La carne del cisne - Teresa Cardona - E-Book

La carne del cisne E-Book

Teresa Cardona

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Beschreibung

VUELVEN BLECKER Y CANOLa nueva novela de la autora de Los dos lados y Un bien relativo «Teresa Cardona permite pensar por sí mismos a sus protagonistas, dudar, hacerse preguntas. Y construye sus historias con pulcritud en el estilo y en la trama». Lorenzo Silva «Es la gran revelación en el campo de la novela negra española».Paula Corroto, El Confidencial Cuando la teniente Karen Blecker contempla la espesa niebla del invierno de San Lorenzo de El Escorial no espera que su rutinario desayuno con su compañero el brigada Cano se vea bruscamente interrumpido por la aparición de un cadáver en uno de los chalets de la carretera que conduce al club de golf de la localidad. Una muerte violenta, un juicio que no ha conseguido esclarecer con nitidez quién ha sido la víctima y quién el verdugo… Un caso que, con sus numerosos interrogantes, obligará una vez más a la pareja de la Guardia Civil a revisar sus convicciones: ¿son los hechos inequívocamente monocromos?, ¿es su verdadero color el que muestran a primera vista? ¿O, como el cisne, ocultan bajo un níveo plumaje su carne oscura?

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En cubierta: fotografía de © Carlos González Ximénez

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Teresa Cardona, 2023

© Ediciones Siruela, S. A., 2023

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 978-84-19942-00-5

Conversión a formato digital: María Belloso

 

A Pedro

 

«El cisne tiene el plumaje níveo, pero la carne negra. Alegóricamente el color níveo del plumaje denota el efecto de la simulación por la cual la carne negra es escondida, porque el pecado de la carne es velado mediante la simulación».

HUGO DE FOLIETO

Prólogo

San Lorenzo de El Escorial, noviembre de 2016

Había llovido durante toda la noche y la teniente Karen Blecker se despertó con frío. Recordó que el brigada Cano, el segundo que le habían asignado al llegar, ya la había avisado mientras compartían una caña en la plaza de la Cruz de San Lorenzo, rodeados por un muro de granito y los soportales que protegían los comercios de la lluvia y el sol. Bajo la luz otoñal y ante su mirada escéptica había exclamado carpe diem y explicado que los mayores del pueblo ya venían diciéndolo desde hacía días: que el invierno se les echaba encima. Karen pensó que, con la interrupción de unos pocos días de lluvia, casi había olvidado lo que era el cielo encapotado y supuso que Cano, como de costumbre, exageraba, y que disfrutarían todavía un poco del largo y dorado otoño antes de caer en el duro invierno escurialense.

Levantó la cabeza y observó la oscuridad por la ventana abierta. Tiritó, echó de menos el edredón gordo de invierno y gruñó al posar el pie en el suelo helado. La habitación rezumaba humedad, Karen cerró la ventana y recordó con nostalgia el cálido suelo del piso de Madrid. Ya había cumplido un año en España desde que abandonó Europol y se mudó desde La Haya, y se preguntó por qué no se había percatado el año anterior del brusco cambio estacional. Recordó entonces que el último otoño vivía en la capital, donde los cambios eran menos radicales que en la sierra. Encendió la luz y pensó en cómo había sido en primavera: también pasaron del abrigo a la manga corta en un día. En Centroeuropa, las estaciones extremas, verano e invierno, eran mucho más cortas y el período de entretiempo abarcaba casi todo el año. Se preguntó si el uso español de la palabra «entretiempo» no implicaba una duración más corta y, al igual que en Holanda llovía a menudo ya en verano, siendo el sol siempre una sorpresa bienvenida, en España irrumpía el frío sin avisar. Subió el termostato de la cocina y fue a buscar unos calcetines al dormitorio. Intentó atisbar por la ventana, pero una espesa niebla había sustituido a la lluvia, y el exterior no era más que una masa lechosa. Se sentó ante el ordenador y contestó unos correos. Terminó un informe, se estiró y miró la hora. La niebla seguía igual y no había notado lo tarde que era. Se metió en la ducha y decidió no lavarse el pelo, aunque sí se obligó a embadurnarse con crema. Cada vez tenía la piel más seca, pensó, pero a lo mejor también era la diferencia de clima entre el permanente húmedo tiempo centroeuropeo y la sequedad continental de la Comunidad de Madrid. En Holanda, un día cargado de humedad hubiese sido lo habitual en una mañana de noviembre, pero desde su traslado se había habituado a los luminosos días azules y soleados, y la niebla le parecía una extraña interrupción. Suspiró y ante el espejo intentó apreciar los cambios en su cara. No se veía nada, su rostro ovalado seguía igual, pero ella se observaba todos los días. Y, por mucha crema que utilizase y por mucho deporte que se obligase a hacer, su piel no tenía la firmeza de antes. Tiró de ella desde las orejas y se vio rejuvenecer. Cogió enfurruñada el tarro de crema otra vez y se dio una segunda capa bajo la barbilla. Max, su exmarido, le hubiese dicho que había pasado del estado de princesa al de reina. Rezongó, sintiéndose más bien emperatriz, y fue a coger el abrigo cuando su teléfono vibró y el nombre del brigada José Luis Cano se iluminó.

—Karen, si no has salido, no bajes al cuartel, que te voy a buscar. En diez minutos estoy ahí. Si quieres, te acerco unos churros; estoy en el centro del pueblo.

Karen aceptó y, con el antiguo radiador de hierro ya bien caliente, pensó que le gustaba San Lorenzo. Cuando se mudó a España, decidió quedarse en Madrid y subir y bajar todos los días al puesto de la sierra, diciéndose que tendría la posibilidad de disfrutar de la vida en una gran ciudad, de volcarse en museos y de ir a cines y teatros. Cuando le sorprendió el tórrido verano de la capital, Cano le había encontrado, un poco a las afueras del pueblo, una antigua casita de granito dentro de una finca más grande que, según le habían explicado, habían utilizado los guardeses. Estaba en un extremo de un jardín que debía de haber sido magnífico pero que ahora se ahogaba, sin cuidar, en la eterna pinaza que caía de los árboles. Cuando la alquiló, se propuso mantener, por lo menos, parte de la propiedad limpia; sin embargo, pasadas unas semanas de continuo barrer se había circunscrito a su zona y al camino que llevaba hasta la casa. Aunque no era grande, tenía una pequeña terraza de piedra en la que había pasado unas buenas veladas con Cano, con el que cada día se entendía mejor. El brigada José Luis Cano, que había sido en un principio reticente a trabajar con ella, se había acabado convirtiendo en una pareja perfecta. Era impulsivo y vehemente, pero Karen se tuvo que confesar que probablemente ella era a veces demasiado fría y analítica. Aunque la teniente había planeado volverse a Madrid al terminar el período estival, lo posponía cada semana, hasta que los dueños de la casita, aburridos de sus continuas llamadas, le ofrecieron un buen precio por quedarse todo el año. Karen no lo dudó, pensó que con buen tiempo podría disfrutar de la sierra y aceptó, aunque ya estaban a finales de noviembre y no había bajado a Madrid más que para ir a una exposición y visitar a sus padres. Terminó de recoger y le dio al botón de encendido de la máquina de café cuando oyó el chirriar del antiguo portón, más fiable que cualquier timbre, anunciando la llegada del brigada. Abrió la puerta y le dejó pasar. Era un hombre alto y delgado, de unos treinta y cinco años, con una nariz muy prominente y con los huesos de la cara marcados.

—Menudo tiempecito, ¿eh?

Karen se arrebujó en la chaqueta de lana como respuesta, sacó la leche ya caliente y un plato para los churros. Hizo dos cafés, mezcló el de Cano con la leche, se sentaron a la mesa, y el hombre asió su taza para calentarse las manos.

—Tu porra y dos churros —dijo el brigada señalando una bolsa de papel.

—¡Cano! —respondió Karen enfadada—. No seas así, hombre. Ya sabes que, si me lo como todo, después no me puedo mover…

El brigada lanzó una carcajada.

—Están recién hechos.

Karen lanzó un resoplido y mordió la porra. Estaba crujiente y el interior perfecto, blando pero sin estar crudo y todavía caliente. Suspiró de placer y bendijo a los «nuevos churreros», instalados en un pequeño local bajo una escalera de la calle del mercado. Sonrió y pensó en las diferentes concepciones del tiempo en San Lorenzo; la «nueva churrería» llevaba casi veinte años abierta, cuando el matrimonio de Paqui y Antonio habían retomado el negocio que siempre había sido de un churrero que ahora, jubilado, paseaba por el pueblo con su perrito.

—Hace un frío que pela —observó Cano.

—He subido la calefacción —confirmó Karen— y ya he puesto varias veces la chimenea…

—Pues ve acostumbrándote, que nos viene lo peor… Y todavía no ha empezado a llover de verdad…

Karen sonrió.

—Hombre, a lo mejor nos toca algún día soleado más.

—¡Ni se te ocurra pensarlo! Como no llueva ahora, nos quedamos sin agua el resto del año. Hay un dicho que dice que…

El sonido del teléfono le interrumpió. Cano escuchó, gruñó y colgó.

—Mi teniente, tenemos un muerto en la carretera del club.

Karen se sobresaltó, San Lorenzo era un pueblo, y una muerte entre sus habitantes era algo excepcional.

—¿Un accidente?

Cano negó con la cabeza mientras recogía sus cosas. La teniente agarró el abrigo, buscó, con un suspiro, los guantes en el cajón y abrió la puerta de la calle. Una bofetada de humedad unida a la espesa niebla los sorprendió. Las hojas de los castaños cubrían el suelo y amortiguaban aún más los sonidos de la calle, silenciosa por el tiempo, pero también por la estación, que había devuelto a San Lorenzo su población habitual tras multiplicarse durante el período estival. Cano había aparcado directamente ante su verja, ventajas también del invierno serrano, en el que la mayoría de las casas de los veraneantes que habitaban el barrio del Plantel estaban cerradas y, con ello, las plazas de aparcamiento, libres. El brigada encendió las luces antiniebla y arrancó.

Patricia

Madrid-París-Madrid, 2009-2013

Patricia abrazó a sus tíos y los despidió en la calle. La cara de su tía denotaba angustia; la de su tío, prisa. Carmen la besó, la tomó por los brazos, le hizo una pequeña cruz en la frente y se montó en el coche que había acercado su marido al portal. Este salió, se acercó a su sobrina y la estrechó con afecto.

—Lo que necesites, nos llamas. Siento mucho dejarte ahora, pero ya sabes lo mayor que es mi suegra y lo terca que es. En cuanto la podamos dejar sola, volvemos.

Su tía abrió la ventanilla.

—Cariño, ¿de verdad que no quieres venir con nosotros?

Patricia, una joven de veinte años, rubia, con ojos color miel y el rostro salpicado por múltiples pecas que cubrían en parte unas ojeras oscuras, negó con pesar.

—Tía, tengo exámenes, no puedo ir…

Pedro, el hombre, ya se había montado en el vehículo. Varios coches frenaban al ver el coche estacionado en doble fila y protestaban. La mujer desistió. Se agarró a la ventanilla y sacó el cuerpo un poco por ella.

—Te he dejado un montón de cosas congeladas —dijo atropellada—; tienes para comer durante todos los exámenes. No comas porquerías, cariño, por favor. Nuestras sábanas están en la lavadora, no me ha dado tiempo a plancharlas. En cuanto mi madre se pueda valer por sí misma, te vienes a El Escorial con nosotros. Y después a la playa.

La voz de su marido sonó impaciente.

—Carmen, que me van a poner una multa. Ya le has dicho a la niña lo mismo treinta veces. Patricia, ya lo sabes, acaba tus cosas y te subes a la sierra. Y tú, ponte el cinturón, que esto no hace más que pitar.

Patricia sonrió y sacudió la mano. Vio cómo se alejaban y un escalofrío recorrió su cuerpo. Se vio a sí misma en una mañana fresca de abril ante la misma puerta agitando la mano, y a su madre repitiendo, con la ventanilla abierta: «No comas porquerías». Sus padres celebraban siempre su aniversario con un pequeño viaje, que aquella vez los llevaría hasta La Rioja. Un viaje que su madre había planificado con detalle: cada noche un pueblecito y cada día una visita organizada. Una mañana, cuando sonó el teléfono fijo, poco después de haber hablado con su madre, que contaba maravillas del monasterio que habían visitado el día anterior, Patricia pensó que se trataría de una de las llamadas de venta de energía, telefonía o colchones que se sucedían día tras día. Se sorprendió cuando una voz preguntó por ella y no por su padre, a cuyo nombre solían estar los contratos de la casa. A diez kilómetros de Santo Domingo de la Calzada, el vehículo de sus padres había sufrido un accidente. Patricia recordó que su madre le había dicho que se dirigían a ese pueblo a visitar una iglesia románica de la que había leído maravillas. El coche se había estampado contra un camión cuyo conductor se había dormido al volante.

Cerró la puerta del piso y se dio cuenta, por primera vez en varias semanas, de la soledad que sentía. En la mesa de la entrada reposaba el llavero de su madre. Sonrió con tristeza. Se preguntó a dónde habría ido a parar el de su padre, porque no estaba entre las pocas cosas que el policía le entregó. Se dijo que, al haber quedado el vehículo destrozado, se habrían quedado incrustadas en el amasijo de hierros y carne en el que se habían convertido el coche familiar y el cuerpo de su padre. Su madre, a pesar de los airbags que saltaron tras el impacto, había muerto de camino al hospital, y su cuerpo había quedado reconocible. La visión del llavero hizo que a Patricia se le llenaran los ojos de lágrimas. Pensó en su tío Pedro, que la había instado a retomar su vida, a intentar, si no llenar el hueco que habían dejado sus padres, sí, al menos, a sobrevivir. Tras el accidente, el hermano de su padre y su mujer se habían trasladado a Madrid para acompañarla. La habían ayudado con todas las formalidades y los horrores que conlleva una muerte, desde la identificación de los cadáveres —el de su padre, destrozado, reconocible por el gran lunar que marcaba su rodilla, y el de su madre, pacífico, como si sólo estuviese durmiendo— hasta el entierro y las gestiones bancarias, legales y testamentarias. Carmen se había hecho cargo del día a día, había comprado y cocinado, organizado a la asistenta y puesto lavadoras. También fue ella la que propuso ordenar los armarios y metió en cajas la ropa de sus padres que no podría aprovechar.

Patricia se dejó caer en el sillón y cerró los ojos. Hacía calor, a pesar de que mayo no había acabado. Sacó las sábanas de la lavadora, se sirvió un vaso de agua de la nevera y vio el interior repleto de tuppers que le había dejado su tía. Se preguntó qué habrían hecho si la caída de la madre de Carmen no los hubiese obligado a tomar rumbo a Murcia, y se dijo que probablemente se hubiesen quedado con ella hasta principios de verano para llevarla con ellos a San Lorenzo, donde residían parte del año. Pensó con cariño en la casa que tenían y que recordaba bien por haber pasado allí algunas semanas de vacaciones de pequeña. Sacó los cacharros del lavaplatos y se sentó en su cuarto a estudiar. Los exámenes finales de junio estaban al caer, y, a pesar de haber trabajado durante el año, desde el accidente, y aunque se había encerrado con sus libros las últimas semanas, tenía la impresión de no entender nada de lo que ponía en ellos. Vio su teléfono sobre la mesa y pensó que le habría gustado llamar a María, la que había sido, hasta hacía unos meses, su mejor amiga, y suspiró.

Cuando se decidió a estudiar en Madrid, sus padres, que habían vivido, por el trabajo de su padre, en sitios diferentes, decidieron establecerse por fin y comprar un piso en la capital, adonde se trasladaron con su hija universitaria. Patricia, que llegó sin conocer a nadie, agradeció la compañía de María, una alegre extremeña que estaba igual de perdida que ella. Con ella había descubierto la Facultad de Ciencias Políticas, los bares circundantes y la noche de Madrid. En el bar de la facultad habían visto por primera vez a Juan, un sevillano que llevaba ya un año ahí y salía con un grupo de estudiantes de «provincias» que tenían dificultades para entrar en pandillas de Madrid, formadas años antes. Desde el principio se dio cuenta de que María y Juan hacían buena pareja, de que parecían complementarse perfectamente.

Enterró la cara entre las manos y sintió un tremendo remordimiento de conciencia por lo ocurrido. La noche tras los parciales de febrero habían salido, como de costumbre, todos juntos. Patricia casi no había comido, y su estómago asemejaba un charco en el que flotaba algún cacahuete aislado en el alcohol. No se habían movido mucho, y por eso no tenía la impresión de estar borracha. Cuando en el bar en el que habían acabado pusieron una canción bailable, se decidió a salir a la pista. Los altavoces tronaban con la última de Shakira, y Patricia tuvo una increíble sensación de libertad. Bailó sola hasta que varios del grupo siguieron su ejemplo; entre ellos, Juan. María se había quedado amodorrada en los sofás, y su novio no había conseguido animarla. Cuando la canción acabó y la sustituyó la suave voz de James Blunt, Juan agarró a Patricia del brazo para volver a la mesa. Pero ella se sentía bien, libre de preocupaciones, y no quería beber más; quería bailar. Le agarró el brazo a su vez y le obligó a girarse hacia ella. El joven se volvió y posó las manos en sus caderas. Era una canción triste y lenta. Patricia se sintió de repente cansada y mareada y se apoyó en el hombro de él. Cuando la música se detuvo, levantó la cabeza y dijo que no se sentía bien. Juan la ayudó a volver a la mesa y preguntó a uno de los que quedaban dónde estaba María, para que acompañase a Patricia al baño. Este negó y explicó que María se había cansado y que uno de los otros la había llevado a su casa. Juan se cabreó al comprender que el que se había ido con su novia era uno que llevaba tirándole los tejos desde hacía meses. Patricia desapareció en el baño y cuando volvió parecía andar más recta. Se había lavado la cara, y unas gotas de agua se confundían con sus pecas. En los sofás no quedaban más que aquellos a los que las copas habían afectado tanto que no tenían ganas de moverse, y Juan cogió a la joven del brazo y la llevó a la salida del local. Mientras esperaban por sus abrigos, se creó un silencio embarazoso. Al cubrir a Patricia con la cazadora, el joven dejó las manos unos segundos de más sobre sus hombros. Ya en la calle, fue ella la que se había vuelto hacia él. Y él, el que deseó besar y mordisquear esa piel tersa salpicada de pequeñas manchas estratégicamente colocadas sobre su nariz. ¿Quién había querido esconderse en un portal? ¿Por qué le dio Juan al taxista su dirección? ¿Por qué no había dado ella la suya? ¿Quién había dirigido sus pasos al piso que compartía Juan con otros estudiantes? Ella, se dijo, había ido con él. Si no, se habría despertado en sus sábanas floreadas y no bajo el asfixiante edredón gris que había comprado la madre sevillana de Juan para proteger a su hijo de los rigores climáticos de la capital. Movió el cuerpo y sintió unas leves agujetas.

Cerró los ojos e intentó recordar qué había pasado. Unas imágenes sueltas le vinieron a la cabeza. Ella bailando sola. Bailando con Juan. El frío de la calle, la boca de él recorriendo sus mejillas. Ella separándole y diciendo que no. Él enterrando su boca en su cuello, y ella acariciándole los anchos hombros. El taxista divertido, y ella amodorrada. El ascensor de la casa antigua de Juan. Juan volviendo con una copa. Juan desnudo. Ella desnuda. Juan sacándola del sueño. Ella protestando. La boca de él mordiendo un pezón. Su grito. Se acarició el pecho y lo sintió tumefacto. Volvió la cabeza hacia la mesilla de noche y vio un vaso de agua con una aspirina y sonrió. Detrás, un paquete de condones y un sobre rasgado. Suspiró aliviada. Por lo menos, de eso no tendría que preocuparse. La imagen de María le vino a la cabeza y se preguntó horrorizada cómo había podido cometer tal traición. No conseguía comprender cómo de borracha tenía que haber estado para acabar en la cama del novio de su amiga. Se volvió a ver en la pista bailando y se dijo que, aunque no había sido muy delicado y le habría costado un cabreo, eso María se lo hubiese perdonado. Notó su cara arder al recordar el pelo moreno de Juan enterrado entre sus piernas. A ella diciendo no. A Juan levantando la cabeza riendo y diciendo que ya sabía que no le gustaba. Se preguntó cuándo se lo habría contado María. A ella sacudiendo las piernas para evitarlo y a él sujetándoselas. La ola de placer que siguió. El ruido del plástico al desgarrarse. La sensación de abandono. Recordó susurrar no antes de que la penetrase con dulzura. Sus caderas adaptándose a los movimientos cada vez más rápidos de Juan. Sus piernas sobre los hombros de Juan. Las embestidas que hicieron golpear el cabecero contra la pared. La explosión que sintió. El cansancio. Los labios del joven, que depositaron un casto beso sobre sus labios. El silencio. La cabeza estaba a punto de estallarle y sintió una náusea incontrolable que le hizo saltar disparada de la cama para no vomitar sobre el novio de su amiga. Al salir del baño, envuelta en una toalla, volvió al dormitorio, recogió su ropa desperdigada por el cuarto, pensó en despertar a Juan y decirle que todo había sido un error cuando oyó otra puerta y se decidió a salir lo más rápido posible para evitar testigos del desastre. Cogió un taxi, volvió a casa de sus padres y se metió entre sus propias sábanas, angustiada hasta que se durmió. La despertó el pitido del teléfono y, todavía medio en sueños, contestó. El acento del sur de su amiga era prácticamente inaudible en las únicas dos frases que le soltó: «Eres una zorra y una calientapollas. No me vuelvas a dirigir la palabra». Patricia enrojeció y los ojos se le llenaron de lágrimas. María ya había colgado. Intentó llamarla, pero esta no respondió. Llamó a Juan, que con la voz ronca respondió a su tercera llamada y le explicó que uno del grupo los había visto a la salida y que, la verdad, podía haber tenido un poco de cuidado, ya que uno de sus compañeros de piso la había visto en pelota picada en el pasillo de camino al baño. Su voz sonaba cabreada, y Patricia no supo qué decir. Juan dijo que iría a ver a María. Esta, como Patricia pudo comprobar en la facultad, aunque perdonó a su novio, no así a ella. No se pelearon, pero la relación no volvió a ser la misma. El grupo de la facultad no tomó partido; sin embargo, muchos de ellos eran amigos de Juan antes de que las conociesen a ellas y continuaron con su amistad. A Patricia la saludaban, pero ya no la llamaban los viernes, ni le proponían planes, a sabiendas de que, si esta iba, Juan y María se irían por su lado. El ambiente en la universidad se había vuelto desagradable y evitar a María en las clases le resultaba violento. Se acordó de los planes que habían fraguado, del máster que querían hacer juntas y pensó que no soportaría dos años más en compañía de su antigua amiga. En una de las conferencias que les dieron, el ponente les instó a salir de España, a vivir las posibilidades que les brindaba la red de universidades de la Unión Europea. Al finalizar la charla, se acercó al hombre, que le explicó que había un máster en París, en la eminente Sciences Po. Sólo aceptaban expedientes impecables y buenos conocimientos de francés e inglés, pero esos requisitos los cumplía. Se presentó y la aceptaron, evidentemente, si aprobaba la diplomatura. Sus notas eras estupendas y Patricia no dudó. Su padre se sintió orgulloso, y su madre triste cuando llegó la carta de admisión con una selección de residencias de estudiantes para jóvenes comunitarios. El plan era visitar la ciudad del Sena ya en verano para hacerse al lugar; por ello, sus padres habían alquilado la habitación en la residencia de estudiantes adscrita a la facultad a partir de agosto. Pero ahora, se dijo, con sus padres muertos, no se sentía con fuerzas de hacer el viaje. Se sentó en el escritorio e intentó concentrarse en los libros. Miró el calendario, en el que se acumulaban las pruebas de la semana siguiente. Sacó sus apuntes y se puso a estudiar.

Qué le pasó el lunes era algo que no se explicaba. Ni siquiera era el examen más difícil, pero al levantarse había sentido una flojera, una pereza y un dolor de cabeza que le hizo volver a meterse en la cama. El teléfono sonó y vio en la pantalla el nombre de María. Esta había ido al entierro y al funeral, le había dado un abrazo que ella sintió frío y su oferta de llamarla si la necesitaba, una frase hueca. No sabría qué decirle ni cómo explicarle que no conseguía moverse de la cama. Cayó en un sueño profundo del que no despertó hasta bien pasada la hora de comer. Miró el calendario y vio que ya no llegaba al segundo examen. Cuando llamaron sus tíos, preocupados por su silencio, no se sintió capaz de decirles que se había tirado el día en la cama y había dejado pasar dos de los finales. Tenía suficientes buenas notas para salvar el curso, incluso sin esos dos. Fue mala suerte que en los dos siguientes cayese lo que habían visto a final de curso y que ella sólo había repasado por encima. Y que en el último entrase angustiada tras encontrarse a Juan en la puerta, que se acercó a ver cómo le iba justo antes de que su novia apareciese en la sala y se despidiesen, no sin lanzarle una mirada de desconfianza. Cuando recibió los resultados y vio que le faltaban unos créditos, se asustó, pero había entregado un trabajo que compensaría los puntos que le faltaban.

Pasó el verano con sus tíos, que hicieron lo imposible por distraerla, y, a finales de agosto, guardó los muebles que más recuerdos le traían en un trastero y alquiló el piso de Madrid para dirigirse a París.

Los estudiantes de máster de Sciences Po eran en gran parte franceses, pero había también una extraña mezcla de nacionalidades. La primera semana ya la invitaron a varias fiestas, una, en la residencia, y otra, en un bar de copas. Los diversos orígenes y el hecho de que nadie, ni los franceses, que en muchos casos venían de provincias, conociesen a los otros, formaba un grupo abierto y amigable. Patricia se sintió como pez en el agua, hablaba bien inglés y un francés bastante aceptable, y reía cuando los franceses la miraban asombrados, ya que por su físico la incluían más en el grupo anglosajón que en el hispánico. Los cursos eran magníficos, y las pequeñas clases no tenían nada que ver con las de la Complutense de Madrid. En la biblioteca de la universidad conoció a Ulysse, un joven francés que hacía su doctorado. Este le enseñó la ciudad y sus alrededores y después de unos meses la llevó a pasar varios fines de semana a casa de sus padres. Su padre era un antiguo embajador que tras años en el extranjero había vuelto a su país para instalarse en Estrasburgo. En la larga mesa de los Gillardeau aprendió más de política europea de lo que había hecho en todos sus cursos de la universidad. El padre de su novio, Achilles (cuando Patricia rio al conocer a Ulysse, este le explicó que en su familia era tradición bautizar a los niños siempre con nombres de personajes griegos, ya que uno de sus antepasados era un fanático de la mitología), celebraba todos los sábados por la noche una cena de doce personas que reunía a políticos, periodistas, figuras de la industria y del mundo diplomático. Las conversaciones giraban sobre los temas más variopintos, primando la política y la cultura, todo ello regado por excelentes vinos y acompañado por piezas de caza y tartas de ciruelas claudias que confeccionaba Sybille, la mujer de Achilles. Volvían en el tren a París cargados con el pastel de la zona y tarros de mermelada hechos en casa, así como patés que la madre entregaba a su hijo para que sobreviviese en la capital. Un domingo, ya en la cama, a la vuelta de uno de esos fines de semana, Patricia le susurró a Ulysse lo bien que se sentía en casa de sus padres. Ulysse le preguntó, asombrado, si en España no era habitual llevar a los novios a ver a los padres. Patricia rio y contestó que probablemente, pero que ella hasta el momento no había tenido ninguna relación que hubiese llegado tan lejos. Se acordó de Juan, que cogía el AVE con María para pasar cada puente en Sevilla, y se volvió hacia el otro lado. Ulysse, que había notado su gesto, la giró y besándola le preguntó qué le pasaba. Patricia le contó lo que la había alejado de su amiga, a lo que el francés resopló y, además de tildar al joven sevillano con un calificativo poco amable, añadió que menuda suerte había tenido el andaluz de que no lo acusase de violación, porque desde luego, dijo, la situación se las traía. Ella rio, apartó la sábana y le dijo:

—Viólame tú también.

Ulysse saltó de la cama. Patricia se asustó al ver su expresión turbada, se incorporó sobre los codos y se tapó con la sábana.

—Patricia, nunca digas eso, ni en broma. Jamás.

—Pero Ulysse, si no iba en serio, ¿no te das cuenta de que…?

No la dejó terminar.

—Jamás. Esa palabra, mucho más que las palabras «racista» o «machista», puede acabar con la vida de un hombre.

—Pero si yo…

—¿Te acuerdas del antiguo embajador al que mi madre llama «la esponja» en privado? Ese que siempre tiene la botella a su lado.

Patricia recordó a un hombre callado, con la cara abotargada por el alcohol, que jamás decía nada y al que siempre sentaban en uno de los extremos de la mesa.

—Estudió con mi padre, hizo una carrera estupenda. Estuvo de embajador en Marruecos, ya hace bastantes años.

Patricia no conseguía unir aquella fuerza de la naturaleza que era Achilles, un hombre en la flor de la vida, con ese despojo humano que se suponía tenía la misma edad que él. Ulysse se puso los calzoncillos y el pantalón y empezó a contar:

—La embajada está en Rabat. Grégoire llegó con su mujer y sus dos hijos. Entre el personal adscrito a la embajada estaba la secretaria de prensa. No voy a entrar en detalles porque nunca se supo exactamente lo que pasó, pero ella voló a París y le acusó de haberla violado en el despacho de la embajada.

—Pero ¿habían tenido un lío?

—Quién sabe. La cuestión es que él se lo tomó a broma y soltó en algún café algo como «más quisiera». La verdad es que para toda esa generación la historia sonaba de risa, ya sabes. Un periodista que estaba «por casualidad» cerca lo oyó y aprovechó el bajón de agosto para convertirlo en «la noticia». —Suspiró—. Mi padre le dijo a Grégoire que se anduviese con cuidado, a lo que él respondió riendo y diciendo que la mujer en cuestión tenía más vueltas que un carrusel y que se la conocía por ser el colchón de varias embajadas. Cuando un periodista, que llevaba una semana siguiéndole por el pueblecito bretón donde pasaba las vacaciones, le abordó a la salida de misa junto a sus suegros, Grégoire estalló y se lo soltó. —Al ver la mirada interrogante de Patricia, Ulysse añadió—: Lo del carrusel. Y ese fue el fin…

—¿Fueron a juicio?

—¿A juicio? —Ulysse lanzó una carcajada—. Las tricoteuses, las mujeres que hacían punto ante la guillotina, eran unas ancianitas encantadoras en comparación con lo que hizo la prensa con él. El ministerio, siempre preocupado por sus fieles trabajadores, le quitó de la línea de fuego y le mandó con efecto inmediato a otro destino, cerca, sólo un poco más al sur. —Al ver la cara de Patricia rio—. A Chad. La mujer de Grégoire decidió volver a París con los niños y acabó separándose, tras oír, día sí, día no, que su marido era un violador y un machista que denigraba a las mujeres. Grégoire aguantó Chad y un par de destinos más para completar su pensión de jubilación, pero, tras pasar por varios países complicados, como Sierra Leona, acabó bebiéndose el Nilo sin haberlo visto de cerca jamás. Volvió a Alsacia, donde su familia tenía una casita, y se instaló allí con su perro. Es primo segundo de mi madre, además de haber estudiado con mi padre; por eso le invitan a veces, sin que llame demasiado la atención, y nunca con periodistas presentes que puedan relacionar el nombre del apestado con el de mi señor padre. Así que esa palabra mejor la borras de tu vocabulario. Él acabó así, es cierto, pero tampoco te creas que a ella le fue mucho mejor.

—Pero si a ella la creyeron…

Ulysse rio con ganas.

—Qué inocente eres, Patricia. Nadie la creyó. O bueno, no creyeron que Grégoire, que en aquella época estaba de muy buen ver, se lanzase sobre ella con violencia. Pero eso no lo dijo nadie, claro. Nadie dijo nada, excepto que era una situación muy desagradable. Y muchos tomaron sus precauciones; entre ellos, mi padre, que, si podía, cogía de ayudante a un hombre (cuestión de ahorrarse problemas…). Mi madre hacía la criba y seleccionaba o a las mujeres más mayores o a un hombre. Fue cuando se instauró la ley no escrita de no montarse un hombre a solas con una mujer en el ascensor, de no quedarse en la oficina el último con una becaria; ya sabes…

Patricia le miró horrorizada y él rio.

—Claro —prosiguió Ulysse— que a ella aquello también le cambió la vida. Volvió a Rabat, pero no duró mucho allí. El embajador que enviaron para sustituir a Grégoire la propuso para El Cairo, un magnífico destino al que ella no se negó. En El Cairo duró lo que aguantan las rosas. No creo que hiciese nada mal, pero cualquiera que estaba en un puesto de esos tenía bien presente la carrera en picado de Grégoire, y ninguno quería correr el menor riesgo. Así que fue pasando de un puesto a otro; al principio, puestos muy buenos, para que no se notase tanto. Hasta que un amigo de mi padre la propuso para Islamabad, que no era Kabul, aunque poco le faltaba, alegando sus conocimientos de árabe. Ella denegó. El ministerio se lavó, por fin feliz, las manos, y la mandó, eso sí, con magníficas cartas de recomendación de todos sus antiguos jefes —Ulysse lanzó una carcajada—, como si eso sirviese de algo…, de vuelta a París. Creo que probó en el sector privado; aun así, allí se encontraba con el mismo problema. ¿Quién querría contratar a una mujer que te podía acusar de violador a la primera de cambio? Hay miles de secretarias de prensa; ¿para qué correr el riesgo?

—Pero, Ulysse, no todo el mundo conocería la historia y, aunque la conociesen, supongo que a alguno se le ocurriría que pudiese estar diciendo la verdad —replicó Patricia levantando la voz, enfadada—. No me puedo creer que la fuesen apartando de los puestos sin ninguna razón y que encima me digas que el currículum no es un criterio.

El joven la miró receloso.

—No conocía yo esta vena feminista tuya —dijo sonriendo y retirando la sábana.

Patricia se levantó de golpe y se puso una camiseta.

—No es una vena feminista; es que me parece profundamente injusto.

—Ah, te parece injusto. ¿Qué es lo que te parece tan injusto?

—Que me digas que la apartaron de su puesto y le pusieran una cruz a su nombre.

—Bueno, supongo que no pretenderías que se quedase en el puesto de Rabat después de lo que había pasado, ¿no? Y, ya te digo, la mandaron a uno mejor.

—La mandaron, claro.

—Ya está bien de tonterías, Patricia. ¿Qué pasa, que tú, cuando conoces a alguien, no te enteras? El otro día, cuando tenías que buscar compañero de trabajo y te preguntó ese holandés si lo querías hacer con él, ¿no preguntaste? ¿No chequeaste quiénes eran sus amigos y le preguntaste a ese danés con el que te llevas tan bien? ¿Y no le dijiste al holandés que no, tras enterarte de que el tipo no era de fiar en los plazos? ¿Le diste tú una oportunidad? No, te fiaste de lo que te decía el otro, pensaste que era mejor no correr ningún riesgo y al final, te colocaste con el alemán, ¿verdad? Eso sí, según cómo se presentó, el holandés tiene un currículum estupendo. Pues, fíjate, seguro que otros hicieron lo mismo. Está muy bien lo de ser abierto, pero, cuando nos toca de cerca, las cosas cambian, ¿verdad, cariño?

—No es lo mismo, Ulysse, y lo sabes.

—Ah, ¿no? Pues a mí me parece que sí. Si tú te enteras de que ha causado problemas en un grupo de trabajo, ¿qué haces?, ¿intentas enterarte de lo que pasó, o simplemente, entre los muchos estudiantes que hay, te buscas a otro que no haya causado problemas? Pues esto es igual. Te recomiendan a alguien para un puesto, llamas a sus antiguos compañeros y te enteras. Si sólo se juzgase por el currículum, sería como si nos fiásemos de si va arreglado o no… Te puede dar alguna pista, pero no es la realidad. Por lo menos, no la realidad completa.

Patricia negó con la cabeza de manera reprobatoria y preguntó:

—¿Dónde acabó?

Ulysse lanzó una carcajada.

—En una organización antienergía nuclear, con eso te digo todo… Es lo único que todavía hace reírse a carcajadas a Grégoire, el imaginársela luchando contra los de la atómica.

Fue Ulysse el que la acompañó a la oficina de estudiantes para intentar aclarar por qué su cuenta de la universidad estaba cerrada. Y el que movió la cabeza, desesperanzado, cuando una amable mujer que la atendía les explicó que, a pesar de su expediente impecable, a Patricia le faltaba el reconocimiento de unos créditos. Que estaba realmente desolada, pero que el sistema informático no le permitía dejarla continuar con el máster al no cumplir con los requerimientos. Que las reglas eran claras, que la universidad les daba a los estudiantes seis meses para completar el expediente académico (mucho más que los alemanes, por ejemplo, que eran bastante más estrictos, añadió con una sonrisa) y que Patricia, por un error, seguro, los había dejado pasar. Que, como una excepción, le podía conceder una prórroga de dos semanas para presentarlos, pero no más. Patricia, ante la posibilidad de poder arreglarlo, salió encantada y no comprendió la mirada de Ulysse cuando le dijo que lo veía complicado y que había sido una bonita manera, por parte de aquella mujer, de ponerla en la puerta sin que montase un escándalo.

Acostumbrada al gris de París, la luz de Madrid la cegó. Había decidido presentarse directamente en la Complutense, dado que el riesgo de que algo no funcionase o llegase tarde era demasiado grande. En la oficina de estudiantes, un joven escuchó con paciencia su caso y se metió en el ordenador. En un principio, el chico tampoco lo entendía: los créditos estaban, justos, pero estaban. Aunque había algo raro, exclamó: los últimos tres no se podían seleccionar. Estaban, pero no «activos», le intentó explicar mientras fruncía el ceño y se levantaba a consultar otra vez a su compañera. Esta, una señora mayor con un cuerpo monumental que le ponía dificultades para pasar entre las mesas, aburrida de las consultas del chico que atendía a Patricia, se puso en movimiento con un golpear continuo que la joven no entendía hasta que vio sus collares de cuentas de madera, que emitían unos sonidos que le recordaban a los juguetes de los bebés. Laura, como se llamaba, se sentó ante el ordenador y tecleó con rapidez sin apartar los ojos de la pantalla. Tras pulsar una tecla, sonrió con satisfacción.

—Ya lo tengo, guapa.

—¿Está arreglado? —preguntó Patricia con una inmensa sensación de alivio por haberlo conseguido en tan poco tiempo.

Se sentía tan contenta de poder volver a París que se dijo, magnánima, que al fin y al cabo no había pasado nada y que no era necesario montar un escándalo por tan poca cosa. Al día siguiente buscaría un billete barato o incluso cogería el tren.

Laura levantó la cabeza y la miró extrañada.

—¿Arreglado? Lo he comprendido; era raro. Te lo voy a explicar, maja. Tú tienes todos tus créditos, sí, pero tres de ellos no son válidos. —Levantó la mano antes de que Patricia pudiese decir nada—. Esos créditos de los que te hablo son de un trabajo. —Intentó detenerla, pero la mujer la cortó—. Si me vas a interrumpir otra vez, lo miras tú y te lo explicas tú sola. Tú hiciste tu trabajo, sí; sin embargo, y ahí está la explicación del problema, era un trabajo en común, de dos o más. Aunque tú entregases tu parte, dado que el otro estudiante no lo hizo, tus créditos no son válidos —zanjó.

Patricia iba a protestar cuando le vino a la mente el trabajo que, en su día —y aunque parecía que fue hace años casi no habían pasado doce meses—, había hecho con María. Ella lo entregó tras los parciales de febrero, antes de la fecha impuesta. Se preguntó por qué no lo habría entregado María, y no tardó en dar con la respuesta. Ninguna de las dos había necesitado ese trabajo para la nota, ya que eran unas estudiantes excepcionales, así que, al romperse la relación, para ella, que ya lo había entregado, no hubo cambios. Pero sí para María, que probablemente, en aquel momento, no quiso ver su nombre unido al de su antigua amiga. Todo esto no habría tenido la menor importancia si Patricia hubiese aprobado todos los exámenes de junio, pero no lo hizo.

—Vale, ya entiendo —dijo Patricia, y Laura suspiró, contenta de no tener que explicar otra vez lo evidente—. ¿Qué puedo hacer?

La papada de la mujer tembló y la miró de forma maternal. Le gustaban los estudiantes que intentaban buscar una solución y no protestaban por cosas en las que no tenían razón. Se inclinó hacia la máquina.

—¿Qué quieres exactamente? ¿La diplomatura? La verdad es que es una pena, con las buenas notas que tenías…

Pensó en preguntarle qué le había pasado el último semestre, pero se acordó de su máxima de no convertirse en la madre de los estudiantes. Eran adultos y de ahí saldrían al mercado laboral. Además, su situación no era tan grave.

Patricia sintió un escalofrío cuando se percató de que no tenía la diplomatura. Bajó la cabeza.

—He empezado un máster y no me dejan continuar sin los créditos. —Laura asintió comprensiva mientras Patricia pensaba a toda velocidad—. ¿Cómo puedo arreglarlo? —La cara de complacencia de la mujer le decía que se podría solucionar.

Laura miró la máquina con orgullo.

—Y ¿en qué universidad te has inscrito, guapa?

—En París.

Una sonrisa de satisfacción iluminó su rostro.

—No me extraña nada. Para que después digan que en España… Algunas universidades tienen unos sistemas informáticos antediluvianos. Aquí —dijo con un gesto que abarcaba la sala— no hubieses podido empezar… —Se fijó en la puerta y vio que había unos cuantos estudiantes esperando—. Mira, es fácil. El trabajo ya no lo puedes activar porque tu compañero no lo entregó y el plazo para ello ha pasado. Pero, y ya comprendo que es un poco pesado, te puedes apuntar a una de las asignaturas que te quedaron pendientes y recuperarla. Tendrías los créditos, y te retrasa un poco, pero no hay otra; no busques más. —Se enderezó para volver a su puesto.

—¿Inscribirme otra vez? —preguntó Patricia espantada.

Laura se encogió de hombros.

—Así tendrías la diplomatura también, que necesitarás, supongo —zanjó la mujer.

A Patricia se le cayó el alma a los pies; aun así, se dijo que sería posible, podría incluso estudiar las asignaturas desde París y convalidarlas en junio. Se despidió de Laura, salió y llamó a Sciences Po. Tras muchas esperas, consiguió hablar con la mujer que la había atendido en la universidad, la cual se alegró de que hubiese llegado a la raíz del problema, pero le dijo sin dudar que no podría seguir sin el título español. Patricia suspiró y preguntó, ya dispuesta a todo, si podría recomenzar el máster el otoño siguiente, a lo que la mujer, contenta de quitársela de encima, respondió que claro, aunque debería pasar otra vez por el proceso de admisión, que una de las reglas que aplicaban con mayor empeño era que no podía haber un retraso en el comienzo de los estudios, así que, zanjó, su admisión había sido inválida. Efectivamente, el error había sido suyo al no rechazarla de inmediato, pero en algunos países, dijo con retintín, eran tan lentos que Francia aceptaba esos retrasos para no dejar a los alumnos que venían del extranjero en una situación de desventaja con respecto a los autóctonos. No obstante, tenía suerte: al ser inválida era como si ni se hubiese presentado, lo que le daba la oportunidad de postular otra vez.

Patricia sentía que la cabeza le daba vueltas. No podía quedarse en su piso de Madrid, ya que estaba alquilado hasta el verano. No podía quedarse en la residencia de estudiantes, ya que la mujer le explicó que, al perder el derecho de admisión, dejaba de tener derecho a la habitación de estudiante, que debería abandonar antes de finales de mes. El año en Madrid estaba a la mitad y llevaba ya casi seis meses de máster. No iba a conseguir los créditos en España ni en Francia, así que buscó una habitación en París para poder seguir por lo menos los cursos, aunque no le dejasen hacer los exámenes. Los precios de un estudio eran inasequibles y al final se decidió por un dormitorio compartido en una residencia de estudiantes, alejada del edificio universitario, pero limpio y en una zona segura. Aunque tardaba mucho más en ir y volver, al menos podía asistir a las clases. Ulysse la ayudó con la pequeña mudanza un fin de semana y se ofreció a guardarle las cosas que no quería dejar en la habitación común en su apartamento, una antigua habitación de servicio muy pequeña, pero con baño y una minicocina que le alquilaban unos amigos de sus padres muy cerca de la facultad. Patricia tardaba más de una hora a la universidad, y, acostumbrada como estaba a vivir sola, el ruido y barullo constante de la residencia de estudiantes le resultaban desagradables. Ulysse pasaba la mayor parte del día en la biblioteca, y Patricia pensó en hacer como él, hasta que un bedel le preguntó por su tarjeta de estudiante, que dijo haberse olvidado. Cuando el empleado le propuso buscarla en el sistema y hacerle un documento provisional, tuvo que dejar de ir, pero su novio le ofreció estudiar en su apartamento mientras él lo hacía en la facultad. Cuando este volvía, Patricia había preparado algo de cenar y arreglado el apartamento, que acondicionó con las cosas que había traído de Madrid. Pasado un tiempo, se dio cuenta de que ya casi no pisaba su apartamento, subalquiló su plaza en el dormitorio y llevó sus últimas pertenencias al de Ulysse. Compró unas pequeñas plantas que colocó en el alféizar de la ventana, cambió la funda del pequeño sofá y convirtió lo que había sido una habitación impersonal en un espacio agradable.

Achilles y Sybille, los padres de su novio, anunciaron su visita un fin de semana para ir a ver una exposición, y Patricia decidió devolverles su hospitalidad invitándoles al pequeño estudio. Buscó recetas en internet, se pateó los mercados y preparó un aperitivo español que disfrutaron antes de acudir al restaurante en el que habían reservado. Ya en la cama, le preguntó a Ulysse si su madre se encontraba bien. Sybille, por lo general muy comunicativa, no había dicho prácticamente nada en toda la noche y, al contrario que su marido, no había alabado, excepto lo imprescindible, ni la comida, ni las mejoras en la habitación de su hijo. Ulysse rio y le dijo que no se preocupase, que probablemente se habría peleado con su padre. Se durmieron abrazados y no volvieron a hablarlo.

Achilles, de camino a Estrasburgo, le reprochó a su mujer su falta de educación con la pequeña española, como la llamaban en privado, y le dijo que no entendía por qué se había empeñado en ir a París si no le apetecía ver a los chicos. Sybille mantuvo su mutismo durante casi cien kilómetros, tras los cuales estalló y le preguntó a su asombrado marido si era tonto o si sólo se lo hacía. Achilles, poco acostumbrado a exabruptos de su mujer, pegó un frenazo mientras esta le preguntaba si no se había enterado de que a Patricia la habían expulsado de Sciences Po por falsificación de documentos. Añadió que ella, por lo menos, veía clara la jugada de la petite espagnole: había empezado con unos fines de semana y, tras unos meses, cuatro, para ser exactos, estaba instalada en el apartamento de su hijo, que debido a eso tenía que irse a estudiar a la biblioteca. Que había retirado los antiguos muebles y comprado otros, seguro que con el dinero de Ulysse, y se pasaba el día jugando a la joven esposa. No salía más que unas horas por la mañana, y se tiraba el resto del tiempo en casa. Podía prepararse para ser abuelo, resumió, frase que provocó otro frenazo que le valió a Achilles varios pitidos de los otros conductores.

—¿Está embarazada? —preguntó horrorizado.

—Todavía no, pero no debe de quedar mucho.

—Pero ¿cómo te has enterado de todo esto?

Sybille le miró con cara de pena.

—De vez en cuando me pregunto cómo has podido ser embajador tantos años si no te enteras de nada… Hace un mes me llamó Alix. Ya sabes que ella es muy discreta, pero estaba preocupada porque casi no veía a Ulysse en casa; en cambio a ella, continuamente. Le pregunté a él y me explicó que a Patricia la habían expulsado de Sciences Po y que, como no podía volver a su país, se quería quedar en Francia. Ulysse me dijo que tenía que hacer el último año; sin embargo, Alix me ha contado que está mirando universidades en París. —Al ver la cara de su marido, explicó—: Le llega correo, y Alix ha visto unos folletos en el cubo del papel.

—¿Has mandado a tu amiga a inspeccionarles la basura? —preguntó Achilles espantado.

Sybille no contestó.

—Achilles —añadió con dulzura—, es una chica estupenda y seguro que tiene un futuro brillante por delante, y yo estaré encantada de tener nietecitos españoles, ya sabes que no soy racista. Pero todavía no. Ulysse tiene que acabar su doctorado y hacer su año de prácticas. —Suspiró—. Pensaba que lo haría en Asuntos Exteriores, pero no va a poder ser.

—¿Por qué no?

—¡Querido! —Pensó si decirle a su marido que la joven sólo quería cazar a su hijo, pero se contuvo—. Hoy en día, lo importante es Europa. Ya he hablado con Étienne, y puede hacer el año práctico en Bruselas. Mientras tanto, ella regresará a Madrid y arreglará sus papeles. Entonces sí podrán planificar algo juntos.

—Pero Sybille, si Ulysse…

—Cariño, ¿recuerdas cuando tú hiciste tu año de prácticas? Yo no estaba en París y nos escribíamos sin cesar.

Achilles recordó aquellos meses con nostalgia. Pasado el miedo de no aprobar, había disfrutado de un año loco en la capital, que se hubiese alargado si sus padres, con muy buen sentido, no se hubiesen plantado en el piso que compartía con unos amigos en su misma situación y le hubiesen instado a sentar la cabeza de una vez. No recordaba haber escrito a su mujer tanto; es más, lo que le venía a la memoria eran sus cartas sin abrir en la mesa de la entrada, pero, si ella lo decía, sería así. Suspiró con placer al rememorar aquella época. Su mujer malinterpretó su gesto.

—¿Ves? Y ahora hay correo electrónico y pueden hablar por Skype. Además, Bruselas tiene un aeropuerto estupendo. Hay vuelos diarios a Madrid y a Estrasburgo. Casi más fácil que París. Y no vamos a frenar la carrera de la pequeña, sería injusto.

El hombre reflexionó.

—¿Qué ha dicho Étienne?

Sybille sonrió levemente.

—He hablado con Béatrice. Su hijo estudia en Lyon. Su cuarto está libre, y estará encantada de alojar a Ulysse durante su año en prácticas. Por cierto, he hablado con tu hermana. Nos invita a su casa en Bretaña a pasar el verano. Necesitas un descanso y Ulysse también. Ya sabes lo que decía mi madre: nada como mar y viento para preparar la cabeza para el invierno. Estarán todos sus hijos, así que lo pueden pasar muy bien.

Cuando Ulysse le dijo a Patricia que debían desalojar el apartamento, ya que la amiga de su madre había decidido alquilarlo ese verano por Airbnb a turistas, Patricia sintió como si la arrancasen de su hogar. Pensó que Ulysse la invitaría a pasar parte del tiempo en Alsacia, lo que ocurrió; no obstante, lo que ella había estimado que sería por lo menos un mes se convirtió en una semana, ya que los Gillardeau al completo se trasladaron a Bretaña a casa de una tía. Ulysse, violento, dijo que no sabía si la podría invitar también, pero que lo intentaría y, si no, iría a verla a Madrid. Patricia hizo las maletas, llevó sus cosas a la casa de sus tíos en San Lorenzo y se instaló con ellos para pasar parte del verano. Ulysse, fiel a su promesa, la visitó; pese a ello, asombrado por la condición de dormitorios separados y la obligación de comer y cenar con los tíos de su novia además de sufrir un calor espantoso y no saber qué hacer con las horas del día ya que no jugaba al golf como sus anfitriones, aprovechó la llamada de su madre en la que le recordaba la fiesta de cumpleaños de su tía y las regatas del verano para anticipar su vuelta. Le contó a su novia la maravilla de los paisajes bretones y la sensación de los catamaranes saltando las olas en compañía de sus primos. Patricia dudó, pero nunca había navegado y se imaginó las noches con la familia de Ulysse y los días en las frías aguas del Atlántico embutida en un mono de neopreno y se decidió por acompañar a sus tíos al sur. Al fin y al cabo, se dijo, si la aceptaban en la universidad francesa, podría recuperar los créditos allí y pasarían el invierno juntos.

Cuando Ulysse le contó la oferta de Bruselas, mucho mejor que la de Asuntos Exteriores, se decidió y, antes de salir hacia el sur, fue a la oficina de estudiantes y, con la ayuda de Laura, que la recordaba perfectamente, se inscribió en Madrid otra vez para conseguir la diplomatura. Esta, tras contarle su historia, le recomendó hablar con la directora de estudios, que aceptó permitirle comenzar el máster condicionando su aprobación a la recuperación de los pocos créditos que le faltaban. Patricia aceptó y se resignó a cursar el máster en Madrid. Al principio, Ulysse y ella intentaron verse, pero los vuelos los fines de semana eran caros y él tenía que trabajar a menudo los sábados, lo que los hacía todavía más cortos. Poco a poco se fueron distanciando y un día que Patricia relataba al teléfono lo difícil que era conseguir unas prácticas en Madrid, el joven le comunicó violento que debía colgar, ya que había quedado con una antigua amiga de infancia que había estudiado en la escuela de traductores y estaba ahora en Bruselas. Patricia comprendió la situación al momento y colgó. Lloró amargamente; aun así, en la siguiente conversación no le hizo ningún reproche, le deseó todo lo mejor y mencionó que le gustaría mantener su amistad. Ulysse, aligerado por haber podido arreglar el asunto de manera tan diplomática, le aseguró su amistad incondicional y le propuso preguntar a su padre quién estaba en la embajada en Madrid. Llamó a Achilles, le explicó la situación y este prometió enterarse. No había pasado una semana cuando Patricia recibió una llamada del asistente del representante francés en España, que le ofreció unas prácticas en la sede gala de la capital.

César

Madrid, 1990-2013

César Rubio siempre tenía presentes los apuros y sacrificios que pasaron sus padres para que él llegase hasta donde estaba.