tratados de Hipócrates. Juraría que le vi sonreír.

Como con ellos, tras repasar a Horacio, Virgilio y Homero. Nos jugamos un segundo postre retándonos con adivinanzas. Cuando gano, cada vez menos veces, la copa de ámbar vuelve a rebosar de falerno. He cogido mucho cariño a esos tres mocosos.

No más tarde de la hora séptima, el padre ocupa el lugar de sus vástagos. Ellos hacen entonces sus lecturas, juegan y son atendidos por sus esclavos. El jefe del clan entretiene sus tardes con mi humilde persona. Antes ha recibido a senadores, ha cerrado contratos, ha sido recibido por el emperador o ha asistido a la matinal del circo. Las carreras son la única debilidad del señor. Y casi la única materia sobre la que no le puedo orientar. Después me pregunta, me consulta, me confiesa. Tras uno de los hombres más poderoso del orbe se esconde alguien que confía en un esclavo griego que viste un sayo de lana.

Nuestras tardes se prolongan para tornarse veladas. Cuando el falerno se ha asentado en nuestra cabeza, aparta los mapas que me ha ordenado traer. Me mira a los ojos. Tiene miedo de que le asesinen.

Sospecha, sobre todo, de Otón, uno de los hombres de su Estado Mayor, que aparenta cumplir con su rol a la perfección, porque mi señor ve cómo Otón se entrega en las maniobras y como, más allá de su papel de subordinado, resulta ser un camarada extraordinario, siempre dispuesto a ayudar. Mi señor sostiene que tanta camaradería persigue un objetivo oscuro; sé que la historia confirma las sospechas de mi señor, que se ha propuesto conocer cada paso que de Otón. El tiempo dirá y para entonces espero estar para escuchar su veredicto.

Mi señor lo tiene todo; es la mano derecha del emperador. No ambiciona nada material. Si quisiera derrocar al emperador, le bastaría ordenar a sus legiones que marcharan sobre la urbe. Pero su ansia es de saber. Prepara desde hace tiempo un viaje a Egipto. Pretende visitar las Pirámides y perderse por la biblioteca de Alejandría. Eso ocurrirá una vez acaben las campañas con las que persigue pacificar Germania.

Soy descreído. Más por viejo que por sabio. Pero si en algo puedo soñar a mis años es en volver a sentir la brisa del mar en la cara antes del amanecer, mientras la luz del faro nos guía hacia el lugar donde se atesora todo el saber. No todo es claridad. Bien lo sabes tú, hija mía. En la casa de mi señor conviven no menos de cuatrocientas deidades entre idolatrías nativas e importadas. No sé cómo me desplazo sin tropezar con alguna de continuo. Al igual que aquí, la superstición también reina en Alejandría. Hoy, con más ahínco.

Con esa mezcla de cultos egipcios, romanos, judíos y del oriente que hacen irrespirable el ambiente entre hecatombes y demás sacrificios.

Mi señor te hará llegar esta epístola a través de su correo privado. El mensajero pasará varias jornadas recorriendo Laconia y Ática repartiendo y recopilando documentos y cartas. Hazle un favor a tu padre. Cuando regrese el correo entrégale el papiro en blanco que te envío con tus noticias. Hasta entonces, cuídate, hija mía.

SEIS MESES DE GARANTÍA

La esposa de mi señor me ordenó acompañarla a ella y a su sirvienta Locusta al mercado. Mi señor presume de tener un preceptor a su servicio con un paladar poco común, lo cual es una verdad casi incuestionable, y me supone rendir visitas al foro para aconsejar a la esposa de mi señor en ciertas compras, que a menudo, pero no siempre, tienen carácter culinario.

De modo que con el alba la pequeña comitiva encabezada por la silla de mano de la esposa de mi señor enfiló al mercado. Regresaremos con la excelente compañía de los mejores quesos que se venden en Roma. Pero no los más caros. Más de uno comete fraude al vender caro lo que no es, ni de lejos, lo mejor. También la esposa de mi señor contará en la cocina de su casa con los higos más jugosos y con albaricoques inigualables.

Temí, pese a mi tendencia a la gula, pasarme la mañana en los puestos del mercado. Lo odio, como sabes. Pero por suerte la sola visión de la silla de mano de la esposa de mi señor obra maravillas en los mercaderes al verla aparecer en su horizonte. El dueño de cada puesto en persona ordena al instante a sus sirvientes despejar de otros clientes el espacio circundante para dejar espacio a la que consideran, con razón, tan ilustre como opulenta clienta. Los dueños, entretanto, ponen a prueba su lumbago al paso de la silla de mano de la esposa de mi señor.

Tras comprar las viandas y varios bienes que llevarán a la casa, la esposa de mi señor ordenó que nos encamináramos al mercado de esclavos. Está pensando manumitir a su antigua aya. Busca una sustituta.

Una mujer joven. Que sepa leer y escribir, que tenga conocimientos de aritmética y que esté sana. Solo los esclavos que ejercen de secretarios, nomenclátores, médicos o preceptores se compran mediante contratos privados. Los demás se adquieren como una mercancía más. El mercado de esclavos me resulta un sitio desagradable. Se mezclan muchos sentimientos encontrados. La lascivia de los que buscan alguien en su mocedad. O de los que se comen con los ojos a los esclavos jóvenes sin comprar nada. El miedo de que te adquiera alguien perverso o insensible. La arrogancia de los que compran. La incertidumbre, más bien el miedo, de los que esperan enfrentarse a un destino incierto, inmóviles e indefensos.

Todos los esclavos están desnudos. De esa manera se aprecian mejor sus cualidades y su presunta ausencia de defectos. Los que están en su plenitud se exponen en soportes rotativos. Facilita al comprador la visión del material. Por los mejores se llegan a pagar miles de áureos. Todos llevan una plaquita al cuello. Procedencia, salud, carácter, inteligencia, educación y destrezas se resumen en tres líneas. Si alguien muestra interés en algún ejemplar, un asistente le guía. Puede examinar la mercancía. Sin límite.

Tocar, palpar o interpelar al sujeto acerca de las cualidades que rezan en la plaquita. Los niños suelen ser más baratos. Antes de rendir ha de invertirse mucho en ellos. Muchos adultos están avalados por una garantía de seis meses. Los que no, portan en la cabeza un gorro identificativo, y se venden por unas pocas monedas.

La esposa de mi señor tiene varias candidatas. Todas jóvenes. Duda entre tres. Se asegura de que estén sanas. Ordena a la que aún es su aya que las examine. Los dientes, el vientre, los pechos, el ano, las extremidades y las articulaciones. Todas parecen estar sanas. Luego se asegura de que no tengan huéspedes en su cabello o en el vello púbico. Aunque más tarde, ya en la casa, la que pase todas las cribas será rapada, depilada y aseada de arriba a abajo para evitar riesgos innecesarios. Mi señora descarta una.

Liendres, le informó su vieja aya. Lee detenidamente la plaquita de las dos candidatas restantes. Se decide.

Morena. Con melena, que tiene las horas contadas si convence a la esposa de mi señor. Delgada. Ojos oscuros. Grandes. Aún en la veintena.

La esposa de mi señor me hace una señal. Es mi turno. ¿Cómo habrá llegado hasta aquí esta criatura?

Sabe contar. Sabe contar muy bien. También sabe dividir. Es capaz de entenderse en griego. Con acento cretense. Conoce a los grandes clásicos. Responde con fluidez. Recita, incluso, poesía. Píndaro. Con gracia, moviendo los brazos. Actuando. No puedo evitar fijarme en sus pechos. Oscilan mientras declama. Sin titubeos. Excelente. La esposa de mi señor aún se resiste. En realidad, hace como que se resiste. Pero está decidida. Pagaría el doble de lo que pide el marchante. Gordo, como casi todos. Exagerado en sus reverencias hacia la esposa de mi señor. Regatea bien. Pero la esposa de mi señor se muestra firme. Al final, consigue una rebaja. El tarugo se queda inclinado hacia la esposa de mi señor cuando marchamos, resoplando como el fuelle de una herrería. Poco después, al darme la vuelta mientras marchamos, está contando las monedas. Sonríe. Seguro que es incapaz de leer lo que la niña que camina junto a mí ha declamado con arte. No la ha violado porque ve en ella una fuente de ingresos segura, como en todos los demás que esperan su turno para ser vendidos.

Por la noche la jovencita, ya rapada, cena en la casa, cubriendo su desnudez con un sayo y aún con la incertidumbre pintada en su expresión. Quisiera calmarla. Decirle que esta es una buena casa. Que los señores aprecian el trabajo bien hecho. Cuando termino esta epístola me viene a la memoria la jovencita mientras recitaba a Píndaro:

«Me derrito como cera de sagradas abejas Por el calor mordida en cuanto pongo mis ojos En los lozanos cuerpos de adolescentes… Mas hay un tiempo para recolectar amores Corazón mío, cuando acompaña la edad».

MEMENTO MORI

La urbe no parece conocer lo que es el silencio. Ni siquiera de madrugada, cuando la oscuridad y, en invierno, el frío, parece empujarle a uno hasta lo más recóndito del catre. No hablo de las Saturnales, donde las voces y los cuerpos de los jóvenes se entrelazan en un frenético remolino. Esa algarabía de ruidos, voces, cánticos, magreos y contacto de cuerpos en la mocedad no me molesta; si acaso me causa envidia, y hace que me acuerde de mis articulaciones, mientras me llevo las manos a los antebrazos y me miro las rodillas, que me chascan cada vez que dejo el catre. Lo que me molesta es el estruendo, el frenesí con que de madrugada se llenan las calles de Roma con la entrada de mercancías.

Aún desde la casa de mi señor se percibe sin problema no tanto el discurrir de los carros como el runrún de las imprecaciones de los carreteros al cruzarse en las intersecciones de las insulaes, cuando alguno se salta la preferencia de paso.

Tal era el tráfico, el polvo y el ruido que se producía de día que ya el divino Julio legisló que en la amanecida las mercancías debían haber llegado a destino. Era preferible hacer madrugar a los proveedores que permanecer atascado todo el día, cuando al tráfico de mercancías se unía el de los habitantes de la urbe moviéndose de sus casas a sus quehaceres, ya fueran la curia, la escuela, las termas, el foro o la matinal, en el caso de los espectáculos, que en Roma hay muchos ociosos y las gradas del circo o del anfiteatro no están nunca vacías, ni siquiera al alba.

De modo que no se necesita estar alerta para despertarse en la urbe. El ruido es más eficiente que el esclavo más insomne, y en días como hoy, pensar que tengo que acompañar a la nueva esclava a ciertos recados me mantiene despierto casi desde el primer sueño, sobre todo, al comprobar, cuando salimos al jardín de la villa de nuestro señor, que lo hacemos rodeados de un aroma a pan recién hecho del que poco o nada quedará a nuestro regreso.

Dejar la villa de mi señor supone la obligación de visitar la lavandería donde mi señor se hace lavar sus ropas más delicadas con el fin de donar mi orina en las ánforas preparadas al efecto, con la que los lavanderos blanquean la ropa en la fase inicial del lavado. Pese a que la ropa sale limpia y perfumada, la peste a orina que satura la estancia del establecimiento donde se hacen las donaciones me hace salir como una plañidera, con un pañuelo lleno de lágrimas y mocos en la mano.

Por otra parte, percibir en la nariz durante la visita al foro todos los matices de olores capaces de hacer salir a Hades del Inframundo, parece motivo suficiente para que la visita, pese a todo, merezca la pena; el olor de las placentas(2) recién salidas del horno, de las carnes especiadas asadas hacen que camine con la nariz en alto y con riesgo de caer, sin estar atento a donde piso. Pero este momento sin par no es perfecto; se ve compensado por el jaleo sin fin que forman la amalgama de comerciantes al pregonar su mercancía, y la de ciertos clientes o esclavos meritorios, que creen que gritando y haciendo aspavientos van a conseguir arrancar una ganga a aquellos que perdidos entre la multitud que visita el foro a diario y si algo tienen es callo en lo de regatear, lo visitan por primera vez por estar de paso o ser esclavos novatos.

Me ahorro describir el ambiente cuando algún mercachifle logra vender el garum sobrante por el que los romanos son capaces de venderse a sí mismos. Al tumulto por hacerse con el preciado botín se une la peste que emana de aquello, una amalgama de vísceras de pescados y especias, que, no lo dudo a juzgar por el jaleo, debe saber mucho mejor de lo que huele.

Por suerte, nuestra visita incluye la tienda de perfumes y afeites, donde sin necesidad de destapar tarro alguno nuestras pituitarias vuelven a la vida. Tenemos el encargo de la esposa de mi señor de concertar una cita a domicilio. El dueño de la tienda, que apenas cabe por la puerta, al oír el nombre de mi señor saldrá arrastrando su enorme vientre, apartará de un manotazo a la chiquilla que tomaba nota del encargo y nos entregará ampollas con muestras para la «más excelsa de sus clientas…», mientras, tras hacerlas revolotear como buitres, posará sus manazas sobre mi hombro, con falso afecto, e intentará hacerlo sobre las nalgas de la esclava sin ocultar su lascivia. Vomitivo, lo cual es paradójico en un lugar que debe oler mejor que los Campos Elíseos.

En fin, hoy me espera un día ajetreado. Cuando regrese a la villa de mi señor, en el mejor de los casos, el sol andará ya bajo y, con suerte, podré asomarme a ver su puesta si las nubes cárdenas no me lo impiden. Pero al menos, hoy no hay que pasar por el mercado de esclavos. La última vez me quedé mudo al encontrarme al pobre Filemón desnudo, atado con argollas, y con un cartel al cuello, expuesto a la vista de todos, como un vulgar prisionero de guerra. Mira que yo se lo decía. Debes diversificar, le insistía. No te encasilles en lo que haces, aunque tu señor sea excelente. Pero él siguió a lo suyo, una labor fácil, que le exigía un esfuerzo mínimo, y que creyó sin fin y exenta de peligro.

Fingí interesarme por su compra. Hube de emplearme a fondo para que el venalitius(3), el mercader que los vendía no pensara la verdad, que me interesaba por un amigo. Mentir diciendo que venía en nombre de mi señor hizo callar al venatilius, que asintió y se interesó por otros posibles clientes. Tras comprobar, para guardar las formas, que no presentaba hemorroides, que tenía una buena dentadura y que no portaba demasiados piojos, le empecé a hablar en griego, como si tuviera el encargo de mi señor de comprar a alguien que pudiera ejercer de gramático. Estuvimos un rato, recitando a Píndaro, hablando de Pausanias y de Platón.

Cuando el encargado fijó su atención de forma definitiva en una patricia madura, esférica y repleta de oro que buscaba un par de esclavos nubios bien dotados para hacerla entrar en calor en las frías noches de invierno, el pobre Filemón me contó, siempre en nuestra lengua materna, que su desgracia le sobrevino al final de la campaña de su señor, ya en Roma. Había sido aquella una campaña brillante, sin mácula, con pocas bajas, muchos prisioneros y con un botín aceptable en esclavos, caballos y ámbar. El señor de Filemón estaba pletórico, exultante. Y durante la celebración del Triunfo, Filemón cumplió con su deber con eficiencia, recordándole a su señor que era mortal. «Memento mori, domine…(4)», susurraba a su oído cada tanto. Su señor, le miraba de reojo y asentía, pero fue tanto el gentío que acudió al Triunfo, tanta la ovación que recibió en reconocimiento, y tanta la dicha que sintió el señor de Filemón por el trabajo bien hecho, que su amo comenzó a mirarle mal cada vez que el esclavo cumplía con su misión.

Tan magistralmente fue llevada a cabo que colmó la paciencia del feliz miles gloriosus, que, viendo que el esclavo se inclinaba de nuevo hacia él, gritó «¡basta!», y dando un puñetazo al aire, ordenó la venta inmediata de Filemón, mientras, según parece, mascullaba que ni el más pelmazo de los moscones podía llegar a ser tan pesado, y que ya sabía que era mortal, pero que quería disfrutar de aquel, su momento…

ESTÍO EN LA BASÍLICA JULIA

He vuelto a las labores de preceptor de los dos hijos mayores de mi señor. Visitamos a menudo la biblioteca de la basílica Julia. Los cuatro. El pequeño juega con su aya en los jardines de la basílica.

Mientras el mayor se escabulle a la primera oportunidad, Julila, que luce con orgullo el collar de oro en el que hay una pieza de ámbar engastada que le ha enviado su padre, mi señor, dialoga con interés con tu padre que, por no poseer, no se posee ni a sí mismo. La cría, de doce años, es sagaz, ágil, despierta y disciplinada. Si fuera varón, su nombre quedaría registrado en los libros de Historia. No puede acompañar a su padre en la guerra, pero él quiere educarla como al primogénito. Y es un asunto urgente. El primogénito tardará en casarse, pero Julila se casará, seguramente, en los dos o tres próximos años. Así que anduvo los primeros años con la vieja aya, que ya murió. Después, compagina la preparación para ser una buena esposa que le da su nueva aya, conmigo. Y ella aprende y deduce hasta el extremo de poner en aprietos a este viejo filósofo, que, aunque descreído, está dispuesto a encomendarse a todo el Panteón para que Julila tenga una buena vida después de su matrimonio:

—Me queda claro que la Tierra es redonda. Pero no entiendo como ese griego…

—Eratóstenes.

—Ese. No entiendo cómo pudo determinar el tamaño de la Tierra.

—Hoy es el solsticio. ¿Tú sabes lo que es el solsticio?

—Claro. Es el día en el que el sol alumbra más tiempo, el que más tiempo tarda en hacer su recorrido.

—¿Y por lo tanto?

—El día en…

—El día en el que el sol…, vamos Julila ¡haz memoria!

—¡El día en el que el sol está más alto!

—Eso mismo, y por lo tanto nuestras sombras al mediodía son…

—¡Más enanas que nunca!

—Eso mismo, Julila. Y contra más al sur vayas hoy, más pequeña será tu sombra. Y si ahora estuvieras entre Egipto y Nubia, al mediodía no tendrías sombra. ¿Por qué?

—Porque el sol estaría vertical sobre mí al mediodía y yo no proyectaría sombra alguna.

—¡Bravo, Julila!

—Pero sigo sin entender.

—Bueno, Eratóstenes sabía lo que pasaba con su sombra en ese lugar entre Egipto y Nubia en un día como hoy.

—Lo que no pasaba, quieres decir.

—Llámalo como quieras. Eratóstenes sabía que en Nubia no había sombra al mediodía, sabía la distancia que había entre Nubia y Alejandría, donde vivía, y sabía, porque lo comprobó por sí mismo, la sombra que proyectaba una columna en Alejandría al mediodía de un solsticio de verano.

—¿Y?

—Bueno, unió al mediodía de un día como hoy el punto más alto de la columna con el extremo de su sombra, la de la columna, y obtuvo un ángulo de siete grados.

—Y, claro, claro, con una regla de tres, sabiendo la distancia en millas que separa Alejandría de ese punto entre Nubia y Egipto donde no hay sombra, obtuvo las millas de la circunferencia para la esfera que es la Tierra, ¿a que sí?

—¡Corona de laurel para Julila!

—¡Bien!

—Y, ya puestos, ¿cuánto mediría esa circunferencia?

—Unas veintisiete mil millas, aunque Eratóstenes calculó la distancia en estadios.

—Me inclino ante su sapiencia, gran Julila.

La chiquilla muestra un júbilo parecido al de los que, en el circo, acaban de ver entrar vencedor a la cuadriga por la que apostaron.

—Silencio Julila. Celebremos fuera. Vámonos antes de que el viejo Jenofonte desentierre la nariz del tratado que está leyendo y nos regañe.

Una vez fuera, Julila se refresca los brazos en el estanque del peristilo de la basílica, mientras esperamos la llegada del aya nueva, a la que le empieza a crecer una tupida melena negra, y del hermano pequeño que revolotea alrededor de ella. Tras intentar salpicar a su viejo preceptor, ágil pese a su edad, Julila se queda mirando las ondas del estanque.

—Todos en casa llevan amuletos. ¿Por qué?

—Todos no. Yo solo llevo mi sayo de algodón.

—Los demás, quiero decir. Todos se aferran a cultos, a dioses.

—Y tanto. Es imposible andar por casa con tanta deidad suelta.

La niña ríe al imaginar embotellamientos de deidades por las estancias de su casa:

—Ji ji, es verdad, echando sal por los rincones, frotando patas de conejo, quemando incienso, sacrificando animales…

—Tienen miedo, Julila. Más cuanto más viejo se es.

—Tú, ¿no tienes miedo?

—Alguna vez. Pero entonces pienso en esta vida y en todo lo que hay en ella para disfrutar.

—Pero tú eres un esclavo.

—Con suerte. Con buena suerte. Ser esclavo es una condición. Mi ser, mi voluntad, es libre.

—¡Epicteto! Eso lo decía Epicteto.

—¡Muy bien, Julila! Epicteto, esclavo, pero que mantenía que su voluntad le hacía libre. Uno de los estoicos fundamentales.

—Ya… No crees entonces.

—Julila, hija, cada cual es libre de aferrarse a lo que le sirva. Siempre que no coarte al de al lado. Eso es difícil. No dejes de hacer por ti misma todo lo que esté en tu mano para ser feliz.

—Y entonces, las Saturnales, las Lupercales, las Cereales, todos los templos, todos los nuevos cultos a Isis, a Mitra, los misterios de Eleusis…

—Diferentes formas de lo mismo. Acuérdate de Apuleyo, Julila.

—Sí, me lo sé: «Que existe de los manes un reino subterráneo, que la pértiga de Caronte sea un objeto real, los niños incluso han dejado de creerlo. Yo también…».

—¡Bravo…! Corona de laurel otra vez. Vamos a buscar al hermano o se nos hará tarde. Y tu madre nos castigará. Aunque echemos sal hacia atrás e invoquemos al panteón entero.

Cogidos de la mano, yo, el viejo preceptor, y la niña que antes de que se diera cuenta estaría casándose, nos fuimos alejando sin dejar de parlotear. Al volverme vi al viejo Jenofonte asomado a uno de los ventanales de la biblioteca. Durante un tramo aún le fue posible escuchar nuestra conversación.

INOCENCIA

El aya lleva con infinito cuidado la bandeja donde viajan copas, jarras, platos y cubiertos de la cocina a la estancia donde está el triclinio donde comerá más tarde la esposa de mi señor. Pese a que el peso de la vajilla debe ser más que considerable, la mujer se desplaza con pericia, y durante todo el trayecto por el inmenso piso, que está en penumbra, sortea paredes y puertas con la soltura que da la práctica.

Todo un mérito, teniendo en cuenta que, junto a ella, revoloteando como una polilla alrededor de una tea, avanza, retrocede y orbita una criatura que no deja de hacer preguntas. Sobre dónde está su padre, mi señor, sobre la razón por las que los objetos de vidrio tienen que atravesar la casa varias veces al día, sobre dónde va el Sol cuando se hace de noche. Por qué se ve la Luna algunos días si se supone que sale de noche… La mujer va contestando algunas de las preguntas sin perder la concentración. «Tú padre es un hombre muy importante», dice. «Tu madre está ocupada con asuntos que no nos incumben ni a ti ni a mí…». El crío sigue a lo suyo. «¿Por qué tú trabajas y ella no…? ¿Por qué tus tetas no tienen leche?». La mujer no dice nada. Solo mira al crío, se lleva la diestra al escote para sacar el amuleto de Horus y besarlo, sonríe y mientras roza con su índice la punta de la nariz del crío le susurra que no quiera saber tantas cosas tan pronto.

Cuando la minúscula comitiva llega a la estancia del triclinio, la mujer rodea la gran alfombra de piel de tigre, y se acerca con el mayor cuidado al armario que hay junto al balcón, donde la luz del verano entra a borbotones. Solo entonces la mujer se para, se yergue, se lleva las manos a los riñones y resopla.