Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Un nuevo caso para Blecker y Cano De la autora de Los dos lados, Un bien relativo y La carne del cisne Los primeros brotes de retama han hecho su aparición en el Camino de las Embarazadas y la teniente Blecker se alegra de haber dejado atrás su segundo invierno serrano. Pero pronto se dará cuenta de que la primavera no llega a San Lorenzo cuando se la espera. La aparición del cadáver de una mujer del pueblo, que se había dedicado por entero a su trabajo y a su hijo, pondrá fin a la tranquilidad de que disfrutan los vecinos de la localidad. Mientras intentan aclarar si la muerte ha sido la consecuencia de un robo con violencia, Blecker y Cano tratan también de poner orden en sus propias vidas, que atraviesan momentos de cambio, sin darse cuenta de que el caso tiene mucho más que ver con ellos de lo que les gustaría. Los dos guardias civiles deberán cuestionarse cuán real es la imagen de las personas con las que convivimos día a día. Pues, ¿es la realidad lo que vemos o aquello que construimos para que se ajuste a nuestros deseos? «La gran revelación en el campo de la novela negra española».Paula Corroto, El Confidencial «Teresa Cardona interpela al lector para que se cuestione todos los puntos de vista y se sacuda las verdades absolutas».Celia Fraile, Abc «Teresa Cardona permite pensar por sí mismos a sus protagonistas, dudar, hacerse preguntas. Y construye sus historias con pulcritud en el estilo y la trama». Lorenzo Silva
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 596
Veröffentlichungsjahr: 2025
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Edición en formato digital: abril de 2025
En cubierta: fotografía de © Carlos González Ximénez
Diseño gráfico: Gloria Gauger
© Teresa Cardona, 2025
© Ediciones Siruela, S. A., 2025
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 979-13-87688-05-9
Conversión a formato digital: María Belloso
A Tatiana Recoder Vallina, in memoriam
«Entonces el esclarecido Héctor se quitó el casco de la cabeza y lo depositó, resplandeciente, sobre el suelo. Después, tras besar a su hijo y mecerlo en los brazos, dijo elevando una plegaria a Zeus y a los demás dioses: “¡Zeus y demás dioses! Concededme que este niño mío llegue a ser como yo, sobresaliente entre los troyanos, igual de valeroso en fuerza y rey con poder soberano en Ilio. Que alguna vez uno diga de él: ‘Es mucho mejor que su padre’, al regresar del combate. Y que traiga ensangrentados despojos del enemigo muerto y que a su madre se le alegre el corazón”».
HOMERO, Ilíada,VI
Hic dormit qui semper vigilavit.
Inscripción en la lápida de Fray José de Sigüenza,
Monasterio de San Lorenzo de El Escorial
«Todos nuestros defectos pueden transformarse en virtudes y nuestras virtudes en defectos, y estos últimos son precisamente los más peligrosos».
JOHANN WOLFGANG VON GOETHE
San Lorenzo de El Escorial, abril de 2017
La teniente Karen Blecker cerró el ordenador y se frotó los ojos. Seguía viendo bien, pero se cansaba si pasaba muchas horas ante la pantalla. Se preguntó por qué se asombraba, pues sabía que la edad afecta a la vista. A lo mejor, se dijo, es por un optimismo intrínseco, o por exceso de confianza en el buen destino de uno mismo, que nos sorprendemos ante los signos de la edad, pero seguimos comprando lotería, aunque las posibilidades de ganar sean ínfimas. Se propuso buscar unas gafas diferentes a esas finitas que se guardan en pequeñas fundas y que venden los supermercados o los chinos, con la esperanza de no convertirse en una de esas mujeres que buscan discretamente unas gafitas que ni siquiera se ponen, sino que usan a modo de lupa para descifrar las líneas y las guardan inmediatamente después con el afán de ganar una batalla perdida desde el principio. El culto a la juventud, en los tiempos del bótox y de las redes sociales, es implacable, por mucho que la población envejezca cada vez más y los años de juventud supongan un porcentaje cada vez más pequeño en relación con la esperanza de vida actual. Sonrió al recordar una frase que había leído, en la que una actriz decía que no se sabía lo que era la discriminación hasta que se cumplían los cincuenta años delante de la pantalla.
Miró por la ventana del despacho, vio que el monte estaba oscuro, y al abrir la ventana le llegó una corriente de aire helado, a pesar de que, en la primavera de San Lorenzo, durante el día, las temperaturas suben hasta permitirte estar en mangas de camisa bajo el sol en la plaza. Recordó las primaveras pasadas en Holanda, cuando trabajaba para la Europol, evocó la exuberancia de la vegetación centroeuropea, y se dijo que la española no tenía nada que envidiarle. Apagó la luz y salió cerrando la puerta.
Del despacho de su segundo, José Luis Cano, salía el murmullo de una conversación. Tocó suavemente, oyó cómo dejaba de hablar y entró. El brigada estaba reclinado en su silla, con las largas piernas estiradas, sin chaqueta delante de la pantalla apagada del ordenador. Se despidió y dejó el móvil sobre la mesa al verla entrar.
—No tenías que haber colgado, perdona —se excusó Karen—. Era sólo para decirte que me iba.
—No te preocupes —contestó él estirándose—, no era nada importante. ¿Has acabado?
Karen asintió y se dejó caer en una silla enfrente del brigada con el abrigo entre los brazos.
—Me iba a subir a casa, si quieres vamos juntos —dijo Cano mientras apilaba unos papeles.
—Estupendo.
Karen hizo un cálculo rápido: ya llevaba casi dos años en aquel lugar al pie de la sierra de Guadarrama. Observó el perfil de Cano mientras recogía y se dijo que nunca habría pensado que llegaría a tener una amistad tan estrecha con un compañero. Su relación con el doctor Maus, su mentor en Colonia, siempre había sido buena, pero diferente, casi paternofilial. Se preguntó por qué pensaba en el doctor Maus como en un padre, pero supuso que se debía a la sensación de haber aprendido a andar bajo su vigilancia, a analizar y a ver las cosas por sí misma, a ser autónoma y a responsabilizarse de sus decisiones. Fue él quien la había dejado acercarse al precipicio para sujetarla después, no sin hacerle antes pasar miedo, que notara el viento del vacío en la cara y lo reconociera más tarde, aunque se disfrazara de brisa. Sin su muerte, no habría pedido el traslado a la Europol en La Haya, no habría conocido a Philippe y no habría acabado, tras pedir plaza en Madrid, en el cuartel de la Guardia Civil de San Lorenzo de El Escorial.
—¿Te pasa algo? —preguntó Cano mientras cogía su chaqueta.
—No, estaba pensando en un amigo.
—A ver si Gonzalo se va a tener que preocupar —dijo divertido.
Karen lo miró extrañada y se dijo que incluso Cano, que era la tolerancia personificada, tenía de vez en cuando unos rasgos paternalistas que la sorprendían. No contestó.
En el mostrador de la entrada se despidieron de la guardia Romero, una joven que llevaba poco más de un año en el cuartel y se había convertido en una magnífica rastreadora. Estaba tecleando unos datos y los despidió con un seco «hasta el lunes».
—¿No está Suárez? —preguntó Karen, extrañada de no ver al guardia desde hacía unas horas.
—Una emergencia, seguro —replicó Cano.
—No, o bueno, sí —respondió Romero—. Anda con las historias de las procesiones.
La teniente no se extrañó, ya que, a pesar de que la Guardia Civil no participaba sino en una procesión, el guardia Suárez ayudaba, a título personal, en muchas de las preparaciones.
—Lo han llamado porque había un «problemilla» —continuó la guardia irónica— con uno de los pasos, pero se ha subido hace dos horas y no ha vuelto a dar señales de vida…
La mujer sólo refunfuñó un poco y Karen pensó que se estaba adaptando al ritmo de la sierra. Cuando ella llegó de la Europol, las ausencias permanentes del guardia también la habían asombrado, hasta que comprendió que Ricardo Suárez era la mejor tarjeta de visita del cuartel de San Lorenzo. Si todo el tiempo que invertía en la población se reflejase como horas de servicio, ganaría el premio, si existiese, al trabajador del año, y tendrían serios problemas con sus horas extras.
Suárez se ocupaba de todas las emergencias del pueblo, conocía San Lorenzo de El Escorial, sus calles y a sus habitantes como nadie, lo que llevaba a que, cada vez que alguien llamaba al cuartel con un problema que habría sido desviado a los bomberos, a los servicios sociales o incluso a los familiares, se enviase a Suárez directamente, pues lo solía resolver de manera pragmática y eficaz, ganándose el cariño incondicional de la gente. Aparecía con las manos negras de cambiar neumáticos, con el uniforme rasgado por subirse a un árbol o meterse entre las zarzas, o, como hacía unas semanas, con un olor a humo que parecía salido directamente de un ahumador. Una anciana que había quedado viuda hacía poco había intentado encender la chimenea un día que nevó y su vivienda se había llenado de humo. Asustada porque sus hijos querían ingresarla en una residencia, y podrían considerar que no estaba capacitada para vivir sola, llamó al cuartel, tartamudeando de miedo, en vez de a los bomberos. Suárez la escuchó, la mandó con un abrigo a la terraza y subió disparado a la casita de la mujer. Abrió el tiro de la chimenea, que se había atascado, acomodó el fuego, retiró la nieve de la entrada y al día siguiente volvió con un deshollinador, un amigo suyo de Segovia, que limpió el tiro. Le llevó un saco de piñas para que el fuego prendiese mejor y le partió la leña en pedazos más pequeños. No hubo que llamar a los hijos, que, cuando llegaron el fin de semana a ver a su madre y se la encontraron ante un alegre fuego, con unas paletillas de cordero en el horno y una bandeja de leche frita delante, no osaron mencionar la idea de la residencia.
Al principio, llegaban para Suárez al cuartel desde jamones hasta cajas de vino, que eran rechazadas como ordenaba la ley de transparencia. Fue una mujer, a la que el guardia había ayudado a llevar a su marido al hospital, la que instauró la costumbre: angustiada porque creía que su marido estaba sufriendo un ictus y su marido se negaba a escucharla, llamó al cuartel. Suárez fue a su casa y con métodos poco ortodoxos de los que después no se habló demasiado llevó a la pareja al hospital, salvándole la vida al antiguo mecánico del Patrimonio Nacional. Agradecida, la mujer se plantó en pleno verano delante del cuartel con una bandeja de dulces, y decidió no moverse del sitio hasta que se los aceptasen. Ante la disyuntiva de detener a la terca anciana, llevarla al hospital por una insolación, o aceptar sus rosquillas, se decidieron por el mal menor. Así, al cuartel de San Lorenzo llegaban pastas, bizcochos y todo tipo de dulces que el guardia compartía con sus compañeros.
—Es un cabrón… —murmuró Romero cuando salían.
Karen y Cano se detuvieron y la miraron atónitos. La guardia, a pesar de ser una magnífica persona, no era simpática, pero normalmente se llevaba muy bien con Suárez y era ella quien lo cubría en muchas de sus ausencias.
—Joder, no se puede ser así —continuó amarga—. ¡Es corrupción! —soltó—. Es fácil decir que no al billete que te ofrecen, porque eso lo rechazo sin pestañear. Pero va el cabrón y me coloca delante una bandeja de torrijas. Coño, que llevo un mes intentando adelgazar…
Karen reprimió una carcajada y se acercó a su mesa, donde la guardia le tendía ya un rollo de papel de aluminio que guardaba en uno de los cajones junto a los formularios de las denuncias. Hizo dos paquetes con algunas torrijas y llevó la bandeja a la esquina que utilizaban de cocina para evitarle la tentación a Romero, que se despidió de ellos con un bufido. Cuando cerraron la puerta, echaron a reír.
—Parece que se va acostumbrando —dijo Cano con lágrimas en los ojos.
—Sí, ya no protesta, sólo gruñe —coincidió Karen divertida.
—¿Te dejo en casa?
—Sí, viene Gonzalo. ¿Y tú?
—He quedado en Madrid con un amigo.
—Ah, parece que va en serio…, ya van tres fines de semana seguidos…
—Ya veremos —cortó el brigada con una sonrisa.
La carretera que subía al pueblo iba bastante llena de coches, muchos de ellos monovolúmenes familiares de veraneantes que utilizaban sus segundas residencias también los fines de semana. Cano suspiró.
—Acabamos de salir del belén y ya entramos en Semana Santa… Verás cómo se va a poner el pueblo otra vez.
—No protestes, Cano. San Lorenzo estaría mucho menos animado sin la gente que viene los fines de semana. Imagínate lo que sería para la gastronomía.
—Ya, ya, pero el pueblo se pone imposible. El otro sábado pasé a comprar en La Carpetana dos cosas y tuve que esperar veinte minutos.
—Haz como yo y levántate pronto —respondió la teniente—. Entonces te tomas un café solo y compras en un minuto. Pero como has cogido esa costumbre de bajarte a Madrid los viernes para irte de fiesta… También, si ya estás allí, disfrutarías del sábado por la mañana: si te levantas pronto, la ciudad está vacía y te podrías dar un paseo maravilloso.
—Ya, levantarme pronto… No tengo tus costumbres germánicas.
—Entonces, Cano, disfruta como los españoles de las colas y de los sitios repletos… ¿No es eso lo que me dices siempre? ¿Que el sitio que está lleno tiene que ser el bueno? Pues ya sabes… —rio—, o compra entre semana.
El brigada contestó con un gruñido similar a los de Romero y no habló hasta que llegaron ante una gran casa cerrada. La teniente descendió del vehículo, se despidió con la mano y empujó la verja de hierro, que rechinó. Avanzó rodeando la mansión y se dirigió a un pequeño pabellón al fondo del jardín en el que lucía un farolito sobre la puerta que había instalado con un sensor.
Cuando decidió mudarse a San Lorenzo, Cano le había encontrado esa casita, la vivienda de los guardeses, según el nombre oficial, o el antiguo picadero del dueño, según las malas lenguas. Los propietarios no iban nunca, pero no la querían vender y estuvieron encantados de alquilar el pabellón a la nueva teniente de la Guardia Civil, calculando que así, además de ingresar una suma, tendrían vigilancia gratuita al estar habitada.
Se sacudió los zapatos, se los quitó y los dejó en la entrada. La casa estaba fría y apiló unas piñas, maderitas y troncos en la chimenea. Acercó la cerilla y observó unos segundos cómo las llamas prendían las piñas y las convertían en un esqueleto incandescente. Sintió cómo sus hombros se relajaban, se dirigió a la cocina, se quitó la chaqueta, abrió una botella de vino y se sirvió una copa. Volvió al salón, fijó sus ojos en las llamas y se resistió a la tentación de dejarse caer en el sofá, que parecía llamarla a voces. No sentía hambre, pero supuso que más tarde tendría apetito y que Gonzalo llegaría hambriento. Miró el fuego y el exterior oscuro y se dijo que no le apetecía nada salir. Se imaginó a Cano duchándose y acicalándose para montarse en el coche y recorrer los cincuenta kilómetros hasta la capital, y sólo pensarlo la agotó. Se sirvió una segunda copa y abrió la nevera. Se felicitó por la previsión que había tenido por la mañana, cuando ya se había imaginado que no tendría ganas de salir y había sacado del congelador un paquete de carne picada y unas láminas de hojaldre. Picó unas cebollas y un ajo y los puso a pochar en la sartén. Puso un concierto de piano en el reproductor y sintió, mientras salteaba la carne, cómo la tensión del día desaparecía. Añadió un poco de salsa de tomate, sazonó con pimienta de Cayena y picó perejil para añadirlo al final. Colocó una lámina de hojaldre en una fuente, extendió el relleno encima y lo cubrió con la otra lámina. Lo pintó con yema de huevo y utilizó los recortes para hacer unas hojitas que le quedaron tan mal que las tuvo que retirar, dejando la masa arrugada. Metió el pastel de carne en el horno y se dijo que, a pesar del calor que emitía, hacía fresco. Fue al dormitorio, se cambió los pantalones por unos de lana abrigada y se puso un jersey de cuello vuelto sobre la camisa.
La verja chirrió y Karen pensó que nunca necesitaría un timbre exterior mientras no engrasase el portón. Sacó una copa más y sirvió vino. Abrió la puerta y esperó, frotándose los brazos hasta ver la mata blanca de pelo de Gonzalo acercarse por el camino. El hombre sonrió al verla y la abrazó. Enterró la cara en su cuello, la besó, y sólo cuando una ráfaga de aire recorrió los pinos y se coló entre los dos la condujo hacia el interior con un brazo rodeándole los hombros y una pequeña maleta en la mano del otro. En la cocina se lavó las manos y Karen le tendió la copa de vino.
—Huele fenomenal, qué maravilla. —Suspiró—. Estoy agotado, ya no tengo edad para viajes de un día.
—Esta mañana me he dado cuenta de que necesito cada vez más las gafas —añadió ella.
Gonzalo hurgó en su chaqueta y sacó un estuche.
—Yo ya no me separo de ellas… Lo que está en el horno tiene un aspecto maravilloso.
—Es un pastel de hojaldre relleno de carne, así nos podemos sentar y no hay nada más que hacer. Para evitar que te empeñes en salir…
—¿Yo? —dijo Gonzalo dejándose caer en el sillón con un resoplido de satisfacción—. Cena, chimenea y cama. Mejor plan, imposible.
—Cano se bajaba a Madrid —comentó Karen levantando la voz mientras iba a la cocina—. No sé cómo consigue acostarse a las cuatro viernes y sábado y levantarse el lunes… Es como si te fueses una vez a la semana a Nueva York y tuvieras que luchar después con el cambio horario.
—A Cano —replicó Gonzalo desde el salón— le sacas diez años y yo, desgraciadamente, casi veinte. Aunque, si yo tuviera que conquistarte, también bajaría a Madrid. —Rio mientras se levantaba y colocaba dos manteles individuales en la mesita de madera—. ¿Te ha dicho algo nuevo? —preguntó curioso.
Karen pensó en el brigada y en el nerviosismo que sufría las dos últimas semanas. Se lo había contado a Gonzalo y ambos estaban de acuerdo en que se había enamorado de la cabeza a los pies. Estaba distraído y Karen lo sorprendía mirando a lo lejos con una satisfacción que no podía explicar el estado del patio del cuartel.
—Espero que funcione, está muy ilusionado —contestó—. ¿Y ahora que me has conquistado, ya no bajarías? —contestó Karen con los cubiertos en la mano.
—No te equivoques, iría contigo, pero, si me preguntas, prefiero quedarme aquí. Si dudas, te puedo demostrar mi amor cortando leña… —dijo señalando el cesto casi vacío.
—No hace falta que cortes, pero puedes meter unos troncos mientras traigo el resto de las cosas.
—Voy —dijo Gonzalo levantándose para salir.
Cenaron, recogieron la mesa y se sentaron ante el fuego.
—La carretera estaba abarrotada —dijo el hombre con los ojos fijos en el fuego—. En cuanto mejora el tiempo, medio Madrid sube a la sierra…
—Estás igual que Cano, que no hace más que protestar de cómo se llena el pueblo.
—¿Y eso me lo dices tú, que le has cogido una tremenda manía al belén?
Karen abrió la boca y la cerró. Cuando llegó a España y vivía en Madrid, no notaba la invasión como ahora. Los habitantes de San Lorenzo, habituados a convivir con el monasterio a todas horas, estaban acostumbrados a la presencia continua de extraños. Habían conseguido mantener un pueblo genuino, con su panadería, su librería y su peluquería, y evitar las tiendas de regalos turísticos que proliferaban en Madrid o en ciudades como Toledo, y que vendían tanto la pulserita de tela de la Virgen del Pilar como la bailarina flamenca, que en la sierra madrileña no había sido vista en los más de cuatrocientos años que llevaba el monasterio en pie. Sin embargo, el éxito del casco histórico, conservado durante siglos sin muchos cambios, no hacía más que crecer, y celebraciones que habían comenzado como eventos populares se habían convertido en manifestaciones de interés cultural a las que acudían masas de gente de toda España, siendo sus puntos álgidos el belén navideño y la Semana Santa. La invasión durante esta última Karen se la había perdido otros años al estar de vacaciones, pero pensó en que ese no se salvaría. Gonzalo observaba su cara divertido.
—Me encanta cuando tu lado germánico analiza una situación. Te estás acordando de lo que protestaste del belén y estás pensando que en Semana Santa va a ser igual y que no has sido ecuánime con Cano, ¿verdad? —Le cogió la barbilla y acercó la cara a la suya para besarla—. Te puedes disculpar con él la semana que viene. Vámonos a la cama y aprovechamos para dar un paseo tempranero. Después se llenará todo entre los excursionistas y los veraneantes, protestarás y tendrás que entonar un mea culpa.
Karen se acurrucó contra él.
—Buena idea. ¿Y qué hacemos con el resto del día?
—Como la canción de Lou Reed, ya sabes, un perfect day: volver a casa, comer cualquier cosa y echarnos una siesta —propuso—. Lo único que no te puedo ofrecer es lo de darles de comer a los animales del zoo… Aunque si encontramos algún cisne, le podemos dar un mendrugo.
—Han desaparecido los cisnes —replicó Karen—, me dijeron que a uno se lo ha comido un zorro.
—Qué poco romanticismo.
Permanecieron unos minutos en silencio. Karen sintió un escalofrío y se volvió para mirar a la chimenea.
—Se está apagando el fuego…
Gonzalo la apartó con suavidad.
—Voy a por leña. Mañana cortaré más, aunque no sé si te parecerá excitante si me cojo una contractura y me tienes que untar Voltarén en las lumbares… —dijo riendo.
Karen se despertó cuando aún no había salido el sol, fue a la cocina a prepararse un café, cortó un poco de melón y metió dos rebanadas de pan en el tostador sin empujar aún la palanca. Se duchó, se lavó el pelo y disfrutó de la sensación de no tener prisa en acabar. El baño estaba lleno de vapor y tuvo que abrir la ventana para conseguir mirarse en el espejo y poder secarse el pelo. El aire, que olía a tierra mojada y a pino, entró por el ventanuco y la hizo tiritar. Se envolvió en el albornoz, se secó el pelo, recogió las toallas y cerró la ventana. Cuando abrió la puerta, se topó con Gonzalo. Él la abrazó y Karen sintió su cuerpo, aún caliente por el sueño, contra el suyo.
—Me has dado un susto, creía que dormías.
—Como el que me has dado tú cuando has abierto la ventana… Creía que alguien entraba en el dormitorio.
La ventana del baño era antigua y se atascaba fácilmente; cuando se abría, temblaban los muros y Karen se dijo que llevaba demasiado tiempo viviendo sola.
—Lo he hecho para que te despertaras —dijo volviéndose hacia él y metiendo las manos bajo los faldones de la camisa que él había utilizado para dormir. Sintió la piel cálida del hombre.
—Hueles muy bien —susurró él.
Se dejó caer en la cama aún caliente y Gonzalo se tumbó encima de ella.
—¿No querías salir pronto?
—No tardamos nada —susurró Gonzalo— si dejo la leña para después.
San Lorenzo de El Escorial, abril de 2017
Desayunaron rápido, se vistieron y se calzaron los zapatos de andar. El sol estaba saliendo y la mañana era clara.
—¿La Herrería, Abantos o La Horizontal? —preguntó Gonzalo ante el antiguo colegio de las Carmelitas.
—Hace tiempo que no vamos a La Herrería —propuso ella—, ¿te parece? Y si el tiempo se mantiene, podemos subir a la silla de Felipe II.
Atravesaron la plaza y bajaron hacia la universidad. Los sillares redondeados por el tiempo parecían dorados por la mañana, el aire era limpio y corría una fresca brisa entre los castaños. Se cruzaron con unos ancianos que subían la cuesta a buen paso y entraron en La Herrería, los antiguos bosques reales. Tras un rato de marcha sin encontrarse más que a dueños de perros, cruzaron la carretera para subir al sitio desde el que, según la tradición, controlaba Felipe II las obras del monasterio, aunque también se hablaba, como le había contado a la teniente el guardia Suárez, de que había sido un altar de sacrificios paganos. Ascendían por la carretera asfaltada cuando el teléfono de Karen sonó. Se detuvo con un gesto contrariado, lo sacó del bolsillo interno de su chaqueta y, alejándolo un poco, miró el nombre.
—Es el juez —dijo extrañada, deslizando el dedo sobre la pantalla—. ¿Señoría?
—Buenos días, teniente —carraspeó el juez Javier Martín Aciago—. Siento mucho molestarla en fin de semana. Hubiese llamado al cuartel, pero me ha parecido más simple… ¿Está usted en San Lorenzo?
—Sí…, bueno, voy camino de la silla de Felipe II. Dígame.
—Me acaba de llamar una letrada, Inés Puerto, a lo mejor la conoce usted.
Karen intentó ponerle un rostro al nombre y creyó recordar a una mujer más o menos de su edad a quien había visto alguna vez en los juzgados.
—Creo que nos hemos visto alguna vez, sí.
—Bien, me ha llamado porque esta mañana ha ido a ver a una amiga, Maya Vargas, y se ha encontrado con la vivienda allanada y a ella muerta. —Karen guardó silencio—. ¿Teniente?
—Sí, señoría, estoy aquí. Se la ha encontrado muerta y lo ha avisado a usted —respondió sorprendida.
—Sí, por eso la he llamado —dijo sin dar ninguna explicación sobre el extraño camino que había elegido la abogada para denunciar el presunto delito. Karen suspiró y miró a Gonzalo—. La puedo recoger en la carretera —propuso el magistrado—, será lo más rápido. Siento fastidiarle la excursión.
La teniente, fastidiada, dio una patada a una piedrecita del camino, que rebotó y aterrizó ante una caminante que subía equipada con bastones nórdicos y que la miró enojada. Karen hizo un gesto de disculpa y se volvió hacia el bosque.
—¿La abogada está en la casa? —preguntó mirando el camino con pena.
—Sí, ya le he dicho, aunque no es necesario, es una letrada muy competente, que no toque nada.
—Lo espero en la carretera, pues.
Colgó, miró desolada a Gonzalo, que la cogió de la barbilla y la besó.
—No te preocupes, subo y te mandaré la foto. De todas maneras, me viene bien trabajar algo. Ayer en el tren me dormí y no hice nada. Compro algo para comer y, si no llegas, siempre lo podremos cenar. Y, si me queda tiempo, puedo cortar leña.
—Ni se te ocurra: a ver si vuelvo y te tengo que dar fricciones —contestó ella riendo mientras marcaba el número de Cano.
—Hombre, pues un masaje sensual esta noche…
—¿Sensual? —repetía divertida cuando oyó la voz somnolienta del brigada.
—¿Karen? —contestó—. ¿Sensual? —repitió atónito.
—Cano, perdona, no, sensual no; no estaba hablando contigo. Siento levantarte al alba, pero me acaba de llamar Martín Aciago. Una abogada, que se acaba de encontrar el cadáver de una amiga en su casa y lo ha avisado.
—¿Un cadáver? ¿Nuestro? ¿Y ha llamado al juez? —preguntó más despierto.
—Sí y sí, parece que es nuestro. Una mujer, Maya Vargas.
—¿Maya Vargas? Es la dermatóloga… de la clínica Velázquez. Creo, vamos —dijo tras carraspear.
—Me recoge el juez, ¿dónde estás tú?
—En Madrid…
—Ya, lo siento. ¿Te puedes venir hacia acá? —De fondo se oyó un suave gemido y Karen sonrió—. Perdona… Te envío la dirección en cuanto la sepa; nos vemos allí.
—No te preocupes, me ducho y voy para allá. Llama a Romero mientras tanto, creo que está de servicio, para que esté avisada. Pero… —dijo extrañado— ¿ha llamado al juez y no a nosotros?
—No sé más, Cano —respondió irritada—, te cuento luego.
Karen se iba a despedir de Gonzalo, que insistió en bajar con ella, y descendieron a buen paso el tramo que habían subido. Llamó al cuartel, donde, efectivamente, estaba Romero de servicio, y le explicó la situación. Dudó si pedirle que llamase a la Científica, pero pensó que lo más rápido sería avisar a Benavides directamente. Mientras marcaba, se dio cuenta de que estaba haciendo lo mismo que el juez con ella y se enfadó consigo misma, pero no colgó. Se colocó en la entrada de la carretera mientras Gonzalo esperaba un poco apartado, y miró con envidia a los excursionistas que subían hacia la silla. El forense respondió con voz despierta, aunque con tono de sorpresa, al segundo timbrazo. Le explicó la situación y Sebastián Benavides le aseguró que estaría lo antes posible allí. Un coche se acercó a poca velocidad y la teniente reconoció el todoterreno del magistrado. El juez, un hombre de unos cincuenta años, con barba y gafas de montura de pasta, se detuvo a su lado. Bajó la ventanilla del lado del copiloto y saludó.
—Perdone, teniente. —Divisó a Gonzalo detrás de Karen y frunció un momento el entrecejo entre sus pobladas cejas como un gesto leve de saludo en su dirección.
Karen iba a preguntarles si se conocían cuando apareció por la carretera el autobús que une Robledo con El Escorial. Se apresuró a montarse en el vehículo y le hizo un gesto de despedida a Gonzalo.
—Según he entendido —empezó el magistrado mientras arrancaba—, la causa de la muerte parece ser un golpe en la cabeza con un objeto contundente. La letrada no ha podido aproximarse más, le dije que se apartara del cadáver para que no se contaminen las posibles pruebas.
Karen guardó silencio. El juez no añadió nada más, tomó un desvío hacia la carretera que avanzaba serpenteante hasta el cruce desde el que se divisaba el puerto de la Cruz Verde, por el que ya subían las primeras motos. Cogió la carretera que llevaba a San Lorenzo y allí giró para entrar en una calle con edificios de pisos a un lado, y al otro, más elevadas en la montaña, unas antiguas casas de granito rodeadas de jardines. Algunas persianas estaban levantadas y se cruzaron con un corredor matutino y con un hombre que subía una bicicleta por las escaleras exteriores de uno de los bloques de apartamentos y se metía en uno de ellos. El juez tomó una calle secundaria, donde las casas eran más pequeñas y no había edificios de pisos. Karen envió la localización a Cano, a Romero y a Benavides.
Una mujer morena, delgada, de unos cuarenta y cinco años, esperaba fumando ante una verja de hierro verde. El juez se detuvo a su lado, bajó la ventanilla, la saludó y le presentó a la teniente, que bajó del coche, se acercó a ella y le tendió la mano.
—Teniente Blecker, Guardia Civil. Creo que ya nos conocemos.
La mujer iba vestida con unos pantalones vaqueros, unas zapatillas de deporte y un jersey gris de lana gruesa, que, al sentirse observada, ocultó de manera automática cerrándose la chaqueta. Apagó el cigarrillo, lo tiró a la alcantarilla y se atusó el pelo, corto y aún un poco húmedo, con un gesto nervioso.
—Sí, nos hemos encontrado, pero no nos habían presentado. Soy Inés Puerto. —Cruzó una mirada con el juez y volvió a mirar a la teniente—. Es por mi amiga… Habíamos quedado a desayunar y… está tirada en la cocina… muerta.
Karen miró instintivamente la hora. Aún no eran las diez, el juez la había recogido en la carretera y había necesitado por lo menos diez minutos para llegar desde El Escorial, donde vivía. Se dijo que Inés y su amiga Maya debían de ser más tempraneras aún que ella.
—¿Tiene usted llave? —preguntó.
Inés negó con la cabeza, pero sacó un llavero de anillo oxidado del bolsillo del que colgaba una llave y se la tendió.
—No tengo, pero Maya guarda una en un macetero del jardín. Como no me abría, he ido a la terraza a mirar por los ventanales y la he visto tirada en el suelo de la cocina, y todo revuelto. He cogido la llave del tiesto y he entrado, pero está muerta. Por eso no he llamado a una ambulancia. No he tocado nada, si lo llego a saber no habría entrado, pero sí —dijo cansada—, estoy segura de que está muerta.
Karen sonrió para sus adentros y pensó que la letrada debía también odiar esa frase recurrente: «¿Está segura?». Un coche verde de la Guardia Civil se detuvo ante la casa y Romero descendió de él muy erguida. Se acercó a ellos, saludó con un gesto e, inclinándose hacia Karen, susurró:
—He avisado a Suárez, pero no me ha contestado todavía.
—Benavides y Cano están de camino también —la informó Karen antes de dirigirse a Inés—. Muéstrenos el camino, por favor.
La mujer empujó la puerta de hierro con la manga y ascendió los peldaños de granito hasta una casa antigua de pequeñas dimensiones con un balcón que cubría la entrada y protegía al visitante de las inclemencias del tiempo. La puerta era de madera verde, parecía bastante nueva y no dejaba ver el interior. Antes de abrir, Romero fotografió la hoja y el marco sin descubrir daños. Karen tomó los guantes y las calzas que le tendía la guardia y abrió la puerta, que se deslizó sin ruido, para encontrarse en el recibidor. Los abrigos, que debían haber colgado del perchero, cubrían el suelo en una masa informe. También había un cuenco, varias llaves, unos sobres cerrados y una bolsa de golf con los palos fuera. Al recibidor daban dos puertas, ambas abiertas, por las que entraba la luz de la mañana. Karen se volvió y miró a la abogada, que se había mantenido fuera. Ella señaló una de las puertas y dio unos pasos inseguros hacia atrás hasta apartarse de la entrada.
—¿Me necesitan ahí dentro otra vez? —preguntó con voz apagada.
La teniente negó con la cabeza, se giró y avanzó evitando lo que había desparramado por el suelo. Entró en una sala grande que daba a la terraza y se dividía entre una moderna cocina y una mesa de comedor de madera, con un par de manzanas y unas peras esparcidas por la superficie que debían de haber estado en un frutero de madera de olivo ahora volcado.
Maya se encontraba tras la isla de la cocina. Tenía el rostro cubierto con mechones de una larga melena rubia que se extendía por el suelo, a un lado, y por el otro se apelmazaba en un charco de sangre coagulada. Karen se dijo que llevaría por lo menos, si se fiaba del color de la sangre, doce horas muerta. No la tocó, aunque le resultaba extraño no poder verle la cara. La mujer llevaba unos pantalones de cachemira color arena y un amplio jersey a juego, y la teniente pensó que, como ella la tarde anterior, se había puesto algo cómodo y caliente al llegar a casa.
Acuclillada todavía, barrió la estancia con la mirada, sin reconocer a primera vista algo que pudiera ser el arma homicida. Se incorporó. La cocina no mostraba evidencias de que allí se hubiera preparado una cena. Se acercó a la cristalera de la terraza sin abrirla y comprobó que, desde ahí, desde donde supuestamente había mirado la letrada, no se veía el charco de sangre reseca, pero sí se apreciaba el cuerpo en el suelo y el desorden. Unas gafas de concha marrones cerradas le llamaron la atención sobre un aparador y se dijo que a la muerta, como a ella, también le debía estar empezando a fallar la vista. Se quedó mirando el cadáver un instante, cruzó la cocina y entró por la otra puerta del recibidor al salón, donde los sillones tenían los asientos levantados y unas plumas que habían volado de los cojines se mecían sobre su dorso. A pesar del desorden, se apreciaba que la estancia estaba amueblada con buen gusto: el suelo era de una madera cálida y una alfombra de lana gruesa, de un tono arena a juego con las cortinas, unía los sillones y la mesa de cristal del centro. La chimenea estaba limpia y sin usar. Karen cerró la puerta con suavidad y subió, seguida por Romero, al piso superior, en el que encontraron tres puertas.
Tras la primera había un dormitorio doble que Karen supuso el principal, con una cama de matrimonio cubierta por una colcha con motivos azules y un resaltado más oscuro. Los almohadones estaban en el suelo. Las mesitas de noche antiguas de caoba tenían un tablero de mármol y las puertas abiertas. En uno de los lados había en el suelo una pila de libros y en el otro lo que identificó como unas revistas de arquitectura y el mando de la televisión, que colgaba de la pared. Había también una butaca, tapizada con la misma tela que la colcha de la cama. El baño, inundado por la luz de la mañana, daba al jardín. Unas cremas de belleza de las que venden en las farmacias habían sido apartadas y las puertas del armario disimulado tras el espejo estaban abiertas; en el lavabo, una colección de tiritas, pastillas y maquillaje. Unas toallas color piedra colgaban perfectamente dobladas del radiador.
La siguiente habitación parecía el dormitorio de un joven estadounidense, con ropa y libros por el suelo. Del techo colgaba una lámpara ventilador de madera; una bandera amarilla de una conocida universidad americana lucía sobre la cabecera de la cama de madera oscura, con su mesilla de noche a juego, y cubierta con un edredón a cuadros de diferentes tonos de verde. En otra de las paredes había un grabado de un barco de vela y, en la de enfrente, un collage de fotos donde un joven de unos dieciocho años había ido pegando las imágenes de su vida. Había vistas de ciudades icónicas en las que Karen reconoció varios museos. En algunas aparecía en compañía de los que supuso sus progenitores y se acercó a estudiar el rostro de la muerta, que le resultó vagamente conocido y le hizo preguntarse dónde la había visto. Maya tenía unos rasgos equilibrados, una piel tersa y una melena rubia larga que en todas las fotos parecía cuidada y recién lavada; a su lado, un hombre bien parecido, de cejas oscuras y una barba de varios días que le daba un aire desenfadado. El cuarto tenía también un baño, este interior y de piedra verde. Las toallas eran del mismo color y seguían en el toallero. Bajo el lavabo había un armario del que habían sacado los enseres clásicos: crema de afeitar, unas cuchillas y varios rollos de papel higiénico.
La última habitación era un despacho que daba a la terraza sobre la entrada de la casa. Tenía dos escritorios y en ninguno había un ordenador. Una de las paredes estaba cubierta con una estantería de la que habían sacado con violencia la mayoría de los libros.
Se oyeron ruidos abajo y Karen supuso que el doctor Benavides, que vivía en una de las localidades que jalonan la salida de la A-6, habría llegado ya. Bajaron y se encontraron al forense en la entrada junto al juez.
—Buenos días, teniente —dijo mientras le tendía la mano—. ¿Qué tal está usted?
Como cada vez que se encontraban, Karen sintió la tranquilidad que emanaba de él y en su saludo no palabras vacías, sino sincero interés. Ya había trabajado con él otras veces y sabía que era un hombre exacto y ecuánime, padre de familia numerosa y profundamente religioso. Se la estrechó calurosamente.
—Muchas gracias por acudir tan rápido.
—No se preocupe, me imagino que usted también tenía otros planes —dijo tras lanzarle una mirada a los zapatos—. La sierra debe estar preciosa esta mañana.
Benavides llevaba un mono de protección blanco bajo el que aún se veían unos pantalones de pana claros, una camisa de cuadros y un jersey de pico verde caza. Olía a una colonia fresca.
—Siento fastidiarle el sábado —dijo Karen señalando la cocina.
El hombre asintió sin responder y entró en la estancia para inclinarse ante el cadáver mientras sus dos ayudantes, también con la misma indumentaria, lo seguían con sendos maletines.
La teniente salió al jardín. Consideraba inútil entorpecer la escena del crimen, el equipo forense trabajaba mejor y más rápido sin interrupciones. Romero se había apostado en la puerta y el juez se mantenía apartado con su secretario, que acababa de llegar.
Sonó su móvil y el nombre del brigada Cano apareció en la pantalla.
—Karen, ya estoy en el Valle de los Caídos. ¿Dónde estáis?
—¿No te ha llegado la localización? Es al lado de Timoteo Padrós, si subes desde la carretera del Club, la primera a la izquierda. Ya está Benavides, nos verás rápido. —Se alejó por el jardín y continuó—: Parece un robo con posterior homicidio, la casa está patas arriba. Es Maya Vargas, una mujer de unos cuarenta y bastantes. Rubia, de pelo largo.
—Sí, es ella —contestó Cano convencido—. Es la dermatóloga del centro privado de la calle Velázquez, ya sabes, la que sube a la parroquia.
Karen recordó que el pueblo tenía, además del centro de salud y el hospital, una pequeña clínica que atendía a los que tenían seguros de salud privados. Muchos habitantes acudían ahí en caso de no conseguir cita rápidamente en el sistema público. Hacían análisis, tenían pediatra, otorrino y, según parecía, también dermatóloga.
—Ya, sé dónde está. ¿La conocías?
—Fui una vez, hace algunos años —reflexionó—. Antes de que vinieras, así que lo menos dos o tres años, probablemente más. No recuerdo haber hablado mucho con ella; es más, creo que era bastante parca en palabras.
—Le podemos preguntar a Suárez —propuso Karen volviendo los ojos hacia Romero, que sacó su teléfono y se apartó para llamar.
—Andaba con los pasos de las procesiones… —Cano resopló—. En un cuarto de hora estoy ahí.
Karen colgó y volvió junto al juez y el secretario. Observaban en silencio a Inés, que fumaba de nuevo sentada en un murete de granito. Romero, que había colgado, le hizo una seña a la teniente para que se acercase.
—He llamado a Suárez —dijo la guardia—, me lo ha cogido una señora muy borde.
Karen la miró con curiosidad: para que la guardia Romero, que era de todo menos simpática, encontrase a alguien borde, debía haber sido extremadamente arisca.
—Le he dicho que era de la Guardia Civil y no le ha importado nada —continuó indignada—, le he pedido que me pasase a Suárez y me ha contestado que estaba sujetando a la Virgen y que no había nada más urgente que eso. —Karen iba a soltar una carcajada, pero se contuvo ante el rostro irritado de la guardia—. «Aunque sea un muerto, señorita», me ha soltado. ¿Te puedes creer? ¡Me ha llamado señorita!
—Pero —respondió Karen asombrada— ¿le has dicho que era por un muerto?
—¡Qué dices! Lo ha soltado ella cuando he mencionado que era una emergencia. Que, aunque fuese por un muerto, Ricardo no podía soltar a la Virgen, pero que se lo diría en cuanto la tuvieran amarrada. Hay que joderse. Entonces he oído unos gritos y va la mujer y me cuelga, encima. Sin decir ni adiós.
—No te preocupes —dijo Karen, que seguía enforzándose por no reír—, seguro que se lo dicen y nos llama.
—Señorita, dice la otra… —rumió la guardia.
Karen se palpó los bolsillos y no encontró nada para escribir. Romero, sin decir nada, conocedora de las manías de la teniente de apuntar todo lo que decían los testigos, no de grabarlos, sacó un bolígrafo y un cuaderno de la guerrera y se lo tendió. Karen la miró agradecida. Anduvo unos pasos y fue hacia la abogada, que seguía sentada en el murete del jardín con la mirada fija en el suelo.
—Inés —dijo abriendo el cuaderno—, por favor, cuénteme exactamente cómo ha encontrado el lugar y lo que sepa de la muerta.
El juez se apartó unos pasos seguido por su secretario y Romero avanzó hacia la teniente. La mujer levantó unos ojos vacíos hacia ellas.
—Quedé ayer con Maya —dijo con la voz cansada—. Cuando llegué y no contestaba al timbre, pensé que podría no oírlo. Le gustaba ponerse música clásica y a veces no escuchaba el pitido.
—¿Se oía algo desde fuera?
Inés negó con la cabeza.
—No. Por eso he pasado por la terraza, para ver si estaba en la cocina. Cuando lo he visto todo revuelto, me he asustado, y sólo entonces he buscado la llave. Al verla en el suelo he comprendido que estaba muerta.
—¿La llave estaba en el jardín?
—Sí, bajo un tiesto. Siempre la guardaba ahí por si David se la olvidaba alguna vez, para que pudiese entrar.
—¿David es…?
—Su hijo. —Inés asintió con la cabeza y guardó silencio un instante; luego continuó—: Hablé con ella ayer por la tarde y quedamos en desayunar en su casa.
—¿Un sábado, tan pronto? —preguntó Karen extrañada.
Inés volvió a asentir antes de responder.
—Maya se levanta muy pronto.
—Y su familia…
—Sergio, Sergio Gavilán —la interrumpió y se encogió de hombros—. Supongo que estará en Madrid.
—¿Estaba casada?
—Sí. Casada con Sergio. Tienen un hijo, David.
—Y era médico.
—Dermatóloga, sí. Trabajaba aquí, en la clínica de la calle Velázquez.
—Y su marido…
—Sergio es arquitecto —explicó Inés—. No vive continuamente aquí, por eso no está ahora. Por su trabajo, tienen un piso en Madrid y la casa de San Lorenzo. Como ella trabajaba aquí, pasaba la mayor parte del tiempo en el pueblo. El fin de semana se veían —se apresuró a aclarar— aquí o en Madrid.
—Entonces —resumió Karen—, Maya pasaba la semana en San Lorenzo y el fin de semana en Madrid, ¿lo he entendido bien?
—No siempre…, a menudo los pasaban aquí también.
La teniente apuntó sus datos y dónde vivía. Contenta de conocerse ya un poco más las calles, reconoció la calle de Inés como la que habían recorrido para llegar.
—Vive usted aquí al lado, entonces. —La mujer señaló con el dedo y asintió—. ¿Vio ayer algo que le llamase la atención? Algún coche, a alguien merodeando.
—No, nada. Volví del trabajo hacia las ocho y no salí después.
—¿Qué más nos puede decir de su amiga?
—No sé qué más decirle. Era de lo más normal, trabajaba, se ocupaba de su hijo, le gustaba leer, la música y hacer deporte.
—¿Sabe si el matrimonio se llevaba bien? —espetó la teniente.
—Intentaban pasar todo el tiempo posible con David y se llevaban muy bien —respondió Inés.
—Y su hijo está…
—En Madrid —dijo inmediatamente—, con su padre. Lo sé por mi hija, que es muy amiga suya. Ya sabe, a los jóvenes les gusta más salir en la capital que por aquí.
—¿Tiene sus teléfonos y su dirección?
—Claro —dijo Inés sacando el móvil.
Se los dictó, y cuando la teniente los estaba apuntando, apareció el brigada Cano. Le presentaron a la testigo y dejaron a Romero con ella. Karen se apartó un momento con él y le entregó el cuaderno con sus notas. Cano miró lo escrito y resopló.
—Me vas a tener que ayudar a transcribirlo —dijo el brigada ante los trazos prácticamente ilegibles.
Una de las ayudantes de Benavides apareció en la puerta y los avisó. Romero se quedó con Inés, que cada vez estaba más pálida. Entraron, seguidos por el juez y su secretario. Cano saludó a Benavides con un gesto y entró en la cocina. El forense sacó una tableta y empezó a recitar:
—Mujer, de unos cuarenta y cinco años. Recibió un golpe contundente en la cabeza con un objeto plano que, a primera vista, le causó una fractura de cráneo con posterior hemorragia. La muerte fue instantánea. Calculo que sucedió hacia las ocho de la noche, debe de llevar unas trece o catorce horas muerta. No les puedo decir aún la naturaleza del objeto, pero cuando la examine en el Instituto, les daré más detalles. La ventana del salón que da a la terraza está forzada, hicieron palanca, probablemente con un destornillador, sobre el marco de madera. También, a primera vista, un robo. La dueña los debió descubrir, tenía un cuchillo de trinchar bajo el cuerpo. Pudo intentar defenderse y sus atacantes la mataron. No hay señales de violencia sexual. La casa está revuelta, debían buscar joyas o efectivo. El bolso de la víctima se encuentra en la entrada y falta el billetero. Estamos tomando todas las huellas.
—¿Se han llevado también el ordenador y el teléfono? —preguntó Karen.
Benavides negó con la cabeza.
—No. El teléfono lo tenía en un bolsillo del pantalón, apagado, se debió quedar sin batería. Hay un portátil bajo los abrigos, en una funda. Aunque no es de extrañar, son ambos dispositivos de alta gama, y si tiene las localizaciones activadas, se pueden rastrear fácilmente y borrar de manera remota. El valor de esos aparatos es limitado si no se consigue acceso a las contraseñas, y si tienen localización, son un riesgo para los ladrones. Mejor dinero o joyas: son más fáciles de vender.
El juez cambió unas palabras con su secretario y Karen y Cano se dirigieron a la cristalera.
—Son ventanas de seguridad —dijo la teniente—. No sé cómo pudieron abrirlas sólo haciendo palanca —dijo observando los herrajes del perfil del marco.
—A lo mejor salió a la terraza a por leña y se olvidó de girar la llave —contestó el brigada señalando el cierre y un montón de madera.
—¿No hubiese sido más fácil romper el cristal? —preguntó la teniente.
—Probablemente no eran profesionales —sugirió Cano—. No habrían entrado con ella dentro.
—No —confirmó Benavides—, el registro tampoco ha sido sistemático.
—Vamos a precintar. Tenemos que avisar al marido y al hijo… —Karen suspiró—. Tengo la dirección; en cuanto acabemos aquí, preguntamos a los vecinos si vieron algo y nos bajamos a Madrid.
Salieron de nuevo y vieron que el equipo de Benavides ya había metido una camilla en la casa. El juez levantó acta y la Científica retiró el cadáver. Tomaron los datos de Inés y quedaron en llamarla en el transcurso del día.
Madrid, 1982
En la función de Navidad, la obra de teatro, el espectáculo gimnástico, el baile regional, el coro navideño y las palabras de agradecimiento de la directora daban paso a la lectura del cuento premiado. Todas las clases participaban y el orgullo de verse nombrado era sólo comparable a la medalla del colegio, que premiaba la sociabilidad y el tesón y era entregada en junio. Maya ganaba a menudo los premios académicos, pero nadie habría pensado en concederle el galardón estival a la niña con el nombre de la abeja de los dibujos, pero sin una pizca de su simpatía.
Era rubia y de tez clara, ojos marrones en una cara proporcionada, y tenía un cuerpo alto y desgarbado que hacía que la colocaran siempre, para que no desentonase, al final de las colas de la clase. A lo mejor fue ese lugar que tuvo que ocupar desde los primeros cursos lo que provocó que desde pequeña se empeñase en aprender antes a leer, a trazar las letras y a realizar los cálculos de manzanas y peras que les proponían en el parvulario. Sabía leer de corrida de párvula, sabía restar llevando cuando las niñas de su clase luchaban con las sumas de una cifra y siempre la colocaban al lado de aquella que no sabía tanto, según la maestra, para la que la ayudase; según Maya, para que dejase de preguntar.
Aunque tampoco eso pudo evitar sus preguntas, porque su mano alzada era un clásico, y sólo cuando la profesora había interrogado al resto de la clase y nadie, a pesar del tiempo de espera y las pistas que daba, respondía, sólo entonces, con aburrimiento, señalaba el largo brazo que se mantenía en alto, impávido y desafiante. Tras preguntar a todas, las pistas habían sido tantas que la respuesta de Maya ya no tenía valor; aun así, ella quería darla.
Cuando una de las niñas con dificultades no bastó para calmarla, le colocaron dos, una a cada lado, que se ocupaban de interrumpirla y de ocuparla para que hiciera menos preguntas. Incluso entonces, cuando pedía responder, la animaban a enseñar a sus compañeras, a no ser egoísta, a compartir. Cuando fue un poco más mayor y se atrevió a preguntar por qué a ella no se la sacaba nunca al encerado, por qué nunca podía recitar la lección, la respuesta de la maestra fue que ya sabía que ella la conocía.
Su única venganza, a medida que fue creciendo, era escribir exámenes eternos, llenos de detalles que, a lo mejor, la profesora tendría que consultar, con una letra cada vez más pequeña, para obligar así al que corrigiera a que le dedicara el tiempo que en clase le negaban.
Maya se preguntaba, año tras año, qué hacía que Lorena, una criatura estúpida que no sabía recitar bien ni «La canción del pirata» de Espronceda, consiguiera la medalla al mérito. La observaba con un tesón que bien le hubiese valido el galardón, para comprender por qué esa niña era siempre elegida para el papel de Virgen María en la función, por qué ganaba regularmente la medalla —excepto algunos años, pocos, para darles la oportunidad a otras, siempre en aras de ese compañerismo repetido hasta la saciedad— o qué hacía que todas se pelearan por compartir cuarto con ella en las excursiones.
No se podría afirmar que Maya no fuese popular: el hecho de que fuese muy buena alumna y dejase copiar era un aliciente para mostrarse amable con ella, pero no era tonta y sabía perfectamente que las invitaciones antes de los exámenes de latín, o la barrita de chocolate que se deslizaba en su mano un lunes por la mañana, previa a la entrega de los deberes de matemáticas, no era por ella, sino por sus dotes académicas.
Y Maya sabía, en lo más profundo de su ser, que era una impostora. Cuando su tutora escribía en las observaciones que era una niña muy avanzada, cuando la profesora de Literatura le pedía que hiciese un comentario de un texto complicado, o el de Matemáticas la sacaba al encerado para resolver algún problema cuando ninguna otra se ofrecía y las otras la miraban con aburrimiento, ella se alegraba. Se alegraba porque cada minuto tenía pavor de que una de ellas gritase que era una mentirosa, una impostora, y cada día se metía en la cama con un suspiro de alivio, contenta de haber sobrevivido un día más sin que nadie se diera cuenta de que no era tan lista como decían. Y no es que no lo dijese, incluso lo repetía: «El examen me ha salido fatal, he tenido que repasarlo todo durante mucho tiempo en casa»; pero ya se había hecho a la idea de que era como Casandra de la Ilíada, a la que nadie creía.
La profesora de Literatura avanzó unos pasos en el escenario hasta llegar al micrófono. Alabó a todos los participantes, y añadió que, aunque todos los cuentos eran fantásticos, «excepto las payasadas de costumbre» —un coro de risas recibió esta apostilla entre los espectadores—, tras muchas discusiones, se habían decantado por un relato corto —el aplauso aislado que siguió a la palabra corto hizo que la profesora frunciera el ceño— magnífico y que cumplía todos los requisitos, tanto estilísticos como temáticos. Hizo una pausa y sacó un papel de un sobre.
El público aplaudió, pero, tras casi tres horas de función, mostraba claros síntomas de cansancio. Los padres parloteaban entre sí y los alumnos, ya liberados de la obligación de participar, reían en sus sillas, que se movían sobre el linóleo del gimnasio con un ruido similar al de un frenazo en carretera. Maya notó que el sudor se acumulaba en las palmas de sus manos. Susurró, para disimular su inquietud, algo indescifrable en la oreja de la niña que estaba a su lado, que ni se esforzó en preguntarle qué había dicho. Su corazón se aceleró al oír su nombre. Se volvió hacia atrás para buscar entre los padres el rostro de los suyos y vio a Lorena, que ya se había quitado el velo que la convertía en protagonista de la función y sacaba la lengua. Se estremeció, aunque, para ser justa, no pensó que el gesto fuera para ella. No, porque Lorena reía a carcajada limpia y ni siquiera había prestado atención al nombre elegido. Maya se preguntó si no se habría esmerado en el cuento, si no habría escrito, como ella, una y otra versión tarde tras tarde, si no querría adornar su cuarto con ese pergamino con aire de decreto de paz, adornado con un lacre, que le acababan de conceder a ella.
Las palmas de las profesoras consiguieron levantar unos tímidos aplausos en el gimnasio que, con un escenario de madera, hacía dos veces al año de salón de actos. Sonaron espaciados, y la niña a su lado le dio un fuerte codazo. Maya se levantó y subió las escaleras de madera lo más erguida posible y sin vencer a la tentación de mirar al fondo, donde suponía que estaba su madre. Habían retirado las palmeras y las casitas que hacían de decorado del belén y Maya se sintió ridícula, como una cantante que se presenta a una audición y la comienza con un gallo. Un gallo que no se detiene, que es incapaz de controlar y que genera la risa de los espectadores. «Ahora —se dijo—. Ahora van a saber que todo es mentira».
La profesora de Literatura pidió silencio golpeando la regla contra el atril que habían colocado ante ella. Maya buscó de nuevo a su madre, que había dicho que acudiría. El escenario estaba iluminado y el gimnasio en penumbra y no veía muy bien, pero, esforzándose, reconoció su melena rubia: estaba de pie ante la puerta cerrada de la sala. La profesora la miraba y Maya, que no había oído la pregunta, murmuró un «gracias» inaudible que provocó que la directora se acercase a ella a ajustar el micrófono. Reconoció su folio, el resto de las líneas a lápiz que había borrado para conseguir unas frases rectas sobre el fondo blanco, y tuvo miedo. Tuvo miedo del gallo, tuvo miedo de su historia, tuvo miedo de que no gustase, de sus personajes y de su voz. Una carcajada cristalina ascendió desde las sillas y la profesora la cortó con un siseo furioso.
Maya carraspeó, colocó una mano sobre el folio, que empezó a humedecerse bajo sus dedos, y otra sobre el pliego enrollado y atado con un lazo de raso rojo. Miró a la profesora, que esperaba expectante, y pensó que había puesto muchas esperanzas en ella y que leería lo mejor que pudiese. Hizo pausas en las comas, unas más largas en los puntos. Hizo otra, como recomendaba la maestra en clase, antes del párrafo final para levantar expectación. Cuando bajó la mirada para leer el desenlace, el público, convencido de que había acabado, empezó a aplaudir. Abrió la boca, pero la gente ya había empezado a levantarse, y la cerró de nuevo. La profesora se levantó para detenerlos, pero la directora, que llevaba muchos años en su puesto, sabía que sería imposible sentar a toda esa gente de nuevo y hacer que se callaran para escuchar el último párrafo de un cuento. Aplaudió con énfasis, se acercó a Maya, le dio dos besos y su premio: unos libros. La niña bajó la cabeza, descendió las escaleras y se dirigió al final de la sala con una sonrisa, clavándose las uñas en la palma de la mano libre. Su madre la esperaba de pie, indiferente a la marabunta de padres que pasaban a su lado charlando entre ellos. Se abrazó a ella con un grito, como hacían sus amigas, y disimuló cuando ella la apartó de su abrigo rosa agarrándola con fuerza por los hombros. Se tragó las lágrimas, sacó las notas del bolsillo y las sacudió ante ella.
—Todo sobresaliente —gritó para hacerse oír y que los padres a su alrededor tuviesen la oportunidad de escuchar y mirar a su madre con admiración, pero la gente se agolpaba en la salida y su voz murió entre el sonido de las sillas y los gritos circundantes.
Su madre cogió el pliego y lo guardó en su bolso. La profesora de Literatura se abrió paso entre los alumnos y se acercó a ellas.
—Es un cuento estupendo —le dijo a su madre mientras se sujetaba los rizos con las horquillas—, ha sido una pena que no haya podido terminar, pero seguro que tendrán la posibilidad de escucharlo durante las fiestas.
Maya levantó los ojos hacia la profesora y asintió, aunque sabía que las Navidades en las casas de las otras niñas eran diferentes a la suya, al igual que lo eran los cumpleaños, los santos y los Días de la Madre.
Sus padres eran agnósticos convencidos, y lo único que diferenciaba la Navidad de los días laborables era la vajilla, que Josefina, su niñera, dejaba preparada antes de irse a su pueblo. Eso, y que sus padres pasaban la tarde en la biblioteca trabajando, ya que la clínica y el despacho de su madre estaban cerrados.